Música para una banda sonora vital – Regreso al futuro (Back to the future, Robert Zemeckis, 1985)

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Esta película de Robert Zemeckis, el ‘pequeño Spielberg’, inicio de una saga que, como suele ser habitual, decaía con cada nueva entrega, aglutina lo mejor y lo peor del cine palomitero de los ochenta, que no por casualidad es, en términos generales, la década menos afortunada de la historia del cine.

Entre aquellos aspectos del filme que cobraron más trascendencia destaca la banda sonora de Alan Silvestri, y acompañándola, el tema The power of love, de Huey Lewis and the News, grupo de estilo indefinido que se llevaba grandes palos de la crítica, y no por nada.

La tienda de los horrores – Juez Dredd

Dentro del amplísimo catálogo de gilipuerteces cinematográficas debidas al estúpido empeño de lo peor de Hollywood en adaptar una y otra vez todos y cada uno de los cómics habidos y por haber, especialmente los más lamentables (la gran mayoría), destaca por méritos propios Juez Dredd, bodrio dirigido -o lo que sea- por un tal Danny Cannon en 1995 (autor de morralla televisiva del tipo que se inventa el indocumentado de J.J. Abrams), con el estelar protagonismo de Sylvester Stallone, probablemente uno de los cachos de carne con ojos engordada con clembuterol más impresentable que ha poblado nunca una pantalla (bueno, junto con el otro maniquí, el Chuacheneguer, por no hablar de petardos como Van Damme, Diesel o Segal). En esta porquería fílmica le acompañan, en la parte positiva (como en el Un, dos, tres), la bella de turno, Diane Lane (que poco trabajo debía de tener por entonces, porque hay que ver…), nada menos que Max von Sydow (suponemos que Ingmar Bergman estará retorciéndose en la tumba de culpa, remordimientos y comidas de tarro en la quq estará encerrado en el más allá), y el supuesto cómico Rob Schneider, mientras que en la parte negativa alternan Armand Assante, Joan Chen y Jürgen Prochnow. Vamos, lo que se dice un reparto de villanos de «nivel». Del nivel de esta mierda de película…

Bueno, al turrón: se supone que en el año 2139 después de Cristo (uno siempre se pregunta qué criterios se eligen para situar las paranoias futuristas en un año u otro: el mero capricho, una suma aleatoria, el número de la calle donde vive el guionista, los centímetros de órgano sexual masculino…; ¿qué más da el 2139 que el 2765, digo yo?) la cosa de la violencia, la captura de los delincuentes y la impartición de justicia se ha puesto chunga del quince porque hay malos malosos a tutiplén, las cárceles están abarrotadas y en las Megacities (original nombre para designar las grandes aglomeraciones urbanas en las que vive la inmensa mayoría de la población terrícola) la situación es un caos. Por eso hay una brigada especial de jueces-policías que imparte una especie de justicia instantánea: localizan al delincuente en pleno delito, le leen la lista de infracciones que están cometiendo, los detienen, les implantan la pena y los llevan a chirona directamente; eso, si no les dan matarile si se resisten… Vamos, lo que viene a ser fascismo puro, pero como la cosa viene de un cómic, pues a un montón de lerdos les gusta. El caso es que el Juez Dredd de las narices, el vómito andante de Stallone, está genéticamente perfeccionado, mata mejor que nadie y antes que nadie, es la leche en vinagre, el rey del mambo, una morcilla muscular embuchada en un uniforme tipo Power Ranger… Hasta que por culpa de un complot de los malos, su copia perversa, encerrada desde hace tiempo en la cárcel para que no haga pupita (Armand Assante), se evade y con ayuda de uno de los jefes del tinglado policial (Prochnow) tiende una trampa al amigo Frigo-Dredd para que lo encierren, a la vez que a su padrino (Sydow, que no se ha ganado un sueldo más vergonzoso en la vida) lo destierran fuera de la Megacity. Una de las de la brigada jurídico-policial (Lane, el busto parlante de ley en estas bazofias) se huele la tostada, y al final, a pesar de las reticencias naturales de estos guiones de tres al cuarto, ayudará al bueno y al amiguito gracioso que se fuga con él (Schneider) para vencer a los malos, incluida la novia china del villano (Joan Chen, famosa por Twin Peaks y nada más). Obviamente, al final la bella cual camella le plantificará el oportuno ósculo en el careto facial al acartonado de Dredd, que en el fondo es asexual perdido y le pone más su moto que la torda enfundada en licra…

Esta castaña pilonga no puede ocultar en su primer tercio y también en algunos aspectos puntuales de su desarrollo su carácter de plagio apenas disimulado de Blade Runner, naturalmente sin llegar a acercarse ni de lejos a nada de lo bueno que tiene la película de Ridley Scott: la puesta en escena, la estética de la ciudad futurista, su amalgama de razas y culturas, los vehículos voladores, la brigada policial, la fuga de los malos, la venganza, la persecución, el alegato pro-vida… Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Juez Dredd»

La tienda de los horrores: Rápida y mortal

Y nunca mejor dicho. Nos referimos a lo de mortal… Porque lo es, y de necesidad, situarse ante este truñowestern dirigido, más o menos, por Sam Raimi. Ya advertimos en su día que Raimi, consagrado por la serie B gracias a sus «comedias» de terror Posesión infernal y El ejército de las tinieblas, entre otras, y perdido en la nada de la saga Spiderman, aparecería tarde o temprano en esta sección por méritos propios, y lo hace por la puerta grande. Y, una vez más, aunque falte su partenaire habitual, de la mano de Russell Crowe, quien se convirtiera en rostro reconocible en el cine americano en aquel 1995, el año de su desembarco, gracias a su participación en esta cosa junto a un impresionante reparto -de nombres- para una historia que bien valdría la tortura del guionista responsable, un tal Simon Moore cuya manicura y depilación, si hubiera justicia, sería encargada a una muchedumbre de tiburones blancos.

En fin. Sharon Stone (otra habitual de este peldaño del blog) es Ellen, una atractiva y misteriosa joven vestida de pistolero (uniforme que, tras meticulosa consulta con un buen número de congéneres masculinos, por lo visto pone farruco al personal de ese género) que llega a un pueblo del oeste para inscribirse en la competición definitiva de duelos. Vamos, que los pistoleros más famosos del oeste, ouh yeah, organizan su propio Mundial para zurrarse la badana a plomadas y que, como en Los inmortales, sólo pueda quedar uno. Claro, la chorrada es de espanto, así como la ausencia de míticas figuras históricas o cinematográficas que bien les hubieran dado p’al pelo a toda esta panda de indocumentados. Pero bueno, allí anda la buena de Ellen calentando al personal mientras menea las caderas adornadas con sus revólveres, y entra en contacto con el resto de merluzos que se citan para la ocasión. Entre ellos, Herod (Gene Hackman; sí, Gene Hackman. ¿Que qué narices está haciendo aquí? Pues ni él mismo puede que lo supiera…), el mandamás del lugar, que rige a golpe de pistolón los destinos del pueblo, un niñato pedorro de lo más antipático (Leonardo DiCaprio, especializado por entonces en niñatos pedorros, no como ahora, estupendo recreador de adultos pedorros), y un extraño predicador de la no violencia (Crowe, que ya sabía poner la única cara que sabe poner), que, claro, fornica oportunamente con la guapa.

El caso es que, como en el circo romano, en los toros o en el fútbol, la gente en la ciudad hace corrillo alrededor de los que van a ajustarse las cuentas a tiro limpio por una bolsa de dinero, jalean, vitorean, aplauden y apuestan mientras, por parejas, los matones van clasificándose para la siguiente ronda (sí, si hubiera alguno español seguramente lo matarían en cuartos de final) con el envío de sus rivales a un cajón de pino. Este absurdo y ridículo paraíso del enterrador sirve, en cambio, para que Ellen encuentre el vehículo de una venganza personal que es el verdadero motivo por el que se encuentra allí entre tanto varón sudoroso, guarrindongo, polvoriento y, cuando sale ella, palote. Vamos, que el argumento es una idiotez difícilmente igualable. Continuar leyendo «La tienda de los horrores: Rápida y mortal»