En estas fechas tan señaladas procede recuperar un momento de la que a buen seguro es la gran obra maestra cinematográfica sobre la Navidad. Además de toda una lección sobre el uso del plano secuencia, esta comedia negra salida del genio de Berlanga y Rafael Azcona, con la colaboración de José Luis Colina y José Luis Font, que trata sobre las circunstancias en que se desarrolla la campaña denominada «Siente un pobre a su mesa» (título original del guión, obligado a modificar por la censura) que a unas buenas amas de casa burguesas se les ocurre organizar durante las Navidades en una ciudad de provincias, revela toda la hipocresía de la sociedad española de su época, la franquista, no solo la propia de las fiestas, sino la subyacente en todo el sistema de apariencias, relaciones e influencias que sostenían (y sostienen) una forma de vida. Una cultura de la imagen de falsa respetabilidad pública que, lejos de desaparecer, se ha acentuado con el tiempo, y cuyo tratamiento, aunque situado en la España de la dictadura, excede lo puramente español y deviene en universal.
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Música para una banda sonora vital: Plácido (Luis García Berlanga, 1961)
Plácido, que no pudo titularse, como era la intención inicial de Luis García Berlanga y Rafael Azcona, Siente un pobre a su mesa debido a las restricciones de la censura, es la gran obra maestra cinematográfica sobre la Navidad, que además sirve para ilustrar meridianamente, desde una perspectiva crítica que no excluye la ternura, las pequeñas mezquindades y miserias morales de la sociedad civil franquista. Por añadidura, va acompañada de la inolvidable música de apertura de Miguel Asins Arbó.
Mis escenas favoritas: La escopeta nacional (Luis García Berlanga, 1978)
Dos muestras de la actual vigencia de esta excepcional comedia de Luis García Berlanga, una auténtica radiografía de la idiosincrasia de ciertos sectores aún vigentes, incluso dominantes, en la sociedad española.
Diez años sin Fernando Fernán Gómez
El pasado martes 21 de noviembre se cumplieron diez años de la muerte de Fernando Fernán Gómez, actor, director, guionista, dramaturgo, novelista y figura fundamental de la cultura española de la segunda mitad del siglo XX. Aprovechamos para recuperar este texto sobre su trayectoria como cineasta, publicado originalmente en Imán, revista de la Asociación Aragonesa de Escritores, en junio de 2014.
Fernando Fernán Gómez: breve aproximación a un “jodío peliculero”
En la entrevista publicada en el diario El País el 4 de febrero de 2014 (http://goo.gl/7x6Qt0) con motivo del estreno en España de su celebrada Nebraska (2013), el cineasta norteamericano Alexander Payne, en uno de esos simpáticos guiños publicitarios que en Hollywood enseñan a introducir siempre en el discurso de venta de cualquier film en las giras promocionales por el extranjero, menciona a cuatro actores ya desaparecidos que habrían encajado a la perfección como Woody Grant, el protagonista finalmente encarnado por el genial Bruce Dern. De los nombrados, dos son norteamericanos, Henry Fonda y Walter Brennan, y (ahí está el guiño) dos españoles, Pepe Isbert y Fernando Fernán Gómez: ‘¿Sabes quién hubiera sido perfecto? El actor de El cochecito y El verdugo. Era jodidamente divertido’. ‘¿Pepe Isbert?’ ’Eso, mi protagonista solo podían interpretarlo Bruce Dern y Pepe Isbert’. ‘Isbert… ¿No necesitaba mayor presencia física?’ ‘De acuerdo, Fernando Fernán Gómez me hubiera aportado mayor peso, aunque tal vez demasiado’.
A favor de la cinefilia hispánica de Payne cuenta un detalle que le proporciona cierta ventaja sobre sus compatriotas camaradas de profesión: su estancia en Salamanca como estudiante de intercambio con Stanford, su universidad de origen. Pero aunque su juvenil periplo español no se hubiera producido, probablemente Payne habría podido referirse en idénticos términos a Fernán Gómez al tratarse de uno de los actores españoles con mayor proyección internacional entre los años setenta y los noventa del siglo pasado, a pesar de que, a diferencia de otros intérpretes mundialmente reconocidos como Francisco Rabal o Fernando Rey, que ganaron en popularidad a través de su participación más o menos importante y afortunada en coproducciones de todo pelaje o en saltos directos a otras cinematografías, su prestigio se asentó a partir de un cine propiamente español.
No parece existir en lengua castellana un adjetivo que sirva para definir con sencillez y exactitud lo que Fernando Fernán Gómez representa para la cultura española de las últimas décadas: poeta, narrador, dramaturgo y ensayista además de guionista, actor y director de teatro, cine y televisión… Facetas todas ellas sabidas aunque no conocidas en igual medida, ya que su carismático perfil como intérprete ha eclipsado a ojos del público cualquier otra de sus vertientes creativas, incluida la de director de cine más allá de los títulos, siempre los mismos, rescatados asiduamente en los pases televisivos, de la actual veneración mediática a las estadísticas de premios recibidos (especialmente El viaje a ninguna parte, galardonada como mejor película, dirección y guión original en la primera edición de los premios Goya de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España, en 1986) o del siempre dudoso marchamo de “cine de culto” con que suele calificarse alguno de sus trabajos (en particular, El extraño viaje, de 1964, basada en una idea de Luis García Berlanga). Lo cual resulta comprensible, dado que la prolífica carrera como actor de Fernán Gómez ha transitado, desde su inicio en la primera posguerra hasta llegado el siglo XXI, por los lugares más comunes y asimilables para el espectador español, como son el cine patriótico-historicista exaltador de la dictadura, el cine sentimental y moralizante llamado “de estampita”, el costumbrismo castizo y folclórico con querencia por lo andaluz, la comedia desarrollista de los años sesenta, el cine de qualité marca Querejeta dirigido por Saura, Armiñán o Erice, entre otros, en los setenta, la apertura internacional adquirida gracias a los certámenes de clase A –sendos Osos de Plata al mejor actor por El anacoreta (Juan Estelrich, 1976) y Stico (Jaime de Armiñán, 1985) y Oso de Honor por toda su trayectoria (2005) en el Festival de Berlín; premio Pasinetti en el Festival de Venecia por Los zancos (Carlos Saura, 1984); premio especial del jurado por El mar y el tiempo (Fernando Fernán Gómez, 1989) y premio Donostia a toda su carrera (1999) en San Sebastián-, la “globalización” de cierto cine español gracias a la buena recepción mundial, Óscares y nominaciones mediante, del cine de Fernando Trueba –Belle Époque (1992) y El embrujo de Shanghai (2002)-, José Luis Garci (El abuelo, 1998) y Pedro Almodóvar (Todo sobre mi madre, 1999), o, finalmente, la fiebre de debuts y óperas primas del cine nacional de los noventa y los primeros años del nuevo siglo (su último papel corresponde a Mia Sarah, dirigida en 2005 por Gustavo Ron).
De su dilatada labor como director de cine, iniciada a medias con Luis María Delgado (F. Gómez se ocupaba de los actores y Delgado de las cuestiones técnicas) en la sorprendente Manicomio (1953), cinta que sigue la moda europea de las películas de episodios con la adaptación de varios relatos de autores extranjeros en una atmósfera cercana a la narrativa de Edgar Allan Poe, con ambientación a lo Caligari, y concluida con Lázaro de Tormes (2001), terminada por José Luis García Sánchez debido a la enfermedad de Fernán Gómez en pleno rodaje (de lo cual se resintió sin duda el acabado final del film), falta no obstante un estudio serio y exhaustivo, un análisis pormenorizado de los veintiséis títulos que componen una filmografía a priori excesivamente dispersa e irregular, de una aparente desigualdad en temas, tonos y formas que puede inducir erróneamente a pensar que se trata de un cine impersonal, alimenticio, confeccionado a golpe de capricho del momento, como tanto otro cine español. Sin embargo, además de lo obvio, el interés de Fernán Gómez por la literatura en general y por el teatro en particular –entre otras adaptaciones, La venganza de Don Mendo (1961), Ninette y un señor de Murcia (1965) o la mencionada del Lazarillo, que no es tanto una versión del anónimo literario como del monólogo teatral creado desde él por Rafael Álvarez “el Brujo”-, la trayectoria de Fernán Gómez tras la cámara revela rasgos de una coherencia estilística (no siempre para bien: ahí está el habitual descuido en la calidad de la música de buena parte de sus películas) y narrativa que permiten identificar su obra como un conjunto que constantemente combina una serie de preocupaciones, obsesiones y perspectivas muy particulares que posibilitan incluir a Fernán Gómez en el difícil, controvertido y contradictorio debate de la autoría cinematográfica.
La finalidad de este texto es proponer tres vías de acercamiento, tres líneas temáticas claramente interrelacionadas para una interpretación general del cine de Fernando Fernán Gómez: el mundo visto a través del hecho anecdótico; la lucha por la supervivencia, vital y moral, en un entorno económico y social adverso y asfixiante; y, por último, derivado directamente de lo anterior, el crimen, la violencia, la infracción, lo ilícito –legal y moral–, como ingrediente. Continuar leyendo «Diez años sin Fernando Fernán Gómez»
Mis escenas favoritas: Las bicicletas son para el verano (Jaime Chávarri, 1984)
Galicia caníbal: El bosque del lobo (Pedro Olea, 1970)
El cambio de registro que el gran actor José Luis López Vázquez realizó en los setenta descolocó al público español pero dejó a las claras que, más allá de su talento humorístico en comedias de altura o de bajura, o incluso casposas y rancias (en las que a menudo él era lo único salvable, o a veces ni siquiera eso), se trataba de un intérprete absolutamente magistral. Su caracterización como Benito Freire, personaje inspirado en el caso real de Manuel Blanco Romasanta, psicópata asesino español del siglo XIX y único caso documentado en España de diagnóstico de licantropía clínica, para El bosque del lobo (Pedro Olea, 1970), sigue siendo a día de hoy una de las cimas del arte interpretativo cinematográfico en el cine doméstico. También se trata de un filme atípico situado en un año que en cierto modo marcaba un punto de inflexión, el inicio de una nueva etapa floreciente en el cine nacional, el Nuevo Cine Español que ensancharía fronteras y obtendría un reconocimiento prácticamente unánime, de carácter internacional, que no ha tenido parangón en etapas posteriores (hablamos de reconocimiento cualitativo, no cuantitativo ni mucho menos mediático) y que contribuyó a preparar el terreno para la apertura al mundo en todos los demás órdenes. Pero el carácter extraño de la cinta no proviene únicamente de su marco contextual, sino, principalmente, de la historia y del excepcional tratamiento que Olea, autor del guión junto a Juan Antonio Porto, hace de ella.
Nos encontramos en la Galicia rural del siglo XIX, un territorio dominado por el oscurantismo, la superstición y la ignorancia ligada al control religioso y a la excepción a este régimen que representan las ancestrales creencias y ritos paganos supervivientes durante siglos. Benito Freire es un buhonero que se dedica a la venta ambulante por distintas localidades gallegas, que recorre montes y bosques, casi siempre en soledad, apartado de todos, al margen de la sociedad. El hecho de que padezca violentos ataques epilépticos contribuye a ello, ya que se extiende el rumor de que está maldito, que ocasionalmente lo posee un espíritu maligno y demoníaco, aunque las escasas personas que lo tratan saben que nada de eso es verdad. Por ello, son muchos los que le encargan que acompañe o que guíe a sus familiares cuando emprenden viaje por las montañas y los bosques camino del Bierzo, de León o de Salamanca, o bien cuando vuelven desde allí a sus casas. Sin embargo, el peso de esas historias que corren sobre él, su propia enfermedad, el poder de la atmósfera misteriosa y mágica del entorno gallego y el resentimiento que alimenta en Benito su exclusión, el desprecio que despierta en muchas personas, terminan convirtiéndole precisamente en la bestia que las leyendas dicen que es. En la soledad del bosque comete sus asesinatos, siempre, como mandan los cánones, en fases de luna llena, y luego inventa historias falsas o manipula hechos para que los allegados de los asesinados no echen de menos sus noticias o su rastro, evitando así la denuncia ante las autoridades.
Dejando a un lado las diferencias entre el Benito Freire de la película y Manuel Blanco Romasanta (personaje fascinante: registrado como niña en la fe bautismal, con 1,37 m. de estatura en su madurez, de rasgos afeminados, inteligente y culto -aprendió el oficio de sastre, y también a leer y a escribir-, viudo prematuro, vendedor de milagrosos ungüentos elaborados con «grasa» -origen del mito del «Sacamantecas»-, asesino de paisanos y alguaciles en los montes, protagonista de sonadas fugas y huidas, objeto de persecuciones y batidas, detenido en Toledo, procesado, condenado a muerte, diagnosticado como licántropo clínico, indultado por Isabel II y conmutada su pena por la de prisión perpetua, fallecido en Ceuta en 1863), la película logra edificar una historia con connotaciones propias, basada fundamentalmente en el prodigioso recital interpretativo de López Vázquez y en el concepto puramente desmitificador, casi se diría que a contracorriente, que supone el tratamiento que Pedro Olea da a la fenomenología que sufre el personaje en los 87 minutos de metraje. De este modo, haciendo hincapié en los rasgos particulares del caso clínico del personaje real (la licantropía médica, nada que ver con el mito del hombre-lobo fuera de la simple asociación de ideas), se aparta de tópicos y estilos propios del cine de terror para ofrecer una historia de índole social, con tintes mágicos y fantásticos pero con clara vocación de parábola del momento presente del rodaje, que «explica» la deriva criminal de un personaje que padece una exclusión radical, una marginación absoluta, por su físico y por una enfermedad grave, a pesar de que en su interior atesora cualidades y capacidades muy por encima de las limitaciones sociales, culturales y educativas de los seres de su entorno. Este choque es el germen de la psicopatía de Benito, de manera que sus crímenes no vienen sólo motivados por la avaricia material, es decir, el robo, o la satisfacción sexual, sino también y principalmente por un hosco y profundo sentimiento de venganza, de odio contra quienes lo evitan como a un animal peligroso. Continuar leyendo «Galicia caníbal: El bosque del lobo (Pedro Olea, 1970)»
In memoriam – Amparo Soler Leal
Mis escenas favoritas – Plácido
Nada mejor que una de entre las muchas escenas gloriosas de esta obra maestra de Luis García Berlanga para, por un lado, desearos a todos, creyentes y no creyentes, una Feliz Navidad, y también para reflexionar, creyentes y no creyentes, acerca de la hipocresía colectiva, el escaparatismo moral y el barniz artificioso de buenos sentimientos, marketing de encomiables propósitos y falsedad generalizada de estas fechas, que, afectándonos a todos en mayor o menos medida, alcanza cotas inigualables en fenómenos tales como telemaratones, subastas benéficas, eventos varios a beneficio de no se sabe quién… Todo aquello que Berlanga y Azcona, como siempre, consiguen sacar a la luz de la alfombra bajo la que lo escondemos para arrojárnoslo a la cara con una sonrisa y un buen pescozón.
Feliz Navidad a todos los escalones.