Diálogos de celuloide – Eva al desnudo (All about Eve, Joseph L. Mankiewicz, 1950)

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Para aquellos de ustedes que no leen, que no van al teatro, que no escuchan programas de radio, que, en definitiva, no saben nada del mundo en que viven, será necesario que me presente: mi nombre es Addison DeWitt, y puede decirse que vivo en el teatro, aunque no intervengo ni actúo en él.  Soy crítico comentarista, algo esencial para el teatro.

All about Eve. Joseph L. Mankiewicz (1950).

 

Rumore rumore: Murmullos en la ciudad (People will talk, Joseph L. Mankiewicz, 1951)

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Una película de Joe Mankiewicz (1909-1993) es sinónimo de buen texto, de guion literario construido con la precisión de un mecanismo de relojería, y también de estupendas interpretaciones, brillantes e intensas. Murmullos en la ciudad (People will talk, 1951) no es una excepción. Sin embargo, oscila ostensiblemente entre el drama y la comedia en un alarde de indefinición que, al mismo tiempo que hace que el conjunto termine por resentirse del inadecuado ensamblaje de sus distintos elementos y tonos, ofrece puntuales secuencias de particular interés dramático, humorístico o estético que la hacen plenamente disfrutable. Cierto es, no obstante, que el inicio del film invita a unas expectativas que no llegan a cumplirse con exactitud, apuntando hacia una screwball que no puede andar más lejos de la realidad.

El doctor Praetorius (Cary Grant), médico de éxito pero cuya práctica se pone en cuestión por algunos colegas y estudiosos, en especial por su celoso compañero de departamento, el profesor Rodney Elwell (Hume Cronyn), alterna la docencia universitaria con la dirección de un hospital. El mencionado Elwell, tan envidioso de su reconocimiento como escandalizado por los curiosos métodos clínicos que emplea Praetorius, se decide a investigar su pasado, del que hay varios datos que no encajan: en primer lugar, sus oscuros años como médico rural, del que ha logrado testimonios de lo más extravagantes sobre presuntos remedios milagrosos en la curación de enfermedades; por otro lado, la misteriosa figura que acompaña a Praetorius a todas partes y a toda hora, el enigmático señor Shunderson (Finlay Currie), no se sabe si guardaespaldas, mayordomo, asistente o sombra todo en uno, pero que es presentado siempre por Praetorious como «un buen amigo». Paralelamente, Praetorius se encuentra en su clínica con un caso especialmente interesante: Deborah Higgins, una joven bastante atractiva (Jeanne Crain), presenta un interesante repertorio de problemas de inestabilidad emocional, cansancio, abatimiento… Su problema no es otro que un embarazo no deseado cuyo autor acaba de fallecer en acto de servicio (militar), un estado que pone en riesgo la peculiarmente estrecha relación que mantiene con su padre (Sidney Blackmer), para el cual el médico idea un remedio infalible: casarse con ella. Por otra parte, Praetorius dirige la orquesta de aficionados que en los actos oficiales interpreta el Gaudeamus igitur, himno de la universidad, entre cuyos miembros se halla su amigo, el profesor Barker (Walter Slezak).

Los 109 minutos de metraje saltan del humor (en principio muy prometedor, luego relegado a un papel subdiario, excepto en la secuencia del infantil «cabreo a tres bandas» con el tren eléctrico) al romance o directamente al drama, a menudo utilizando los mismos pretextos y elementos narrativos. En esta ocasión, la confusión de identidades (o de estados, cabría matizar), no sirve a la comedia sino al drama en su vertiente romántica. Es, al mismo tiempo, una película sobre la amistad, presentada desde la perspectiva de un raro carácter incondicional (la extraña relación de Praetorius y Shunderson, tan firme como inexplicable), un pacto absoluto a pesar de ser tácito, incomprendido por una sociedad que no cree que esas relaciones puedan sustentarse en algo más que el interés o la conveniencia, y que ofrece un tipo de fidelidad a los principios que estaba cuestionándose en la América de los cincuenta. También se trata de un film que observa la profesión médica desde cierto escepticismo (más importante que el tratamiento de las enfermedades parece ser el tratamiento debido a las personas enfermas), aunque no mayor que el dedicado a la docencia universitaria, que en cierto punto, personalizado en Elwell, Mankiewicz, autor del guion, utiliza como trasunto del maccarthismo que estaba vapuleando a América con su actitud inquisitorial. Por último, se trata de una historia de amor algo sui generis, bastante moderna y atrevida para la moralidad pública de aquellos años, en la que la mentira no constituye un peligro, sino la base fundamental de una unión que solo adquiere plena solidez cuando el secreto sale a la luz. Continuar leyendo «Rumore rumore: Murmullos en la ciudad (People will talk, Joseph L. Mankiewicz, 1951)»

Vidas de película – Akim Tamiroff

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Raramente suelen encontrarse imágenes del verdadero rostro de Akim Tamiroff, sin los aditamentos y particularísimas caracterizaciones, a veces realmente camaleónicas, con las que solía aparecer tradicionalmente en pantalla y que a menudo alteraban sustancialmente sus rasgos.

Nacido en Tbilisi, la capital de Georgia, por entonces ya dentro del imperio ruso, en 1899, estudió teatro con el mismísimo Stanislavsky antes de dar el salto a Estados Unidos y llegar a Hollywood ya a una edad considerable, la década de los años treinta. En esta primera época destaca su aparición en títulos como Tres lanceros bengalíes (The lives of a Bengal lancer, Henry Hathaway, 1935), con Gary Cooper y Franchot Tone, Deseo (Desire, Frank Borzage), 1936, de nuevo con Cooper y Marlene Dietrich, o El general murió al amanecer (The general died at dawn, Lewis Milestone, 1936), una vez más con Cooper y Madeleine Carroll. Su papel en esta película le valió una nominación al Oscar.

Su segunda nominación se produjo en los años cuarenta, por enésima vez al acompañar a Gary Cooper, y con Ingrid Bergman como improbable joven española en ¿Por quién doblan las campanas? (For whom the bells tolls?, Sam Wood, 1943). En esta década son importantes sus trabajos para Preston Sturges, como El gran McGinty (1940) y El milagro de Morgan Creek (1944), o para Billy Wilder, en Cinco tumbas a El Cairo (Five graves to Cairo, 1943), junto a Franchot Tone, Anne Baxter y Erich von Stroheim.

Pero sus interpretaciones más memorables tienen lugar junto a Orson Welles, codirector de Cagliostro (1949), basada en la obra de Alejandro Dumas, y también en Mr. Arkadin (1955) y, muy especialmente, en Sed de mal (Touch of evil, 1958) y El proceso (The trial, 1962), o su inacabada Don Quijote, en la cual interpretaba a Sancho Panza.

No termina en Welles la carrera de Tamiroff, que en los años cincuenta y sesenta apareció en filmes tan importantes como Anastasia (Anatole Litvak, 1956), Topkapi (Jules Dassin, 1964) o Lemmy contra Alphaville (Alphaville, Jean-Luc Godard, 1965).

Akim Tamiroff, casado una única vez con la actriz Tamara Shayne, falleció en 1972.

Cielo amarillo: de la ambición a la ruina

William A. Wellman es uno de los grandes directores del Hollywood dorado. En su haber, Alas, la primera película oscarizada como la mejor del año (en 1927, junto a esa obra maestra titulada Amanecer, de F. W. Murnau, en un tiempo en que se diferenciaba entre la mejor obra artística y la mejor película «industrial»), y grandes títulos como El enemigo público (1931), Ha nacido una estrella (1937), La reina de Nueva York (1937), Beau Geste (1939) o los excepcionales westerns Incidente en Ox-Bow (1943) y Caravana de mujeres (1951). A ellos, para completar una estupenda tripleta, cabe añadir Cielo amarillo (Yellow sky, 1948), excepcional western que cuenta con el protagonismo de Gregory Peck, Anne Baxter y Richard Widmark.

1867. Una banda de forajidos integrada por siete antiguos soldados del ejército de la Unión durante la Guerra de Secesión, llega a un pequeño pueblo de Texas cuyo banco no tardan en desvalijar. La mala suerte quiere que en las proximidades se encuentre un escuadrón de caballería que sale en su persecución hasta que el grupo de ladrones se interna en el desierto, una llanura cuarteada, una auténtica sartén de tierra dura y sedienta de más de setenta millas de extensión que es la única oportunidad que tienen los delincuentes para huir de la persecución de la ley con su botín a cuestas. Las primeras disensiones en el grupo por las distintas direcciones a tomar son rápidamente mitigadas por el jefe, Strecht Dawson (Gregory Peck), que insiste en seguir adelante y atravesar el desierto a pesar del agotamiento de los caballos y de la falta de agua y de puntos de referencia en su triste y cansino caminar. Cuando están a punto de sucumbir a los rigores del insoportable calor, descubren a lo lejos lo que parece un espejismo, una ciudad en la falda de un montículo rocoso y árido. Cuando llegan a ella, sin embargo, descubren la triste realidad: es la abandonada Yellow sky, antaño floreciente población producto de las ricas minas de plata de la zona cuya historia se consumió en apenas quince años de explotación minera que agotaron los filones encontrados. O casi, porque la joven Constance Mae, apodada Mike (Anne Baxter) y su abuelo (James Barton) viven allí, y Dude, el lugarteniente de Strecht (Richard Widmark) inmediatamente sospecha que su presencia allí, en un pueblo fantasma situado en el centro de una caldera infernal rodeada de territorio apache, tiene que ver con algún descubrimiento aurífero en las proximidades, y junto a algunos de los demás miembros de la partida, empieza a maniobrar para hacerse con ese oro.

Este extraordinario western escrito por Lamar Trotti como adaptación de uno de los escritores más llevados a la pantalla por Hollywood, W. R. Burnett, con toques de nada menos que La tempestad de William Shakespeare, reúne en un entorno limitado, casi una cárcel, a un grupo de personajes más preocupados por satisfacer sus ambiciones que por su propia supervivencia. La película cuenta con un prólogo y una introducción antes del desencadenamiento del drama propiamente dicho. En primer lugar, el prólogo, la llegada al pueblo de Texas y el atraco, está narrado con ligereza en un tono amable e incluso casi podría decirse que socarrón (los siete bandidos que, embobados, miran la pintura del saloon con la mujer desnuda sobre el caballo). De inmediato, con la persecución de los ladrones por parte del ejército, la película adquiere un ritmo vibrante, una eclosión de acción y tensión, con la muerte de uno de los atracadores y la terrible decisión de internarse en el desierto, lugar al que los soldados no les siguen por estar convencidos de que les espera una muerte segura. La cinta gana así un tono más cadencioso, reflexivo, contemplativo, íntimo, que ya no abandonará hasta la conclusión de sus 93 minutos de metraje. Continuar leyendo «Cielo amarillo: de la ambición a la ruina»

En el límite de la censura: La gata negra

Acompañada de la envolvente y turbulenta partitura de Elmer Bernstein y confundiéndose con las sombras de la fotografía diseñada por Joseph MacDonald, una gata negra de ojos refulgentes pasea su armónica anatomía por los créditos iniciales creados por Saul Bass como parte de una inquietante sinfonía visual hasta encontrarse con otra gata completamente blanca, con la que entabla una lucha a muerte, ambos cuerpos retorcidos en el suelo, rugidos desesperados, contorsiones, mordeduras y arañazos. Cosas de gatas; no puede haber dos bajo el mismo techo así como así…

Nos ocupamos de nuevo de Edward Dmytryk para rescatar una de sus películas menos conocidas y más controvertidas, La gata negra (Walk on the wild side, 1962), una truculenta historia adaptada por John Fante y Edmund Morris a partir de una novela de Nelson Algren con los ambientes de los bajos fondos y de la prostitución de Nueva Orleans como telón de fondo. Una historia de búsqueda, redención y destino trágico que, debido a las lógicas cortapisas de la época -nos encontramos en los últimos estertores del Código Hays de autorregulación censora- y a los problemas previos de Dmytryk con el Comité de Actividades Antiamericanas, tuvo que contentarse con insinuar, suponer y sobreentender buena parte del contenido erótico, sexual y corrupto de una historia que podría haber ido muchísimo más allá de haber gozado director y guionistas de un clima más abierto en el cine y la sociedad americanas.

Nos encontramos en una carretera en medio de ninguna parte durante los años que siguieron a la Gran Depresión de 1929: el joven Dove (Laurence Harvey) es un granjero texano que vagabundea y viaja en autostop de camino a Nueva Orleans en busca de Hallie Gerard (Capucine), la novia artista de origen francés a la que hace tres largos años que no ve y de la que con el tiempo ha dejado de tener noticias. En su viaje se cruza con Kitty (Jane Fonda), otra joven sin hogar, un tanto asilvestrada y salvaje, que también se dirige a esa ciudad y en la que encuentra compañía, intentando detener juntos algún camión que les adelante un buen trecho de camino, malviviendo de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, o asaltando como polizones algún vagón abierto de un tren de mercancías que viaje hacia el sureste. Sus pasos les llevan a las afueras de Nueva Orleans, hasta el Café de Teresina Vidaverri (Anne Baxter), una apetitosa viuda texana que regenta un bar-gasolinera-taller con clientela primordialmente masculina (que acude allí, dicho sea de paso, más por los encantos de la mujer que por la acreditada calidad de la comida). Tras un hurto cometido por Kitty en el Café, Dove se aparta de ella y se queda a trabajar en el local de Teresina, que, sintiéndose atraída por él, le ha hecho una buena oferta, mientras aguarda respuesta al anuncio que ha puesto en el periódico en busca de noticias de Hallie. Cuando éstas por fin llegan, Dove descubre una verdad dolorosa y terrible: Hallie no sólo no quiere saber nada de él, sino que vive y trabaja en la lujosa Casa de Muñecas, un burdel propiedad de Jo Courtney (Barbara Stanwyck), con la que su antigua novia mantiene además una relación lésbica.

La película puede dividirse en dos partes: la búsqueda, un rutinario relato de viaje e interacción con personajes y situaciones sobrevenidos, y el hallazgo, a partir del cual se establece una común historia de rescate, salvación y redención que durante una buena parte del metraje transita por vericuetos fácilmente previsibles. Son el excelente trabajo de cámara, el equilibrado ritmo de un metraje cercano a dos horas, la magnífica labor de ambientación, maquillaje, vestuario y dirección artística (tanto en la recreación de interiores como el café de carretera o el lujoso y estilizado burdel, así como en la captación del ambiente de música -en especial el jazz- y frivolidad de la famosa ciudad de Luisiana durante los años 30) los puntos fuertes de la película, fenomenalmente acompañados por la música de Bernstein y una eficaz fotografía, a un tiempo luminosa y sórdida, de MacDonald, así como la conjunción de un infrecuente reparto Continuar leyendo «En el límite de la censura: La gata negra»

Billy Wilder en pie de guerra: Cinco tumbas a El Cairo

Antes de El-Alamein, nunca vencimos; después de El-Alamein, nunca fuimos vencidos (Winston Churchill).

En un desierto velado de sueños, teñido de magia onírica por la fotografía de John F. Seitz, un escenario idóneo para ricas caravanas de mercaderes o apto para hallar algún idílico oasis abarrotado de jaimas, un tanque británico anda a la deriva a través de las dunas, alzándose perezoso hasta las cumbres y hundiéndose terco en las profundidades para remontar de nuevo hacia la luz para caminar en circulos marcados por el fuego y la muerte. Los cadáveres de sus ocupantes son mudos fantasmas de una guerra que se libra ya a decenas de kilómetros de allí, testigos de su sacrificio anónimo y estéril, mientras el Afrika Korps de Rommel amenaza con internarse en Egipto y acabar con el frente mediterráneo que amenaza la ocupación nazi de Grecia. Entre los cadáveres, de pronto, unos miembros en movimiento, y un oficial herido (Franchot Tone, discreto actor de una carrera de más de treinta años, con títulos como Tres lanceros bengalíes, Rebelión a bordo o Tempestad sobre Washington) que, desolado ante la contemplación de sus camaradas muertos, lucha por salir del interior del vehículo hasta que cae accidentalmente y se enfrenta a una muerte segura bajo el sol inclemente del desierto. Tras su agonía de kilómetros a pie sin víveres ni agua, cuando ya cree que su vida va a terminar en medio de ninguna parte, encuentra un espejismo: un edificio medio derruido abandonado a su suerte en medio del desierto. Pero lo que cree espejismo no es tal, sino el último vestigio de civilización en un lugar devastado por el clima y la guerra, un resto de un pasado de esplendor gracias a la circulación de turistas pudientes que acudían a Egipto para visitar las antiguas ruinas de los faraones. El único hotel abierto en el desierto es su salvación. O el inicio de una aventura insospechada…

Con este fulgurante comienzo, el gran Billy Wilder nos sumerge en su única película bélica propiamente dicha, aunque, en puridad, más bien destaca por la intriga, el suspense y la lucha psicológica en una atmósfera de guerra que por las tangenciales, escasas y siempre evocadas a distancia, escenas de combate. Con esta, su tercera película, Wilder, ayudado por su coguionista de la época, Charles Brackett, contribuye al esfuerzo propagandístico de guerra (estamos en 1943) con un episodio de espionaje, acción, romance y tensión que tiene como escenario el frente del Norte de África previo a la gran batalla de El-Alamein entre Montgomery y Rommel que dictó sentencia en cuanto a la guerra en el continente y que propició el principio del fin del conflicto con la liberación del África francesa ocupada, el desembarco de Sicilia y el hostigamiento constante a las tropas alemanas en Creta y el resto de Grecia. Continuar leyendo «Billy Wilder en pie de guerra: Cinco tumbas a El Cairo»