Diálogos de celuloide: Annie Hall (Woody Allen, 1977)

ANNIE: Ya sabes el asco que me dan los insectos, no puedo dormir con un bicho vivo paseándose por el cuarto de baño.

ALVY: ¡Mátala, por todos los demonios! ¡Haberla matado! ¿No tienes matarratas en casa?

ANNIE: ¡No!

ALVY: ¡Te he dicho cientos de veces que debes tener siempre insecticida en casa! Nunca se sabe quién puede aparecer arrastrándose.

ANNIE: Lo sé, lo sé… y un botiquín, y un extintor de incendios.

ALVY: Está bien, dame una revista, estoy un poco cansado. Estas no son horas, te ríes de mí, tengo que estar preparado para todo… una emergencia, una inundación, un terremoto. ¡Eh! ¿Qué es esto? ¿Has ido a un concierto de rock?

ANNIE: Sí.

ALVY: Ah sí, ¿de veras? ¿No me digas? Y qué, ¿te gustó? ¿Fue ferolítico? ¿Fue de veras superferolítico?

ANNIE: Fue grandioso.

ALVY: Ya, escalofriante. Oye, ¿por qué no llamas al tipo que te llevó al concierto de rock y le dices que venga a matar a la araña? Sería una gran idea.

ANNIE: Yo te he llamado a ti, ¿quieres ayudarme o no?

(…)

ALVY: Ya está, he matado a las dos. ¿Qué te pasa, qué tienes, por qué lloras? ¿Qué querías? ¿Qué las capturara y rehabilitara?

(guion de Woody Allen y Marshall Brickman)

Diálogos de celuloide: Annie Hall (Woody Allen, 1977)

 

Annie: ¡Oye!, ¿Quieres venir a tomar una copa de vino o lo que te apetezca? Bueno, si no tienes tiempo, déjalo, a lo mejor tienes prisa, no quiero obligarte.

Alvy: No, no, no tengo prisa, me encantaría.

Annie: ¿De veras?

Alvy: Sí, tengo tiempo, únicamente tengo… tengo una cita con mi psicoanalista.

Annie: ¡Oh! ¿Vas al psicoanalista?

Alvy: Solo hace 15 años.

Annie: ¿15 años?

Alvy: Sí… le concederé un año más y después me iré a Lourdes.

(guion de Woody Allen y Marshall Brickman)

Tragicomedia de la libertad: La tapadera (The Front, Martin Ritt, 1976)

Lo que más llama la atención de este evocador y tragicómico acercamiento a los efectos que la «caza de brujas» -la persecución sistemática de elementos de ideología comunista en todos los ámbitos de la esfera pública estadounidense, surgida antes de la Segunda Guerra Mundial pero impulsada especialmente a comienzos de la Guerra Fría por el Comité de Actividades Antiamericanas presidido por el senador Joseph McCarthy- tuvo en el mundo del arte, la cultura y el entretenimiento norteamericanos es su frialdad, su cierto distanciamiento y su escasa voluntad de profundizar en la raíz de las cruciales cuestiones democráticas que plantea. A pesar de que buena parte de quienes intervienen en la película (su director, Martin Ritt, su guionista, Walter Bernstein; algunos de sus intérpretes, como Zero Mostel, Herschel Bernardi, Lloyd Gough…) fueron en su momento incluidos en las listas negras y sufrieron las represalias políticas en forma de ostracismo profesional, el conjunto se ve alterado en su tono y sus objetivos por la discutible elección como protagonista de Woody Allen, cuya presencia, sin desviar conscientemente las intenciones del argumento, sí lo condiciona, en particular aquel Allen de los setenta, previo a su redescubrimiento como cineasta con Annie Hall, que busca transformar su imagen ante el público y arrastra tras de sí a algunos de sus colaboradores habituales: Juliet Taylor para el casting y Jack Rollins y Charles H. Joffe en la producción (junto al propio Martin Ritt y a la compañía Persky-Bright).

No se trata de negar la capacidad como actor de Allen al interpretar a Howard Prince, el hombre de paja utilizado por varios guionistas de programas dramáticos de la televisión que se ven obligados a trabajar en la sombra debido a su pública condena por parte de los esbirros de McCarthy y la subsiguiente negativa de la industria a contar con ellos. Como intérprete, incluso en su bisoñez dramática, resulta adecuado a la figura de un personaje que de humilde cajero en una cafetería neoyorquina asciende pública y socialmente gracias a su nueva faceta como «guionista», lo que a su vez despierta dentro de sí una nueva forma de ser que le cambia la vida pero que se cimenta sobre una falsedad. De ahí que, junto al personaje que, por amistad y por convicción, accede a ayudar a un amigo, se superponga el individuo que, de repente habituado a otro tren de vida gracias al diez por ciento por cada guion que cobra por poner su firma y su cara durante las entrevistas, intenta por todos los medios mantener su nuevo estatus y las relaciones personales que este le ha proporcionado, sobre todo su historia de amor con la productora Florence Barrett (Andrea Marcovicci). Frente a los ideales de solidaridad y amistad que al principio le impulsan, compartidos por simpatizantes comunistas como Alfred Miller (Michael Murphy, íntimo amigo de Allen), el colega de toda la vida que da el primer paso para usar a Howard como fachada pública para su labor creativa en la sombra, poco a poco se abre paso el hombre débil e interesado que, por encima de su voluntad de ayudar y de luchar contra una injusticia, desarrolla sus propias aspiraciones personales y profesionales. El conflicto, sin embargo, no estalla hasta el tramo final, cuando el propio Howard, que atrae la atención de los esbirros del Comité, se ve sometido a escrutinio y es colocado en una encrucijada de difícil solución. Solo entonces ocupa el lugar que en la realidad les sobrevino a Ritt, Mostel y compañía. Por otra parte, en compensación, Woody Allen, en una réplica algo rebajada de su personaje-tipo habitual (menos intelectual, ya que tiene que ponerse al día de literatura americana contemporánea y de clásicos rusos para estar a la altura de Florence y del «postureo» que se espera de él en los nuevos círculos culturales que va a tener que frecuentar), proporciona a la historia algunos de sus ingredientes dramáticos más apreciables, que coinciden en buena medida con los que despliega en su labor como escritor, director e intérprete de comedias (eso sí, con las aristas algo recortadas para no derivar en «otra película de Woody Allen»): réplicas agudas, símiles ocurrentes, alusiones humorísticas, comentarios estrafalarios…, en particular en su relación con Florence.

Junto a la historia principal a tres bandas que se centra en Howard y deriva por un lado hacia Florence y por otro hacia Alfred y sus compañeros guionistas denostados, corre en paralelo el retrato de cómo es el trabajo en los programas dramáticos de televisión durante la «caza de brujas», a nivel corporativo y en sus relaciones con Hennessey, el omnipresente y todopoderoso delegado del Comité por la Libertad (Remak Ramsay), y también de la vida personal de quienes se encuentran bajo su vigilancia o los efectos tiránicos de su presión. Esta vertiente del guion se focaliza en el personaje de Hecky Brown (Zero Mostel), entrañable cómico televisivo que tras sufrir en sus propias carnes los interrogatorios y las amenazas del Comité (por su asistencia a algunas manifestaciones y su suscripción temporal a una publicación de izquierdas, según él, porque estaba interesado en una chica idealista y liberal), y consumido por el temor a perder su trabajo en la televisión y quedar marcado, se debate en la duda moral entre someterse o rebelarse y accede a espiar a Howard para que este ocupe su lugar como objetivo de Hennessey. El retrato desesperado de Brown que presenta la película se beneficia de la entregada y conmovedora interpretación de Mostel, rubricada con las magníficas secuencias en las que se narra su declive definitivo y, posteriormente, la conclusión del personaje. El devastador drama que afecta a Hecky Brown tiene su contraste con la ironía inteligente que domina el segmento que protagoniza Howard Price, pero no encuentra el equilibrio que podría vertebrar por completo el filme y proporcionarle algo más de metraje (la película ronda los noventa minutos; un ejercicio de brevedad con contenido sustancioso que hoy se echa de menos en muchas películas comerciales) al renunciar en la profundización en los aspectos políticos que son el detonante de la trama y constituyen su subtexto. El prólogo, construido con imágenes reales en blanco y negro que reflejan distintos aspectos de la vida americana de los años cincuenta, de la Guerra Fría a algunos de los principales y más memorables personajes y acontecimientos públicos del periodo, y el epílogo, con la coda final al desenlace de la historia de Howard, ambos remarcados con Young at Heart, una de las más conocidas canciones románticas de Frank Sinatra, son los únicos momentos en los que lo político se impone a las consideraciones dramáticas del filme.

Esta es la única carencia de una película narrada al modo clásico, con un adecuado contraste entre el tratamiento de la figura trágica de Hecky Brown y la ambivalencia moral que rodea el ascenso personal de Howard Prince, que recrea con autenticidad el Nueva York de los años cincuenta y, sobre todo, las interioridades de la incipiente televisión norteamericana (desde su tecnología audiovisual hasta el tipo de programas que se emitían, de sus políticas de despacho a los tipos humanos que le eran propios), muy bien interpretada (incluido Allen en la línea que el guion le marca y que no es del todo ajena a sus características y al contexto de lo que entonces era su carrera), pero que no termina de funcionar como representación de lo que la «caza de brujas» supuso realmente para la sociedad y la democracia estadounidenses (una mala semilla que cristalizaría dos décadas después, durante la administración Nixon, cuyos primeros pasos relevantes en política tuvieron lugar al calor del «macartismo» y cuyos últimos coletazos aún se dejaban sentir en el momento del rodaje), optando por un discurso moralizante y, en parte, sentimentalizado y apolítico en lo que a las relaciones de los personajes se refiere. Los créditos finales, cuando los nombres de quienes, de entre el equipo de la película, sufrieron en su día la condena extrajudicial y antidemocrática de los sucesivos comités anticomunistas van acompañados de su condición (Blacklisted) y de la fecha en que fueron apartados de sus empleos, de sus vidas, y públicamente estigmatizados, son el dardo más demoledor que la película, distribuida por Columbia en una de las primeras expresiones de autocrítica que un estudio de Hollywood llegó a hacer sobre su propio papel en aquel desgraciado periodo, dirige contra uno de los episodios más tristes y oscuros de los muchos que arrastra la siempre contradictoria democracia estadounidense.

Diálogos de celuloide: un poco de Woody Allen es mucho

-Después de quince minutos quería casarme con ella. Y después de media hora había abandonado completamente la idea de robarle el bolso (Toma el dinero y corre, 1969).

-Yo sufría de incontinencia cuando era pequeño y, como solía dormir con una manta eléctrica, me electrocutaba continuamente (Bananas, 1971).

–Es difícil de creer que no hayas hecho el amor en 200 años.

–204, si tienes en cuenta mi matrimonio.

(El dormilón, 1973)

-Todos los hombres son mortales. Sócrates era mortal. Por lo tanto, todos los hombres son Sócrates. Lo que significa que todos los hombres son homosexuales (La última noche de Boris Grushenko, 1975).

-Dos mujeres mayores están en un refugio de montaña de Catskill y una de ellas dice: «Vaya, la comida en este lugar es realmente terrible». La otra responde: “Sí, y las porciones son tan pequeñas”. Bueno, eso es esencialmente lo que siento por la vida: llena de soledad, miseria, sufrimiento e infelicidad, y todo termina demasiado rápido (Annie Hall, 1977).

-Tus amigos forman un grupo muy interesante.

-Lo sé. -Como el reparto de una película de Fellini.

(Manhattan, 1979)

-Para ti, soy ateo. Para Dios, la fiel oposición (Recuerdos, 1980).

-Es un chico estupendo y un magnífico doctor. Nunca perdió un paciente. Dejó embarazadas a dos, pero nunca perdió un paciente (La comedia sexual de una noche de verano, 1982).

-Tengo 12 años. Me encuentro en una sinagoga. Le pregunto al rabino cuál es el sentido de la vida. Él me explica el sentido de la vida… pero me lo cuenta en hebreo. No entiendo hebreo. Y quiere cobrarme seiscientos dólares por lecciones de hebreo (Zelig, 1983).

-No quiero hablar mal del chico, pero es un piojo horrible, deshonesto e inmoral. Y lo digo con el debido respeto (Broadway Danny Rose, 1984).

-He conocido a un hombre maravilloso. Claro que no es real, pero no se puede tener todo (La rosa púrpura de El Cairo, 1986).

-¿Por qué llamas música a esto? Larguémonos de aquí, que en cuanto acaben nos tomarán a todos como rehenes (Hannah y sus hermanas, 1986).

-Mi actriz favorita es Rita Hayworth.

-A mí me gusta Betty Grable.

-Y a mí, Dana Andrews.

-¿Qué dices? Dana Andrews es un hombre.

-¿En serio? ¿Y se llama Dana?

(Días de radio, 1987)

-Yo no sé nada de suicidios. De donde vengo, en Brooklyn, nadie se suicida. La gente es demasiado infeliz (Delitos y faltas, 1989).

-Si escucho a Wagner durante más de media hora me entran ganas de invadir Polonia (Misterioso asesinato en Manhattan, 1993).

-Las dos palabras más bellas de nuestro idioma no son “¡te quiero!”, sino “¡es benigno!» (Desmontando a Harry, 1997).

-El director está en Nueva York filmando la adaptación de la secuela de un remake (Celebrity, 1998).

-Helen: Dos martinis, por favor. Muy secos.

-David: ¿Cómo sabe usted lo que me gusta?

-Helen: ¡Ah! ¿Usted también quiere? Camarero, ponga tres.

(Balas sobre Broadway, 1994)

-¿Quién manda más, tú o mamá?

-¿Cómo? ¿Tú qué crees? Yo, por supuesto. Tu madre tan solo toma las decisiones. Mamá dice lo que hacemos y yo… yo controlo el mando a distancia.

(Poderosa Afrodita, 1995)

-Nunca creí en Dios. No, ni siquiera lo hice cuando era niño. Solía pensar que, incluso si existe, ha hecho un trabajo terrible. Es un milagro que la gente no se reúna y presente una demanda colectiva en su contra (Todos dicen I love you, 1996).

-¿Quieres que vayamos al vertedero a disparar a las ratas? (Acordes y desacuerdos, 1999)

-¿Recuerdas mi apodo cuando estábamos en el trullo?

-¿El Cerebro?

-El Cerebro. Así me llamaban los chicos, ¿verdad?

-Pero Ray, eso era sarcasmo. Te lo decían de cachondeo. ¡Era de cachondeo!

(Granujas de medio pelo, 2000)

-Mi sacerdote, que por cierto está buscado por pederasta, puede responder por mí (La maldición del escorpión de jade, 2001).

-No nos comunicábamos.

-¡Tuvimos sexo!

-Sí, tuvimos sexo. Pero nunca hablábamos.

-El sexo es mejor que hablar. Pregúntale a cualquiera en este bar. Hablar es lo que sufres para poder tener sexo.

(Un final made in Hollywood, 2002)

-Estaba en el restaurante, he escuchado cómo te ahogabas, he terminado mi té y mi pastel y he venido rápidamente a salvarte (Scoop, 2006).

-Escucha, quiero ir a un lugar divertido. Llévame. Estamos en Nueva York, ¡vamos!

-Boris, ¿dónde puedo llevarla a un sitio divertido?

-¿Qué te parece el museo del Holocausto? (Si la cosa funciona, 2009)

Gil: ¿Podría usted leerla?

Hemingway: ¿Su novela?

Gil: Sí. Son unas 400 páginas y estoy buscando una opinión.

Hemingway: Mi opinión es que la odio.

Gil: ¡Pero si no la ha leído aún!

Hemingway: Si está mal, la odiaré porque está mal escrita; si está bien, la odiaré porque sentiré envidia y eso lo odio aún más. Nunca busque la opinión de otro escritor.

(Midnight in Paris, 2011)

-Es increíble que el Coliseo siga en pie después de miles de años. Sabes, Sally y yo tenemos que volver a colocar los azulejos del baño cada seis meses (A Roma con amor, 2012).

-Primero se convierte en un asesino y ahora se hace cristiano. No sé qué es peor. ¿Qué he hecho yo para merecer un hijo así? (Café Society, 2016)

Mis escenas favoritas: Annie Hall (Woody Allen, 1977)

Un caso claro de aracnofobia galopante en este maravilloso clásico de Woody Allen, de cuyo estreno se cumplen 40 años mañana, 20 de abril. El desamor es peludo y tiene ocho patas…

Mis escenas favoritas – Annie Hall (Woody Allen, 1977)

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El otro día me encontré en la cola del cine un tipo que me recordó esta secuencia… Curiosamente, él tampoco me dejó disertar sobre Fellini ni sobre McLuhan 😉 En realidad, Luis Buñuel no aceptó la propuesta de Allen de participar en esta secuencia, de modo que Woody echó mano del filósofo canadiense, que también se embolsó los treinta mil pavos que ofrecía por una tarde de trabajo.

Diálogos de celuloide – Annie Hall

Comprendí que era una persona estupenda y lo agradable que había sido conocerla, y me acordé de aquel viejo chiste, ya saben, el del tipo que va a ver al psiquiatra y le dice: «Doctor, mi hermano se ha vuelto loco. Se cree que es una gallina». Y el médico le contesta: «Bueno, ¿y por qué no hace que lo encierren?». Y el tipo le replica: «Lo haría, pero es que necesito los huevos». En fin, creo que eso expresa muy bien lo que siento acerca de las relaciones entre las personas. ¿Saben? Son completamente irracionales, disparatadas, absurdas y…, pero, ah, creo que las seguimos manteniendo porque, ah, la mayor parte de nosotros necesitamos los huevos.

Annie Hall. Woody Allen (1977).