Un detective de época: El contrato del dibujante (The draughtsman’s contract, Peter Greenaway, 1982)

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El siempre excesivo, polémico, irregular y controvertido Peter Greenaway ofrece en esta película de 1982 una particular combinación de cine de época e investigación policiaca, de reflexión artística y crítica social, de mosaico de costumbres y retrato de personajes, todo ello envuelto en un tratado sobre el uso de la luz y el poder de la imaginación, adornado con la inolvidable música compuesta por Michael Nyman. El detonante argumental es el encargo que en el verano de 1694 recibe el afamado pintor Mr. Neville (Anthony Higgins), estirado, ambicioso y poco escrupuloso artista de la corte, para hacer una docena de dibujos de Compton Ansley, la mansión de Mr. Herbert (Dave Hill), un hombre rico más enamorado de sus jardines que de su esposa. Neville acepta el encargo a petición de esta misma (Janet Suzman), pero, duro negociador, sabedor de que puede presionar para obtener un trato beneficioso al mismo tiempo que entiende que ocuparse de esos dibujos es una tarea por debajo de su estatus, o del estatus que él cree tener, impone una serie de condiciones que van más allá de lo mercantil, y que incluyen una «atención personal» por parte de la esposa mientras el marido esté de viaje. Este viaje, precisamente, se irá convirtiendo en una intriga familiar de probables connotaciones criminales cuyas pistas para la resolución estarán escondidas, involuntaria e inadvertidamente, en algunos de los dibujos que Neville irá haciendo de la mansión y de sus jardines a partir de distintas perspectivas. El puzle se complica con las enrevesadas relaciones personales que Neville entabla con otros habitantes de la casa, como Mr. Talmann (Hugh Fraser) y su esposa (Anne-Louise Lambert), la hija de los Herbert, que a su vez le ofrece a Neville un tratamiento similar al que este mantiene con su madre.

La película contiene los elementos habituales en las comedias de enredo localizadas en los suntuosos palacios y villas de la aristocracia de época: juegos amorosos (más bien sexuales, en este caso), juicios morales (en especial, entorno al «crimen» de adulterio), intrigas personales y opulencia y ociosidad que muestran a una clase social corrupta e interesada, dada a toda clase de bajezas como forma de entretenerse en una lenta y monótona vida de un continuado no hacer nada, donde la apariencia y la honra importan más que los sentimientos, la ética, la integridad o incluso la inteligencia. El prólogo de la historia, conversaciones cruzadas entre varios de los personajes que adelantan parte de lo que va a ocurrir, filmadas en primeros planos (o primerísimos, en algún caso) iluminados por las velas, en encuadres cerrados y con fondos oscuros, da paso a la apoteosis de luminosidad y a la explosión de colores de la campiña inglesa de Wiltshire. Exteriores bellísimos que circundan la casa y que ofrecen, como los dibujos de Neville, distintas perspectivas de lo que realmente sucede en ese idílico entorno campestre, no exento de enigmas, misterios e inexplicables presencias. El último tramo de la historia, a medida que la trama se va acercando a su inevitable y bárbaro desenlace, se recubre de oscuridad, de tinieblas, de amenazas lúgubres. La noche ocupa el espacio antes dedicado al verde césped refulgente a la luz del sol, el jardín se vuelve un lugar inhóspito proclive a todo tipo de acechos y emboscadas, y las secuencias de alcoba transitan del amor a la conspiración. Este tratamiento visual, fruto de la fotografía de Curtis Clark, viene apuntalado por las extraordinarias composiciones de Nyman, vibrantes o tétricas, juguetonas o inquietantes, algunas de las cuales forman parte de lo mejor y más recordado de su extenso repertorio. Continuar leyendo «Un detective de época: El contrato del dibujante (The draughtsman’s contract, Peter Greenaway, 1982)»

Música para una banda sonora vital – El contrato del dibujante (The draughtsman’s contract, Peter Greenaway, 1982)

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El célebre Michael Nyman compuso para esta película de Peter Greenaway (una de las más asequibles y menos petulantes y egocéntricas de su desquiciante filmografía) una de sus más memorables piezas, Chasing sheep is best left to shepherds, a su vez inspirada en una obra del músico barroco británico Henry Purcell. Clasicismo puro para una intriga de época que toma el dibujo como vehículo para hacernos reflexionar sobre las distintas perspectivas con que los ojos humanos interpretan el mundo a su alrededor.

Estupendo cine juvenil: El secreto de la pirámide

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Pensemos en qué es lo que denominamos actualmente «cine juvenil»: ¿es el cine protagonizado por jóvenes? ¿El de dibujos animados? ¿El que nos toma a todos por chavales hormonados? ¿El que da por sentado que el cerebro de los adultos se halla todavía en formación y que tanto da un público que otro? ¿El que ofrece con fines de puro entretenimiento historias con tratamiento arquetípico, ligero, previsible, con educadoras y formadoras intenciones de moraleja? ¿El que asume como propios aquellos aspectos y presupuestos que, generalmente inoculados por la publicidad, convencionalmente atribuimos a los jóvenes de nuestra época? Pensemos en el cine «juvenil» que se estrena hoy en día: ¿va dirigido realmente a los jóvenes o más bien se pretende convertir a todo el público en juvenil? ¿Las historias que relata realmente están diseñadas para el público de esa edad? El cine juvenil es todo lo enunciado más arriba, pero sobre todo, cabe concluir visto el panorama, que la categoría anteriormente conocida como cine juvenil y que tantos y tan buenos productos ofrecía, ya no existe, las barreras de edad a la hora de escoger determinados productos han desaparecido, como antes sucedió con la literatura y con la música popular o comercial. El problema, es que esta igualdad entre público adulto y joven no se ha hecho al alza, por un extraordinario desarrollo intelectual o una madurez adelantada de nuestros jóvenes, sino a la baja, por todo lo contrario, la idiotización masiva de cantidades ingentes de público adulto y de quienes diseñan productos planos y banales para ellos en aras de la creatividad con fines comerciales y de la eterna, y deliberadamente tendenciosa, confusión entre el concepto de entretenimiento y el de pasatiempo. Demos un paso más; pensemos en las revistas especializadas en música: ¿qué hueco ocupan en ellas los discos infantiles o juveniles (aunque la música de muchos artistas de «renombre» en realidad parezca dirigida a ellos)? Con suerte, un apéndice reducido al final. Sigamos con las revistas literarias con cierto rigor: ¿qué espacio dedica a la literatura infantil o juvenil, fenómenos editoriales masivos aparte? Pensemos ahora en las revistas o programas de televisión de cine que acaparan el mercado: ¿cuántas películas realmente, de entre las que aparecen, parecen estar dirigidas a gente adulta y pensante por sí misma? El resultado de la comparación es evidente. Y desolador.

Como en casi todo lo relacionado con la excesiva importancia que se da al éxito recaudatorio en el cine de hoy, la cosa empieza en George Lucas, adalid del cine juvenil por excelencia y, sobre todo, por su compinche Steven Spielberg, ambos grandes directores de productos para jóvenes, pensados y diseñados para ellos (lo cual es muy distinto a pensar y diseñar un producto para infantilizar adultos, empeño casi exclusivo de la mayor parte del Hollywood actual en la pretendida consecución de un continuado éxito «fácil») que además son muy del gusto del público de más edad, auténticas obras maestras del entretenimiento, y que sin embargo, salvo alguna excepción puntual, han fracasado repetidamente cada vez que han intentado madurar sus productos para un público más activo, exigente o preparado. Pero el éxito ha provocado la (mala) imitación del modelo hasta la saciedad, la invasión de todos los géneros y temáticas, y la confusión de productos y destinatarios, error éste al que la mayor parte del público, americano en su mayoría pero cada vez más también fuera de Estados Unidos, se ha entregado en lo que es un fenómeno incomprensible de síndrome de Peter Pan colectivo: el cine juvenil ha terminado copando todo lo que se conoce como cine de entretenimiento, con la connivencia de un público que justifica su autoindulgencia en la coartada de que no se acude al cine a pensar, a ver desgracias, sino, simplemente, para evadirse de un mundo demasiado feo, como si lo que viera en las salas lo mejorara. Más que síndrome de Peter Pan constituye un ejercicio de autosedación, de voluntaria adicción a una droga que desactive las neuronas. Sin embargo, tanto Lucas como Spielberg no dejaron en el mejor momento de sus respectivas carreras de apostar por productos dignos y cuidados para el público joven (sus filmografías como productores dan fe) y El secreto de la pirámide es un buen ejemplo de ello. Continuar leyendo «Estupendo cine juvenil: El secreto de la pirámide»