Alfred Hitchcock presenta – Juego sucio

Tras su experiencia alemana en la UFA y su aprendizaje de manos de los directores y técnicos alemanes (Murnau o Lang entre ellos), Hitchcock retornó a Inglaterra convencido de cuáles eran los tonos y las atmósferas que convenían a sus historias, así como de los temas que le permitían sacar a la luz sus principales intereses. No obstante, tras sus primeros pasos en el mundo del misterio (El enemigo de las rubias, La muchacha de Londres), todavía deberían transcurrir unos cuantos años más hasta que su inconfundible estilo y su oronda marca de fábrica quedaran definitivamente instalados en el mundo del cine como sinónimos de suspense criminal. Durante ese tiempo, Hitchcock siguió alternando películas de intriga (El número 17, Asesinato o la producción alemana Mary) con comedias y melodramas (Lo mejor es lo malo conocido, Elstree calling). Una espléndida muestra de éstos últimos es Juego sucio (The skin game, 1931), un drama rural que alcanza cotas de alta tragedia.

La premisa de la película no es otra que el enfrentamiento de dos familias como símbolo de las tensiones entre clases sociales. Los Hillcrist son una familia de la aristocracia rural tradicional que ha labrado su prosperidad y su buena posición, un tanto ya venida a menos, gracias a la explotación agrícola y ganadera de sus tierras, y a la vida en armonía con el entorno que conforman las propiedades y pueblos vecinos. Este idílico panorama cambia ligeramente con la llegada de los Hornblower, cuyo patriarca (Edmund Gwenn) responde a la estereotipada imagen de rico industrial advenedizo que, habiendo hecho dinero con los negocios, busca el reconocimiento y la respetabilidad que proporcionan las buenas relaciones -eso sí, de tú a tú- con los más prestigiosos terratenientes del lugar. Sus ansias de liderazgo y visibilidad se traducen en la adquisición de las tierras y propiedades colindantes a las fincas de los Hillcrist, que se encuentran en apuros económicos, hasta el punto de rodear sus propiedades con las suyas cerrarles la salida directa al suelo público. Esta tensión, unida a los desencuentros de clase y procedencia entre ambas familias, provoca una escalada de rivalidades y enfrentamientos cada vez más recrudecidos que, llegados a su punto máximo, amenazan con arruinar y destruir la reputación de Chloe Hornblower (Phyllis Konstam), la joven nuera del patriarca. Sin embargo, la naturaleza del asunto, su gravedad y su posible trascendencia va mucho más allá de lo que la señora Hillcrist, promotora del ataque, habían pensado, y pone a la joven ante un difícil trance que cierne nubarrones sobre su futuro e incluso sobre su supervivencia.

Aunque la historia transcurra por los derroteros del drama familiar, Hitchcock reviste a la trama con varias de las notas características de sus películas. En primer lugar, maneja adecuadamente el tono de tensión creciente; el clima campestre, casi familiar, idílico, sugerido por unos excepionales decorados (pinturas y lienzos que, perfectamente colocados en la acción, permiten recrear la ilusión y la alegría de una campiña en plena explosión primaveral), se va tornando en una atmósfera turbia, convulsa, nocturna (la acción se traslada a interiores, a salones y despachos en penumbra o iluminados por el fuego de la chimenea), mientras que la historia, del mero enfrentamiento vecinal, se va trocando en una lucha a vida o muerte por la supervivencia económica y social. Este perfecto uso de decorados y atmósferas viene complementado por varias secuencias de gran belleza plástica, en positivo, como los paseos por el campo o la recreación en estudio de las perspectivas paisajísticas de la zona, o en negativo, en la escena en la que se saca el cuerpo de la piscina. La tensión que se maneja de manera magistral eclosiona en la magnífica escena de la subasta de tierras, un prodigio de suspense ajeno a lo criminal que enfrenta a los Hillcrist y los Hornblower (y a los respectivos señuelos que pujan por ellos de manera encubierta) con los paisanos que buscan hacerse con unas buenas tierras a precios módicos. Hitchcock desarrolla la escena al principio de manera plácida y tranquila, casi costumbrista y tradicional, mientras que con el paso de los minutos, con el ritmo acelerado y una sucesión de planos frontales de los personajes, recoge el incremento constante e irracional del precio de salida como forma de plasmar una rivalidad casi destructiva del contrario. Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta – Juego sucio»

El coleccionista: los peligros de acertar una quiniela

Porque ésa, la enorme suerte de acertar una quiniela millonaria es el improbable punto de origen del drama de esta obra maestra de William Wyler (1965), gran director que en sus últimos estertores fílmicos aún pudo dar a luz esta pequeña maravilla. Terence Stamp (premio en Cannes por su actuación) borda el papel del pusilánime Freddie, un joven empleado del Banco de Londres, débil, callado, introvertido, triste, que se siente rechazado por una sociedad que alimenta en él un profundo rencor y cuyo único oasis de paz es el coleccionismo de mariposas, bellos animalitos a los que no vacila en clavar a una madera enmarcada y acristalada. Sin embargo, su recelo por la sociedad no incluye las quinielas de fútbol, gracias a las cuales obtiene un cuantioso premio con el que dar rienda suelta a sus sueños.

Y su sueño no es otro que una joven de la que apenas sabe nada (Samantha Eggar, premio en Cannes por este personaje), con la que se cruza a diario, y a la que, a través de su empeño por saberlo todo sobre su vida, por tenerla constantemente alrededor, ha llegado a conocer superficialmente con pelos y señales: sus costumbres, sus relaciones, su lugar de trabajo, su residencia, sus itinerarios… Pero sabe que nunca podría aspirar al amor de esa joven. Ella ha sido educada en una sociedad en la que jóvenes como él están de más, cuyas virtudes no importan, cuyos sentimientos, ansias y sueños son accesorios. No, ella nunca podría entenderle ni amarle, la sociedad la ha enseñado a apartarse de hombres como él. Sin embargo, Freddie cree que si ella llegara a descubrir la bondad de su corazón, la pureza de sus intenciones, lo profundo y sincero de su amor, Samantha vería más allá de lo superficial y llegaría a apreciar sus sentimientos, incluso a compartirlos. Patológicamente convencido de ello, el pusilánime Freddie se convierte en un osado soñador que, al igual que ha acertado una quiniela de la que se siente mesiánico merecedor, se autoproclama destinatario único y justo del amor de la joven, y decide poner en marcha un plan de espaldas a una sociedad que también lo condenaría por su amor y por su forma de querer hacerlo realidad.
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Alfred Hitchcock presenta – La soga (Rope)

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Esta breve pero compleja obra del genio Alfred Hitchcock rodada en 1948 tiene mucha tela que cortar a pesar de sus breves ochenta minutos de duración. En primer lugar, la película pretende ser un golpe sobre la mesa del propio Hitchcock ante su tortuosa relación con David O. Selznick, el productor que le había llevado de la mano a Hollywood. Como ya se ha dicho en otras entradas de esta misma sección haciendo un poquito de historia, las dificultades para el entendimiento entre ambos propiciaron que Selznick cediera al director inglés a otros estudios a cambio de sustanciales ingresos. Enfurecido por el fracaso de El proceso Paradine (1947), Selznick cerró otro acuerdo de cesión con Universal, y ésta, de buen grado, le dio plenos poderes a Hitchcock para que hiciera la película que quisiera. Y Hitchcock volvió a rodar una joya.
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El placer del entretenimiento inteligente: The thin man

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NICK: Recibí dos balazos en el Tribune.

NORA: He leído que te disparó cinco veces en los tabloides.

NICK: No es verdad. No se acercó a mis tabloides.

La película de W. S. Van Dyke titulada en España La cena de los acusados, rodada en 1934, supone el éxito del humor inteligente, ágil, de los diálogos afilados, irónicos, agudos y vertiginosos, es una orgía constante de ingenio. Poca importancia tiene que la premisa sea una novela de Dashiell Hammett basada en su propia relación con la escritora Lillian Hellman, que la trama sea confusa, sin sentido, enrevesada hasta decir basta, porque lo verdaderamente interesante es el combate de inteligencias y la acidez de las situaciones y diálogos de esta estupenda película de entretenimiento.
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Buen cine en la España franquista: Crimen de doble filo

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Aunque a la televisión pública española le guste reducir la filmografía nacional bajo la dictadura de Franco a las consabidas recetas apologéticas del «glorioso» movimiento-cruzada, ya fuera en forma de folclore más rancio o en su habitual expresión de niños prodigio repelentes, o con productos concebidos para el lucimiento del cantante o grupo musical casposo de turno, en un constante derroche de pasteleo, almíbar y cursilería gazmoña de tres al cuarto, la verdad es que durante la época más oscura de la cinematografía, y también de la vida reciente, española, se produjeron igualmente cintas de calidad cuyas líneas temáticas y argumentales distaban mucho de la habitual retahíla de flamenco, coplas, dúos dinámicos, marisoles y joselitos. Los ejemplos, aunque menos de los que debieran haber sido y casi perdidos entre tanta patraña cinematográfica, son numerosos. Uno de ellos es Crimen de doble filo (1964), del cineasta aragonés José Luis Borau (Zaragoza, 1929).
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Diálogos de celuloide – El expreso de Chicago

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Sinopsis previa. La película cuenta la historia de George, editor de Los Ángeles que viaja a Chicago para la boda de su hermana. Pretende aprovechar el viaje para trabajar pero conoce a una chica, secretaria de un anciano profesor de arte, con la que entabla un romance que se ve truncado por una intriga que gira en torno a unas falsificaciones de obras del genial pintor holandés Rembrandt, que va a ser objeto de una magna exposición en el Instituto de Arte de Chicago. George es arrojado del tren y acude al primer sheriff que encuentra para denunciar los hechos. Buen diálogo de una estupenda comedia de crímenes con Gene Wilder, Richard Pryor, Patrick McGoohan, Ned Beatty o Ray Walston en el reparto.
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Diálogos de celuloide – Los Palomos

VIRTUDES: Ay, cuando tengamos un marco como este en Barcelona.
EMILIO: Ya lo decía mi tío, «el marco, el marco lo hace todo».
VIRTUDES: Ya, pero es que tu tío fabricaba espejos…
(…)

POLICÍA: ¿Y éste por qué llora?
VIRTUDES: Porque se acuerda de su mujer.
POLICÍA: Porque está muerta…
EMILIO: Nooo, porque viveee…

(…)

EUGENIO: ¿Puedo llamar a mi mujer?
POLICÍA: ¿Para qué?
EUGENIO: Para decirle que no me espere a cenar en seis años y un día.

Los Palomos. Fernando Fernán-Gómez (1964).