Mis escenas favoritas: El cebo (Ladislao Vajda, 1958)

Obra maestra sobre la persecución y captura de un asesino en serie de niñas, adaptada a partir de una novela de Friedrich Dürrenmatt, que colabora en el guion junto al director y a Hans Jacoby, y coproducida entre España, Suiza y Alemania, rodada en el país helvético y con mayoría de intérpretes germanos, resulta totalmente insólita para la cinematografía española de entonces (y no digamos ya, en términos de calidad, si hablamos del panorama actual). Basada en la misma historia, Sean Penn estrenó décadas más tarde El juramento (The Pledge, 2001), protagonizada por Jack Nicholson, Aaron Eckhart, Robin Wright, Helen Mirren, Vanessa Redgrave, Sam Shepard, Mickey Rourke, Benicio del Toro y Harry Dean Stanton.

La secuencia presenta la principal pista que tiene la policía para capturar al asesino, el dibujo que la pequeña Greta Moser hizo del gigante que le regalaba erizos…

Festival Alec Guinness: Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, Robert Hamer, 1949)

Greatest British comedy: Kind Hearts and Coronets

La buena comedia negra es aquella que, sin renunciar a la parodia, la sátira y la ironía, no pretende disimular que su humor se construye a partir de un drama. Sobre esa premisa, a la vista la dirección sobria, contenida y distante de Robert Hamer, del fenomenal trabajo de decoración (perfecta recreación de los ambientes de la baja aristocracia británica, como también de los estratos laborales más próximos a ella), de las luminosas secuencias diseñadas por el director de fotografía Douglas Slocombe y de la encomiable labor de los intérpretes que componen el triángulo central del drama (Dennis Price, Joan Greenwood y Valerie Hobson), podría decirse que esta película es otra (quizá una de las mejores) de las amables y deliciosas piezas de humor surgidas de la factoría Ealing pilotada por Michael Balcon, antaño mentor de Alfred Hitchcock reconvertido después en el artífice de la comedia británica cinematográfica por excelencia. Pero la película cuenta además con Alec Guinness, actor descubierto por David Lean que hasta entonces había participado en sus dos adaptaciones dickensianas, y cuyo auténtico potencial como intérprete se destapó en esta cinta, que también le convirtió en estrella y referencia ineludible. Y es que Guinness, siempre en un segundo plano, da vida, con diferente intensidad y profundidad y en distinto grado de desarrollo dramático, a ocho miembros de la familia D’Ascoyne en un recital de versatilidad y múltiple personalidad interpretativa solo al alcance de otro grande de la comedia británica, Peter Sellers.

Pero la película no es un simple vehículo para el lucimiento de un actor semidesconocido hasta entonces en el mundo del cine, ni mucho menos. El trabajo de Guinness es imprescincible pero no condiciona la construcción dramática de la historia, que respira sátira y parodia por sí misma y que, como siempre en las comedias de la Ealing, sabe tomar el pulso a la Gran Bretaña de su tiempo. En este caso, un país que ha salido devaluado de los enormes esfuerzos y sufrimientos de la Segunda Guerra Mundial, que ha perdido su condición de potencia hegemónica del planeta, que ve cómo su flamante Imperio empieza a desgajarse (comenzando por la India, la joya de la Corona), que vive una profunda crisis económica y social y que debe replantearse un nuevo orden para su reconstrucción y un nuevo papel en el mundo. Este estado de ánimo colectivo producto de una decadencia sobrevenida es sabiamente adaptado por el guion de Robert Hamer y John Dighton, a partir de la novela de Roy Horniman, que se sitúa cronológicamente al final de la era victoriana (finales del siglo XIX y principios del XX) y que gira en torno al resentimiento y las ansias de venganza producto de la afrenta y el deshonor. La gran virtud del argumento, sin embargo, está en que esta venganza cobra la irónica forma de una comedia negra cuyo personaje central es un asesino en serie, si bien sus víctimas se limitan a los miembros de una sola familia, los D’Ascoyne (interpretados todos por Guinness). Se trata, por tanto, de un criminal en serie al que no le mueven los incontrolables impulsos psicológicos, sino que es un vulgar usurpador por interés calculado en la mejor tradición del folletín decimonónico de aventuras de Alejandro Dumas o de las novela de crímenes británica según los patrones de Chesterton o Agatha Christie, o en la línea de Thomas de Quincey y su entendimiento del crimen como una de las bellas artes.

Así, Louis Mazzini, miembro de la familia D’Ascoyne no reconocido (su madre fue expulsada y apartada cuando decidió fugarse con un cantante italiano que murió de un ataque al corazón el mismo día del nacimiento de Louis, exactamente en el momento en que lo vio por vez primera… y única), desea vengar la afrenta sufrida por él y por su madre y, tras constatar el número de miembros de la familia D’Ascoyne que le impiden reclamar el título de duque, comienza a planificar su sistemática eliminación, uno tras otro. El detonante de su descabellado plan, además de la ambición personal de influencia y dinero, es el hecho de que la muchacha junto a la que se ha criado, Sibella (Joan Greenwood), hermosa, caprichosa, voluble y algo casquivana muchacha a la que une una larga pasión compartida, decide casarse con otro hombre dotado de mejor empleo y posición y de una mayor provisión de fondos para sus caprichos (John Penrose). Doblemente resentido, contra los D’Ascoyne y contra Sibella, sin nada que perder, decide poner en marcha sus planes de asesinato, y también de ascenso social a medida que se van produciendo muertes y el número de parientes entre él y el título de duque se va reduciendo, lo cual hace que la ambiciosa Sibella vuelva de nuevo a él para convertirse en su amante. Con lo que no cuenta Louis es con enamorarse de Edith (Valerie Hobson), la viuda de su segunda víctima, el joven heredero del título, un muchacho de 24 años muy aficionado a la fotografía y mucho más a empinar el codo, lo cual termina de configurar el rompecabezas de su venganza: no solo rematará la jugada casándose con la legítima esposa de un D’Ascoyne, sino que eso le servirá para usar y tirar a Sibella, la joven que lo despreció porque no tenía dinero ni posición y que ahora verá cómo pierde el favor de todo un duque del que no sacará nada. Continuar leyendo «Festival Alec Guinness: Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, Robert Hamer, 1949)»

Música para una banda sonora vital: Fame, de David Bowie

Fame, tema de David Bowie, es uno de los hilos conductores musicales de La casa de Jack (The House That Jack Built, Lars von Tier, 2018), inclasificable película sobre un asesino en serie de la América de los años setenta (Matt Dillon) que aspira a hacer de cada crimen una obra de arte. Curiosamente, se usa en el mismo sentido, aunque de manera fugaz, en Copycat (Jom Amiel, 1995), película sobre el mismo tema, cuyo matarife pretende imitar en sus asesinatos a los grandes asesinos psicópatas de la historia criminal de los Estados Unidos.

Imitando a Hitchcock: Vestida para matar (Dressed to kill, Brian de Palma, 1980)

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Es sabido que en sus inicios Brian de Palma se dedicaba básicamente a plagiar («homenajear», como se dice ahora, especialmente cuando lo hace Quentin Tarantino) el cine de Alfred Hitchcock. Si en Fascinación (Obsession, 1976), fusilaba fundamentalmente, aunque no sólo, De entre los muertos (Vertigo, 1958), incluso contratando a Bernard Herrmann para la música de la película, de hecho su última partitura para el cine, en Vestida para matar (Dressed to kill, 1980) se dedica a pisar punto por punto el guión de Psicosis (Psycho, 1960): tenemos una rubia estupenda (Angie Dickinson) que, tras una escena calentorra inicial, sirve de guía para la trama hasta que el argumento cambia súbitamente, tras un hecho violento ocurrido más o menos a la media hora de metraje (de un total de 103 minutos), y gira hacia otro aspecto mucho más truculento; está la pareja que investiga y el policía (Dennis Franz) que indaga, y por haber hay incluso una secuencia en la que el psiquiatra de turno lo explica todo, y que recuerda mucho la que encarna Simon Oakland. Por supuesto, como es lógico, el núcleo de la historia se centra en un asesino travestido con crisis de identidad, que se transmuta en su «otro yo» femenino para cometer sus crímenes (con navaja, no con cuchillo de cocina, pero qué más da…). Por no faltar, no falta ni un «homenaje» (este sí) a la famosa escena de la ducha, aunque en ese caso se trate de una secuencia erótica y no de asesinato (sigue constituyendo un plagio hitchcockiano, de todos modos, el hombre que afirmaba la conveniencia de filmar las escenas de amor como si fueran de asesinato, y las de asesinato como si fueran escenas de amor).

El guión tampoco destaca por una gran originalidad. De hecho, transita por los lugares comunes de las películas con asesino en serie, es decir, la averiguación de su identidad y el riesgo constante de ver a los protagonistas convertidos en objeto de sus macabras tendencias. De Palma añade al cóctel una alta carga erótica mucho más explícita que en el cine hitchcockiano (la secuencia inicial de la ducha, con Angie Dickinson en el esplendor de su madurez física; la segunda secuencia, de cama; el encuentro sexual en el taxi; todo lo que rodea al personaje de Nancy Allen, una prostituta de lujo; el «onírico» asesinato de la enfermera del centro psiquiátrico…) y el despliegue de un gran talento en las secuencias de suspense, por lo demás tampoco especialmente originales (destacan la secuencia de la persecución en el metro, en la que Nancy Allen se ve triplemente acosada: el psicópata, los pandilleros que quieren propasarse con ella y un agente de policía abiertamente hostil, y, sobre todo, la espléndida secuencia del museo, con Dickinson perseguida-perseguidora del tipo con el que quiere echar una cana al aire). Pero, bajo el envoltorio superficial, por mejor tratado que esté ocasionalmente, subyace bien a la vista la plantilla narrativa de Alfred Hitchcock, que De Palma en el fondo no hace nada por ocultar o disimular.

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Más allá de los aciertos parciales en el diseño de la atmósfera y en la construcción del suspense, o de la pericia técnica para jugar con el espacio, el principal problema de la película tiene una doble dimensión. En primer lugar, de verosimilitud: Continuar leyendo «Imitando a Hitchcock: Vestida para matar (Dressed to kill, Brian de Palma, 1980)»