John Sturges: el octavo magnífico

No sé por qué me meto en tiroteos. Supongo que a veces me siento solo.

‘Doc’ Holliday (Kirk Douglas) en Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957).

Resultado de imagen de john sturges

John Sturges es uno de los más ilustres de entre el grupo de cineastas del periodo clásico a los que suele devaluarse gratuitamente bajo la etiqueta de “artesanos” a pesar de acumular una estimable filmografía en la que se reúnen títulos imprescindibles, a menudo protagonizados por excelentes repartos que incluyen a buena parte de las estrellas del Hollywood de siempre.

Iniciado en el cine como montador a principios de los años treinta, la Segunda Guerra Mundial le permitió dar el salto a la dirección de reportajes de instrucción militar para las tropas norteamericanas y de documentales sobre la contienda entre los que destaca Thunderbolt, realizado junto a William Wyler. El debut en el largometraje de ficción llega al finalizar la guerra, en 1946, con un triplete dentro de la serie B en la que se moverá al comienzo de su carrera: Yo arriesgo mi vida (The Man Who Dare), breve película negra sobre un reportero contrario a la pena de muerte que idea un falso caso para obtener una condena errónea y denunciar así los peligros del sistema, Shadowed, misterio en torno al descubrimiento por un golfista de un cuerpo enterrado en el campo de juego, y el drama familiar Alias Mr. Twilight.

En sus primeros años como director rueda una serie de títulos de desigual calidad: For the Love of Rusty, la historia de un niño que abandona su casa en compañía de su perro, y The Beeper of the Bees, un drama sobre el adulterio, ambas en 1947, El signo de Aries (The Sign of Ram), sobre una mujer impedida y una madre controladora en la línea de Hitchcock, y Best Man Wins, drama acerca de un hombre que pone en riesgo su matrimonio, las dos de 1948. Al año siguiente, vuelve a la intriga con The Walking Hills (1949), protagonizada por Randolph Scott, que sigue la estela del éxito de El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, John Huston, 1948) mezclada con el cine negro a través de la historia de un detective que persigue a un sospechoso de asesinato hasta una partida de póker en la que uno de los jugadores revela la existencia de una cargamento de oro enterrado.

En 1950 estrena cuatro películas: The Capture, drama con Teresa Wright en el que un hombre inocente del crimen del que se le acusa huye de la policía y se confiesa a un sacerdote, La calle del misterio (Mistery Street), intriga criminal en la que un detective de origen hispano interpretado por Ricardo Montalbán investiga la aparición del cadáver en descomposición de una mujer embarazada en las costas cercanas a Boston, Right Cross, triángulo amoroso en el mundo del boxeo que cuenta con Marilyn Monroe como figurante, y The Magnificent Yankee, hagiografía del célebre juez americano Oliver Wendell Holmes protagonizada por Louis Calhern.

Tras el thriller Kind Lady (1951), con Ethel Barrymore y Angela Lansbury, en el que un pintor seduce a una amante del arte, Sturges filma el mismo año otras dos películas: El caso O’Hara (The People Against O’Hara), con Spencer Tracy como abogado retirado a causa de su adicción al alcohol que vuelve a ejercer para defender a un acusado de asesinato, y la comedia en episodios It’s a Big Country, que intenta retratar diversos aspectos del carácter y la forma de vida americanos y en la que, en pequeños papeles, aparecen intérpretes de la talla de Gary Cooper, Van Johnson, Janet Leigh, Gene Kelly, Fredric March o Wiliam Powell. Al año siguiente sólo filma una película, The Girl in White, biografía de la primera mujer médico en Estados Unidos.

Resultado de imagen de escape from fort bravo

En 1953 se produce el punto de inflexión en la carrera de Sturges. Vuelve momentáneamente al suspense con Astucia de mujer (Jeopardy), en la que Barbara Stanwyck es secuestrada por un criminal fugado cuando va a buscar ayuda para su marido, accidentado durante sus vacaciones en México, y realiza una comedia romántica, Fast Company. Pero también estrena una obra mayor, Fort Bravo (Escape from Fort Bravo), el primero de sus celebrados westerns y la primera gran muestra de la maestría de Sturges en el uso del CinemaScope y en su capacidad para imprimir gran vigor narrativo a las historias de acción y aventura. Protagonizada por William Holden, Eleanor Parker y John Forsythe, narra la historia de un campo de prisioneros rebeldes durante la guerra civil americana situado en territorio apache del que logran evadirse tres cautivos gracias a la esposa de uno de ellos, que ha seducido previamente a uno de los oficiales responsables del fuerte. Continuar leyendo «John Sturges: el octavo magnífico»

Diálogos de celuloide: Las tres noches de Eva (The Lady Eve, Preston Sturges, 1941)

Resultado de imagen de The Lady Eve

 

-Supongo que cada uno sueña con su pareja ideal.

-¿Cómo es el tuyo?

-Un tipo bajo con mucho dinero.

-¿Por qué bajo?

-Si es rico, ¿qué importa? Prefiero que mire hacia arriba para ver a su mujer ideal.

(guión de Preston Sturges, a partir de la obra de teatro de Monckton Hoffe)

 

A rey muerto…: Executive suite (Robert Wise, 1954)

Executive_suite_39

Aquí tenemos, en una fotografía promocional, al extraordinario elenco de Executive suite (mucho mejor conservar su título original que emplear el español, La torre de los ambiciosos), excelente drama ambientado en el mundo de la bolsa y los negocios dirigido en 1954 por el gran Robert Wise, uno de los más importantes cineastas todo-terreno de la historia del cine, y en el que además de un grupo impagable de intérpretes confluye la labor de John Houseman en la producción y del no menos grande Ernest Lehman en la confección del guión a partir de una obra de Cameron Hawley. Otro detalle llama la atención desde el minuto uno de los 99 que componen el metraje total: la ausencia de música. La película transcurre en todo momento en sonido ambiente, y sólo dos detalles sonoros invaden el reino de los ruidos cotidianos del tráfico, las conversaciones, el timbre de los teléfonos o el rugido de los motores o de la maquinaria: el primero, algunos breves apuntes de canciones de Cole Porter, otro genio, oídas en la radio, y el segundo, las campanas, el eco ensordecedor del tañido de las campanas que marcan como el latido de un corazón el pulso de la compañía Tredway, la tercera más importante del país en la fabricación de muebles, especialmente allí donde radica su núcleo vital, la torre de estilo medieval del edificio de su sede central en una ciudad de tamaño medio de Pensilvania.

La trama es apasionante, tanto como la forma que escoge Wise para introducirnos en ella. De entrada, justo después de que finalicen los créditos, accedemos a la historia por los ojos de Avery Bullard, el presidente de la Tredway, el hombre que rescató la compañía del desastre después del suicidio de su fundador y primer presidente, y que la ha dirigido durante años con mano de hierro, controlando a base de carisma y un gobierno personalista hasta el último resorte del negocio. Y ocurre así, literalmente: vemos por sus ojos porque Wise elige la cámara subjetiva para mostrarnos cómo Bullard, al que en ningún momento veremos y al que no interpreta ningún actor, sólo el objetivo de la cámara, se despide de sus colaboradores un viernes por la tarde dispuesto a iniciar el fin de semana con la convocatoria de una Junta Extraordinaria de accionistas. Observamos desde dentro cómo sale por el pasillo, coge el ascensor, se detiene en la oficina de la Western Union a poner un telegrama en el que avisa de su hora de llegada a casa, y sale a la calle para tomar un taxi. Y vemos cómo, de repente, mira al cielo, emite un quejido, y cae al suelo. Lo último que ve, es su propia mano dejando escapar el billetero con su documentación. Este es un detalle importante, puesto que, viernes por la tarde, víspera de fin de semana, nadie tiene prisa por identificar un cadáver sin documentación llevado al depósito a última hora de la semana laborable. Sin embargo, uno de los miembros de la junta, Caswell (Louis Calhern), lo ha visto todo desde la ventana de un despacho, y, creyendo reconocer al fallecido, rápidamente… decide vender acciones de la compañía en previsión de la caída. Ese movimiento, irreflexivo y torpe, le hará perder mucho dinero y condicionará su postura en la guerra que está a punto de abrirse: ¿quién ha de suceder a Bullard al frente de la Tredway? Siete personas; siete votos. Se precisa una mayoría de cuatro para salir victorioso, y los distintos miembros de la Junta van a intentar discutir, negociar, conspirar, convencer, chantajear y alguna que otra cosa más desde ese mismo instante para salirse con la suya, ya sea el mando de la empresa o conseguir lo que consideran que es mejor para su conservación. Se abre el juego y, quien más quien menos, todos se postulan para algo.

En primer lugar, tenemos a Shaw (Fredric March), el ingeniero financiero de la firma que consigue aumentar los beneficios con triquiñuelas fiscales, ahorro de impuestos y abaratando costes; él es primero que mueve sus peones: toma el mando de facto y organiza el funeral de Bullard, convoca la Junta Extraordinaria para tratar la sucesión y empieza a poner en marcha la estrategia para salir elegido. Para ello convence a Caswell con el cebo de devolverle las acciones perdidas el día anterior, y de paso chantajea a otro de los socios, Dudley (Paul Douglas), para obtener su voto a cambio de no revelar que mantiene una relación extramatrimonial con una de las secretarias de la compañía (Shelley Winters). Este punto demuestra la maestría de Lehman y Wise como narradores: la relación entre Shaw y Dudley, después de un tratamiento inicial, queda sumergida durante el resto del metraje en una sensacional elipsis. Frente a las maniobras de Shaw, parece haber una débil oposición: Walling (William Holden), es el miembro más joven de la Junta, un investigador que se dedica a innovar y a probar nuevas vías de producto y que trabaja a pie de fábrica, por lo que es totalmente inexperto en los temas de despacho; el aparente sucesor natural, Alderson (Walter Pidgeon), es demasiado mayor y está acostumbrado a trabajar en un segundo plano, es un buen complemento y un excelente ejecutor de acuerdos, pero nunca por iniciativa propia, siempre como servidor de otros; Grimm (Dean Jagger), sólo piensa en jubilarse e irse a pescar; y, por último, Julia Tredway (Barbara Stanwyck), es accionista a su pesar: sus acciones son el último vínculo con su padre, por cuyo suicidio sigue obsesionada hasta el punto de que sufre tentaciones de seguir el mismo camino, y también con su antiguo amante, Avery Bullard, al que recuerda con el resentimiento de pensar que para él la empresa era más importante que ella. Desinteresada de todo, delega en Shaw, por lo que parece que tiene ya los cuatro votos necesarios para salir presidente… Continuar leyendo «A rey muerto…: Executive suite (Robert Wise, 1954)»

Diálogos de celuloide – Las tres noches de Eva (The lady Eve, Preston Sturges, 1941)

las3noches_de_eva_39

Mira, Hopsi, no sabes mucho de las mujeres. Las mejores no son tan buenas como piensas que son y las malas no son tan malas. Ni con mucho tan malas.

The lady Eve. Preston Sturges (1941).

Vidas de película – Judith Anderson

Anderson,_Judith_39

Aquí tenemos nada menos que a toda una Dama del Imperio Británico, la australiana Judith Anderson, excelente actriz con una filmografía muy breve que, a pesar de ello, ha dejado una huella imborrable entre la prácticamente inagotable galería de estupendos secundarios de la historia del cine, especialmente en su periodo clásico.

Frances Margaret Anderson, nacida en Adelaida en 1897, disfruta de un merecido hueco en la memoria cinéfila gracias a su personaje, que le valió la candidatura al Oscar, en Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940), en la que interpretaba a la célebre ama de llaves de Manderley. Pero el resto de su carrera, muy larga y preferentemente dedicada a las tablas, depara otros títulos muy estimables y siempre en personajes de gran peso, como sucede en Laura (Otto Preminger, 1944), El extraño amor de Martha Ivers (The strange love of Martha Ivers, Lewis Milestone, 1946), junto a Barbara Stanwyck, Van Heflin y un debutante Kirk Douglas, Memorias de una doncella (The dairy of a chambermaid, Jean Renoir, 1946), Las furias (The furies, Anthony Mann, 1950), Los diez mandamientos (The ten commandments, Cecil B. DeMille, 1956), La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a hot tin roof, Richard Brooks, 1958), en la que interpretaba un magnífico duelo con su «esposo» Burl Ives, o Un hombre llamado caballo (A man called horse, Elliot Silverstein, 1970).

Dedicada sobre todo al teatro y, ya en sus últimos años, a la televisión, apareciendo en varias series como Santa Bárbara, Judith Anderson falleció en enero de 1992 a los 94 años.

Deliciosa comedia negra: Ocho mujeres y un crimen (1938)

the-mad-miss-manton-39

Leigh Jason dirigió en 1938 esta Ocho mujeres y un crimen, cuyo título original en inglés The mad Miss Manton (algo así como La loca de Miss Manton), quizá se asemeja más exactamente al contenido global del breve metraje (apenas 80 minutos) que, en cualquier caso, supone una pequeña maravilla de ese subgénero tan prolífico, especialmente en los años 30, que es la comedia de crímenes.

Melsa Manton (Barbara Stanwyck, que se luce bien a gusto en su faceta cómica) capitanea un grupo de frívolas muchachas neoyorquinas adineradas de la exclusiva zona de Park Avenue, famosas por sus «travesuras» públicas, la mayor parte de las cuales traen de cabeza a la policía, en particular al teniente Brent (Sam Levene), que ya se las conoce y suele hacer caso omiso de sus disparatadas denuncias o persigue con desgana sus aparatosos desmanes resultantes de sus desenfranadas fiestas de madrugada (como el robo de un semáforo, por ejemplo). De vuelta de una de esas fiestas, a las tres de mañana, mientras Melsa pasea a sus perritos antes de acostarse, descubre un cadáver en una cercana mansión abandonada. Tras dar el correspondiente aviso, el teniente Brent y su esforzada brigada comprueban que no existe tal cadáver. Es un ejemplo más de la fábula de «que viene el lobo», por lo que, aun siendo cierta la denuncia, la policía no la toma en serio, y es Melsa la que decide investigar por su cuenta con sus siete amigas, a cual más chiflada (un ejemplo de diálogo: «tú registrarás la planta superior»; «nunca he sido una individualista, así que iremos todas»; «eso es comunismo…»). Desde el comienzo de la investigación se ve involucrado un periodista, Peter Ames (Henry Fonda, mucho más físico, elocuente, sonriente y agitado que en sus más conocidos papeles),  que suele recoger en su columna las peripecias de este grupo de señoritas de la alta sociedad, y que se ve mezclado en las alocadas averiguaciones, que se vuelven más amenazadoras y reveladoras cuando aparecen nuevos cadáveres y la policía empieza a tomarse en serio el asunto. Además, mientras asisten a la evolución del caso, un efecto atracción-repulsión comienza a producirse entre Melsa y Peter, y eso incrementa los riesgos para ambos, tanto el de ser asesinados como el de verse… enamorados.

Una magnífica joya producida por los estudios RKO que contiene en las dosis justas los elementos necesarios para proporcionar un divertimento elegante, sofisticado, inteligente, ingenioso, a ratos incluso hilarante, y con emoción y suspense. El comienzo de la historia, con las ocho chicas convertidas en un grupo de detectives aficionadas roza la perfección. Los diálogos y las situaciones son chispeantes, los intercambios de ingeniosos comentarios sarcásticos sobresalientes, y la interacción con el grupo de policías, supuestos profesionales que resultan ser tanto o más frívolos e irónicos y mucho más patanes que las jóvenes, es un prodigio de gracia y tacto guasón en el tratamiento del choque de sexos. La aparición de Peter introduce el elemento romántico, que en ningún caso es sentimental o azucarado, sino que alimentándose de ese choque de sexos, aderezado con la divergencia en la procedencia social, los malos entendidos y el alocado, variable e impredecible comportamiento de Melsa y sus compinches, genera situaciones cómicas muy estimables. A mitad de metraje, cuando van conociéndose datos sobre la intriga que rodea las distintas muertes violentas que se han producido, se revela la identidad de los sospechosos y se localiza a la mujer desaparecida (a través de una pista lograda por las detectives amateurs: Continuar leyendo «Deliciosa comedia negra: Ocho mujeres y un crimen (1938)»

Teleoperador fatal: Voces de muerte (1948)

Groucho Marx marca el número de centralita: «Telefonista, quiero solicitar un número». «¿Qué número quiere?», responde ella. «¿Qué números tiene?», replica él… Simpática anécdota que se une a los múltiples millones de chistes que hay sobre llamadas telefónicas, cruces de líneas y conversaciones absurdas, algo roto hoy por culpa de otra de esas demostraciones de que el mundo se va por el sumidero: los teleoperadores y el telemarketing. O, lo que es lo mismo, la gente que, amparada por una legislación permisiva con las grandes compañías, se permite el lujo de molestarte en tu casa o en tu móvil a todas horas con el fin de vomitarte encima en tiempo récord -grabando la llamada, incluso contratando servicios de viva voz, sin firma y sin posibilidad de pensar o informarte más detenidamente de lo que te cuentan- las virtudes de tal o cual compañía telefónica, de electricidad, de seguros, etc. Un asco. Más morralla consumista a esquivar, otro obstáculo capitalista más, esta vez introducido en nuestra propia intimidad merced a los políticos que legislan  para los negocios, no para las personas. Voces de muerte (Sorry, wrong number, 1948), también llamada en España Número erróneo, o también Perdón, número equivocado, pertenece a otro tiempo, a aquel en que los teléfonos no podían existir al margen del cable que los conectaba a la pared,  al mundo de circuitos, comunicaciones y conductos que, desde una centralita telefónica al margen de satélites, llevaban a cualquier lugar del mundo, entre zumbidos, ruidos varios, e interferencias. Un mundo del que no hace tanto: sin ir más lejos, un servidor acompañaba a su madre a la centralita telefónica del pueblo, en los veranos de la niñez, cada vez que ella quería llamar a Zaragoza (a apenas cien kilómetros de distancia), debiendo introducirse en la cabina habilitada al efecto en la oficina correspondiente (hablamos de principios de los años 80…). Un tiempo en el que no existían las ventajas de los móviles ni de sus hipertrofias con pantalla táctil, las mismas que han generado esa nueva especie de zombis urbanos que circulan por la calle con la cabeza metida en una pantalla diminuta, perdiendo el tiempo, la vida y la inteligencia, si la hubiere -y también la mínima decencia y atención necesaria para transitar por la calle sin jorobar a tus congéneres- en utilizar un cachivache tecnológico de utilidades más que atractivas para, casi siempre, soplapolleces y mamarrachadas. Nunca el ser humano dispuso de medios de comunicación y de acceso a la información más rápidos y llenos de posibilidades; nunca el hombre usó los medios de que dispuso para una estupidización colectiva generalizada tan extendida como la de hoy. Eso, además de que hace años que no puedes quedar a tomar un café con nadie sin que el móvil interrumpa una y otra vez la conversación, de manera que la charla se ve constantemente salpicada de una soledad repentina, y más o menos duradera, mientras el acompañante sale a la calle tiempo y tiempo, generalmente para hablar de tonterías que pueden esperar o que no hace falta ni discutir.

Volviendo a la película, Voces de muerte es una cinta algo camuflada por culpa de la coincidencia de su año de estreno, 1948, uno de las mejores cosechas de la historia del cine: El tesoro de Sierra Madre, Fort Apache, Cayo Largo, Carta de una desconocida, Ladrón de bicicletas, Tres padrinos, Alemania año cero, Río rojo, Secreto tras la puerta, La ciudad desnuda, Macbeth, Hamlet, Las zapatillas rojas…, entre muchas otras, hacen que películas extraordinarias de ese mismo año hayan pasado un tanto desapercibidas para la posteridad del cine o para el aficionado. Sin embargo, en el subgénero de «misterios telefónicos» dentro del cine de intriga y suspense, es uno de los títulos más óptimos y disfrutables, lejos de los problemas habituales de este tipo de cintas, es decir, que las resoluciones de las tramas no suelen estar a la misma altura de interés y dramatismo, y también de coherencia narrativa, que el planteamiento de los conflictos (hay un libro por ahí, editado por la Compañía Telefónica Nacional de España, cuando se llamaba así, que recoge la importancia del teléfono en el cine a través de películas y secuencias en las que desempeña una función de vital importancia; lamentablemente, el libro, ansiado por un servidor como agua de mayo, debe de estar descatalogado o sumido en la oscuridad de los tiempos, porque resulta ilocalizable). Dirigida por Anatole Litvak (volvemos a ocuparnos de él tras La noche de los generales y Un abismo entre los dos), la película adapta al cine una obra de teatro radiofónica de Lucille Fletcher, y este cariz hertziano se traslada, como no puede ser de otra manera, a la estructura y a la forma exterior de la película. Porque, como si de un montaje de Miguel Gila se tratara, el teléfono ocupa un protagonismo central en el argumento y en la puesta en escena de este absorbente misterio: Leona Stevenson (Barbara Stanwyck) es una mujer enferma que dirige su negocio, una importante fábrica de productos químicos en la que está asociada con su padre (Ed Begley), desde el teléfono de su dormitorio; un día, intentando llamar a Henry, su marido (Burt Lancaster), que trabaja en la fábrica en un puesto directivo pero no demasiado decisivo, el teléfono sufre una interferencia y Leona es testigo mudo de una conversación entre dos hombres, un amenazante intercambio de frases contundentes que no es sino un plan minucioso para penetrar en una casa y acabar con la vida de una mujer. Leona sentirá súbitamente la angustia propia de haber asistido a la preparación de un crimen sin haber tenido la oportunidad de escuchar la identidad de la presumible víctima, pero pronto este desasosiego se convertirá en auténtico pavor: ¿y si esa víctima inminente es ella misma?

La película adquiere así, por tanto, desde su escena inicial, un tono fatalista, trémulo y desasosegante que absorbe al espectador y lo lleva a un carrusel de emociones y peligros. La postración de Leona en la cama obliga a que sus secuencias tengan siempre lugar a través del teléfono, con lo cual la cinta destila un tono teatral, propio de su fuente literaria -aunque se escribiera para la radio-, en el que las palabras y las voces cobran importancia más determinante que la acción propiamente dicha. Lo mismo ocurre con sus interlocutores (el policía al que acude en primer término, el médico, su antigua amiga de la universidad…), por lo que, durante estos fragmentos, la película deviene en estática y poco dinámica, por más que no pierda ni un ápice de interés. Continuar leyendo «Teleoperador fatal: Voces de muerte (1948)»

Un thriller patoso: Un abismo entre los dos

El cuchillo en la herida, título original de esta producción francesa llamada en España, buscando acercarse más al drama que al thriller, Un abismo entre los dos (Anatole Litvak, 1962), despierta el interés de su visionado por sus premisas, aunque prácticamente decepciona al final en todas ellas. Primero, por su director, Anatole Litvak, no precisamente un primer espada de la cinematografía mundial, ni tampoco de la británica ni de la francesa, países en los que desarrolló la mayor parte de su filmografía junto a los Estados Unidos, pero que tiene un puñado de interesantes películas en su haber como El sorprendente Dr. Clitterhouse (1938), Nido de víboras (1948), Anastasia (1956) o La noche de los generales (1966) y que contó con el beneplácito de los estudios y de las mayores estrellas del momento, ya que a lo largo de su carrera trabajó con intérpretes como Claudette Colbert, Charles Boyer, Basil Rathbone, Errol Flynn, Bette Davis, John Garfield, Ann Sheridan, Tyrone Power, Joan Fontaine, Thomas Mitchell, Henry Fonda, Vincent Price, Barbara Stanwyck, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Vivian Leigh, Ingrid Bergman, Yul Brynner, Deborah Kerr, Omar Sharif o Peter O’Toole, entre muchísimos otros. Segundo, por su improbable pareja protagonista, Anthony Perkins, con el que Litvak había trabajado un año antes en No me digas adiós (1961), y la diva Sophia Loren. Tercero, por la colaboración en el guión de Peter Viertel, reputado guionista y novelista (autor, por ejemplo, de Cazador blanco, corazón negro, entre otras obras, llevada al cine en 1990 por Clint Eastwood -mal, según el propio Viertel-). Cuarto, por la música del griego Mikis Theodorakis, que acompaña a unas hermosas y por momentos desasosegantes imágenes de París en blanco y negro fotografiadas por Henri Alekan. Pero la suma de estos talentos da como resultado una fallida película solo parcialmente disfrutable, con giros de guión de cierto mérito que despiertan un notable interés, pero con errores de tratamiento y falta de garra y profundidad que pervierten (o perViertel, no he podido resistirme al chiste malo) el resultado final.

Robert y Lisa, un joven matrimonio formado por un norteamericano y una italiana que se conocieron en el Nápoles de la posguerra antes de trasladarse a París, se encuentra en un profundo bache sentimental que les está separando (obvio, vista la nula química entre ambos protagonistas…). Ambos tienen distintas maneras de encarar la vida, intereses diferentes, formas opuestas de divertirse, anhelos inconfesables incompatibles. Vamos, lo corriente. Sin embargo, aunque él da muestras de cierto desequilibrio emocional (hasta el punto de que en sus ataques de celos llega a cruzarle la cara de una bofetada a su esposa) y ella es posible que haya sucumbido a alguna infidelidad en sus salidas nocturnas, no se resignan al fracaso total. Más bien él, que en busca de un futuro mejor, más tranquilo y más estable económica y emocionalmente para ambos, se traslada a Casablanca para optar a un puesto de trabajo que puede ser la solución a sus problemas: un nuevo país, otro ambiente, otras costumbres… Una forma de empezar de nuevo, de borrar el pasado. Sin embargo, el avión en el que viaja Robert se estrella sin dejar supervivientes. Lisa afronta el funeral con cierta tristeza, pero igualmente con una sensación de liberación. De súbito pierde también a su amigo -y quizá algo más- Alan (Jean Pierre-Aumont), que tiene que volver a Estados Unidos, aunque su sustituto, David Barnes (Gig Young) empieza a colmarla de atenciones, por no decir que le pone sitio de inmediato. Pero el futuro parece aclararse cuando a Lisa le informan que la póliza de seguros que Robert firmó en el aeropuerto justo antes de embarcar va a reportarle una sustanciosa indemnización. No es más que otra esperanza truncada, porque una noche se escuchan unos golpes en la puerta de casa. Cuando Lisa abre, se encuentra con Robert vivito y coleando, aunque magullado y herido. De inmediato surge un plan alternativo: la compañía de seguros, la línea aérea y las autoridades dan a todos los pasajeros por fallecidos; por tanto, nada más fácil que cobrar el seguro, repartir el dinero entre los dos y que cada uno siga con su vida, ya que el amor de sus primeros tiempos de matrimonio parece ya irrecuperable… O al menos eso parecen o quieren creer…

A partir de ese instante, la película abandona el perfil del drama sentimental de corte intimista que narra el desencuentro de dos personajes para convertirse en un thriller a lo Alfred Hitchcock, aunque con un guión lleno de huecos. Continuar leyendo «Un thriller patoso: Un abismo entre los dos»

Diálogos de celuloide – Perdición

NEFF: Quisiera saber qué hay grabado ahí.

PHYLLIS: Mi nombre.

NEFF: ¿Cuál?

PHYLLIS: Phyllis.

NEFF: Phyllis, ¿eh? Creo que me gusta.

PHYLLIS: Pero no del todo, ¿eh?

NEFF: Suelo pensar las cosas antes de decidirme.

PHYLLIS: Señor Neff, ¿por qué no viene mañana noche a eso de las ocho y media? Estará aquí.

NEFF: ¿Quién?

PHYLLIS: Mi marido. Tiene usted interés en hablar con él, ¿no?

NEFF: Así era, pero… Se me están pasando las ganas, créame.

PHYLLIS: En este estado hay un límite de velocidad: 70 km/h.

NEFF: ¿Y a cuál iba, agente?

PHYLLIS: Yo diría que a 140 km/h.

NEFF: Pues bájese de la moto y póngame una multa.

PHYLLIS: Mejor dejarlo en advertencia por esta vez.

NEFF: ¿Y si no da resultado?

PHYLLIS: Le daré con una regla en los nudillos.

NEFF: ¿Y si me echo a llorar y pongo la cabeza en su hombro?

PHYLLIS: ¿Y por qué no intenta ponerla en el de mi marido?

NEFF: Se acabó…

——————–

NEFF: Pensé de repente que todo acabaría mal. Parece absurdo, Keyes, pero así fue. No oía mis propios pasos. Eran los de un hombre muerto.

——————–

KEYES: Un crimen nunca es perfecto. Se descubre tarde o temprano. Y cuando intervienen dos personas, más bien temprano […]. Y eso no es como subir juntos a un tranvía del que cada uno puede apearse cuando quiera. Tienen que seguir juntos hasta el final. Y es un viaje de ida tan solo, porque el final de la línea es el cementerio.

Double indemnity. Billy Wilder (1944).

En el límite de la censura: La gata negra

Acompañada de la envolvente y turbulenta partitura de Elmer Bernstein y confundiéndose con las sombras de la fotografía diseñada por Joseph MacDonald, una gata negra de ojos refulgentes pasea su armónica anatomía por los créditos iniciales creados por Saul Bass como parte de una inquietante sinfonía visual hasta encontrarse con otra gata completamente blanca, con la que entabla una lucha a muerte, ambos cuerpos retorcidos en el suelo, rugidos desesperados, contorsiones, mordeduras y arañazos. Cosas de gatas; no puede haber dos bajo el mismo techo así como así…

Nos ocupamos de nuevo de Edward Dmytryk para rescatar una de sus películas menos conocidas y más controvertidas, La gata negra (Walk on the wild side, 1962), una truculenta historia adaptada por John Fante y Edmund Morris a partir de una novela de Nelson Algren con los ambientes de los bajos fondos y de la prostitución de Nueva Orleans como telón de fondo. Una historia de búsqueda, redención y destino trágico que, debido a las lógicas cortapisas de la época -nos encontramos en los últimos estertores del Código Hays de autorregulación censora- y a los problemas previos de Dmytryk con el Comité de Actividades Antiamericanas, tuvo que contentarse con insinuar, suponer y sobreentender buena parte del contenido erótico, sexual y corrupto de una historia que podría haber ido muchísimo más allá de haber gozado director y guionistas de un clima más abierto en el cine y la sociedad americanas.

Nos encontramos en una carretera en medio de ninguna parte durante los años que siguieron a la Gran Depresión de 1929: el joven Dove (Laurence Harvey) es un granjero texano que vagabundea y viaja en autostop de camino a Nueva Orleans en busca de Hallie Gerard (Capucine), la novia artista de origen francés a la que hace tres largos años que no ve y de la que con el tiempo ha dejado de tener noticias. En su viaje se cruza con Kitty (Jane Fonda), otra joven sin hogar, un tanto asilvestrada y salvaje, que también se dirige a esa ciudad y en la que encuentra compañía, intentando detener juntos algún camión que les adelante un buen trecho de camino, malviviendo de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, o asaltando como polizones algún vagón abierto de un tren de mercancías que viaje hacia el sureste. Sus pasos les llevan a las afueras de Nueva Orleans, hasta el Café de Teresina Vidaverri (Anne Baxter), una apetitosa viuda texana que regenta un bar-gasolinera-taller con clientela primordialmente masculina (que acude allí, dicho sea de paso, más por los encantos de la mujer que por la acreditada calidad de la comida). Tras un hurto cometido por Kitty en el Café, Dove se aparta de ella y se queda a trabajar en el local de Teresina, que, sintiéndose atraída por él, le ha hecho una buena oferta, mientras aguarda respuesta al anuncio que ha puesto en el periódico en busca de noticias de Hallie. Cuando éstas por fin llegan, Dove descubre una verdad dolorosa y terrible: Hallie no sólo no quiere saber nada de él, sino que vive y trabaja en la lujosa Casa de Muñecas, un burdel propiedad de Jo Courtney (Barbara Stanwyck), con la que su antigua novia mantiene además una relación lésbica.

La película puede dividirse en dos partes: la búsqueda, un rutinario relato de viaje e interacción con personajes y situaciones sobrevenidos, y el hallazgo, a partir del cual se establece una común historia de rescate, salvación y redención que durante una buena parte del metraje transita por vericuetos fácilmente previsibles. Son el excelente trabajo de cámara, el equilibrado ritmo de un metraje cercano a dos horas, la magnífica labor de ambientación, maquillaje, vestuario y dirección artística (tanto en la recreación de interiores como el café de carretera o el lujoso y estilizado burdel, así como en la captación del ambiente de música -en especial el jazz- y frivolidad de la famosa ciudad de Luisiana durante los años 30) los puntos fuertes de la película, fenomenalmente acompañados por la música de Bernstein y una eficaz fotografía, a un tiempo luminosa y sórdida, de MacDonald, así como la conjunción de un infrecuente reparto Continuar leyendo «En el límite de la censura: La gata negra»