En Nueva York, una calurosa madrugada, la modelo Jean Dexter es asesinada a sangre fría. El teniente de homicidios Daniel Muldoon (Barry Fitzgerald) se hace cargo del caso con la ayuda de un joven y competente detective, Jimmy Halloran (Don Taylor). Mientras la policía tratan de desentrañar los motivos que condujeron a la muerte de la chica y de encontrar a su asesino, la vida cotidiana sigue como si tal cosa en el corazón de la populosa urbe.
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Turismo por lugares de película en La Torre de Babel, de Aragón Radio.
Nueva entrega de mi sección en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a hablar de algunos lugares míticos inventados por las películas: la Barranca de Solo los ángeles tienen alas (Only Angels Have Wings, Howard Hawks, 1939), la Innisfree de El hombre tranquilo (The Quiet Man, John Ford, 1952), la Brigadoon de Vincente Minnelli (1954) y la Freedonia de los hermanos Marx en Sopa de ganso (Duck Soup, Leo McCarey, 1933).
(desde el minuto 14)
Mis escenas favoritas: La fiera de mi niña (Bringing up, Baby, Howard Hawks, 1938)
Muy a menudo, la comedia romántica de enredo funciona como metáfora de un tema intocable para el Hollywood de la época dorada: la lucha de clases. Esto sucede en todas las screwball comedies que emparejan a una joven y rica heredera con alguien pobre y pusilánime. Uno de los mejores ejemplos, aunque ni mucho menos el único, es esta estupenda y divertidísima comedia de Howard Hawks, uno de los grandes maestros del género (y de los géneros, en realidad).
Música para una banda sonora vital – El hombre tranquilo (The quiet man, John Ford, 1952)
Este blog cumple hoy siete años.
Para celebrarlo, nada mejor que algunos de los temas que forman parte de la hermosísima banda sonora musical que compuso Victor Young para esta maravillosa comedia dramática de ambiente irlandés dirigida por John Ford a partir de los relatos de Maurice Walsh, una buena muestra de ese género no establecido que podría denominarse cine que reconcilia con la vida.
¡¡Bienvenidos a Innisfree!!
La dictadura de la apariencia: Banquete de bodas (The catered affair, 1956)
El ser humano es, ante todo, un animal social. Este rasgo como especie, tan decisivo para su supervivencia como para la consecución de la supremacía en el medio natural y, un tanto pretenciosa y equivocadamente, sobre la naturaleza misma, ha degenerado con el paso de los milenios, y a medida que la construcción de la sociedad se ha ido realizando sobre la base de preceptos, normas y comportamientos socialmente aceptados o rechazados, en un ente contradictorio y discutible, a un tiempo deseable y rechazable, necesario y opresivo, garantizador de libertades y derechos o limitador y burlador de ellos. Un factor determinante en ese ambiguo carácter de la «vida en sociedad» lo proporcionan las invenciones ideales colectivas. En primer lugar, la idea de dios y, algo más tarde, la creación del dinero y, como consecuencia de ella, el surgimiento de los modos y maneras humanos asociados a su abundancia o a su carencia, sobre todo a su acumulación, incluidos otros inventos posteriores como la sublimación de las diferencias raciales o la invención del concepto de nación. Estas fantasías ideales y esencialmente falsas (dios, dinero, raza, nación), basadas en convenciones teledirigidas desde las estructuras de poder cuyo único fin consiste en la conservación y limitación de acceso a ese poder, han transmutado con el paso del tiempo el concepto de sociedad en uno mucho más pobre, esquemático, visceral e irreflexivo, en una vuelta al origen primitivo del ser humano: el regreso a la tribu. Para ello ha sido fundamental otro concepto nacido de esta ambivalencia social: la hipocresía colectiva o, dicho llanamente, la dictadura de las apariencias. Particularmente en España se ha hecho de la apariencia un rasgo de carácter nacional, étnico, cultural, vinculada durante siglos a cuestiones como el honor y la honra, la reputación, la fama, tendente a la mentira, a la hipocresía, a los comportamientos miserables y al camuflaje de la basura bajo la alfombra. Con la irrupción del capitalismo salvaje, estos rasgos se han exacerbado hasta el punto de que la pertenencia o no a la tribu se determina por la posesión o no del valor, esto es, del dinero necesario para que el resto de miembros de la tribu nos reconozcan como integrantes de pleno derecho, sobre criterios especialmente de rentabilidad, de aportación al conjunto y de coste limitado. Si la proporción entre lo que se aporta al grupo y lo que supone de gasto no es favorable al primero de los términos, la pertenencia a la tribu se cuestiona hasta que se produce inevitablemente la exclusión: pobres, inmigrantes, parados, determinados pensionistas, dependientes, enfermos mentales, etc., etc. De ahí que resulte tan importante la posesión de los medios de pertenencia a la tribu como la ostentación pública y obscena de los mismos. Esto puede plantearse a escalas enormes, desproporcionadas (monarquías «respetables», políticos «honrados», espionaje a los «amigos») o en proporciones insignificantes, casi se diría que inofensivas, pero imprescindibles para el sustento de ese enorme edificio de plantas interminables que es la hipocresía social. De uno de estos pequeños episodios trata precisamente Banquete de bodas (The catered affair, Richard Brooks, 1956).
El mismo día que el taxista neoyorquino Tom Hurley (Ernest Borgnine) acaricia por fin su sueño de hacerse con un vehículo propio tras toda la vida ahorrando los miles de dólares necesarios para conseguirlo, su hija Jane (Debbie Reynolds) anuncia en casa que va a casarse con su novio, Ralph (Rod Taylor), un joven cuyos padres disfrutan de una posición acomodada gracias a los negocios familiares, ligados al sector inmobiliario. La noticia les llena de alegría -poco exultante, todo hay que decirlo- pero también de preocupación. La de Tom se disipa pronto, porque Ralph y Jane desean una boda íntima, sencilla, barata y rápida, ya que tienen que marcharse pronto de viaje debido a que el coche en el que piensan salir se lo presta un amigo que va a necesitarlo más adelante. La de Agnes, la madre (Bette Davis) no hace sino crecer: aunque al principio acepta los deseos de su hija, no tarda en ver los problemas de índole familiar y social que esa decisión va a causar. De entrada, la imposibilidad de invitar a la boda al tío Jack (Barry Fitzgerald), que lleva viviendo con ellos doce años, que contribuye al alquiler y al que han pedido prestado dinero en varias ocasiones para salir del paso y llegar a fin de mes. Pero invitarle supondría hacer lo mismo con la incontable colección de hermanos, tíos, primos y sobrinos que viven en Nueva York y alrededores, lo cual impediría esa boda sencilla que quieren los jóvenes… El problema se agrava cuando conocen a sus consuegros, los cuales no dejan de alardear de las anteriores bodas de sus hijos, de los regalos, los viajes, los coches y los banquetes, con lo que la frustración de Agnes aumenta. Y no sólo por eso: la celeridad en la boda (se anuncia un viernes y va a tener lugar un martes por la mañana, casi de incógnito, en la iglesia del barrio) empieza a despertar habladurías en el edificio, en las tiendas, en todo el barrio ya que, debido a un malentendido, hay quien cree que Jane está embarazada y que la boda se debe precisamente a eso, a la intención de «tapar» el escándalo… Finalmente, la necesidad de no enfrentarse a los dictados de la tribu, y también de complacer a su madre, obligan a Jane a proponer a Ralph que acepten un lujoso banquete de bodas, y ahí empieza otra clase de problemas…
El guión de Gore Vidal, basado en una novela de Paddy Chayefsky, explora sabiamente en sus 92 minutos los recovecos de este mundillo de normas no escritas, de indicativos sociales, de preceptos ineludibles, no sólo económicos (el drama de pagar la boda con los ahorros destinados a la compra del taxi, o la dama de honor, una amiga de Jane, que debe renunciar a su papel porque no puede pagarse el vestido, los zapatos y el traje de su acompañante, o incluso el ansia de Agnes por recuperar los regalos que durante años han satisfecho tras su invitacion a otras bodas y eventos) sino, sobre todo, «culturales» (el prejuicio sobre el supuesto embarazo de Jane, la necesidad de cumplir con las expectativas familiares y de acallar los rumores vecinales), haciendo notar la gran paradoja de la cuestión: es más importante atender las convenciones sociales que el sincero deseo de unos hijos que, ansiosos de sentirse libres de ataduras a ese respecto, rechazan la misma presión -prisión- social, la jaula de prejuicios y mandatos que llenó a sus padres de insatisfacciones y frustración.
Magníficamente dirigida por Richard Brooks, a su vez también novelista y guionista de múltiples películas, así como adaptador de obras de teatro a la pantalla, Continuar leyendo «La dictadura de la apariencia: Banquete de bodas (The catered affair, 1956)»
El hombre intranquilo: El prado, de Jim Sheridan (1990)
Esta fenomenal película pasa habitualmente de largo por la memoria cinéfila habitual porque se encuentra cronológicamente entre las que son probablemente las dos mejores películas de su director, el irlandés Jim Sheridan, en concreto Mi pie izquierdo (My left foot, 1989) y En el nombre del padre (In the name of the father, 1993), mucho más a menudo glosadas, presentes en los comercios de cine doméstico y programadas por los responsables de los canales televisivos que esta pequeña joya, algo inferior a las otras dos en conjunto, pero igualmente excepcional. El prado (The field, 1990) puede funcionar asimismo como un negativo de otra obra mayor, El hombre tranquilo (The quiet man, John Ford, 1952), con la que comparte escenario, tema, elementos narrativos y guiños estéticos, pero teñidos de un aire sombrío, trágico, amargo.
Y es que en El prado, como en la película de Ford, nos encontramos con una pequeña localidad rural irlandesa, rodeada por una parte de acantilados y un mar embravecido, y por otra de bosques frondosos, llanuras verdes, muros de piedra, rocas grises y, de manera íntima, personal, espiritual, ecos de un pasado remoto, murmullos de otra era que susurran en gaélico la memoria del antiguo esplendor celta. Pero en este caso no nos encontramos con una especie de Brigadoon irlandés congelado en el tiempo, conservado como una postal soleada de un costumbrismo irlandés de cuento de hadas, una armónica colección de tipos humanos que beben, ríen, cantan, pelean, pugnan y se encuentran en una taberna cerveza o whisky en mano o cargando la pipa de tabaco al amor del fuego. Este pueblo irlandés es sombrío, triste, demacrado. Sus habitantes no son estereotipos, sino esforzados supervivientes que arrancan, cuando pueden, la vida de la tierra, que han luchado contra la dominación inglesa y han salido triunfantes (estamos en 1930), pero que han pagado un precio altísimo, prácticamente irreversible, primero a costa de las distintas etapas de la hambruna de la patata desde mediados del siglo XIX, y después como resultado de sus empeños bélicos (muertes, encarcelamientos, deportaciones, desapariciones…). Al igual que en Ford, encontramos un personaje de carácter, brusco, arisco, fuerte, corpulento, todo un exponente de tenacidad, orgullo y ambición; «Toro» McCabe (Richard Harris, nominado al Oscar por su excelsa labor de caracterización de un personaje sólido, grandioso, que incluso ha dado nombre a alguna que otra taberna irlandesa a lo largo del planeta), es una suerte de Victor McLaglen-Will Danaher, igual de cazurro y de paleto, teñido, eso sí, de resentimiento hacia la vida a causa del dolor que le produce el recuerdo de su hijo perdido, y también de decepción ante las debilidades del hijo que le queda (Sean Bean) y en cuyo futuro piensa constantemente, maniobrando sin cesar, ya sea en el campo de los matrimonios concertados, ya en las continuas insinuaciones que deja caer a la viuda del pueblo para que le venda el dichoso prado, fuente de sustento para su ganado, orgullo de su labor como granjero ejemplar, porción de fertilidad y futuro arrancada por su esfuerzo a las piedras, los matojos y las raíces que reinan por doquier en los alrededores. Al igual que Ford, Sheridan cuenta por tanto con una viuda (Frances Tomelty) como eje central de la rumorología del pueblo, si bien en este caso no se trata de una solterona soñadora y frustrada finalmente incorporada a regañadientes al ambiente feliz dominante, sino una amargada que, por rencor, incluso odio, pondrá en la picota el futuro de los McCabe con su decisión de obviar el derecho de tanteo de su jornalero y poner a la venta el prado al mejor postor mediante subasta pública. El prado cuenta también con su borracho oficial, aunque no es el simpático taxista-alcahuete-rebelde de Ford (Barry Fitzgerald), sino un mezquino egoísta (excepcional, igualmente, John Hurt), que solo piensa en su propio provecho, ya sea una invitación esporádica a un trago, ya a un bocado de comida soltado como una migaja compasiva. Por contar, la película de Sheridan cuenta incluso con una joven pelirroja de piel blanca que levante las pasiones a su alrededor, si bien en este caso no se trata de una Maureen O’Hara-Mary Kate Danaher, heroína orgullosa, altiva y feminista -a su manera, o a la manera en que esto era posible en la indeterminada, en lo temporal, Irlanda de Ford-, sino de una gitana que vive en el campamento cercano al pueblo, un grupo de nómadas, casi todos jornaleros ambulantes, que se ganan la vida como pueden, pero que levantan sin cesar las suspicacias de los habitantes del lugar, celosos de sus tradiciones, de su moral católica, y de la conveniencia de cuidar a los más jóvenes evitándoles caer en la tentación de la carne, especialmente cuando muchachas libidinosas y desinhibidas se ofrecen con descaro y aire retador. El paralelismo de la cinta de Sheridan con la de Ford no estaría completo, desde luego, sin la figura del cura (Sean McGinley), que no es aquí narrador amable de las aventuras costumbristas de los habitantes de Innisfree, sino un sacerdote recién llegado que busca desesperadamente la forma de conectar con sus nuevos feligreses, y que se erige en detonante del drama y en implacable castigo final a los pecadores sin posibilidad de redención. Y, de manera más imprescindible todavía, sin la presencia del americano (Tom Berenger), el descendiente de emigrados que regresa al antiguo hogar familiar, no para trabajar la tierra en armonía con sus vecinos, haciéndose partícipe de los ritmos y las vivencias locales, creando un hogar y regando la tierra con su sudor, sino para especular, crear un imperio económico donde ahora reina la naturaleza, y, en lo que a McCabe afecta, convertir el fértil prado donde pastan sus vacas en una pista asfaltada aneja al complejo industrial que pretende montar para explotar las reservas de piedra caliza de los montes que circundan el pueblo: el verde de la vida muerto a manos del gris del cemento, de la ceniza, del olvido.
Pero El prado, además de construirse en paralelo respecto a la inmortal obra de Ford, ofrece una disección diáfana de cierta sociedad irlandesa, de sus estructuras, sus maneras de sentir, su forma de aferrarse a una tradición pagana vestida de cristianismo, de su tenacidad y capacidad para luchar contra la adversidad, de su reciente historia de ocupación, rebelión, lucha y victoria, de su compleja y contradictoria composición interna, de sus intentos por progresar y salir adelante sin dejar de lado las raíces reconocidas como propias, irrenunciables, inextinguibles. Continuar leyendo «El hombre intranquilo: El prado, de Jim Sheridan (1990)»
¡Qué grande es el cine! – El hombre tranquilo
Cine en fotos – El hombre tranquilo (y La mirada del bosque)
Valga la fotografía de John Ford junto a parte del elenco de esa sublime y mágica película de 1952 llamada El hombre tranquilo (de izquierda a derecha, Frank Ford -hermano de John-, John Wayne, Victor McLaglen, Barry Fitzgerald -sentado- y John Ford) para invitar a todos nuestros queridos escalones a la presentación en Zaragoza del libro La mirada del bosque, primera novela de Chesús Yuste ya a la venta desde ayer día 15, una historia de intriga con cadáver de por medio que tiene como marco, como no podría ser de otra manera, la Irlanda rural.
El acto tendrá lugar el próximo martes 21 de septiembre a las 20.00 h. en el hall del Teatro Principal (en el Coso, junto a Plaza de España). Además del autor Chesús Yuste y del director editorial de Paréntesis Antonio Rivero Taravillo, intervendrán el escritor Antón Castro, el actor Alfonso Desentre, el grupo de música irlandesa O’Carolan y el cinépata Alfredo Moreno, uséase, moi. Para más información, no perderse el blog oficial del libro. Una cita imprescindible, un acontecimiento «¡¡impetuoso!! ¡¡Homérico!!»
Para abrir boca y hacerse una idea de por dónde pueden ir los tiros, nada mejor que un poco de música irlandesa con Kila y su Leath ina dhiaidh a hocht, y Carlos Núñez junto a The Chieftains y The flight of the Earls.