Caminos inescrutables: Nube de sangre (Edge of Doom, Mark Robson, 1950)

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Los caminos del señor son inescrutables, dice la cita popular a partir del versículo bíblico («Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!», Romanos 11:33); justamente lo mismo ocurre con los caminos del crimen. El joven Martin Lynn (Farley Granger) lo comprueba de primera mano en este drama con ribetes de cine negro que gira en torno a la idea del juicio divino, la expiación de los pecados, la misericordia y la posibilidad de redención. El muchacho es humilde y trabajador, solo vive para su madre enferma, para la chica que le gusta (Mala Powers) y para su trabajo como repartidor en una floristería, pero su destino no es vivir tranquilo. En un barrio desfavorecido en el que demasiadas personas (como sus vecinos de abajo, el golfo de Mr. Craig -Paul Stewart- y su chica, estereotipada mujer fatal, Irene -Adele Jergens-) y demasiadas cosas contribuyen a diluir el filo de la ley y aproximan la caída en desgracia, la vida cotidiana de Martin no tarda en torcerse. La razón, la grave enfermedad de su madre y el inevitable desenlace. Resentido por la muerte de su padre años atrás, por la desatención recibida por parte de su confesor, y conmovido por la vida de esfuerzos, privaciones y sacrificios que su madre, fervorosa creyente, tuvo que afrontar durante décadas para lograr sacarle a él adelante y apartarle del mal camino, Martin se convence de que ha acumulado suficientes méritos ante la Iglesia católica, que ya hizo caso omiso de sus necesidades cuando su padre falleció, para que esta se avenga a sufragar parte del gran funeral que el chico desea ofrecerle como homenaje cuando llegue la hora. Sin embargo, cuando esta se presenta, las exiguas capacidades económicas de la empobrecida parroquia que dirige el padre Kirkman (Harold Vermilyea) dificultan mucho la ayuda, algo que a Martin le cuesta aceptar hasta el punto de que pierde el dominio de sí mismo, esgrime un pesado crucifijo y cruza el límite del que su madre le protegió toda su vida…

En este punto, y siempre sobre los cánones formales del noir de la época, la historia, escrita por Philip Yordan, Charles Brackett y Ben Hecht, discurre en paralelo entre dos miradas, dos investigaciones, dos juicios. En primer lugar, la óptica policial, la persecución legal, la indagación detectivesca encabezada por el teniente Mandel (Robert Keith), que debe conducir al descubrimiento del culpable, su detención, juicio y condena, una condena indudablemente severa dadas las agravantes de alevosía y nocturnidad. Por otro lado, la perspectiva moral de un religioso, el padre Roth (Dana Andrews), el nuevo ayudante del padre Kirkman en la parroquia, cuyo olfato le pone acertadamente tras la pista del pecador, y que intenta comprender sus circunstancias personales, el entorno en que nació y se crió, las dificultades familiares que superó, los remordimientos que le atenazan y la pesada losa que representan las estrecheces de su presente y de su futuro, que condicionan y asfixian su día a día. Su objetivo no es justificar su crimen o exculparle ante los ojos vendados de la justicia, sino penetrar en su conciencia, remover sus sentimientos y lograr que confiese sus pecados a fin de obtener el perdón de Dios y, hasta donde la ley lo permita, la comprensión y benevolencia de los policías y los jueces. Así, la película transcurre por una doble vertiente criminal y espiritual, dos líneas que convergen y se separan y, como en el elemento clave que resuelve el argumento, la confusión de dos identidades, se confunden y se funden en una sola para ofrecer a Martin una segunda oportunidad, un renacimiento, una ocasión para la redención que pasa por reconocer sus pecados, pagar por ellos, expiar sus culpas y abrirse a la nueva vida plena que el reto de perdonarse a sí mismo puede proporcionarle.

Al margen de la investigación policial, la verdadera batalla se libra, por tanto, en la conciencia de Martin, que no es en absoluto un criminal sino un ser castigado por unas difíciles condiciones de vida, una biografía accidentada y un presente en el que se ve acosado por todo tipo de tormentos, sobre todo, los más duros, los interiores. La muerte de su madre, la soledad sobrevenida, el crimen cometido, las dudas del futuro con la mujer que ama, la pérdida de su empleo… La incomprensión de su situación por parte de todos (el padre Kirkman, su jefe en la floristería, los vecinos que solo buscan aprovecharse de él y limpiarle el poco dinero del que dispone), el peso de la fatalidad (aludida en el título original de la cinta, mucho más adecuado que el español), la angustia ante la incapacidad de encontrar una salida, nublan su buen juicio y amenazan con llevarle a un desenlace irreversible. Es ahí donde el padre Roth ejerce su presión y vuelca su influencia, ahí radica el clímax del drama. El registro de sombras y luces, de oscuridad y penumbras del cine negro, oportuna alusión visual al torbellino de contradicciones, pensamientos deprimentes y oscuros augurios que pueblan la mente del protagonista, se enriquece con una perspectiva social que muestra la vida en precario de Martin y sus convecinos, y también con las liturgias, el ceremonial y el marco formal, siempre entre lo austero y lo siniestro, aquí carente de grandiosidad (se trata de una parroquia modesta), de los ambientes católicos.

En el aspecto interpretativo destacan Farley Granger, un actor muy limitado en sus capacidades que quizá nunca ha estado mejor que en su personaje de joven atormentado, Paul Stewart, que siempre convence en sus papeles de tipos con dobleces y relajada moralidad, y Dana Andrews en el único personaje de la película que quizá no vive atenazado por alguna clase de miedo, a los otros o a sí mismo, el único, tal vez, que por sentirse en la compañía permanente de Dios, encuentra la manera de enfrentarse a todo, de encararlo todo. Aunque, como él mismo explica en el largo flashback en que consiste la película, probablemente fuera la historia del pobre Martin la que lograra ese efecto en él. Contada con un ritmo seco y preciso, poblada de diálogos duros y lacónicos sobre temas de enjundia como la ira, la culpa, el odio, el amor, el rencor y el perdón, situada en ambientes sórdidos y amenazantes que son trasunto de la azorada sensibilidad del joven protagonista y que al mismo tiempo permiten adivinar la tutela o supervisión divina (a través del ojo de la cámara, de los ángulos y perspectivas) en lo que está aconteciendo, la película ilustra el concepto que el padre Roth maneja de Dios y de la fe como campo de pruebas en el que encontrar el propio camino (no en vano, es él quien narra la historia). Un camino que puede ser un valle de lágrimas, pero que indudablemente conduce a la perfección, al conocimiento y reconocimiento de uno mismo cuando se encuentra la vía de la aceptación (una forma algo tramposa de referirse a la resignación, esto es, a la sumisión), o que depara el castigo más cruel cuando no hay propósito de enmienda o se recrea y reafirma uno en el error (el desenlace del personaje de Paul Stewart, víctima final del «milagro negativo» que actúa como contrapunto del «milagro positivo» del que Martin es beneficiario inicial, cambiando así sus posiciones). Y es que quizá la idea de Dios, la efectividad de la fe, no consistan en otra cosa que en estar a bien con la propia conciencia, en vivir sin cuentas pendientes, sin remordimientos, en una paz interior que resulte del propio convencimiento de estar haciendo lo moralmente correcto. O al menos, ese es el tipo de mensaje que interesaba difundir en el Hollywood de la época conforme al Código Hays, y que obliga a desplazar la película, a pesar de sus vínculos formales, de la senda del cine negro a la del drama criminal: aquí no triunfa el fatum; por encima de la fatalidad hay un poder superior, que es el de Dios, y que en su exposición formal se asemeja, y no poco, a los finales felices (en este caso, dentro de lo que cabe) de la Meca del Cine. Porque, para milagros, los de Hollywood.

Diálogos de celuloide: Primera plana (The Front Page, Billy Wilder, 1974)

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Sheriff: Le presento al doctor Eggelhofer. Le hará un reconocimiento.

Earl Williams: Ah, hola, doctor.

Doctor Eggelhofer: Buenas noches. Siéntese, por favor.

Earl Williams: ¿Va a clavarme alfileres y a golpearme la rodilla con un martillito?

Doctor Eggelhofer: Esos métodos están anticuados. Me limitaré a hacerle unas cuantas preguntas.

Earl Williams:  Gracias.

Doctor Eggelhofer: Señor Williams, ¿sabe usted lo que le va a suceder mañana?

Earl Williams: Que van a ahorcarme.

Doctor Eggelhofer: ¿Y qué impresión le causa?

Earl Williams: Pues… A decir verdad, me alegraré de salir de esa celda… Hay mucha corriente.

Sheriff: Ya se lo dije. Está completamente cuerdo.

Doctor Eggelhofer: Dice aquí que su profesión es la de panadero.

Earl Williams: Sí señor, soy panadero especializado. Sé hacer rosquillas, bizcochos y bollitos. Estuve trabajando cinco años en la misma casa y, de pronto, un día me despidieron.

Doctor Eggelhofer: ¿Por qué motivo?

Earl Williams: Puse proclamas en los pasteles sorpresa.

Doctor Eggelhofer:: ¿Qué decían?

Earl Williams: «Libertad a Sacco y Vanzetti».

Sheriff: Muy astutos estos bolcheviques.

Earl Williams: ¿Quién es bolchevique?

Doctor Eggelhofer: Según esto, había sido detenido en 1925 por posesión ilegal de explosivos.

Earl Williams: ¡Oh sí! No sé qué opinará de Wall Street, pero le envié por correo al banquero Morgan una caja de zapatos con una bomba de relojería, y me la devolvieron por falta de franqueo. Levantó todo el techo de mi casa de huéspedes.

Sheriff: ¡Que vuelvan a la tierra de donde proceden!

Earl Williams: Yo soy de Fargo, Dakota del Norte.

Doctor Eggelhofer: Dígame, señor Williams: ¿tuvo usted una niñez desgraciada?

Earl Williams: Pues no, tuve una niñez perfectamente normal.

Doctor Eggelhofer: Ya, deseaba matar a su padre y dormir con su madre…

Earl Williams: Si va a empezar a decir guarradas…

Doctor Eggelhofer: Cuando cursaba estudios de enseñanza media, ¿solía usted masturbarse?

Earl Williams: No señor, no me gustan esas cosas. Me respeto a mí mismo y respeto a los demás. Quiero a mis semejantes, quiero a todo el mundo.

Sheriff: Por lo visto, aquel policía se suicidó.

Doctor Eggelhofer: Volvamos a la masturbación. ¿Le pilló su padre alguna vez en el acto?

Earl Williams: Oh, mi padre nunca estaba en casa. Era revisor de los ferrocarriles Chicago-Noroeste.

Doctor Eggelhofer: ¡¡Muy significativo!! Su padre llevaba uniforme, igual que aquel policía, y cuando él desenfundó la pistola, símbolo fálico inequívoco, usted creyó que era su padre y que iba a utilizarla para atacar a su madre…

Earl Williams: ¡¡¡¡Está loco…!!!!!

(guión de I. A. L. Diamond y Billy Wilder a partir de la obra teatral de Ben Hecht y Charles MacArthur)

 

Mis escenas favoritas: Primera plana (The front page, Billy Wilder, 1974)

Comienzo de esta película de encargo dirigida por Billy Wilder, en el que además de los créditos iniciales del filme se muestra el proceso artesanal de confección e impresión de un periódico al modo de los años 20 del pasado siglo mientras se escucha el Front page Rag de Billy May. Todo un homenaje al periodismo, que sin embargo en el resto del metraje va a ser sometido a la sátira más ácida y cínica del gran Wilder.

Un clásico ejemplar: El beso de la muerte (Kiss of death, Henry Hathaway, 1947)

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Es obligado referirse en el comienzo de todo comentario sobre esta efectiva intriga negra dirigida por Henry Hathaway en 1947 a la espectacular interpretación que Richard Widmark hace de Tommy Udo, el psicópata asesino por encargo cuya magistral encarnación le valió una nominación al Óscar en su debut cinematográfico. El perfil interpretativo de Widmark es uno de esos personajes fundacionales que marcan la historia del cine: el asesino desequilibrado, desalmado, sanguinario, la más perfecta traslación al cine negro del criminal sádico, emulada millones de veces en películas de toda procedencia, estilo y calidad. Su histrionismo, su histerismo, su risita nerviosa cuando se ve ante la perspectiva de acabar con una vida o de provocar sufrimiento (solo apreciable en su justa medida si se disfruta la película en VOS) vale mil visionados y alimenta incontables imitaciones, guiños, tics, «inspiraciones» y «homenajes» en las décadas posteriores. Widmark se doctora en el mismo momento de su bautismo.

Pero la película es mucho más que la excelente y sobrecogedora aparición de Widmark-Tommy Udo. Concebida como producto de estudio (en este caso, la 20th Century Fox de Darryl F. Zanuck), la película es el prototipo de producto cinematográfico de los años 40, a medio camino entre el realismo imperante en la segunda mitad de la década (las cámaras salen a la calle, ruedan en aceras, escaparates, plazas y avenidas, penetran en los edificios, se internan en los callejones o pasean por los parques) y la construcción casi artesanal de decorados y argumento en tenso enfrentamiento directo y constante con la oficina del Código de Producción de Joseph Breen, es decir, con la censura. Escrita por un equipo de guionistas de primera clase, nada menos que Ben Hecht y el especialista en diálogos Charles Lederer con escenas adicionales terminadas por Philip Dunne, la película se basa en una historia de Eleazar Lipsky, jurista y escritor de origen judío con gran experiencia en los ambientes judiciales, policiales y políticos de Nueva York, que volcó sus experiencias en la historia de Nick Bianco (Victor Mature), un criminal de circunstancias que, arrepentido pero íntegro, se convierte en un soplón solamente cuando la vida de sus hijas pequeñas se ve amenazada.

Nick, junto a otros dos matones, atraca una joyería exclusiva situada en el piso 24 de un rascacielos. En la huida, herido por la policía, es capturado y, después de negarse ante el fiscal (Brian Donlevy) a delatar a sus compinches, es confinado en el penal de Sing Sing junto a Tommy Udo, un gañán encerrado por delitos violentos. Allí tiene conocimiento del suicidio de su esposa y del desamparo de sus hijas pequeñas, internadas en un orfanato. Es por eso que Nick cambia de idea y se apresta a hacer un trato con el fiscal para la delación de sus camaradas, a fin de obtener una libertad condicional que le permita hacerse cargo de sus hijas junto a Nettie (Coleen Gray), la joven que las cuidaba y de la que se ha enamorado. Nick delata a Pete Rizzo, que por lo visto mantenía una relación con su esposa, para que la policía pueda tirar del hilo y llegar a los demás. Pero sus compañeros de atraco no van a permanecer impasibles, y recurren precisamente a Udo para que acabe con Rizzo (de paso, lanza con gran placer a su madre, inmovilizada en una silla de ruedas, por las escaleras de casa en una secuencia que la censura luchó por suprimir y solo la convicción de Zanuck logró salvar) antes de liquidar a Bianco, que verá en prestar testimonio contra Udo la única manera de proteger a su familia.

El proyecto siempre se vio condicionado por la presión censora. Rechazado el primer guión porque se entendía que presentaba a unas fuerzas del orden incapaces de resolver un crimen sin el concurso de soplones y confidentes, la película navega continuamente entre el hecho criminal y la investigación policial y cierto comedimiento en la presentación del papel policial y judicial, así como un punto complaciente en las implicaciones sentimentales y sexuales de la trama. Así, Bianco solo se enamora de Nettie cuando se esposa se ha suicidado, pese a que Nettie cuidaba a sus hijas desde hacía mucho tiempo; por otro lado, la relación adúltera entre la esposa y Rizzo fue eliminada del montaje final (de estos personajes se habla con frecuencia, pero nunca aparecen), y el suicidio, uno de los peores pecados para el cine clásico, es aludido sin más, y las referencias a él y a la esposa desaparecen milagrosamente de la trama. Por otro lado, el fiscal que interpreta magníficamente Donlevy se erige en una figura comprensiva, paternalista, proclive a dar consejos de índole constructiva y humanista, partidario más de la rehabilitación y de la impartición de justicia que de la venganza violenta o el encono carcelario. Por otro lado, el papel del policía expeditivo y desprovisto de sentimientos, el sargento Cullen (Karl Malden), queda desdibujado, reducido, casi casi obviado. Igualmente, el personaje de Bianco queda mediatizado por el clima vivido en aquella segunda mitad de los 40 en torno a la caza de brujas de Joseph McCarthy, el fenómeno de la delación y la búsqueda por algunos de justas causas para entregarse a ella: Bianco, un tipo que se niega a «cantar» ante el fiscal por lealtad a sus compañeros a pesar de la pena de 20 años de cárcel (y, por tanto, sin ver a sus hijas) que se cierne sobre él, se convierte en delator por una justa causa, es decir, cuando la situación de sus hijas se vuelve precaria y sus antiguos cómplices amenazan su vida y la de los suyos. Continuar leyendo «Un clásico ejemplar: El beso de la muerte (Kiss of death, Henry Hathaway, 1947)»

Amistad y aventuras coloniales: Gunga Din (George Stevens, 1939)

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Inspirada en un poema de Rudyard Kipling, Gunga Din, otra obra mayor de la «quinta» del 39 (una de las mejores cosechas de la historia del cine la de aquel año) dirigida en esta ocasión por George Stevens (uno de los grandes directores del cine clásico más olvidados con el paso del tiempo), parte de una premisa compartida con el western clásico, si bien convenientemente traducida al entorno de la India colonial de la era victoriana: tres sargentos británicos unidos por una estrecha amistad, Cutter (de nombre Archibald, como el nombre de pila real del actor que lo interpreta, Cary Grant), MacChesney (Victor McLaglen) y Ballantine (Douglas Fairbanks, Jr.), son enviados con su destacamento hasta una aldea al norte de su campamento para reparar la línea de telégrafo cortada por los Estranguladores, una secta religiosa de adoradores de la diosa Kali que pretende expulsar a los británicos de la India. Así, los británicos desempeñan el mismo papel que tradicionalmente corresponde en los westerns a la caballería americana, mientras que  los indios de la India ocupan en la historia la posición de los indios de Norteamérica. Es decir, que nos encontramos con un retrato de la vida militar en la India del siglo XIX que alterna las columnas de soldados que recorren un paisaje que apenas oculta la amenaza de un enemigo hostil con el retrato costumbrista de la vida en un cuartel, incluida la ineludible secuencia que transcurre en un baile de sociedad.

Una vez superado ese punto de partida, la película ofrece otros aspectos de mucho mayor interés. El principal, la presencia de un humilde, sencillo e ingenuo aguador de las tropas, Gunga Din (Sam Jaffe), que sueña con enrolarse en las filas británicas para convertirse en soldado de Su Majestad. Y, por supuesto, las distintas pruebas a las que se somete la amistad a tres bandas de los sargentos, cada uno con sus distintas aspiraciones: la de Cutter, encontrar un tesoro y hacerse rico; la de Ballantine, casarse con su prometida, Emmy (Joan Fontaine, en uno de los papeles más insulsos y una de las interpretaciones más sosas de su carrera), y abandonar el servicio; y la de MacChesney, que no es otra que sujetar a sus amigos en la unidad para no perderlos y no sentirse solo y desamparado sin ellos. Todo ello, acompañado de las correspondientes escenas de acción y lucha, las más modestas, las que recogen peleas «de borrachera» entre soldados o cuerpo a cuerpo contra indios rebeldes, filmadas con notable torpeza y risible resultado; las más complejas, las que incluyen movimiento de los ejércitos y evolución de los personajes en escenarios o exteriores repletos de matices, rodadas con mucho mayor brío, talento y emoción y sin dejar de lado el suspense.

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De este modo, la lectura superficial de la película contiene en sus 117 minutos grandes dosis de amistad (con un tono irónico y humorístico que proporciona un buen puñado de momentos estimables, como la secuencia del ponche en el baile de celebración del compromiso) y acción (con la excelente secuencia del combate por los tejados del pueblo, estupendamente precedida del suspense de la eliminación uno por uno de los centinelas), con apuntes de cine de aventuras (la fuga de Cutter que Gunga Din propicia y su descubrimiento del templo de oro donde se oculta el enemigo, el cruce del puente colgante…) y toques románticos (la relación de Ballantine y Emmy, la lucha de él por mantenerse ligado a sus amigos y a la milicia y la de ella frente a los otros sargentos por apartarle de todo eso). Tratándose de Kipling y de un guión escrito y reescrito por ocho manos distintas, entre las que se incluyen los grandes Ben Hecht y Charles MacArthur, estos extremos quedan reflejados con suficiencia, si bien el paso del tiempo ha afectado a no pocas de las bromas y al tratamiento de algunas secuencias de acción que han quedado irremisiblemente envejecidas. La espléndida fotografía en blanco y negro, la inolvidable música de Alfred Newman, con influencia de las típicas fanfarrias militares, y la presencia periódica de las gaitas escocesas, terminan de conformar una atractiva atmósfera para la aventura propia de las grandes historias.

Pero, igualmente, tratándose de Kipling, cabe esperar un relato que ensalce las bondades del Imperio británico, así como la condición de la India como la primera y principal de sus colonias, la joya de ese Imperio (la reina Victoria se hizo así coronar Emperatriz de la India). Continuar leyendo «Amistad y aventuras coloniales: Gunga Din (George Stevens, 1939)»

Mis escenas favoritas – Primera plana

The front page es una divertida y lúcida obra de teatro centrada en el mundo de la prensa y, en particular, en la denuncia de ciertos de sus vicios, como el amarillismo, el sensacionalismo y la manipulación interesada del lector, un fenómeno propio de cuando la prensa escrita era el principal vehículo de información para el público y extrapolable sin mucha dificultad al papel preponderante que la televisión desempeña en nuestras vidas.

Escrita por Charles MacArthur y el gran guionista Ben Hecht, que volcó en el texto buena parte de su propia experiencia profesional y vital, ha sido llevada al cine en múltiples ocasiones, siendo las más recordadas la de Lewis Milestone, Un gran reportaje, de 1931, Luna nueva, de Howard Hawks, de 1940, con el acierto de convertir el personaje de Hildy Johnson en mujer, interpretada por Rosalind Russell para acentuar su antagonismo con Walter Burns, un fenomenal Cary Grant, director de su periódico al tiempo que ex marido suyo, y, finalmente, la tardía versión de Billy Wilder, de 1974, con Walter Matthau y Jack Lemmon en los papeles principales (y que homenajea al propio Hecht en este diálogo). Una joya de la comedia, no del todo satisfactoria para Wilder, pero mordaz, irónica y contenedora de una crítica y una denuncia plenamente vigentes y aplicables a los medios de comunicación (prensa, televisión, radio o internet) que utilizan la información como trinchera partidista o como simple vehículo de atracción de la masa irreflexiva que renuncia a su condición de ciudadana y se limita a obrar como consumidora.

Para Hildy Johnson.

Diálogos de celuloide – Primera plana

Por supuesto, para Hildy Johnson.

DR. EGGELHOFER: Dígame, señor Williams: ¿tuvo usted una niñez desgraciada?

EARL WILLIAMS: Pues no, tuve una niñez perfectamente normal.

DR. EGGELHOFER: Ya, deseaba matar a su padre y dormir con su madre…

EARL WILLIAMS: Si va a empezar a decir guarradas…

DR. EGGELHOFER: Cuando estaba en la escuela, ¿practicaba la masturbación?.

EARL WILLIAMS: No señor. Nunca abusaría de mí mismo o de alguien. Quiero a la gente, quiero a todo el mundo.

SHERIFF: Por lo visto aquel policía se suicidó…

DR. EGGELHOFER: Regresemos a la masturbación. ¿Le sorprendió su padre alguna vez haciéndolo?

EARL WILLIAMS: Oh, mi padre nunca, nunca estaba en casa. Era maquinista de tren.

DR. EGGELHOFER: ¡¡Muy significativo!! Su padre llevaba uniforme, igual que aquel policía, y cuando él desenfundó la pistola, símbolo fálico inequívoco, usted creyó que era su padre y que iba a utilizarla para acabar con su madre.

EARL WILLIAMS: ¡Está loco…!

The front page. Billy Wilder (1974).

Mis escenas favoritas – Duelo al sol

Inmortal escena de un imprescindible western romántico de la factoría Selznick y concebido exclusivamente para el lucimiento de su musa y compañera de entonces, la bellísima, racial y salvaje Jennifer Jones (de hecho, tanto se lució que cambió de pareja y Selznick se fue al garete en todos los sentidos, cayendo en un profundo pozo personal y profesional). La acompaña Gregory Peck en este clásico de los finales románticos rodado en 1946 que años más tarde sería parodiado en La guerra de los Rose por Michael Douglas y Kathleen Turner.

Lamentamos la baja calidad del vídeo, pero la escena merece demasiado la pena como para dejarla pasar.