Cine necesario en tiempos de censura moral: En el ojo del huracán (Storm Center, Daniel Taradash, 1956)

La principal debilidad de la democracia es su limitada capacidad de defenderse frente a quienes utilizan el marco de derechos y libertades que esta proporciona y garantiza para, precisamente, atacarla, socavarla, destruirla. En la actualidad, en distintos países, desde la izquierda y la derecha o incluso, como en España, desde ambas a la vez, se respira un clima de polarización total y de regresión democrática, no solo alimentada por aquellos de quienes podría esperarse casi cualquier cosa, los gurús del capitalismo salvaje y el neoliberalismo más atroz, sino también por parte de sectores de la derecha y de la izquierda que, teóricamente en la búsqueda del bien común, pervierten y se apropian de palabras como «libertad» o «democracia» para vaciarlas de contenido real y utilizarlas como eslóganes huecos a través de los que instituir sus concepciones parciales y, por supuesto, interesadas, de los principios y valores que deben regir la vida en convivencia democrática. Estos grupos, tanto de derecha como de izquierda, además de los nacionalistas de cualquier lugar y bajo cualquier apellido, promueven la desobediencia y el rechazo a la ley democrática y al sistema político democrático, llegando incluso a declarar unilateralmente «ilegítimos» los resultados electorales, cuando son incompatibles con sus programas y propuestas o van contra sus intereses, impulsando su sustitución, naturalmente solo cuando les conviene, por su «superior» cuerpo de «leyes y principios morales», según ellos, «de inspiración popular», que consideran, por supuesto, de mayor legtimidad que la expresión de la voluntad popular que surge de las urnas y de los parlamentos. De este modo, se intenta arrebatar a los parlamentos su condición de depositarios de la expresión de la voluntad popular a través del voto y trasladar la soberanía a un ente difuso, no elegido por nadie sino por quienes lo utilizan como grupo de presión, llamado «pueblo», «gente», «nación» o de cualquier otro modo que implique tomar una parte, propia, adscrita, cebada, adoctrinada y manejada por el sector político en cuestión, por el todo, a fin de imponer, invocando la «democracia» pero al margen de los mecanismos democráticos, utilizando las ventajas de la democracia para realizar maniobras profundamente antidemocráticas, sus criterios al sistema político y, por tanto, al resto de la población.

Dentro de esta dinámica de los últimos tiempos un caso llamativo es el de la censura moral, la reescritura de la historia o la reconstrucción del canon literario o artístico no según los hechos demostrados o la calidad de la escritura o de los méritos plásticos o artísticos, sino conforme al cumplimento del código moral de quienes, al estilo de la antigua Liga de la Decencia o del Comité por el Ruego del Cuerpo, del Alma y del Pensamiento, erigiéndose en autonombrados comisarios políticos depositarios de la supremacía moral, se apropian de esa «inspiración popular» que, en sustitución de los derechos, las libertades y las leyes garantizados por la democracia, intentan convertir en ley obligatoria para todos. Así, los programas de estudios se ven desprovistos de determinados contenidos; libros de historia, de historia del arte, de historia del cine, son «corregidos», «adaptados» o «purgados»; estatuas, selectivamente elegidas, son derribadas; pinturas y esculturas son parcialmente cubiertas o retiradas de las exposiciones; películas son censuradas, excluidas de las programaciones u obligatoriamente acompañadas de letreros «explicativos» que, desde los puntos de vista de la censura moral de que se trate, reinterpretan u ofrecen la lectura que exclusivamente «deben» tener para el público, mientras que otras que no pueden alcanzar son analizadas, criticadas y despreciadas, no sobre la base de su calidad artística y técnica, sino por la censura sistemática de su argumento conforme a criterios como raza, sexo y orientación política. Al mismo tiempo, y en sustitución de los contenidos perseguidos, desprestigiados o señalados, se publicitan otros, normalmente de importancia y calidad inferior, que cumplan las exigencias del sistema de «valores y principios» que se desea imponer, y que a menudo parten de la estricta aplicación de planteamientos racistas, sexistas o nacionalistas, presuntamente presentados en positivo, como discriminación positiva y ajuste de cuentas frente a la historia.

Aunque el fenómeno se ha acusado en los últimos tiempos y en países como España no hace sino crecer y hacerse más intenso, a lo que no es ajeno ese campo de expresión de la estupidez que son las redes sociales, sus picos y baches en la historia son cíclicos y el cine se ha ocupado profusamente de ellos. Uno de los más brillantes ejemplos es esta película de Daniel Taradash, guionista de filmes como De aquí a la eternidad (From Here to Eternity, Fred Zinnemann, 1952), Encubridora (Rancho Notorious, Fritz Lang, 1952), Désirée (Henry Koster, 1954), Picnic (Josha Logan, 1955), Me enamoré de una bruja (Bell, Book and Candle, Richard Quine, 1958), Morituri (Bernhard Wicki, 1965) o Hawaii (George Roy Hill, 1966), y también de esta, su única película como director, que se centra en uno de los episodios más oscuros de la democracia estadounidense, el macartismo, si bien para dibujar aquella época de persecuciones, censuras y purgas ideológicas de carácter anticomunista se vale de una parábola particular que tiene como centro el personaje de la bibliotecaria de una pequeña ciudad norteamericana.

Alicia Hull (Bette Davis) es la reconocida y apreciada responsable de la biblioteca municipal, y ha ido construyendo meticulosamente y siempre en lucha con las estrecheces presupuestarias (un denominador común a los poderes de toda tendencia es la desatención a la cultura y su sustitución por un sucedáneo domesticado conforme a sus propios principios políticos) un catálogo de fondos que intenta abarcar la mayor cantidad posible de conocimientos y que sea representativo de lo más destacado de la literatura universal. Esto hace que, por ejemplo, entre sus libros de ciencias políticas la biblioteca cuente con uno que detalla precisamente la historia y las doctrinas comunistas. Este detalle había pasado desapercibido, tanto como la existencia de cualquier otro libro que apenas se presta o se lee, hasta que es fortuitamente conocido por los responsables políticos de la ciudad, encabezados por el concejal Duncan (Brian Keith), que consideran que la presencia de ese libro en la biblioteca atenta contra la democracia americana y representa un riesgo para los lectores socios de la biblioteca, en esa despreciable tutela de la que se arrogan algunos para decidir, «por su bien», qué le conviene y no le conviene a su pueblo. Taradash presenta magníficamente estructurado el funcionamiento de esta clase de censura moral, entonces y ahora, con los pasos sucesivos que se producen para lograr la implantación de un único prisma de pensamiento: Alicia Hull es llamada al orden y se le pide la retirada del libro del catálogo bajo el pretexto de servir a la preservación de la libertad, la democracia y los derechos de los ciudadanos; sin embargo, Alicia rebate, precisamente a través de argumentos tanto legales como democráticos, además de prácticos (cómo va a haber alguien contra el comunismo si nadie lee libros para saber qué es el comunismo y decidir como una persona adulta si lo apoya o lo rechaza), de una manera tan brillante las objeciones partidistas de los concejales, invocando esos mismos derechos, leyes y principios, que deben pasar a la segunda parte del mecanismo de presión y extorsión, que no es otra que el soborno. Tras años de solicitar un ala nueva para el edificio, ya escaso de espacio y sin un lugar adecuado para los lectores infantiles, Alicia es tentada con la concesión del crédito necesario para las obras a cambio de que el libro sea retirado. Naturalmente, sus principios democráticos y la cultura que ha adquirido a lo largo de los años le impiden aceptar, aunque no a la primera (Alicia Hull es un ser humano, no una superheroína, y Taradash no evita presentar sus debilidades y contradicciones, o incluso el efecto de los perjuicios que su terquedad, por democrática que sea, le ocasiona). Continuar leyendo «Cine necesario en tiempos de censura moral: En el ojo del huracán (Storm Center, Daniel Taradash, 1956)»

Con D, de cine: El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki, 1962)

Los largos sollozos del otoño hieren mi corazon con monotona languidez (Paul Verlaine).

Estos versos sirvieron de mensaje cifrado a los aliados para advertir a la Resistencia europea de que se avecinaba el momento que llevaban un lustro esperando, del principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la sangría que llevaba devastando Europa desde 1914 e incluso antes. Casi novecientos años después de que Guillermo el Conquistador cruzara el Canal de la Mancha con sus normandos y robara Inglaterra a los sajones, y apenas cuatro años después de que Hitler fracasara en esa misma invasión como habían fracasado antes Felipe II o Napoleón Bonaparte, tuvo lugar la operación militar más formidable de toda la Historia de la Humanidad: el traslado, esta vez haciendo el camino a la inversa, de más de tres millones de soldados y cientos de millones de toneladas de material en unas cuatro mil embarcaciones de todo tipo y con el apoyo de más de once mil aviones de combate, cientos de submarinos e incontables combatientes anónimos tras las líneas alemanas de la costa. El desembarco de Normandía, la operación Overlord, cuyo posible fracaso había sido ya asumido por escrito por los oficiales que la diseñaron (encabezados por Eisenhower, Montgomery o Patton, entre otros) en unas cartas ya firmadas que jamás vieron la luz hasta décadas más tarde, constituye un hecho de los más trascendentales de nuestra historia moderna. Primero, por la ubicación, ya que entre otros lugares para efectuar la operación entraban las costas españolas, con el fin de desalojar ya de paso a Franco (curiosamente, fue Stalin quien se opuso por razones estratégicas y de urgencia, salvándole así el culo al dictador anticomunista), y además, porque los hechos que propició pusieron las bases de las modificaciones en el mapa de Europa que siguieron produciéndose durante décadas hasta convertirlo en el que conocemos hoy.

En 1962, el productor-estrella Darryl F. Zanuck, una de las piedras angulares del cine clásico americano, casi una leyenda, decidió llevar a la pantalla el novelón de Cornelius Ryan, adaptado por el propio autor, con una tripleta a los mandos de la dirección (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki), para recrear de manera monumental y con un reparto de lujo hasta el mínimo detalle del desarrollo de la invasión de Europa el 6 de junio de 1944, el principio del fin del poder de los nazis en el continente. Con los épicos acordes de la pomposa música de ecos militares de Maurice Jarre (debidamente respaldada por los primeros instantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, tres puntos y una raya que en código trelegráfico identifican el signo de la victoria) y una maravillosa fotografía en blanco y negro ganadora del Premio de la Academia, la película recoge los largos prolegómenos de la invasión y las primeras horas de las tropas aliadas combatiendo en las playas de Normandía. Película de factura colectiva, adolece por tanto de una enorme falta de personalidad y se acoge al poder de lo narrado, apela continuamente a la épica y busca constantemente la trascendencia de frases de guión y encuadres superlativos, como forma de contrarrestar la frialdad y la distancia de una historia demasiado grande incluso para tres horas de metraje, pero que no puede ser contada de otra forma.

Con todas las carencias apuntadas en orden a su carácter impersonal, la película no carece de grandes momentos y de imágenes imperecederas. Continuar leyendo «Con D, de cine: El día más largo (The Longest Day, Ken Annakin, Andrew Marton, Bernhard Wicki, 1962)»

Diálogos de celuloide: París, Texas (Wim Wenders, 1984).

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Yo… yo solía darte largos discursos después de que te fuiste. Yo solía hablar contigo todo el tiempo, a pesar de que estaba sola. Caminé durante meses, hablándote. Ahora no sé qué decir. Era más fácil cuando solo te imaginaba. Incluso te imaginé hablándome de nuevo. Solíamos tener largas conversaciones, los dos solos. Era casi como si estuvieras allí. Podía escucharte, podía verte, olerte. Podía escuchar tu voz. A veces, tu voz me despertaba. Me despertó en medio de la noche, como si estuvieras en la habitación conmigo. Entonces… poco a poco se desvaneció. No pude imaginarte más. Traté de hablarte en voz alta como solía hacerlo, pero no había nadie allí. No podía oírte. Entonces… todo se puso de cabeza. Todo se detuvo. Tú solo… desapareciste. Y ahora estoy trabajando aquí. Escucho tu voz todo el tiempo. Cada hombre tiene tu voz.

Guion de Sam Shepard.

Música para una banda sonora vital – Mixteca (Harry Dean Stanton, 1984)

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Harry Dean Stanton, uno de los secundarios más característicos del cine norteamericano de las últimas décadas (su filmografía es realmente espectacular, como lo es también la calidad de sus trabajos: alguien debería escribir un largo artículo, o tal vez un libro entero, sobre él), se arranca en español, acompañado de Ry Cooder en la guitarra, con la canción Mixteca, interpretada dentro de la música de la película de Wim Wenders París, Texas (1984).

Zumo de melancolía, del que se bebe a solas, rodeado de cascos vacíos…

Caramba con el niño…: El otro (The other, Robert Mulligan, 1972)

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Verdaderamente curioso el caso de Tom Tryon. Tras una fugaz pero fructífera, al menos a nivel popular, filmografía como actor, en la que además de múltiples productos destinados al programa doble protagonizó una serie televisiva de Disney, formó parte del reparto coral de la superproducción bélica El día más largo (The longest day, Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki, 1962), protagonizó El cardenal (The cardinal, 1963) para Otto Preminger, y fue uno de los nombres previstos para Something’s got to give, la película que Marilyn Monroe dejó inacabada con su (presunto) suicidio, Tom Tryon adquirió una nueva fama, mucho más consolidada, y probablemente merecida, como autor de novelas de ciencia ficción, terror y misterio. Su debut literario, El otro (1971), alcanzó enorme repercusión, y al año siguiente fue llevada al cine por Robert Mulligan, uno de los más reconocidos cineastas de la llamada generación de la televisión, con guion del propio Tryon.

Desde el primer instante, cuando las letras blancas del título de la película aparecen sobre el fondo negro acompañadas de una melodía infantil silbada con tono inquietante y unos breves y sombríos acordes, obra de Jerry Goldsmith, al espectador le queda claro que en los 93 minutos siguientes va a transitar por el terreno de la ambigüedad. Con las escenas iniciales, la historia parece trasladarnos a épocas y atmósferas bien reconocibles en Mulligan por proyectos anteriores: una apacible y hermosa porción de la vida rural americana de los años treinta del siglo XX, una familia de inmigrantes de origen ruso que viven una vida tranquila y plácida en un entorno agrícola rodeado de granjas y bosques próximo a una pequeña ciudad. Algunos detalles, sin embargo, invitan a pensar que no todo es tan bucólico. Los gemelos Niles y Holland (Chris y Martin Udvarnoky) juegan en los alrededores, pero su relación no es en realidad tan amigable como parece a simple vista. Holland tiene un carácter fuerte, dominante, es más activo y osado; Niles, en cambio, va al rebufo de su hermano, es más obediente y sumiso. Se trata de un insano desequilibrio que puede ser producto de la temprana pérdida del padre, muerto en un accidente ocurrido en el granero, y del distinto nivel de reacción de uno y otro frente a la desgracia. Sus entretenimientos más enfermizos tienen que ver algo con ello, puesto que una de sus habituales pendencias, además de ir a robar tarros de confitura a la vecina, gira en torno a la posesión de un anillo que perteneció a su padre, y que Niles guarda en una caja de metal, de la que no se separa, junto a un misterioso objeto envuelto en un pañuelo azul… Su madre también paga la pronta desaparición de su marido: siendo todavía joven y guapa, vive prácticamente encerrada en su depresión, sin salir de casa, invirtiendo sus largas horas de prisión en la lectura de libros. Por el contrario, el resto de la familia (tíos, cuñado y abuela) vive feliz, aguardando el nacimiento del bebé que espera la hermana de Niles y Holland…

En El otro, Mulligan construye una de las más acertadas aproximaciones cinematográficas al universo de los terrores infantiles. O, dicho más propiamente, al terror provocado por niños, la infancia vista como un universo repleto de miedos. Continuar leyendo «Caramba con el niño…: El otro (The other, Robert Mulligan, 1972)»

Vidas de película – Sal Mineo

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La vida de Salvatore -Sal- Mineo bien podría haber sido llevada al cine como ejemplo de una existencia rodeada de símbolos de fatalidad finalmente convertidos en ineludible realidad, como si un director de renombre, auxiliado por un competente diseñador de producción y un escenógrafo de primera hubieran hecho confluir sus talentos respectivos para contarle al mundo la singladura de un joven que, tratando de huir de un ambiente marginal que le persiguió incluso durante su carrera cinematográfica, terminó sucumbiendo, entregándose, como si su destino se hubiera jugado siempre con cartas marcadas.

Nacido en el Bronx de Nueva York en 1939, sus padres eran inmigrantes italianos; primer símbolo: Salvatore Mineo padre se ganaba la vida fabricando ataúdes. Intentando escapar de la dinámica marginal y de delincuencia en que se veían irremisiblemente envueltos los muchachos de su edad, el joven Salvatore buscó en el ambiente artístico una salida menos tremendista y, tras estudiar danza y actuación, consiguió aparecer en algunos musicales de Broadway. Gracias a ello, debutó en el cine de la mano de Joseph Pevney en su intriga Atraco sin huellas (1955) justo antes de encarnar uno de sus personajes más célebres, quizá el más conocido por el gran público, el del joven inadaptado Platón (segundo símbolo) en Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), junto a James Dean y Natalie Wood, papel que le valió una nominación al Oscar al mejor actor de reparto. Tercer símbolo: Marcado por el odio (Somebody up there likes me, Robert Wise, 1956), crónica de ambiente pugilístico con apuntes de drama social protagonizada por Paul Newman.

Conocido por protagonizar escándalos y ser fuente de numerosos rumores de naturaleza íntima, tanto heterosexuales como homosexuales, también desarrolló a finales de los años cincuenta una breve pero intensa carrera como intérprete de rock’n’roll al ligar su imagen a los personajes rebeldes y excluidos que interpretaba en el cine. Esa vena musical le sirvió para dar vida al batería de jazz Gene Krupa en su biografía de 1959. Tras aparecer de nuevo junto a James Dean en Gigante (Giant, George Stevens, 1956), obtener una nueva nominación al Oscar al mejor actor de reparto por Éxodo (Exodus, Otto Preminger, 1960) -cuarto símbolo-, otra vez con Paul Newman, formar parte del extenso y famoso elenco del título bélico El día más largo (The longest day, Ken Annakin-Andrew Marton-Bernhard Wicki, 1962) -más símbolos- e interpretar a otro inadaptado, sin sitio ni identidad -el símbolo definitivo-, un blanco raptado por los indios y convertido a su raza para John Ford en El gran combate-Otoño cheyenne (Cheyenne Autumn, 1964), la carrera de Sal Mineo se vio seriamente frenada.

Apartado del cine muy joven a causa de las complicaciones derivadas de su vida personal, Sal Mineo fue asesinado de una puñalada durante una pelea callejera el 12 de febrero de 1976. Tenía 37 años.

Tensión y suspense a bordo: Morituri

En 1942 un carguero alemán parte de Japón con destino a Burdeos en un desesperado intento por transportar al frente europeo una gran cantidad de toneladas del imprescindible caucho que la Wehrmacht necesita para sus operaciones de los próximos meses, en los que se va a dilucidar el futuro inmediato de la guerra, con las inminentes batallas de El-Alamein y Stalingrado en el horizonte. La misión no es sencilla, porque consiste básicamente en cruzar el mundo de parte a parte a través de aguas enemigas, los océanos Pacífico y Atlántico. Sin embargo, los aliados tampoco andan muy sobrados del material, y habiendo tenido conocimiento del envío, aspiran a hacerse con él, con lo cual no les basta con acosar al barco o incluso atacarlo y hundirlo, ya que el protocolo de actuación germano incluye la oportuna colocación de varias cargas explosivas estratégicamente situadas en la estructura del buque que permitan su voladura en caso de riesgo inminente de captura por el enemigo. Por ello es preciso que un agente infiltrado consiga inutilizar esas cargas antes de que los destructores norteamericanos se lancen en la persecución del Ingo, el barco alemán del que dependen los abastecimientos de caucho de Hitler.

Admitiendo la debilidad argumental de la premisa, así como, en general, de los puntos de partida de la trama, cabe reconocer, sin embargo, que Morituri, dirigida en 1965 por Bernhard Wicki, autor, entre otras, de la magnífica El puente (1959), y codirector de la superproducción bélica El día más largo (1962), consigue sobradamente su objetivo, esto es, crear una historia de tensión y suspense no exenta de crítica política y existencial y de un profundo mensaje antibelicista, aderezado con un notable estudio psicológico en cuanto a la evolución de personajes y situaciones en un entorno cerrado dentro del amenazante marco de la Segunda Guerra Mundial y, en concreto, del frente del Pacífico. Lo que más interesa a Wicki y a su guionista, Daniel Taradash, inspirado en la novela de Werner Jörg Lüddecke, es la convivencia de personajes tan diferentes en un espacio único en el que se reúnen de manera obligatoria, sin escapatoria posible y sin opción de abandono, y en cómo los distintos acontecimientos introducen en sus vidas elementos de presión casi casi irresistibles que les mueven a comportamientos extremos, al límite de la vida o la muerte: el capitán del barco (Yul Brynner) es un hombre desencantado, alejado de fanatismos políticos y guerreros que, bajo sospecha de incapacidad debida a que su último barco fue hundido mientras él estaba borracho, es amenazado por el alto mando alemán con represalias sobre su hijo, oficial en un submarino en el Mar del Norte, en caso de fracaso en su misión; Crain (Marlon Brando), es un alemán de orígenes aristocráticos que tras desertar se ha escondido en India y que, descubierto por los británicos, es obligado por un general (Trevor Howard) a introducirse como pasajero entre la tripulación bajo la falsa identidad de un responsable político del partido nazi a fin de asegurarse la desactivación de las cargas; Kruse (Martin Benrath), un nazi convencido, junto a otros miembros de la tripulación, lamentan encontrarse lejos del frente en una misión residual; en cambio, una parte de la tripulación está constituida por prisioneros políticos e individuos bajo sospecha que están permanentemente vigilados y, por otro lado, ansiosos de escapar… Al puzzle se añaden unos invitados sobrevenidos: un submarino japonés que ha hundido un buque norteamericano traspasa sus prisioneros al carguero alemán, entre los que se encuentra Esther (Janet Margolin), una joven judía.

Más allá de las limitaciones narrativas del argumento (la debilidad de la premisa o de aspectos tales como la forma en que los británicos podrían conseguir introducir en un barco alemán anclado en territorio enemigo a un espía haciéndolo pasar nada menos que por responsable político del partido nazi), Wicki se maneja acertadamente en un triple aspecto. Continuar leyendo «Tensión y suspense a bordo: Morituri»

El día más largo: momento crucial de nuestro presente

Los largos sollozos del otoño hieren mi corazon con monotona languidez (Paul Verlaine).

Estos versos sirvieron de mensaje cifrado a los aliados para advertir a la Resistencia europea de que se avecinaba el momento que llevaban un lustro esperando, del principio del fin de la Segunda Guerra Mundial, de la sangría que llevaba devastando Europa desde 1914 e incluso antes. Casi novecientos años después de que Guillermo el Conquistador cruzara el Canal de la Mancha con sus normandos y robara Inglaterra a los sajones, y apenas cuatro años después de que Hitler fracasara en esa misma invasión como habían fracasado antes Felipe II o Napoleón Bonaparte, tuvo lugar la operación militar más formidable de toda la Historia de la Humanidad: el traslado, esta vez haciendo el camino a la inversa, de más de tres millones de soldados y cientos de millones de toneladas de material en unas cuatro mil embarcaciones de todo tipo y con el apoyo de más de once mil aviones de combate, cientos de submarinos e incontables combatientes anónimos tras las líneas alemanas de la costa. El desembarco de Normandía, la operación Overlord, cuyo posible fracaso había sido ya asumido por escrito por los oficiales que la diseñaron (encabezados por Eisenhower, Montgomery o Patton, entre otros) en unas cartas ya firmadas que jamás vieron la luz hasta décadas más tarde, constituye un hecho de los más trascendentales de nuestra historia moderna. Primero, por la ubicación, ya que entre otros lugares para efectuar la operación entraban las costas españolas, con el fin de desalojar ya de paso a Franco (pero, curiosamente, fue Stalin quien se opuso por razones estratégicas y de urgencia, salvándole así el culo al dictador anticomunista), y además, porque los hechos que propició pusieron las bases de las modificaciones en el mapa de Europa que siguieron produciéndose durante décadas hasta convertirlo en el que conocemos hoy.

En 1962, el productor-estrella Darryl F. Zanuck, una de las piedras angulares del cine clásico americano, casi una leyenda, decidió llevar a la pantalla el novelón de Cornelius Ryan, adaptado por el propio autor, con una tripleta a los mandos de la dirección (Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki), para recrear de manera monumental y con un reparto de lujo hasta el mínimo detalle del desarrollo de la invasión de Europa el 6 de junio de 1944, el principio del fin del poder de los nazis en el continente. Con los épicos acordes de la pomposa música de ecos militares de Maurice Jarre (debidamente respaldada por los primeros instantes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, tres puntos y una raya que en código trelegráfico identifican el signo de la victoria) y una maravillosa fotografía en blanco y negro ganadora del Premio de la Academia, la película recoge los largos prolegómenos de la invasión y las primeras horas de las tropas aliadas combatiendo en las playas de Normandía. Película de factura colectiva, adolece por tanto de una enorme falta de personalidad y se acoge al poder de lo narrado, apela continuamente a la épica y busca constantemente la trascendencia de frases de guión y encuadres superlativos, como forma de contrarrestar la frialdad y la distancia de una historia demasiado grande incluso para tres horas de metraje y que no puede ser contada de otra forma.

Con todas las carencias apuntadas en orden a su carácter impersonal, la película no carece de grandes momentos y de imágenes imperecederas. Continuar leyendo «El día más largo: momento crucial de nuestro presente»