Mis escenas favoritas: El jinete pálido (Pale Rider, Clint Eastwood, 1985)

Sabido es que el cine no tiene ni debería tener ninguna vocación realista, sino que consiste en esencia en la representación de una realidad falsa con apariencia de verdadera que exige la suspensión de la credibilidad por parte del espectador para que acepte como auténtica y posible la incoherencia y la contradicción de lo narrado con lo mentiroso y lo imposible. Solo así resulta admisible que en esta escena, al igual que ocurre con las películas de artes marciales, cuatro que han atacado a la vez a un tipo de lo más debilucho y pusilánime acometan inmediatamente después de uno en uno, como esperando turno, a un individuo mucho más fuerte y peligroso. De igual modo, solo en esta clave puede tomarse como verosímil (el cine tiene que parecer verosímil pero no tiene ninguna obligación de ser creíble) que el mismo tipo debilucho y pusilánime se recupere como si tal cosa de los palos recibidos mientras que los otros cuatro languidecen en el suelo próximos a la declaración de incapacidad absoluta. Pero es cine, es western y es Clint Eastwood, y eso son palabras mayores. Esta película, próxima a ser un remake de Raíces profundas (Shane, George Stevens, 1953) en realidad es bastante más que eso. Se trata del colofón anticipado de ese puzle desordenado que componen los westerns dirigidos por Clint Eastwood, y que desde El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976), pasando por Sin perdón (Unforgiven, 1992) e Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1973) desemboca en El jinete pálido (Pale Rider, 1985), y que más allá de discontinuidades de geografías, cronologías y nombres propios, cuenta por entregas una única historia, la de un solo pistolero que, tras una larga vida alternando los esfuerzos por construir y formar parte de una comunidad al estilo de los westerns fordianos y la muerte indiscriminada y la violencia salvaje de los westerns de Leone, vuelve, tras pasar por el infierno, convertido en espectro de venganza, empuñando los revólveres flamígeros con los que ajustar las cuentas a los simples mortales que se creen dioses.

En esta secuencia no llega a tanto, pero sí proclama una verdad real respaldada por los hechos: «no hay nada como un buen pedazo de nogal».

Música para una banda sonora vital – Los intocables de Eliot Ness (The untouchables, Brian De Palma, 1987)

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Vesti la giubba, una de las más famosas arias operísticas, perteneciente a la ópera I Pagliacci de Ruggero Leoncavallo, es uno de los motivos musicales más recurrentes en películas y series de televisión de toda clase, época, condición y procedencia.

En la película de De Palma, Al Capone (Robert De Niro) es informado del asesinato de Jim Malone (Sean Connery), cometido por orden suya, mientras asiste a una representación desde su palco de la Ópera de Chicago y suena precisamente el más célebre fragmento del aria (las lágrimas de Capone-De Niro, conmovido por el dramatismo de la situación, se convierten en una sonrisa histérica), aquí interpretada por Plácido Domingo en un montaje dirigido por el cineasta italiano Franco Zeffirelli.

Diálogos de celuloide – Los intocables de Elliot Ness

Me crié en un barrio difícil. Y allí decíamos que con una palabra amable y una pistola llegarás más lejos que con solo una palabra amable. Quizá lo tomé al pie de la letra.

The untouchables of Elliot Ness. Brian de Palma (1987).