Alfred Hitchcock presenta – Del asesinato como una de las ¿bellas? artes: Cortina rasgada

En su cine, el gran Alfred Hitchcock (grande, en todos los sentidos…) seguía ese axioma, si no inventado por él, sí generado a raíz de sus experiencias, de la conveniencia de rodar las escenas de amor como las de asesinato, y las de asesinato como escenas de amor. En el primer caso, basta con recordar la romántica escena del beso entre Ingrid Bergman y Cary Grant mientras éste habla por teléfono en Encadenados (Notorious, 1946). La secuencia, además de la lógica contigüidad física y del intercambio de efusiones y carantoñas, añade desplazamientos y roces por toda la habitación, como si de una persecución y un forcejeo se trataran. Ejemplos de su contrario abundan por todas partes en el cine del Mago del suspense. La frasecita hitchcockiana viene a aseverar que, en la línea apuntada por Rupert Cadell, el profesor de filosofía que interpreta James Stewart en La soga (Rope, 1948), «discípulo» un tanto socarrón de las célebres ironías criminales de Thomas de Quincey en su Del asesinato como una de las bellas artes (1827), y a la manera de los antiguos lances de honor, un buen asesinato precisa del contacto físico directo, esto es, que el uso de armas de fuego, mucho menos en la distancia y a traición o por la espalda, flaco favor hace al verdadero sentido del asesinato en el cine del maestro, esto es, mostrar de cerca la brutalidad extrema y el comportamiento animal, instintivo, violento, egoísta, salvaje, del ser humano en determinadas circunstancias.

De ahí que, excepto puntualmente, en el cine de Hitchcock abunden los métodos de asesinato que precisan de la fuerza física, que sean las personas las que maten, que se genere ese vínculo íntimo, personal y directo entre criminal y víctima, que el brazo ejecutor sea la propia mano y no los revólveres o las balas, producto de la habilidad y no de la fuerza del propio cuerpo. Si bien las armas de fuego no adquieren gran protagonismo en sus películas (aunque hay muertes por arma de fuego, cómo no, como en el final de Con la muerte en los talonesNorth by Northwest, 1959-), el veneno, que tampoco precisa de esa lucha a vida o muerte, sí está mucho más presente (recuérdese, en la propia Encadenados, o su ilusión en SospechaSuspicion, 1941-), en este caso como proyección de lo que, en los cánones machistas y retrógrados del director, se ha de asimilar al nivel de retorcimiento, perfidia y maldad de una mente femenina cuando es cruel y siniestra (aunque en algún caso parezca ser un asesino, y no una asesina, el que recurra al veneno). Pero, casos aislados aparte, sin duda son el estrangulamiento y el apuñalamiento los métodos favoritos de asesinato en el cine de Hitchcock.

El estrangulamiento, la muerte por las propias manos, abunda por doquier en la filmografía del genio, en alusiones (como en el discurso de Rupert en La soga alrededor del estrangulamiento de pollos) o directamente, con Frenesí (Frenzy, 1972) como paradigma, pero no como única muestra ni mucho menos. El rey, sin embargo, del asesinato en el cine de Hitchcock, es el cuchillo: es el medio utilizado por el asesino de El enemigo de las rubias (The lodger, 1927), el instrumento de la muerte en legítima defensa de La muchacha de Londres (Blackmail, 1929), la forma de asesinar a la espía de 39 escalones (The 39 steps, 1935), el arma que provoca la muerte del agente francés en las dos versiones de El hombre que sabía demasiado (The man who knew too much, 1934 y 1956), la herramienta habitual del mexicano de El agente secreto (Secret agent, 1936), la única manera que la heroína tiene de acabar con el villano de Sabotaje (Sabotage, 1936), la presencia amenazante en forma de navaja de afeitar en Recuerda (Spellbound, 1945), el mecanismo de defensa convertido en tijeras de Grace Kelly en Crimen perfecto (Dial M for a murder, 1954) precisamente como respuesta a un intento de estrangulamiento, el método (en elipsis, afortunadamente) de Raymond Burr para liquidar y trocear a su esposa en La ventana indiscreta (Rear window, 1954), el arma justiciera de la dependienta de una tienda que captura al ladrón de Falso culpable (The wrong man, 1956), la muerte inesperada (y esta vez sí, a distancia) del embajador ante la ONU de Con la muerte en los talones, la expresión de la más feroz locura en Psicosis (Psycho, 1960) -aquí con una clara intención en clave sexual no ausente en otros varios de los ejemplos aquí apuntados-, multiplicado en los punzantes picos de miles de aves en Los pájaros (The birds, 1963) … Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta – Del asesinato como una de las ¿bellas? artes: Cortina rasgada»

Alfred Hitchcock presenta – La muchacha de Londres

Además de personaje controvertido, de mago del suspense y de narrador excepcional, Alfred Hitchcock resultó ser también un técnico más que competente y siempre hambriento de nuevas vías de exploración e innovaciones formales que introducir en sus películas. No es de extrañar, por tanto, que en cuanto se asentó la popularidad del sonido en el cine, a Hitchcock se le metiera entre ceja y ceja incorporar la novedad a alguna de sus historias, extremo que consiguió en 1929 con la primera película sonora británica, La muchacha de Londres, también titulada Chantaje en traducción literal de su original en inglés (Blackmail). En aquellos tiempos, la cinematografía británica oscilaba entre los timoratos melodramas y las comedias de puesta en escena más bien teatral y los dramas historicistas y la épica de aventuras de los hermanos Korda, con poco espacio para la competencia directa a las más caras y espectaculares producciones de Hollywood, que controlaba la producción británica gracias a sus filiales en las islas. Sin embargo, con Hitchcock la cosa cambia; nace un cine británico con personalidad propia respaldado por el público en las salas y con creciente demanda exportadora. A ello contribuye decisivamente su filme de 1929, en el que, tras el éxito de El enemigo de las rubias (The lodger, 1927) y el coqueteo con otras historias de tonos y temáticas muy distintos pero siempre con el suspense como leit-motiv, toma de nuevo al crimen y al tema de la culpa como tragedia como vehículos para la narración.

Los planes de matrimonio de Alice y Frank, una joven pareja londinense, peligran debido a la profesión de él, un prometedor inspector de Scotland Yard. Lo arriesgado de su trabajo le llena de reticencias y demoras que Alice interpreta como dudas e inseguridades producto de unos sentimientos no demasiado anclados. Por su parte, no piensa quedarse para vestir santos, y ya tiene un plan B: en el restaurante donde suele reunirse con Frank, su novio, hay otro joven, apuesto y galante, que la mira con buenos ojos, un pintor de mucho talento al que espera un futuro halagüeño. Alice provoca la enésima discusión entre ambos con el fin de quedarse a solas con su otro pretendiente, y ahondar en la alternativa. Sin embargo, Frank no se ha marchado, y descubre a Alice saliendo del restaurante con otro. Lo que adivinamos que será una noche tormentosa para Frank, no lo es menos para Alice, que de manera algo incauta acepta acompañar al pintor a su estudio: los modos refinados y considerados de él se transforman en un apetito sexual desbordado que devienen en un intento de violación sólo truncado cuando ella le clava un cuchillo y lo mata. Cuando Frank recibe el encargo del caso y descubre a la víctima, lo identifica inmediatamente como el acompañante de Alice la noche anterior, y la pareja parece estar a salvo cuando el joven pone su amor por delante de su deber. Pero nada más lejos de la realidad: un hombre extraño e inquietante amenaza a Alice con hacer público lo sucedido si no obtiene una compensación…

Hitchcock, que colabora en el guión junto a Benn W. Levy y Charles Bennett, autor de la obra original que inspira la película, construye así el segundo capítulo de una amplísima filmografía que gira en torno al tema de la culpa y el acoso a un inocente Continuar leyendo «Alfred Hitchcock presenta – La muchacha de Londres»