40º aniversario de Blade Runner, de Ridley Scott, en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada a celebrar el 40º aniversario del estreno de Blade Runner, la película de Ridley Scott basada en la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, ambos hitos del género de ciencia ficción.

(desde 5:48)

Por qué una sábana: A Ghost Story, (David Lowery, 2017)

«De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso», dice la cita clásicamente atribuida a Napoleón tras el incendio de Moscú y que seguramente fue dicha antes por uno o varios personajes históricos, aunque ya se sabe que las frases célebres no pertenecen a quien primero las dice sino a quien las dice en el momento más oportuno o a quien las dice mejor. Esta película de David Lowery navega entre ambos extremos, aunque por el resto de su filmografía hasta la fecha, probablemente la cosa se haya puesto bastante más en claro. Aplaudida casi unánimemente por la crítica, que se deshizo en elogios, sin duda desmesurados, ante la presunta riqueza y supuesta complejidad de sus composiciones visuales y de las profundas reflexiones existenciales que aparentemente apunta, de lo que se ve en pantalla (no de lo que no se ve), también, y sobre todo, emana cierta sensación de inconsistencia, de laguna continuada, de caprichos narrativos al gusto del guion, no de lo que pediría la historia dentro de la propia lógica que la película plantea, que la inclinan hacia una consideración mucho menos entusiasta, y que, una vez finalizado el metraje, libre el espectador, por tanto, del aire grave y solemne que la cinta aspira a manejar, llevan a pensar inevitablemente en la palabra «ridículo». Y es que los agujeros de la sábana que protagoniza la película no son nada en comparación con los que presenta un guion que, en el fondo, excepto en un momento puntual en que un personaje secundario «resume» (no lo hace, es el speech más largo del metraje) el tema, no «cuenta» prácticamente nada de lo que dicen que cuenta.

Empezando por lo «sublime», nos encontramos con una pareja (Casey Affleck y Rooney Mara) que vive en una casa aislada en un entorno rural de Norteamérica. Él es músico y ella no se sabe, y al fallecimiento de él le sigue su retorno a la casa como alma en pena fantasmal de cuerpo material envuelto en la sábana que le sirvió de sudario en el hospital. El fantasma asiste al duelo de su pareja, a su reentrada en la vida cotidiana, su soledad y desamparo en la casa a la que acababan de mudarse no hacía mucho, a sus primeros escarceos románticos de vuelta a la vida sentimental… Y finalmente, a su hartazgo, su ruptura con la vida anterior, la venta de la casa, la llegada de una nueva familia, la marcha de esa familia, su ocupación para la celebración de una fiesta, su destrucción, la construcción en su solar de un rascacielos de oficinas… Y la vuelta al pasado de los pioneros del Oeste, de cómo llegaron a habitar esos espacios, cómo se construyó esa casa, cómo ellos mismos fueron a vivir allí, cómo se cierra el círculo y empieza de nuevo… El tiempo queda abolido, todo está ocurriendo constantemente, confluyendo en un único espacio un número de líneas paralelas infinitas que no cambian, que siempre transcurren del mismo modo. Atemporalidad, pérdida y olvido terminan por convertirse en sinónimos, el sentido de la vida se encierra en un bucle, en una repetición eterna en la que no existe opción de alteración, como un hámster en una rueda de la que no puede escapar. El mito del eterno retorno, destilado y estilizado, sin ninguna lógica narrativa, al menos dentro del modo convencional, cuya finalidad termina y empieza en el estilo: planos largos, poco diálogo (y el que hay, básicamente insustancial), silencios prolongados, elipsis, saltos temporales inmediatos (a menudo en el mismo plano); en suma, lo que durante años se llamó cine «contemplativo», de tono reposado, desprovissto de música o escasamente acompañado por ella, encuadres geométricos y una entrega total al sobreentendido como lenguaje, a la elipsis como sistema. El acierto mayor estriba en la perspectiva, en elegir al fantasma como vehículo de experiencias, a veces transitando por terrenos más o menos novedosos, otras cayendo en «el otro lado» de los tópicos del género de terror (el espectro atormentado que aterroriza a una familia).

Continuando por lo «ridículo», un cadáver cubierto por una sábana en una sala de autopsias  se incorpora y «revive» en su naturaleza ectoplásmica. Eso sí, en algún momento (queda en elipsis) se procura unas tijeras con las que recortar dos aberturas en la sábana para poder ver con los ojos y no darse trompazos contra aquellos elementos físicos que, se supone, según el imaginario popular, debería atravesar sin daño alguno, aunque, por lo visto, no es así. El fantasma se compone así según la imagen infantilizada que de él existe, lejos de las truculencias habituales del Hollywood de los últimos tiempos, como un ente etéreo que solo adquiere corporeidad cuando se cubre con una sábana (los ojos, sin embargo, parece que sí son corpóreos, puesto que solo puede ver por ellos). Después, el fantasma rechaza cruzar el umbral de luz que le llevaría «al otro lado» (y que se abre, a capricho, al fondo de un pasillo del hospital) y decide regresar a casa paseando por el campo y asistir a la viudedad de su pareja. Supuesto prisionero en ese espacio, no podrá abandonarlo aunque ella se marche, otra familia ocupe la casa -una familia de inmigrantes hispanos cuyo hijo mayor sí percibe la presencia del fantasma; no así los demás… porque el guion quiere-, esta se marche, atormentada tras un arranque de furia espectral que se pliega al tópico del poltergeist, se derribe, se construya un edificio de oficinas en cima, pueda deambular por sus despachos, salas de reuniones, hasta asistir a la construcción de una ciudad futurista, el final de los tiempos, llena de luces, rascacielos interminables y vehículos voladores, del tipo Los Ángeles 2019 de Blade Runner, para después retornar al origen, asistir, siempre desde el mismo espacio, a la llegada de unos pioneros del Oeste para instalarse allí, su muerte a manos de los indios (porque sí) y las evoluciones del paisaje hasta que se construye la casa y la pareja, de nuevo él en carne y hueso con su chica, la visitan, la compran y la habitan… Todo vuelve a empezar y a repetirse hasta que son dos fantasmas, dos sábanas, las que observan el subsiguiente derribo de la casa para la construcción del rascacielos… Con una aportación fundamental, el descubrimiento, en la ventana de la casa de enfrente, de otro fantasma, asimismo cubierto con una sábana (¡estampada! ¿Pero de qué hospital venía ese espectro…?), que dice (por telepatía, porque los fantasmas carecen de corporeidad física, y por tanto, no pueden hablar) estar esperando a alguien pero no recuerda a quién, y al que igualmente observa en las siguientes repeticiones del ciclo.

Tenemos así a un fantasma que no puede escapar de un entorno concreto, pero sí que puede caminar del hospital hasta su casa; a un ser incorpóreo que no es tal, porque puede tocar, tirar y romper cosas, pese a lo cual se cubre con una sábana no se sabe por qué; que torpemente, porque al parecer no puede quitarse la sábana que no necesitaría llevar, intenta extraer con la punta de los dedos el papel introducido por su viuda en una grieta de la madera (único momento en que el guion es capaz de anticipar una información con valor narrativo para su posterior utilización), una nota que lee y, bluf, ya no hay cuerpo, ni fantasma, ni bucle, ni prisión, ni tiempo… Sin saber tampoco por qué. No obstante, este desenlace, entre lo poéticamente sublime y lo cinematográficamente ridículo nos ofrece la clave visual de la película: la sábana. La sábana con la que se enrolla ella el cuerpo cuando, sobresaltados por un golpe en las teclas del piano, se levantan asustados en mitad de la noche; la sábana que se asemeja a la cortina que cuelga en la sala del hospital; la sábana que ella hace un gurruño cuando quita la ropa de cama… La sábana de la rectangular pantalla del cine, el teatro de los espejismos, el gabinete de los espectros, la fábrica de fantasmas. Más allá de lo sublime o de lo ridículo, haciendo un hecho aparte con lo que la película tiene de pretenciosa y de las percepciones pedantes y grandilocuentes de los que confunden el estilo con el manierismo vacío, el valor de la historia estriba en que es una película sobre el cine, sobre el espectador del cine. Un fantasma que se distrae de su vida haciendo propias las experiencias de otros fantasmas. Lo demás solo es silencio.

Música para una banda sonora vital: Zoe (Drake Doremus, 2018)

Apocalypse, de Cigarettes After Sex, suena en este reverso romántico de la problemática del amor robótico con fecha de caducidad que ya se planteaba en Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Más preocupada de lo emotivo que de lo tecnológico, la película desaprovecha el potencial de su premisa en aras de una taciturna y estilizada languidez hacia el reencuentro sentimental. Posee, no obstante, cierto encanto, aunque resulta mucho más interesante por lo que apunta que por lo que cuenta.

El futuro ya está aquí: Hijos de los hombres (Children of men, Alfonso Cuarón, 2006)

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Si por algo acongoja el mundo que dibuja esta película del mexicano Alfonso Cuarón, basada en una novela de P. D. James, es por la extraordinaria verosimilitud de la humanidad que dibuja en una fecha tan cercana como 2027. Un planeta en el que hace dieciocho años que no nace ningún ser humano porque hombres y mujeres se han vuelto progresivamente estériles, ciudades masificadas convertidas en gigantescas prisiones al aire libre, comunidades enteras que persiguen y encarcelan a los refugiados provenientes de países en conflicto, en proceso de destrucción. Culturas en disolución, devoradas por una globalización caníbal que ha acabado con antiguos focos de civilización y progreso, incluso de la esfera occidental como Italia o España, cuyas obras de arte son esquilmadas por los poderes económicos que siguen conservando sus privilegios. Un mundo en ebullición en el que apenas sobreviven comunidades con rasgos de identidad reconocibles, como Gran Bretaña, que se resiste a renunciar a sus esencias patrias y encabeza la resistencia hostil frente a los elementos extranjeros que la acosan. Grandes centros de detención, controles policiales a cada paso, redadas, deportaciones, cientos de miles de personas enjauladas al aire libre, carestía de alimentos frescos y de bienes de primera necesidad, un gobierno que, en la línea orwelliana de 1984, miente a sus ciudadanos sobre la realidad del mundo mientras impone con mano de hierro un manipulador régimen dictatorial contra el que solo se articulan dos respuestas: la de los Penitentes, comunidades ultrarreligiosas de carácter milenarista que advierten de la inminencia del Apocalipsis, y la de los Peces, grupos rebeldes armados que combaten al gobierno y se postulan por la regeneración, la integración de los inmigrantes y un mejor reparto de los recursos. En este contexto, Theo Baron (Clive Owen), oscuro funcionario del Ministero de Economía con pasado activista, se reencuentra con su exmujer, Julian (Julianne Moore), líder de los Peces, que necesita imperiosamente su ayuda. El milagro se ha producido: Kee, una joven negra (Clare-Hope Ashitey), está embarazada de ocho meses. Julian necesita que los contactos políticos y familiares de Theo, en particular su primo Nigel (Danny Huston), alto funcionario del gobierno, le proporcionen papeles válidos para que Kee pueda moverse por el país y llegar al punto de encuentro con el Tomorrow, un barco que la llevará lejos, a un lugar donde la regeneración de la humanidad todavía es posible.

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De este modo, a su pesar, puesto que se ha acomodado en su vida burocrática y lo único que ansía es dinero con que pagar aquellas comodidades burguesas que le faltan, Theo se ve envuelto en una lucha por la protección de la persona más valiosa de la Tierra, la esperanza de salvación de la humanidad. Y lo que a él más llega a conmocionarle: no es el interés cromático el que lo arrastra a ello, sino otra cosa; primero, la esperanza de recuperar a Julian, prontamente descartada, pero sobre todo, es su creencia de que renacer es posible, es su antiguo pasado idealista el que se abre poco a poco paso entre su cinismo y su desidia. De este modo, Theo inicia una odisea en compañía de Kee que le lleva desde la guarida de los Peces, grupo armado que en el fondo lo que pretende es rentabilizar políticamente encontrarse en posesión del único bebé del planeta y para ello no se corta en planificar acciones violentas, incluso contra inocentes, para lograr sus objetivos, a una continua huida de los hombres del gobierno, la policía que los acosa y persigue, un gobierno que en su labor de intoxicar la realidad tampoco vacila en planificar atentados que justifiquen la aplicación de sus extremas medidas de control y seguridad. El único apoyo de Theo es su amigo Jasper (Michael Caine, en una de sus mejores interpretaciones de su época provecta), hippie posmoderno que vive retirado en el campo, en una casa camuflada a las visitas, al cuidado de su mujer impedida, y que sobrevive como proveedor de marihuana de un cercano campo-prisión de refugiados en connivencia con varios policías como su amigo Syd (Peter Mullan), que se ofrece a ayudarles a salvar a Kee.

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La película de Cuarón basa su solidez en dos premisas que maneja con extraordinaria solvencia: la primera, una puesta en escena sobrecogedora por su hiperrealismo, a pesar de tratarse de una distopía que combina elementos de thriller y del cine de pandemias apocalípticas que tanto suele abusar de gratuidades visuales. No solo el retrato de unas ciudades asfixiantes y desquiciadas resulta de lo más agobiante; la película inserta perfectamente los previsibles avances tecnológicos de ese futuro inmediato con los restos de una forma de vida caótica y con fecha de caducidad que alarga la vida útil de objetos del pasado por su imposibilidad de sustituirlos en el presente. Continuar leyendo «El futuro ya está aquí: Hijos de los hombres (Children of men, Alfonso Cuarón, 2006)»

Western punk: Extraño Oeste (Libros del Innombrable, 2015)

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Rodrigo Martín Noriega, Israel Gutiérrez Collado, Diego Luis Sanromán, Fernando López Guisado, José Óscar López, Juan Vico, Raúl Herrero Herrero e Iván Humanes son los forajidos que acechan tras los ocho relatos que componen Extraño Oeste, volumen editado por Libros del Innombrable. Su portada, híbrido de los diseños de las tapas blandas de las antiguas novelas baratas de quiosco del Oeste (Francisco González Ledesma-Silver Kane, José Mallorquí, Marcial Lafuente Estefanía) y de las criaturas que suelen surcar los universos del terror y de la ciencia ficción, y el título, que nos advierte de que el contenido versa sobre un Oeste para nada convencional, avanzan la heterogénea y sabrosa mezcolanza que esconden sus páginas: Oeste, porque en sus relatos viven y transitan caravanas y desiertos, pueblos mineros y tribus indómitas, aguerridos pistoleros y pioneros esperanzados, parroquianos de iglesia y de saloon, salteadores, bandidos, cuatreros, sheriffs, tahúres, predicadores, peones de ganado, buscadores de oro, mujeres «de la vida» y maestras de escuela. Extraño, porque en el Oeste de John Ford, Sam Peckinpah o Sergio Leone encontramos además seres mutantes, apariciones espectrales, seres dotados de insólita clarividencia, dioses ancestrales ocultos en las profundidades de las montañas, futuros desolados poblados por humanos y androides, exploraciones espaciales de universos a lo Ray Bradbury o Philip K. Dick, misteriosos escritores de fantasías o incluso maestros de lo oculto revestidos de celebridades de las artes marciales.

En esta colección de vibrantes y sorprendentes relatos se dan la mano la visión castiza y nostálgica del Oeste más ortodoxo con las parábolas apocalípticas de un reinventado porvenir, la búsqueda del mar con el terror psicológico de Stephen King, el desierto de Tabernas con holocaustos nucleares que refundan la humanidad, osamentas de vacas muertas y rifles Winchester con dioses olvidados y monstruos tentaculares, H. P. Lovecraft con Sergio Corbucci, el spaghetti-western con criaturas venidas de otros mundos, sangrientos ceremoniales del pasado con el cine de palomitas y programa doble, Blade Runner, La zona muerta, La ingenua explosiva o Caravana de paz con Oro sangriento, Los crímenes del museo de cera, Furia Oriental o Le llamaban Trinidad, John Ford con William Beaudine, en una mixtura nada chirriante y perfectamente ensamblada porque todas sus historias comparten una base, un territorio común que hace del western, del terror y de la ciencia ficción géneros hermanos: el concepto de frontera.

Fronteras físicas, ríos, montañas, valles, costas y desiertos, planetas, galaxias y sistemas solares, pero también mentales, emocionales, sensoriales, espirituales. El misterio, el terror que nace de lo desconocido, de lo temido, de lo perdido, elevado a la máxima frontera. Los relatos que conforman Extraño Oeste parten de un territorio seguro y conocido para indagar más allá, subvertir las reglas y los compartimentos de los géneros para cruzar la frontera de lo inusual, de lo inesperado, de lo chocante, de lo desconocido, para adentrarse en inexploradas oscuridades de la imaginación en un tiempo en que las cartografías digitales han revelado todos los secretos y misterios de nuestro mundo, de una realidad en la que ya no queda nada que explorar. El culto al misterio, a la eterna búsqueda, a la búsqueda interior y exterior de nosotros mismos y de nuestro entorno, el ser humano revisitado por la imaginación, el humor y el divertimento, y la advertencia, como en toda buena ciencia ficción, que implica recrear otros mundos para hablar del nuestro, componen los pilares centrales de un libro de relatos que no se lee; se absorbe, se piensa, se ríe y se siente. Pero que, sobre todo, se disfruta. Un Extraño Oeste que, aunque es muchas más cosas, no deja de ser, ni por un momento, nuestro Oeste de siempre.

La tienda de los horrores: El guerrero del amanecer (1987)

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Apología del pastiche, esta obra minúscula del aún más minúsculo Lance Hool, cuyo título más relevante en una filmografía más que prescindible es Héroes sin patria (One man’s hero, 1999), crónica de la epopeya del batallón irlandés de San Patricio, conformado por desertores del ejército de la Unión y al servicio de México durante la guerra de 1846-48 con su poderoso vecino del Norte. En El guerrero del amanecer (Steel dawn, 1987), Hool echa a la olla todo lo que se le ocurre, remueve y obtiene un refrito resultón a ratos, patético las más veces, bochornoso en conjunto.

En un futuro post-apocalíptico de cuyo origen no se nos cuenta apenas nada, Nomad (Patrick Swayze, en la cima de su efímero éxito) -Nomad: ¿cómo iba a llamarse si no?-, es un guerrero nómada -queda claro- que vaga por el desierto, o por el mundo, que es ya un desierto, hasta dar con un grupo de colonos -viuda y niño, además de capataz y obreros- que controlan una fuente de agua amenazada por unos bandidos muy malos que quieren hacerse con ella y expulsar a los granjeros del valle. Por supuesto, estos bandidos son responsables, casualmente, de la muerte del único amigo de Nomad, un guerrero oriental que había luchado con él en la guerra -¿qué guerra?- y le había adiestrado en el uso del cortaplumas de cuatro palmos que gasta el tío. Pues bien, el bueno ayuda a los buenos a matar a los malos. Fin de la historia.

¿Tiene la película algo que valga la pena aparte de clichés, lugares comunes, aires de solemnidad bastante ridículos, unas interpretaciones de baratillo y una puesta en escena cutre, pero cutre, cutre, hasta para tratarse de un apocalipsis? No. Es más, el resultado final conjunto es sonrojante, e incluso las escenas de acción y combate, pretendidamente espectaculares pero pobremente elaboradas, se perciben filmadas en precario, coreografías teledirigidas, postizas, más bailadas que atléticas. En cuanto a la ambientación, ni los capítulos más baratos de El equipo A resultaban tan tristes: los vehículos, el molino de agua, los andamios y tenderetes… Todo parece de cartón piedra envuelto en papel de aluminio, parece que van a caerse en cuanto algún actor, o el viento, soplen. Algo más de talento se desprende de las localizaciones desérticas, por más que se note a la legua de que apenas han recorrido un radio de quinientos metros para ubicar los distintos escenarios.

Este subproducto concebido para el lucimiento físico -que no de otro tipo- de Swayze, que arrastraba masas de jovenzanas chocholocos a las taquillas por aquellos años, no es más que la puesta en común y la mixtura fallida de un montón de fórmulas ajenas, que van desde el western, principalmente dentro de los esquemas narrativos de Jack Shaefer trasplantados al cine en Raíces profundas (Shane, George Stevens, 1953) o su inconfeso remake, El jinete pálido (Pale rider, Clint Eastwood, 1985), a la fantasía épica medieval de tebeo tipo Conan, en la que se mezclan las artes marciales, los aires orientales (de ahí la presencia de John Fujioka como guerrero veterano) y la mitología vikinga o nórdica (especialmente en los rituales y ceremonias colectivas, dejando de lado a esa particular asamblea democrática tan risible que es disuelta, oh, qué peligro, por un esbirro de malo que, desde su caballo, y por medio de un lazo, tira al suelo ¡¡¡¡un bidón que contenía maderos ardiendo!!!; maderos que, dicho sea de paso, no se sabe de dónde salen, porque no se ve leña potencial de coña…), pasando, por supuesto, como evidencia el argumento y la estética, por el universo visual del Mad Max del australiano George Miller y de Mel Gibson. La mezcla no sólo atraganta, sino que en algún momento provoca carcajadas. No ya por el reparto, en el que además de Swayze y Fujioka destacan Lisa Niemi (la viuda a la que el héroe se cepilla), Brion Jones (famosísimo rostro ochentero, visto, por ejemplo, como replicante en Blade runner) o Anthony Zerbe, como malo maloso, todos ellos haciendo lo que pueden con un guión de espanto, sino más bien por la escasa tensión, lo previsible del desarrollo y la ridiculez de la puesta en imágenes de todo ello. Continuar leyendo «La tienda de los horrores: El guerrero del amanecer (1987)»

La tienda de los horrores – Juez Dredd

Dentro del amplísimo catálogo de gilipuerteces cinematográficas debidas al estúpido empeño de lo peor de Hollywood en adaptar una y otra vez todos y cada uno de los cómics habidos y por haber, especialmente los más lamentables (la gran mayoría), destaca por méritos propios Juez Dredd, bodrio dirigido -o lo que sea- por un tal Danny Cannon en 1995 (autor de morralla televisiva del tipo que se inventa el indocumentado de J.J. Abrams), con el estelar protagonismo de Sylvester Stallone, probablemente uno de los cachos de carne con ojos engordada con clembuterol más impresentable que ha poblado nunca una pantalla (bueno, junto con el otro maniquí, el Chuacheneguer, por no hablar de petardos como Van Damme, Diesel o Segal). En esta porquería fílmica le acompañan, en la parte positiva (como en el Un, dos, tres), la bella de turno, Diane Lane (que poco trabajo debía de tener por entonces, porque hay que ver…), nada menos que Max von Sydow (suponemos que Ingmar Bergman estará retorciéndose en la tumba de culpa, remordimientos y comidas de tarro en la quq estará encerrado en el más allá), y el supuesto cómico Rob Schneider, mientras que en la parte negativa alternan Armand Assante, Joan Chen y Jürgen Prochnow. Vamos, lo que se dice un reparto de villanos de «nivel». Del nivel de esta mierda de película…

Bueno, al turrón: se supone que en el año 2139 después de Cristo (uno siempre se pregunta qué criterios se eligen para situar las paranoias futuristas en un año u otro: el mero capricho, una suma aleatoria, el número de la calle donde vive el guionista, los centímetros de órgano sexual masculino…; ¿qué más da el 2139 que el 2765, digo yo?) la cosa de la violencia, la captura de los delincuentes y la impartición de justicia se ha puesto chunga del quince porque hay malos malosos a tutiplén, las cárceles están abarrotadas y en las Megacities (original nombre para designar las grandes aglomeraciones urbanas en las que vive la inmensa mayoría de la población terrícola) la situación es un caos. Por eso hay una brigada especial de jueces-policías que imparte una especie de justicia instantánea: localizan al delincuente en pleno delito, le leen la lista de infracciones que están cometiendo, los detienen, les implantan la pena y los llevan a chirona directamente; eso, si no les dan matarile si se resisten… Vamos, lo que viene a ser fascismo puro, pero como la cosa viene de un cómic, pues a un montón de lerdos les gusta. El caso es que el Juez Dredd de las narices, el vómito andante de Stallone, está genéticamente perfeccionado, mata mejor que nadie y antes que nadie, es la leche en vinagre, el rey del mambo, una morcilla muscular embuchada en un uniforme tipo Power Ranger… Hasta que por culpa de un complot de los malos, su copia perversa, encerrada desde hace tiempo en la cárcel para que no haga pupita (Armand Assante), se evade y con ayuda de uno de los jefes del tinglado policial (Prochnow) tiende una trampa al amigo Frigo-Dredd para que lo encierren, a la vez que a su padrino (Sydow, que no se ha ganado un sueldo más vergonzoso en la vida) lo destierran fuera de la Megacity. Una de las de la brigada jurídico-policial (Lane, el busto parlante de ley en estas bazofias) se huele la tostada, y al final, a pesar de las reticencias naturales de estos guiones de tres al cuarto, ayudará al bueno y al amiguito gracioso que se fuga con él (Schneider) para vencer a los malos, incluida la novia china del villano (Joan Chen, famosa por Twin Peaks y nada más). Obviamente, al final la bella cual camella le plantificará el oportuno ósculo en el careto facial al acartonado de Dredd, que en el fondo es asexual perdido y le pone más su moto que la torda enfundada en licra…

Esta castaña pilonga no puede ocultar en su primer tercio y también en algunos aspectos puntuales de su desarrollo su carácter de plagio apenas disimulado de Blade Runner, naturalmente sin llegar a acercarse ni de lejos a nada de lo bueno que tiene la película de Ridley Scott: la puesta en escena, la estética de la ciudad futurista, su amalgama de razas y culturas, los vehículos voladores, la brigada policial, la fuga de los malos, la venganza, la persecución, el alegato pro-vida… Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Juez Dredd»

Diario Aragonés – Nunca me abandones

Título original: Never let me go

Año: 2010

Nacionalidad: Reino Unido

Dirección: Mark Romanek

Guión: Alex Garland, sobre la novela de Kazuo Ishiguro

Música: Rachel Portman

Fotografía: Adam Kimmel

Reparto: Carey Mulligan, Andrew Garfield, Keira Knightley, Charlotte Rampling, Sally Hawking, Charlie Rowe, Nathalie Richard

Duración: 103 minutos

Sinopsis: Kathy, Tommy y Ruth son tres residentes de Hailsham, un clásico internado inglés, durante los años setenta. En él, además de un estricto régimen disciplinario, aprenden a convivir con el amor, los celos, la traición, en suma, con el despertar a la vida adulta. Sin embargo, su existencia no es convencional: un secreto presente en el colegio amenaza su futuro con un destino inexorable que levanta ante ellos un muro de incertidumbre.

Comentario: El escritor japonés Kazuo Ishiguro ya fue magistralmente adaptado por James Ivory en Lo que queda del día (The remains of the day, 1993), en la que se recreaba de forma encantadora y minuciosa la vida y los ambientes de la aristocracia británica de los años treinta, impregnada igualmente de los tiempos de cambio que se avecinaban con la irrupción del fascismo en Europa y la subsiguiente conflagración mundial. Algo de esa mezcla de tonos y estilos y de preocupación por el futuro está presente en Nunca me abandones, dirigida por Mark Romanek (Retratos de una obsesión, One hour photo, 2002), en la que los aires románticos clasicistas estilo Jane Austen se dan la mano con las parábolas futuristas modelo Philip K. Dick o Stanislav Lem.

Se trata de una película de la cual es mejor no avanzar el aspecto principal de su trama, dado que el conocimiento previo limita las posibilidades de disfrute del drama que plantea: por tanto, cualquier comentario debe concentrarse más en su forma que en su fondo. La película se divide en tres segmentos [continuar leyendo]

Cine en serie – Legend

MAGIA, ESPADA Y FANTASÍA (XIII)

En pleno apogeo del cine fantástico para adolescentes gracias al bombazo que supuso La historia interminable, Ridley Scott, el director que sin duda más veces ha aparecido (para bien y para mal) subiendo y bajando esta escalera, se marcó en 1985 Legend, uno de los más célebres fiascos de su carrera (dentro de los muchos que tiene) y también uno de los más recordados fracasos financieros del cine americano de los ochenta; una película cuyas virtudes y defectos se han ido agigantando, revalorizando, con el tiempo y que con el paso de los años ha ido adquiriendo un aura mítica que casi la ha convertido en un clásico de culto, sin que, eso sí, tal apelativo venga realmente justificado por el contenido.

Lili (Mia Sara) es una joven princesa, hermosísima (estaría bueno que no lo fuera) e inocente (ídem) que disfruta paseando su almibarada existencia por el maravilloso bosque que se encuentra en sus dominios. Tanto paseo y tanta escapada llama la atención de su familia, así que disimula su afición diciendo que se ocupa en visitar a unos parientes que viven por allí, cuando en realidad acude a ver a Jack (nombre muy poco fantástico para una historia legendaria, a priori), interpretado por un jovencísimo Tom Cruise, un duende o elfo verde que corretea por allí y con el que Lili, moza de lo más pura (hay que ver cómo cambia el sentido una sola letra) e ingenua, tiene una amistad muy especial, mágica, quizá demasiado. Mientras tanto, una cornuda criatura infernal (Tim Curry), una monstruosa encarnación del demonio, cornamenta incluida, se propone sembrar el mal en el mundo extendiendo la noche eterna sobre él; para ello debe acabar con la encarnación de todo lo bueno y digno que hay en el mundo matando al último de los unicornios, un ejemplar blanco que vive en ese mismo bosque, al cual sólo pueden acercarse y dominar los seres puros e inocentes como Lili (qué casualidad), y robándole su cuerno. Por eso, el diablo debe conseguir que Lili se acerque a él y lo mate, antes de, por supuesto, tomarla por esposa (o más bien tomarla a secas). Jack, Lili y otros pequeños amigos lucharán con todas sus fuerzas para que el malo maloso no se salga con la suya.

Vayamos primero con las virtudes: Continuar leyendo «Cine en serie – Legend»

Música para una banda sonora vital – Vangelis

Vangelis, de nombre auténtico Evangelos Odysseas Papathanassiou, es uno de los más conocidos compositores de música electrónica y también de bandas sonoras, aunque es un campo en el que se ha prodigado menos, por ejemplo, que en la composición de partituras para teatro, aunque el alto grado de éxito popular y de reconocimiento de sus trabajos puedan indicar lo contrario. En su haber, magníficas joyas como la archiconocida, que vamos a omitir, música de Carros de fuego, premiada con un Oscar, o el cierre de Blade Runner.

De esta última nos quedamos con su famoso Love theme y para abrir, lo mejor de uno de los más estrepitosos fracasos (y mira que tiene) de Ridley Scott, la banda sonora de 1492, la conquista del paraíso.