Un extracto de Hermosas mentiras (Limbo Errante, 2018)

«El misterio, elemento esencial de toda obra de arte, falta en general en las películas. Autores, realizadores y productores tienen mucho cuidado de no perturbar nuestra tranquilidad, cerrando la ventana de la pantalla al mundo de la poesía. Prefieren proponer argumentos que son una continuación de nuestra vida cotidiana, repetir mil veces el mismo drama, hacernos olvidar las penosas horas del diario trabajo. Todo eso sazonado por la moral habitual, por la censura gubernamental, la religión, el buen gusto y el humor blanco y otros prosaicos imperativos de la realidad. Al cine le falta misterio.»

Luis Buñuel

(…) No es hasta el final de su famoso libro-entrevista cuando Alfred Hitchcock y François Truffaut abordan, paradójicamente, el problema del principio, de la primera escena, el por dónde, cómo y con qué empezar una película. A la pregunta del francés, el británico responde a la gallega, con un “depende”, antes de citar de forma somera algunos de los trucos empleados a lo largo de su filmografía y de concluir con una de sus maravillosas ironías: “En realidad, no hay ningún problema en “vender” París con la torre Eiffel en el plano de fondo o Londres con el Big Ben en profundidad”.

Ni el verbo, “vender”, ni el entrecomillado que le adjudica Truffaut en la transcripción son en modo alguno inocentes. Escoger esos monumentos por delante de otras opciones, si bien no comporta un problema, sí importa, y no poco. Implica elección y descarte, la toma de una decisión que obedece a una postura ética y estética, a una intencionalidad que marca y condiciona el contenido íntegro de lo que siga después. Lo que en su respuesta hace Hitchcock, gran publicista de sí mismo, es avalar una práctica particular desde la autoridad de su posición de aclamado cineasta y empresario multimillonario, justificar una opción personal ante un director de la nouvelle vague poco proclive a hacer de su ciudad natal materia de postal visual para turistas del cinematógrafo. No en vano, la filmografía hitchcockiana está repleta de lugares señeros utilizados como elemento de fondo de sus tramas (pistas de esquí suizas, molinos de viento holandeses, el Corcovado de Río de Janeiro, el quebequés castillo de Frontenac, la plaza Yamaa el Fna de Marrakech, el Golden Gate, el Bridge Tower londinense…) o, a la manera de King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Shoedsack, 1933) y el Empire State, escenario determinante en su resolución (el Museo Británico, la Estatua de la Libertad, el Royal Albert Hall, el monte Rushmore…).

“Vender” París a través de un plano de la torre Eiffel puede suponer un problema si todo el mundo lo hace o aspira a hacerlo. Ahí están el culebrón para millonarios titulado Le divorce (James Ivory, 2003), presuntos musicales de qualité como Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) o el comienzo de Midnight in Paris (Woody Allen, 2011), publirreportaje que refleja un día entero a la manera de Walter Ruttmann en Berlín, sinfonía de una ciudad (Berlin, Die Symphonie der Großstadt, 1927) o de Dziga Vertov en El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929), concentrado en los tres minutos de Si tu vois ma mère de Sidney Bechet. Si del París hollywoodiense se habla es ineludible acudir al hermoso rostro de Audrey Hepburn, en solitario (Sabrina, Billy Wilder, 1954) o junto a Fred Astaire en Una cara con ángel (Funny Face, Stanley Donen, 1957), Gary Cooper en Ariane (Love in the afternoon, 1957), Cary Grant en Charada (Charade, Stanley Donen, 1963) o William Holden en Encuentro en París (Paris-When it sizzles, Richard Quine, 1964).

Hollywood toma conciencia de su entrega al estereotipo y contraataca con una respuesta no menos tópica: la caricatura. El cineasta, con permiso de George Cukor, más ligado al planeta glamour, Blake Edwards, se ríe del París de postal acumulando las torpezas de Peter Sellers en El nuevo caso del inspector Clouseau (A shot in the dark, 1964); Billy Wilder blanquea de romanticismo frívolo el tráfico de sexo llevándose a decorados de estudio los hotelitos y cafés del barrio de Les Halles (batería de clichés: Hotel Casanova de la calle Casanova, cerca del mercado central, seguramente, donde Marlon Brando compraba la mantequilla para sus juegos con Maria Schneider…); el 007 más paródico, Roger Moore, corre tras la asesina Grace Jones en los exteriores de la torre Eiffel al inicio de Panorama para matar (A view to a kill, John Glen, 1985), en una larga secuencia que lo mismo sirve para el videoclip de Duran Duran que como spot publicitario del modelo de Renault del taxi que Bond destroza en la persecución. La irreverencia con los símbolos puede surgir de la comedia involuntaria: los extraterrestres invasores, pésimos estrategas, revelan una absurda preferencia por desintegrar monumentos inofensivos y carentes de valor táctico como la torre Eiffel o el Big Ben antes que las instalaciones militares terrícolas.

En su huida del lugar común, otros se fijan en cómo ruedan los autóctonos. París se ennegrece cuando Louis Malle encierra los pecados de Francia (la codicia, la traición, la lujuria, el adulterio, el asesinato, su desastrosa política colonial) en un ascensor en blanco y negro con hilo musical de Miles Davis. Ese jazz de tugurios, cuevas y garitos nocturnos que, en versión Duke Ellington y Louis Armstrong, alimenta a Paul Newman y Sidney Poitier en Un día volveré (Paris Blues, Martin Ritt, 1961). Jean-Pierre Melville traslada a El silencio de un hombre (Le samouraï, 1967) la estética del noir clásico americano de los años cuarenta. En Frenético (Frantic, Roman Polanksi, 1988), dos réplicas de la Estatua de la Libertad roban el protagonismo a la omnipresente torre Eiffel: mientras esta aparece fragmentada en algunas tomas de fondo, la reproducción a escala de Liberty erigida en la angosta Isla de los Cisnes preside el desenlace, y otra mucho más pequeña, el típico souvenir para turistas, esconde el MacGuffin que desencadena la trama (alegoría pobretona, tratando la cosa de un secuestro). Más sombría y hermética es la fantasía de El sueño del mono loco (Fernando Trueba, 1989). El guionista Dan Gillis –heredero por línea divina del Joe Gillis (William Holden) de Billy Wilder– queda atrapado en una tenebrosa trampa durante el rodaje de la película maldita que él mismo ha escrito: París como escenario de un siniestro cuento infantil que desemboca en delirante pesadilla gótica.

De la filmografía mundial se extrae la ridícula conclusión de que la torre Eiffel es visible desde cualquier ventana, tras cualquier esquina, al fondo de cualquier calle, sobresaliendo de los tejados de todo edificio o entre los árboles de cualquier parque. En un tiempo en que las comunicaciones y la sociedad de la información han generado cambios sustanciales en la percepción del público, lo que antaño podía tomarse por un ingenioso y elocuente recurso narrativo hoy nos parece pobre, manido y facilón, pero ante todo innecesario. Así lo acredita Paris Je t’aime (2006), macedonia de cortometrajes rodados por directores de todo el mundo en distintos barrios de París, surgida en parte como reacción a ese cine de comienzos del siglo XXI que, en busca del abaratamiento de costes, se mudó a ciudades del Este de Europa como Belgrado, Budapest o Bucarest (en su día, “la París de los Balcanes”), donde se filmaron localizaciones que en pantalla pasaron sin apuros por auténticos exteriores de la ciudad del Sena.

En otras palabras, colocar un plano de la torre Eiffel en una película que transcurra en París ha terminado por convertirse en un cliché. En un “lugar común, idea o expresión demasiado repetida o formularia”, tal como define el término, en su segunda acepción, el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.

François Truffaut resume hermosamente su idea de lo que es el cine: “mitad verdad, mitad espectáculo”. Para el poeta John Keats “la belleza es verdad; la verdad, belleza”. En sus filmes españoles, Alice Guy no solo rodó danzas gitanas y vistas de Sevilla que el espectador pudiera identificar con las guías de viajes y las revistas ilustradas, con los dibujos, las pinturas y los grabados, con las novelas por entregas o con el vodevil y las operetas populares. Su cámara retrató fábricas, almacenes y depósitos del puerto del Guadalquivir, igual que en Madrid no se limitó a registrar las multitudes agolpadas en el centro de la ciudad, los altos edificios, los transeúntes, los tranvías y los monumentos; también los humildes conglomerados de las afueras, el desorden urbano de casuchas insalubres y calles embarradas por las que transita un esforzado coche fúnebre.

Esta verdad de la que hablan Keats y Truffaut y que filmó Alice Guy no encaja en la vulgar subjetividad de las convicciones irrefutables, de las ideologías excluyentes, de las declaraciones de fe, los discursos partidistas o las soflamas interesadas. Su verdad es una realidad idealizada, la belleza entendida como el espectáculo de la vida. “Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como el ojo en el corazón de un poeta”, dice Orson Welles. El ser humano, sin embargo, necesita certezas. Ansía saber que sus sentimientos son algo más que el producto de ciertas reacciones químicas en el interior de su cerebro. Que sus principios, valores y creencias son legítimos e indispensables, dignos de ser respetados y adoptados por el resto del mundo. Que su comunidad es diferente, que está tocada por la gracia superior de la razón y la justicia, que merece la posteridad, alcanzar la trascendencia. El ser humano ama proclamar verdades, son el cimiento de su construcción como civilización. En caso de que no las haya o no las encuentre, de que lo hallado no le guste o no le convenga, las inventa, porque el ser humano, ante todo, quiere creer lo que le aprovecha, lo que aumenta su autoestima y aquieta su conciencia. “Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprime la leyenda”, dice el periodista de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, John Ford, 1962).

Una concesión al blockbuster: Dos buenos tipos (The Nice Guys, Shane Black, 2016)

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Las historias de detectives ubicadas en la soleada California, en Los Ángeles, en el entorno de Hollywood, en las que los sabuesos se mezclan con la delincuencia de poca monta, el crimen organizado y los descartes humanos del gran negocio de las películas, viejas glorias de la pantalla, jóvenes aspirantes a todo, directores en horas bajas y productores sin escrúpulos, en enrevesadas y violentas tramas sembradas de despojos y cadáveres cuyas ramificaciones terminan por afectar a las mansiones de los ricos y los despachos de los poderosos, casi constituyen un subgénero propio, tanto en la literatura como en el cine. Shane Black retorna a sus orígenes como guionista de la saga Arma letal y recupera el registro de su debut tras la cámara, Kiss Kiss Bang Bang (2005), para construir una «película de colegas», una buddy movie detectivesca ambientada en los setenta y repleta de acción y humor, en la que la desaparición de una joven y la muerte de una conocida actriz de cine porno acaban entretejiéndose en una compleja trama criminal que implica a la fiscalía, a los políticos y a la industria del automóvil de Detroit.

Puro cine comercial, sí, pero sin perder la gracia y con una encomiable labor subterránea de creación de personajes, de conformación de una dimensión personal bajo la aparente caricatura del bruto gracioso y más bien patético. Ellos son un Russell Crowe bastante envejecido y entrado en carnes, que interpreta a un matón, especializado en ahuyentar a todo tipo de depravados de la compañía de las jóvenes y virginales hijas de los millonarios de los barrios pudientes, que ejerce sin ninguna clase de licencia, y un sorprendente Ryan Gosling (que gesticula, se mueve y hasta resulta cómico), este sí detective privado en toda regla, cuyo lamentable ejercicio de la profesión solo es comparable a lo hilarante de sus clientes (por ejemplo, la anciana que le encarga la búsqueda de su marido, el cual está depositado, en cenizas, en la urna que hay sobre la chimenea…). En ambos, no obstante, pronto descubrimos zonas oscuras que tampoco resultan especialmente originales: uno se obliga a mantenerse abstemio, al tiempo que intenta pasar página del episodio que le llevó a convertirse en un héroe esporádico; el otro se recupera malamente de la muerte de su esposa, tras la que sobrevino el caos vital y profesional y la necesidad de cuidar a su pequeña hija, que se siente sola y desamparada. Continuar leyendo «Una concesión al blockbuster: Dos buenos tipos (The Nice Guys, Shane Black, 2016)»

Mis escenas favoritas: Clouseau vs. Cato

Un sabueso de prestigio siempre debe mantener todos sus sentidos en alerta, y para ello el entrenamiento es esencial. Lo sabe bien Cato (Burt Kwouk), el criado japonés del inspector Clouseau (Peter Sellers) en la saga de La pantera rosa, de Blake Edwards. Las encerronas, las emboscadas y las subsiguientes luchas entre ambos en el hogar que comparten son uno de los gags recurrentes en la serie de películas protagonizadas por el torpe y desastroso policía francés.

Mis escenas favoritas: Días de vino y rosas (Days of wine and roses, Blake Edwards, 1962)

Sobrecogedor, trágico momento de este colosal drama sobre el alcoholismo protagonizado por Jack Lemmon y Lee Remick (premiados ambos en San Sebastián). Todo el patetismo de la adicción, el infernal frenesí de la caída en lo más profundo.

Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History lesson, Robert Altman, 1976)

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Nada mejor para desmitificar el western que convertirlo en un circo. Dentro del Nuevo Hollywood del periodo 1967-1980, durante el que parecía que el cine americano podría ir por otros derroteros, el western crepuscular, la senda abierta por John Ford y Sam Peckinpah en 1962 y continuada, además de por el propio Peckinpah, por cineastas como Blake Edwards, Robert Altman, Arthur Penn, Richard Brooks, Ralph Nelson, Don Siegel, Walter Hill, Michael Cimino, Clint Eastwood o incluso los hermanos Coen, ocupa un capítulo central. El género puramente norteamericano por antonomasia, aquel que provocó que la industria del cine se instalara en Hollywood, la esencia misma del alma de América y de la expresión artística más popular del siglo XX, abiertamente en crisis desde finales de los años cincuenta, se miraba en el espejo para deconstruirse a la vista de un público que ya no se reconocía en el Oeste de dentaduras limpias y camisas planchadas de los tiempos clásicos, que después de Leone quería pelos largos, botas sucias, guardapolvos mugrientos, salpicaduras de sangre y, cosa no menor, una historia más respetuosa con los auténticos acontecimientos que significaron la conquista del Oeste, el Destino Manifiesto de los Estados Unidos en la construcción de su imperio hasta el Pacífico y más allá, en especial en lo que respecta a los indios. A esta circunstancia se añadía otra de tanta o mayor importancia: en tiempos de convulsión política (los asesinatos de los Kennedy y de Martin Luther King, la lucha por los derechos civiles, el terremoto del 68, la Guerra Fría, Cuba, Vietnam, el Watergate, la caída de Nixon…), los cineastas críticos, aquellos que deseaban cuestionar el modo de vida americano, mostrar las vergüenzas de un sistema injusto e hipócrita, encontraron en el western el vehículo a través del que hacer mofa del presunto ideal de América vendido por la mitología nacional, el supuesto sueño americano, un American way of life que era tan falso como las películas de pueblos y ciudades de cartón piedra de los primigenios tiempos del cine. Muchos cineastas utilizaron el género más americano de todos precisamente para, desmontándolo, reubicándolo, reinventándolo, dotándolo de nuevas estéticas, perspectivas y puntos de vista, revelar las falacias de una sociedad complaciente, pagada de sí misma, súbitamente traumatizada por su derrota en Asia y por el descubrimiento de la inmundicia política en la que se hallaba inmersa (y en la que sigue).

Nada mejor para desmitificar el western, y con él América, que acudir a un auténtico circo del western y a uno de sus héroes más célebres y al tiempo el más autoparódico, Buffalo Bill, el legendario explorador del ejército, cazador de búfalos, jinete del Pony Express, asesino de indios y empresario del espectáculo que en torno a 1885 fundó un circo con números basados en episodios más o menos inventados, supuestos sucesos ocurridos en el viejo Oeste y toda la esperada ristra de tópicos (asaltos a diligencias, estampidas de búfalos, combates con los indios, pruebas de puntería, habilidades en la monta o con el lazo, guía y captura de ganado, doma de caballos, etc.) y recorrer con él los Estados Unidos y algunas ciudades europeas (hermosísima la historia del guerrero indio fallecido repentinamente y enterrado en París). Precisamente el año del bicentenario de la Declaración de Independencia, Robert Altman, que ya había sorprendido un lustro antes con un western nevado y hermosamente fotografiado por Vilmos Zsigmond, Los vividores (McCabe & Mrs. Miller, 1971), regresa al género para acercarse a la figura de William F. Cody y reescribir la iconografía del Oeste caricaturizando a uno de sus mitos.

Basada en una obra de teatro de Arthur Kopit, y situada en un único escenario (el circo y sus instalaciones, públicas y privadas, durante los ensayos y las funciones), la película muestra en tono sarcástico el negocio del espectáculo erigido en torno a Buffalo Bill Cody (Paul Newman), y el proceso de negociación y diseño del que planea que sea su número estrella, la participación de Toro Sentado (Frank Kaquitts), en lo que sin duda pretende ser una puesta en evidencia del sometimiento del fiero guerrero sioux a la autoridad, primero del gran héroe del Oeste, y después a la raza blanca y al gobierno de los Estados Unidos. El Cody que nos presenta Altman y que Paul Newman interpreta a la perfección, no es ni mucho menos el hombre de acción valiente y resolutivo de los relatos por entregas, sino un fanfarrón con bastantes pocas luces, chabacano, mujeriego, borrachín y ególatra, que se reserva para sí, la única estrella, la gloria de los mejores momentos de los números de su circo. Al pretender hacer lo mismo con Toro Sentado, convertirlo en mera comparsa para su egocéntrico teatro de sí mismo, y dar por hecho, con toda su soberbia, que su «superior» inteligencia blanca hará lo que quiera con el palurdo aunque valiente viejo guerrero, Cody se enfrenta sin embargo a un adversario formidable, cauto, astuto, sagaz y lúcido, que una vez tras otra le lleva la contraria con éxito y burla los intentos de Cody para ridiculizarle o concederle un mero lugar subsidiario, residual. Buffalo Bill se ve así vencido una y otra vez por un hombre mucho más inteligente y auténtico, que no hace propaganda de su propia fachada, que acepta el circo como forma de supervivencia, que comprende que sus antiguas batallas están perdidas, pero que se niega a perder la dignidad ante sus vencedores, que sin embargo carecen de todo atisbo de vergüenza. Continuar leyendo «Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History lesson, Robert Altman, 1976)»

Vidas de película – Capucine

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Germaine Lefébvre, ‘Capucine’, nació en enero de 1931 en la localidad francesa de Toulon, en la costa mediterránea. Saltó de las pasarelas al cine en la década de los sesenta, logrando amplia repercusión como esposa infiel de Peter Sellers en La pantera rosa (The pink panther, Blake Edwards, 1963).

Antes de eso, además de convertirse en amante de William Holden, ya había aparecido en la pantalla junto a Dirk Bogarde en el biopic sobre Franz Liszt Sueño de amor (Song without end), codirigida por Charles Vidor y George Cukor, y en el western (northwestern en realidad) Alaska, tierra de oro (North to Alaska, Henry Hathaway), con John Wayne y Stewart Granger, ambas de 1960, así como en la atrevida La gata negra (Walk on the wild side, Edward Dmytryk, 1962), que contribuyó a amplificar los comentarios sobre la supuesta bisexualidad de la modelo y actriz.

Compartió reparto con Holden en El león (The lion, Jack Cardiff, 1962) y El séptimo amanecer (The seventh dawn, Lewis Gilbert, 1964), en la que interpreta a una más que improbable guerrillera comunista malaya, y volvió asimismo a repetir en secuencias cómicas con Peter Sellers en ¿Qué tal, Pussycat? (What’s new, Pussycat?, Clive Donner, 1965). Dos de sus trabajos más importantes fueron para Joseph Leo Mankiewicz en Mujeres en Venecia (The honey pot, 1967) y para Federico Fellini en Satyricon (1969), y, tras tocar «chufa» en el cine español con Las crueles (Vicente Aranda, 1969), retornó al western en la «exótica» (producción francesa dirigida por un inglés, con reparto francés, suizo, norteamericano y japonés) Sol rojo (Soleil rouge, Terence Young, 1971).

Durante los años setenta participó en mediocres filmes italianos, especialmente para Sergio Corbucci, y en los ochenta accedió a aparecer en las peores secuelas de la saga de la pantera rosa de Edwards.

Finalmente, en marzo de 1990, Capucine se suicidó lanzándose desde la ventana de un octavo piso en la ciudad suiza de Lausana.

Vidas de película – Martin Balsam

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Aquí tenemos al detective Arbogast de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), interpretado por Martin Balsam, uno de los más recordados secundarios del cine de Hollywood de los años 50 y 60, con una filmografía que atesora títulos importantísimos además de una faceta televisiva muy amplia tanto en Estados Unidos como en Italia.

Forjado en el Actors Studio, este neoyorquino del Bronx nacido en 1919 debutó en el cine nada menos que en La ley del silencio (On the waterfront, Elia Kazan, 1954), y participó en producciones tan inolvidables como Doce hombres sin piedad (12 angry men, Sidney Lumet, 1957), como jurado número uno y conductor de las deliberaciones, Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, Blake Edwards, 1961), El cabo del terror (Cape fear, J. Lee Thompson, 1962), la intriga política Siete días de mayo (Seven days in may, John Frankenheimer, 1964), los westerns Un hombre (Hombre, Martin Ritt, 1967), protagonizado por Paul Newman, Un hombre impone la ley (The good guys and the bad guys, Burt Kennedy, 1969) y Pequeño gran hombre (Little big man, Arthur Penn, 1970) y el bélico Tora! Tora! Tora! (Richard Fleischer, Kinji Fukasaku y Toshio Masuda, 1970).

Después de un paréntesis en el cine italiano, en el que apareció, por ejemplo en Confesiones de un comisario (Confessione di un commissario di polizia al procuratore della repubblica -caramba con el titulito-, Damiano Damiani, 1971), entre otros muchas películas e incluso series de televisión, regresó a América para aparecer en otros títulos imprescindibles como Pelham 1, 2 , 3  (The taking of Pelham one two three, Joseph Sargent, 1974), Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, Sidney Lumet, 1974) o la sensacional Todos los hombres del presidente (All the president’s men, Alan J. Pakula, 1976). Su etapa de decadencia culminó acompañando a Chuck Norris y Lee Marvin en Delta force (Menahem Golam, 1986).

Este fenomenal actor, especializado en papeles de sabueso o de militar, pero con una interesante vis cómica, especialmente ligada a los personajes de viejo verde y carcamal, falleció en 1996 a los 76 años, tras haberse casado tres veces con mujeres de diferentes ámbitos del cine, una actriz, una diseñadora de vestuario y una guionista.

Vidas de película – Richard Quine

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Richard Quine (Detroit, 1920 – Los Ángeles, 1989) es un cineasta de mil caras distintas. Productor, guionista, director y también, en su niñez, actor (en títulos como Jane Eyre, de 1934), reúne una carrera irregular pero muy interesante.

Su salto a la dirección se produjo en 1948, el mismo año de su divorcio de la actriz Susan Peters. Sin embargo, su mejor época tras la cámara tuvo lugar en los cincuenta, con títulos como la fenomenal cinta negra La casa número 322 (1954), con Fred MacMurray y Kim Novak, el musical Mi hermana Elena (1955), interpretado por Jack Lemmon y Janet Leigh, y escrito junto a su primer mentor, Blake Edwards, algunas de cuyas señas de identidad como director incorporó Quine a su estilo como cineasta, Un cadillac de oro macizo (1958), Me enamoré de una bruja (1959), de nuevo con Novak, Lemmon y James Stewart, y La indómita y el millonario (1959), en la que Jack Lemmon sufre en el reparto a Doris Day.

Richard Quine, enamorado hasta la desesperación de Kim Novak, con la que trabajó en varios títulos, se casó en los años sesenta con otra actriz, Fran Jeffries, y en esa década dirigió títulos como Encuentro en París (1964), con Audrey Hepburn, William Holden y Tony Curtis, La pícara soltera (1964), con Henry Fonda, de nuevo Curtis, Natalie Wood o Lauren Bacall, o Cómo matar a la propia esposa (1965), otra vez con Lemmon, aunque sus películas más recordadas de aquella década son El mundo de Suzie Wong (1960), con el protagonismo de William Holden y Nancy Kwan y, sobre todo, la obra maestra Un extraño en mi vida (1960), con Kirk Douglas y una Kim Novak que nunca ha estado mejor, artísticamente hablando.

Desde los 70 trabajó principalmente en la televisión, dirigiendo, entre otras cosas, varios capítulos de la serie Colombo. En 1979 dirigió a Peter Sellers en la fallida parodia El estrafalario prisionero de Zenda.

Richard Quine se suicidó de un disparo en 1989, a los 68 años.

Vidas de película – Felicia Farr

El nombre de Felicia Farr no dice demasiado en la historia del cine, y sin embargo atesora en su currículum interpretativo un buen puñado de títulos relevantes, además de contar en su vida personal con el «mérito» de haber sido la esposa de uno de los mejores actores de todos los tiempos: Jack Lemmon.

Nacida en el estado de Nueva York en 1934, Felicia se hizo un hueco en el cine gracias a su aparición en unos cuantos westerns durante la década de los cincuenta, entre ellos una tripleta a las órdenes de Delmer Daves, La ley del talión (The last wagon, 1956), junto a Richard Widmark, Jubal (1956), con Glenn Ford y El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma, 1957), acompañando de nuevo a Ford y a Van Heflin.

A finales de los cincuenta y principios de los sesenta dio el salto a la televisión, participando en series como Los tres mosqueteros, donde interpretaba a Constance, la novia de Artagnan, La hora de Alfred Hitchcock o Bonanza. Tras contraer matrimonio con Lemmon en 1962, su suerte cinematográfica quedó ligada de alguna manera al terceto Lemmon-Matthau-Wilder. Felicia Farr es una de las cuatro patas de la magnífica comedia de Billy Wilder Bésame, tonto (Kiss me,  stupid, 1964), junto a Ray Walston, Dean Martin y Kim Novak. En la película interpreta a la esposa de Walstone, que sustituyó a Peter Sellers, que sufrió un ataque al corazón en pleno rodaje y debió retirarse por prescripción médica (cuatro años antes le había ocurrido lo mismo a Billy Wilder con Paul Douglas en El apartamento, aunque con peor suerte: Douglas falleció y Fred MacMurray tuvo que hacerse cargo a toda prisa del personaje de Sheldrake). Con Walter Matthau había participado ya en Onionhead (1958), y repitió en Kotch, dirigida por su esposo en 1971, y La gran estafa (Charley Varrick, Don Siegel, 1973). Con su marido coincidiría en el reparto de ¡Así es la vida! (That’s life, Blake Edwards, 1986). Después de esa película se retiró definitivamente de la interpretación.

Drama romántico de culto: El mundo de Suzie Wong

Richard Quine ha pasado principalmente a la historia del cine por su arrebatado, obsesivo, entregado amor por Kim Novak, que le llevó a retratarla maravillosamente en un puñado de apreciables películas, La casa número 322 (Pushover, 1954), Me enamoré de una bruja (Bell, book and candle, 1958), La misteriosa dama de negro (The notorious landlady, 1962) y, sobre todo, Un extraño en mi vida (Strangers when we meet, 1960), posiblemente el mejor melodrama romántico de todos los tiempos, por encima incluso de las afamadas historias lacrimógenas de Douglas Sirk. Sin duda, la experiencia de Quine como actor entre los años 30 y 50 (fue otras muchas otras cosas en el cine, productor y guionista, pero también compositor de temas para películas musicales), pero sobre todo su amor no correspondido por la deseada actriz (Quine se casó dos veces, pero la Novak siempre se le resistió; dicen que incluso este fracaso estuvo entre las razones acumuladas de su suicidio, ya en los años 80), le colocaron en buena disposición para la elaboración de complejos dramas sentimentales cargados de múltiples matices y perspectivas, enriquecidos con una soberbia puesta en escena y un acertado uso del ritmo y de las situaciones. El mismo año del estreno de Un extraño en mi vida, y con producción británica, Quine filmó otra película menor pero que ha crecido en su recuerdo con el tiempo, El mundo de Suzie Wong, un drama romántico con choque cultural y social como conflicto de base no exento de toques humorísticos y sentimentales, incluso de acción, en la línea de esos best-sellers románticos que introducen en cuotas diversos contenidos a fin de ampliar el espectro de público que disfrute con la historia.

Sin embargo, en la película de Quine esta amalgama de visiones, tonos y temas resulta armónica gracias a su plácida conducción en la dirección, a los magníficas localizaciones exteriores del Hong Kong de su tiempo (nada de skyline con rascacielos, tiendas caras, luminarias nocturnas y centros de negocios) y a las interpretaciones de la pareja protagonista, un William Holden en su plenitud profesional y la debutante Nancy Kwan, cuyo catálogo y muestrario de vestidos de aire oriental no tendrá parangón hasta los lucidos por Maggie Cheung en Deseando amar (In the mood for love, Wong Kar-Wai, 2001) de la que la película de Quine, en cierto modo, es casi un antecedente. Todo ello para contarnos una historia canónica, previsible, de manual, pero que se sigue con interés gracias a su ligereza narrativa y a su sencillo encanto. Robert Lomax (William Holden), es un maduro pintor norteamericano que llega a la colonia británica y que por casualidad conoce a una joven china (Nancy Kwan) de la que no tarda en descubrir que se dedica a la prostitución. A lo largo de sus (algo alargados) 129 minutos, asistimos al ilusionante establecimiento de una relación entre ambos, así como a los distintos avatares y altibajos del desarrollo de su historia de amor, en la que hay lugar para triángulos amorosos, indagación social y mensaje de entendimiento cultural entre pueblos, pero que en ningún momento transita por los necesarios ambientes sórdidos y pestilentes que a buen seguro presidían el mundo de la prostitución y la explotación sexual en un puerto como Hong Kong, abierto constantemente a la llegada de marineros y viajeros de todo el mundo.

Contada, por tanto, desde un punto de vista blanco, sin incidir en análisis realistas ni en reflejos auténticos del mundo de la prostitución hongkonesa, la película elude igualmente cualquier visión sobre la cuestión colonial o la interacción de la población europea o norteamericana con los nativos autóctonos, para concentrarse únicamente en la relación principal entre los protagonistas, alrededor de cuyas desventuras amorosas sí introducen Quine y su guionista, John Patrick, pequeños toques que invitan a mirar más allá del romanticismo y despertar el interés por otras cuestiones. Por ejemplo, la profesión de Suzie da pie para presentar breves pero reveladores apuntes sobre el machismo imperante, así como sobre la explotación sexual indiscriminada de las mujeres en las zonas portuarias y, en general, en las ciudades internacionales del sudeste asiático de aquellos (y de estos) tiempos: Hong Kong, Shanghai, Macao, Singapur, etc., etc. Continuar leyendo «Drama romántico de culto: El mundo de Suzie Wong»