Libertad al vuelo: Kes (Ken Loach, 1969)

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Un conocido presunto crítico de cine, que se dedica desde hace años a hablar de sí mismo y de sus gustos personales en uno de los principales periódicos de España, hablaba hace poco de los «idiotas e impostores de siempre, expertos en disfraces según las modas», que acusan a Ken Loach «de hacer un cine panfletario y facilón». Justo después, no obstante, en la frase siguiente, admitía que «hay subidas y desfallecimientos en su obra, que a veces ha sido simplista o cercana al maniqueísmo en su concepción de buenos y malos», lo cual le acerca peligrosamente a la idiotez, a la impostura y al disfraz (bueno, en esto lleva metido décadas, con el inexplicable beneplácito de su pesebre mediático y de cierto público fiel) que él mismo critica. Como salvables, citaba a continuación únicamente siete películas de una filmografía de más de una treintena de títulos, además de múltiples proyectos para televisión, con lo que su entrada en el grupo de la incongruencia, la idiotez, la impostura y el disfraz es ya completa. Entre estas películas, según él, especialmente «reivindicativas y humanistas» señalaba Kes, de 1969. Sin necesidad de circunloquios, postureos ni volatines grandilocuentes, ciertamente cabe apreciar una etapa en la filmografía de Ken Loach en que el poder del subtexto resulta inmensamente más efectivo que la burda explicitud de su estilo posterior, en particular desde que se iniciaron sus colaboraciones con Paul Laverty. En concreto, Kes plantea una estupenda conjunción de discurso social y poesía visual para sugerir evitando el subrayado, para huir del sermoneo moral tan querido del director (y de su guionista) en las últimas décadas y abrazar un discurso sutil pero demoledor, para construir y presentar un fragmento de verdad sin subrayados, sin maniqueísmos ni la búsqueda a toda costa del aplauso de los baluartes de la supuesta legitimidad moral de las ideologías de izquierda.

Elementos inicialmente divergentes confluyen así en el complejo dibujo de una situación aparentemente sencilla. Billy Casper (David Bradley) es un muchacho triste y solitario que malvive en una pequeña ciudad minera de Yorkshire. Malvive porque, mire donde mire, no hay más que soledad, desconsuelo y una absoluta carencia de futuro. Su familia está rota: su padre está ausente; la madre (Lynne Perrie) anhela desesperadamente la estabilidad (emocional, familiar, económica) perdida; su hermano Jud (Freddie Fletcher), embrutecido pese a su juventud por las largas y peligrosas jornadas de trabajo en la mina, y con el que comparte cuarto y cama de su casa diminuta, es un elemento hostil en su propio hogar. Tampoco tiene amigos con los que paliar sus carencias afectivas; más bien al contrario, es objetivo fácil en la escuela, constantemente ninguneado, objeto de burlas y del agrio humor de los profesores más irritables y peor dotados para la enseñanza. Incluso es reiteradamente humillado por el profesor de gimnasia, el más niño de la escuela, que juega al fútbol con sus alumnos al tiempo que arbitra, juez y parte todo en uno, que ve las faltas o concede o anula goles o penaltis según se trate de su equipo o no, en especial si él protagoniza las jugadas (hasta ordena repetir un penalti que le han parado, bajo un falso pretexto en forma de decisión técnica arbitral, con tal de marcarle a su tembloroso pupilo el gol que previamente ha fallado). Tampoco su trabajo como repartidor de periódicos le concede mayor aliciente que unos pocos peniques con los que sufragar algún capricho, porque el grueso de lo que gana debe entregarlo en casa. El azar, sin embargo, le da un pequeño respiro; la naturaleza viene en su ayuda: demasiado joven para sentirse, como su hermano, atraído por la bebida y las chicas, Billy descubre un pequeño nido de halcón y, súbitamente interesado, decide criarlo y amaestrarlo. Esta labor no solo trae un aliciente anímico y vital a Billy, sino que despierta en él esos instintos de maduración y de gusto por la vida, por sentirse activo, por vislumbrar un futuro, que su familia y la escuela no le proporcionan. El adiestramiento de Kes, su halcón, sigue así en paralelo a su naciente construcción como persona, como entidad dentro de su invisibilidad en el colegio. De igual modo, los vuelos de Kes, los paseos de Billy por prados, bosques y jardines cercanos, el descubrimiento de sus evoluciones y aptitudes, contrastan con la cárcel social y económica (plasmada en su desaliño constante, la suciedad de su cara, sus manos y sus ropas) en la que Billy se desenvuelve, imagen del turbio panorama moral que lo rodea. La libertad que vive gracias a Kes frente a las constricciones impuestas por las personas de su entorno, la vida natural frente a los artificios, obligaciones y coerciones de la vida en sociedad, del «deber ser» que presiona a un muchacho sin horizontes vitales, que carece de las herramientas para su consecución.

Después de narrar varios fracasos consecutivos (sus aventuras como portero del equipo, el insultante trato recibido por el profesor de gimnasia, los golpes que le procura el director como medida disciplinaria), tras los que queda patente el desamparo del joven ante familiares, compañeros y profesores, Billy toca el cielo, como siempre en su caso, sin querer, sin buscarlo ni pretenderlo, en la secuencia en la que, en clase, deben contar ante sus compañeros algo de sí mismos: azuzado por sus compañeros entre las risas y las humillaciones habituales, Billy cautiva a su auditorio contando sus aventuras con Kes. No solo desarrolla sus capacidades verbales y de expresividad como no ha hecho antes en ningún momento del metraje; es el centro de atención, probablemente, por vez primera en su vida. Billy se crece, da detalles, gesticula, se esfuerza por explicar, usa palabras que casi nunca pronuncia, comparte y transmite la enriquecedora experiencia en libertad con Kes, el brillo, la emoción, el amor saltan a su rostro. Profesor y estudiantes le escuchan embelesados y aprueban finalmente, por una vez, a Billy, cuya percepción, desde entonces, cambia para todos. Naturalmente, el historial previo de Billy no invita al optimismo, y su hermano Jud viene a confirmarlo. Pero Billy ya no es el mismo, posee la fuerza para levantarse y oponerse al mal fario que le persigue, y, aun derrotado, ha dado un paso que no tiene vuelta atrás. Resignado, dolido, pero vencedor, ya conoce el camino de la vida, ya sabe por dónde sale el sol. Billy podrá seguir recibiendo reveses, pero ya nunca nadie lo derrotará.

A diferencia de muchos de los trabajos posteriores de Loach, la película, seca, desnuda, directa, carece de maniqueísmos. Si bien la autoridad educativa, salvo una excepción, no sale bien parada (la escuela, incluida la infraestructura administrativa que la une a la oficina de empleo, en la cual piensan desde el principio derivar a Billy al trabajo en la mina, como su hermano) y es retratada como un organismo negativo y represor, los personajes, por sí mismos (salvo el patético profesor de gimnasia) no poseen una única dimensión. No solo son capaces de lo mejor y de lo peor, sino que incluso el punto de vista moral de ciertas acciones se invierte: así, el robo por parte de Billy de un libro de cetrería en el que espera encontrar el método para adiestrar a Kes, no se presenta en especial como una acción puramente condenable sino como un paso necesario para la empancipación emocional del muchacho, para su descubrimiento de la vida. En este sentido, las secuencias que Billy y Kes comparten, sus paseos por el campo, el diálogo que Billy mantiene constantemente con él, los vuelos alrededor del reclamo que el joven agita a su alrededor, los viajes que el halcón hace del cielo a su guante, son uno de los más hermosos cantos a la libertad y a la juventud filmados en los años sesenta. Una película que no puede escatimar su adscripción a su tiempo, el Free Cinema y las convulsiones resultantes de la primavera del 68, pero que es también uno de los más logrados tributos al paso de la primera juventud a una prematura madurez adquirida a través del dolor. Un logro que pocas veces Ken Loach ha vuelto a igualar.

Una rareza fallida: Kafka, la verdad oculta (Kafka, Steven Soderbergh, 1991)

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Tres son los motivos principales para acercarse a esta película de ínfulas intelectuales estrenada en 1991. La primera, su personaje protagonista, Franz Kafka, en el tiempo en que trabajaba en una compañía de seguros y daba sus balbuceos en el mundo de la escritura. La segunda, su director, Steven Soderbergh, cineasta de indudable talento que, sin embargo, insiste en combinar anárquicamente títulos muy estimables con absolutas vulgaridades, cintas marcadamente comerciales y más bien banales con otras en las que demuestra intereses y destrezas más que notables. La última, su reparto, que incluye a intérpretes como Jeremy Irons, Alec Guinness, Theresa Russell, Jeroen Krabbé, Joel Grey, Ian Holm y Armin Mueller-Stahl.

Filmada en blanco y negro (salvo un pasaje muy elocuente) entre la República Checa y el Reino Unido, la cinta aspira doblemente a recrear el universo kafkiano, trasladando en la puesta en escena y la labor de ambientación el mundo asfixiante y la atmósfera obsesiva que recorre algunas de las más importantes y celebradas obras del autor checo, y salpicando la trama, supuestamente de intriga, de continuas referencias a aquellas obras que el protagonista habría de escribir, en teoría, inspirándose en esas vivencias que ficciona la película. Es decir, lo que la película propone es una fantasía en la que Kafka, como personaje, vive en parte, como aventura y experiencia personal, algunas de las peripecias que nutrirán posteriormente sus obras, en el marco de un desarrollo dramático que combina el uso arbitrario y opresivo del poder de coerción política y las sociedades secretas revolucionarias opuestas a la tiranía, además de ecos del futuro inmediato que, de la mano del nazismo, habría de asolar Europa pocos años después.

Así nos encontramos con el joven empleado Kafka (Jeremy Irons), que, en la Praga de 1919, trabaja como un oficinista más en el monstruo burocrático que implica la gran compañía de seguros que dirige Clerk (Alec Guinness). Amplios espacios llenos de mesas y máquinas de escribir, anaqueles atiborrados de archivadores y papeles, sótanos y depósitos de documentos llenos a reventar de cajas, carpetas y expedientes, la apoteosis de la burocracia puesta en imágenes que a menudo se construyen con la cámara moviéndose por los pasillos, entre las mesas, siguiendo a unos personajes o siendo seguida por otros, un laberinto aparentemente caótico en el que Kafka solo es una pieza más de un engranaje perfecto en el que cada papel tiene un sitio y cada trámite un tiempo, pero en el que nadie escapa de su parcela, ve más allá de su función concreta. Continuar leyendo «Una rareza fallida: Kafka, la verdad oculta (Kafka, Steven Soderbergh, 1991)»