Howard Shore pone la música a esta obra maestra (con devaluador título español) de Martin Scorsese, la humilde y perturbadora epopeya urbana personal de un insomne informático neoyorquino (Griffin Dunne, aunque el papel estaba pensado para Robert De Niro) que pierde el último metro de la noche al regreso de una cita extraña y fallida. Comienza para él una inquietante, fascinante y peligrosa aventura nocturna repleta de personajes extraños y de excéntricos giros de la fortuna en algunos de los barrios más sórdidos de una Nueva York, una ciudad muy distinta de la de Woody Allen y la de las comedias románticas ochenteras, una jungla de sombras, delirio y trampas del destino que plantea agudamente el problema de la soledad y la incomunicación de los seres humanos en el anonimato de las grandes urbes contemporáneas.
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La tienda de los horrores – El club de las primeras esposas
Ya se ha comentado aquí alguna vez: nada peor que una comedia que no hace reír ni al gato. Si pretende además ir de transgresora y se queda en un mero vehículo de propaganda de valores ultraconservadores, la cosa adquiere tintes de engaño deliberado. Pero si además va condimentada con la típica dosis de moralina made in USA tan querida por aquellos lares como odiosa cuando el almíbar empieza a desbordarse por la pantalla, el resultado es una pura catástrofe. Así ocurre con este engendro, un supuesto homenaje a las comedias sofisticadas de los años 30 y 40, titulado El club de las primeras esposas y dirigido por Hugh Wilson, un tipo especializado en cine infantil y juvenil (toda una declaración de intenciones) cuyo mayor logro en la vida fue regir en 1984 Loca academia de policía. El problema de inicio es de concepto: el homenaje a las comedias locas del Hollywood clásico intenta fotocopiar buena parte de los aspectos que las hicieron míticas (ambientes acomodados, estereotipos, premisas argumentales, gags), pero Wilson se olvida de los dos aspectos que hicieron al género inolvidable: el humor y la inteligencia. Así, Wilson elabora un subproducto de hora y tres cuartos de duración en el que la gracia permanece diluida en situaciones presuntamente desternillantes cuyo ausente ingenio quiere descansar en el fallido trío protagonista, nada menos que las «cómicas» Bette Midler, Diane Keaton y Goldie Hawn (el cartel es digno merecedor de la pena de destierro para su autor).
El trío calavera da vida a tres mujeres maduras ricas y divorciadas que en el funeral de una amiga común se percatan de que sus millonarios maridos las abandonaron por mujeres mucho más jóvenes y apetitosas que ellas. En una reacción típicamente propia de un guión escrito por una mentalidad sin cuajar, ellas se resisten a aceptar esa situación (a pesar de la fortuna particular y la labor de esquilmado constante sobre la fortuna de sus ex esposos a través de las cuantiosas pensiones de divorcio) y pretenden elaborar un minucioso plan de venganza que ridiculice, empobrezca y avergüence a sus antiguas parejas, que las deje solas y sin un dólar. La estupidez de la premisa, demasiado ridícula incluso para una comedia bufa, está clara, y la ínfima calidad del producto, también: las mejores comedias siempre hablan de temas muy serios, no de mamarrachadas para niñas de doce años. Igualmente queda telegrafiado el error de premisa de Wilson y su ¿guionista? Robert Harling: ¿cómo no iban a abandonar esos hombres a tres loros semejantes? Wilson y Harling, que pretenden hacer comedia con el despecho de estas tres elementas, dificultan la necesaria labor de empatía con su situación por parte del público creando tres personajes insulsos, frívolos, estúpidos, cuya comicidad radica en su tremenda idiotez intrínseca, a los que además se intenta dotar de cierta legitimidad moral. Así, que tengan o no éxito en su plan trae al público al fresco, pero sus maniobras para conseguirlo, presuntamente graciosas, son contempladas, además, con tanta indiferencia como hastío. Las tres, además, están muy por debajo de lo que significa ser gracioso, en lo que supone un mal habitual en el cine americano: ni la Lucille Ball de los viejos tiempos, ni Whoopi Goldberg, ni otras presuntas «cómicas oficiales» del cine de Hollywood resisten el salto al exterior de su propio país. Ni que decir tiene que Midler (habitual de comedietas ochenteras de medio pelaje, una actriz francamente antipática), Keaton (cuya caracterización como «mejor actriz cómica» de América hay que agradecer a la amistad de Woody Allen, que siempre dotó a los personajes que ella interpretó de un carisma y una personalidad de los que la actriz carece) y Hawn (que lleva viviendo toda la vida de su personaje en Loca evasión, de Spielberg, personaje que ha repetido hasta en la saciedad en versión tontificada, desde La recluta Benjamín hasta en ese engendro que tiene por hija), no están a la altura, y bucean en los chistes de corte feminista como única vía de contrapeso a un humor visual que no funciona y que hace del griterío su leitmotiv. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – El club de las primeras esposas»
El ser humano frente a la adversidad: After hours
Si Taxi Driver constituía un alucinante viaje al corazón de la angustia, a una noche desolada, deshumanizada, violenta y salvaje como metáfora del atormentado interior del ser humano alienado y perdido en la inmensidad de una sociedad decadente y opresiva, After hours, traducida estúpidamente en España como Jo, ¡qué noche!, película dirigida por Martin Scorsese en 1985, es una especie de emulación en apariencia (pero sólo en apariencia) amable, también con Nueva York como marco, de ese mismo y desigual enfrentamiento entre el hombre con aspiraciones de bienestar y felicidad y un contexto colectivo que lo reduce a mera estadística, que lo ningunea, coarta, utiliza y pervierte, que le hace perder sus puntos de referencia y su lugar con respecto a sus semejantes.
Griffin Dunne (también productor de la película, que consiguió imponerse como intérprete por delante de Robert De Niro, para quien estaba pensado el papel en lo que, si volvemos a pensar en la anterior película de Scorsese, hubiera constituido un irónico guiño al público y a la propia carrera del director), inolvidable en esta película por su magistral encarnación y caracterización de lo que comúnmente llamaríamos un «pringao», es Paul Hackett, un discreto y anónimo empleado de una multinacional de la informática dedicado a cuestiones de programación. Es un hombre solitario: la enorme oficina, en la que prácticamente no tiene relación con ninguna de las decenas y cientos de personas con las que se cruza diariamente, exceptuando a aquellos a los que tiene que adiestrar en los instrumentos de su trabajo, gente a la que no volverá a ver ni a hablar, es una metáfora de su propia vida. Largas jornadas de trabajo, desplazamientos interminables de punta a punta de la ciudad, horas y horas sin hablar con nadie, concentrado en el cajón en el que trabaja sin dirigirle la palabra a cualquiera de las personas que, no obstante, lo rodean constantemente, triste soledad compartida con una cena rápida y el televisor cada noche al regreso a casa… Una perspectiva de vida que amenaza con prolongarse sine die y para la que parece no encontrar alternativa. El actual y prolongado insomnio que padece no ayuda a mitigar los efectos de la soledad forzosa en la que se encuentra, y las salidas nocturnas a horas intempestivas para cenar o tomar café en alguno de los locales próximos a su casa no le sirven de consuelo ni de remedio. Al menos hasta que, una noche cualquiera, una joven atractiva (Rosanna Arquette, sutilmente perturbadora), se interesa por el libro que está leyendo mientras su café se enfría (de Henry Miller, para más señas), traban conversación, y le da su teléfono. Paul, acostumbrado a encerrarse en sí mismo, a vivir de espaldas a una sociedad que suele darle pescozones cada vez que es capaz de asomar la cabeza fuera de su armadura, se retrae todo lo que puede, pero finalmente marca el número… y su vida cambia. Por lo menos, durante una noche: su llamada de teléfono le abre la puerta a un mundo de extrañas circunstancias encadenadas, una especie de apoteosis del mal fario, de casualidad adversa, de azar tramposo que se ensaña, se recrea en el destino de Paul haciéndole vivir una continua sucesión de fenómenos absurdos, inexplicables, retorcidamente ilógicos, en el peor barrio de Nueva York, un microcosmos nocturno vestido de cuero y poblado por islotes, por territorios humanos a la deriva, una fauna de lo más variopinto que incluye sombríos artistas amantes del sadomasoquismo, camareras desquiciadas, desvalijadores de pisos, porteros de discoteca, almas solitarias que beben sus copas en un rincón oscuro, contorsionistas de la música disco y demás criaturas de la noche que transitan por camuflados locales nocturnos abiertos hasta el amanecer y tan vacíos como la propia vida de quienes se encargan de mantener el neón encendido. Continuar leyendo «El ser humano frente a la adversidad: After hours»
Música para una banda sonora vital – Amor a quemarropa
En esta magnífica película (aunque menos de lo que hubiera sido si en lugar del incompetente Tony Scott la hubiera dirigido el propio Quentin Tarantino, que ha abominado más de una vez en público del mal uso que el director hizo de su espléndido guión) cuenta con una preciosa partitura de Hans Zimmer, discreto músico de cine que, como en este caso, hace de la copia y del continuo «homenaje», la base de su creación musical.
Además, la película cuenta con algunas otras piezas reseñables en las que Zimmer no tiene nada que ver. La primera, Will you still love me tomorrow, de The Shirelles.
La segunda, es el maravilloso Dueto de las flores de la ópera de aire oriental Lakmé, del compositor francés Léo Delibes, que ese mismo año también apareció en una hermosísima escena de Atrapado por su pasado, de Brian de Palma, en el momento en que Al Pacino, en la lluviosa noche neoyorquina, mientras se refugia del aguacero cubriéndose la cabeza y los hombros con la tapa metálica de un cubo de la basura, descubre desde una azotea a Penelope Ann Miller en la clase de danza que tiene lugar tras las iluminadas ventanas del edificio de enfrente. Una escena sutil, delicada, maravillosa, bellísima.
Diálogos de celuloide – Amor a quemarropa
– ¿Sabe? Los sicilianos son grandes embusteros. Los mejores del mundo. Yo soy siciliano. Mi padre era el campeón del mundo de los embusteros sicilianos. Al crecer con él aprendí cómo hacerlo. Hay diecisiete cosas distintas que uno puede hacer cuando miente. Quien quiera descubrirle tendrá que averiguar las diecisiete formas. La mujer tiene veinte, el hombre diecisiete, pero si las conoces como conoces tu propia cara, puedes mandar los detectores de mentiras al infierno. Lo que intentamos ahora es el juego de mostrar y contar. Usted no quiere mostrarme nada pero así lo cuenta todo. Sé que usted sabe dónde están, así que dígamelo antes de que le haga sufrir. Porque de morir no se libra.
True romance. Tony Scott (1993).