Política-ficción absorbente: Trece días

Una característica propia de los imperios es que necesitan inventarse mitos y héroes a través de los cuales convencerse de la creencia en sí mismos y en su inmortalidad. La característica del actual -y perecedero, como todos los imperios- imperio americano es que insiste en la creación de mitos y héroes cuando el mundo ya es demasiado viejo y tiene el culo demasiado pelado para creer en ellos, sin que la mercadotecnia, la publicidad y la machacona repetición demagógica y santificadora de mensajes unidireccionales (en la línea de Goebbels: «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad»; una de las muchas, muchísimas cosas que la democracia capitalista «a la americana» tomó de los nazis, de las cuales no pocas tenemos la oportunidad de «disfrutar» en la actualidad) sirva para que le compremos una moto que sabemos que no arranca, y a la que además le falta el manillar. El caso más flagrante de los muchos que atesoran la reciente -la más reciente, en un país en que cualquier cosa llamada Historia es por naturaleza reciente- historia americana es la figura de John Fitzgerald Kennedy, y por extensión, la de todo su clan, los Kennedy, familia de enorme poder económico, político y mediático en la segunda mitad del siglo XX, lo más parecido en Estados Unidos a lo que puede denominarse como aristocracia. Y como toda aristocracia, pretende ocultar con esa cosa llamada «glamour» (sea lo que sea eso) y mucho dinero un pasado de piratería y negocios sucios. Joseph P. Kennedy, el padre de John, sin ir más lejos, que ha pasado a la historia como inversionista, político, empresario y diplomático, se hizo rico gracias al alcohol de contrabando que durante la llamada Ley Seca su familia introducía en el país desde Canadá con ayuda del crimen organizado irlandés y la mafia italiana. Sus contactos con la mafia de Chicago le permitieron diversificar sus inversiones (incluyendo el cine y Hollywood, donde fundó la RKO), y en el futuro incluso comprar una enorme cantidad de votos para su hijo en no pocas circunscripciones electorales de amplias zonas del país. Estas notas características de su poco edificante comportamiento, unidas a sus querencias filonazis, compartidas con la familia Bush, por cierto, otra cuna de presidentes, le costaron sus cargos políticos y diplomáticos, y forzaron a los cerebritos de la campaña electoral de JFK en los cincuenta a inventarle a toda prisa un episodio de héroe de guerra (un supuesto hecho heroico en una lancha torpedera en el frente del Pacífico contra los japoneses) con el que tapar las fechorías económicas, políticas y delincuenciales de su padre y el resto de su familia. De la misma forma que este refrito publicitario ocultó el pasado familiar a los ojos de la opinión pública, el oscuro asesinato de JFK en Dallas en 1963 ha santificado a un político de talento bastante discutible, ambición desmedida, maneras bastante poco democráticas y una vida personal que poco tiene que ver con el aura complaciente con que la política oficial americana intenta tapar las dudas que genera su muerte. Por supuesto, el capítulo que más contribuye a crear esta imagen del Kennedy estadista, del tipo resolutivo, sagaz, astuto y encarnación de una nueva (que en realidad era vieja, muy vieja) forma de encarar la política, especialmente la internacional, es la crisis de los misiles de Cuba en octubre de 1962, que Roger Donaldson refleja en Trece días (2000).

La película de Donaldson, escrita por David Self, hace un recorrido cronológico por los acontecimientos que rodearon el intento de instalación por parte de los soviéticos de misiles nucleares de largo alcance en Cuba desde el punto de vista de cómo se vivieron aquellos momentos de tensión desde la Casa Blanca, con sus reuniones políticas de alto nivel, sus conferencias con el alto mando militar y los momentos de confidencias, reflexiones, temores y amenazas que rodearon a los protagonistas del lado norteamericano durante aquellos tensos días. Todo se cuenta a través del filtro de Kenny O’Donnell (Kevin Costner), el secretario del presidente Kennedy (Bruce Greenwood, en una estupenda caracterización), un hombre que pertenece a ese cuerpo de abogados, economistas, contables y políticos de la nueva hornada de Harvard que formaron sus filas, desde cuya perspectiva observamos los distintos vaivenes de una situación en la que, en días sucesivos, se pasó del riesgo de una III Guerra Mundial y la destrucción nuclear del planeta, a una clamorosa bajada de pantalones por parte de los americanos ante las exigencias soviéticas que los yanquis han intentado haer parecer siempre ante la opinión pública mundial como una inteligentísima y sabia maniobra diplomática con la que salvar al mundo de su desaparición. La película, consagrada principalmente a ofrecer un retrato amable de los Kennedy (tanto de JFK como de su hermano Robert, Secretario de Justicia y consejero para todo, interpretado de manera solvente por Steven Culp), sin mostrar ni un solo atisbo de los hábitos extorsionadores, chantajistas y autoritarios, sin duda heredados de su padre, que eran moneda corriente -y son- en la Casa Blanca de aquellos -y estos, y todos los- tiempos, presenta igualmente los hechos desde otros frentes, los barcos de guerra responsables del bloqueo de la isla caribeña, así como desde las mismas instalaciones de misiles cubanos, y, en cuanto a la Casa Blanca se refiere, sí llega a esbozar, muy esquemáticamente, algunas claves de la vida personal de Kennedy (su distanciamiento de su esposa Jackie, que asoma un segundo al comienzo de la película para desaparecer después) y también de su vida política (su preferencia por el apaciguamiento y la búsqueda de una solución que no sea invadir la isla y declarar la guerra a los rusos, lo que ocasiona el distanciamiento de buena parte de la clase militar dirigente del país, embrión, según se sugiere, del futuro complot que acabaría con su vida apenas un año más tarde).

Lo mejor que puede decirse del film de Donaldson es que el espectador se siente absorbido por el interés creciente de la historia, por más que sabida, apasionante, hasta el punto de olvidar los, a primera vista, excesivos 145 minutos de metraje. Kennedy y su equipo han de hacer frente, por un lado, a las presiones soviéticas y a la amenaza de guerra que supone la presencia de armas nucleares a apenas un centenar de kilómetros de Florida, y por otro, a los exaltados de las propias filas, que buscan la ocasión para resarcirse del fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos y una nueva oportunidad de hacerse con Cuba -entre otras cosas, para reintegrarle a la mafia los negocios que mantenían en la isla con Batista y que los comunistas les arrebataron- y de acabar con Fidel Castro. Continuar leyendo «Política-ficción absorbente: Trece días»

Un western original: Meek’s cutoff

En 1845 un pequeño grupo de colonos compuesto por un puñado de familias se dirige hacia el Oeste en una caravana de mínimos que arrastra todas sus pertenencias por el territorio de Oregón. La búsqueda de un futuro viable exige prácticamente arrancárselo directamente a la tierra que atraviesan y que no cesa de poner obstáculos ante su nueva vida: ríos que vadear, enormes llanuras que superar, desniveles que afrontar con sus carretas y sus bueyes… El grupo está dirigido por un experimentado guía, Stephen Meek (Bruce Greenwood), cuyas decisiones y recomendaciones chocan a veces con las apetencias o las ansias de finalizar viaje de los colonos (Michelle Williams, Paul Dano o Will Patton, entre otros). Ello hace que algunos de ellos empiecen a sembrar en los demás la conveniencia de apartar a Meek, del que sospechan que no sabe lo que hace, que no conoce ni siquiera las tierras por las que transitan, o que incluso puede estar pretendiendo engañarles a fin de, a la primera ocasión, desvalijarles aprovechándose de su situación de abandono a su merced. El grupo se dividirá en dos, los que todavía quieren dar una oportunidad al guía y los que aguardan el momento de sorprenderle y apresarle. Sin embargo, todo cambiará cuando, acuciados por la sed que les consume tras muchos días sin encontrar río o lago alguno, chocan con un indio solitario que lleva algún tiempo tras ellos. A la duda de qué hacer con Meek sobreviene la cuestión del indio: ¿una avanzadilla de un ataque? ¿Un nativo solitario que anda perdido o está apartado de su tribu? En este punto, el miedo a los indios, el racismo, la desconfianza entre distintos y las incertidumbres ligadas al viaje ayudan a elaborar un puzle emocional de ciento cuatro minutos que no tiene desperdicio.

Kelly Reichardt es una de las personalidades más reconocidas del cine independiente norteamericano, con obras como Old Joy (2006) o Wendy y Lucy (2008), caracterizada por su gusto por la vuelta a un cine puro, casi desnudo, minimalista, desprovisto de artificios. Con Meek’s cutoff (2010), algo así como «El desfiladero de Meek», Reichardt retrata un Oeste de los pioneros desde una perspectiva muy distinta a la tradicional, no exenta de épica ni de grandilocuencias visuales, pero fundamentada en la sencillez formal, en la mirada minuciosa y detenida en los pequeños detalles, en dotar a la naturaleza, a sus sonidos, a sus formas, a sus colores, de un protagonismo tan importante como el de los personajes. Así, la exploración, la idea de descubrimiento, de búsqueda, resulta tan propia de una película de pioneros como una acertada metáfora acerca de la introspección de los personajes así como de su acercamiento e interrelaciones con sus compañeros de caravana, incluido el indio solitario que cobrará finalmente un papel mucho más decisivo que el que los partidarios de su linchamiento instantáneo en cuanto apareció junto a los carros estaban dispuestos a concederle. En torno a él se dan cita, encarnadas en los distintos puntos de vista de los personajes, las tradicionales visiones que sobre los nativos norteamericanos ha dado el western a lo largo de su historia, desde el piel roja violento, asesino y cruel a la de injusto sufridor de las ansias colonizadoras de los blancos, además de toda la habitual colección de prejucios raciales.

El Oeste de Reichardt es un paraje agreste, duro, rocoso, de piedras y matojos de vez en cuando salpicados de ríos y montañas, que también sirve de vehículo metafórico a ideas como la tierra prometida o a la construcción de un país a base de epopeya y sacrificio, abriendo caminos con únicamente apenas el propio cuerpo como armadura que otros no tardarán en seguir. Ese paisaje, voluntariamente privado de grandes escenarios naturales en los que lucir la fenomenal fotografía de Chris Blauvet, Continuar leyendo «Un western original: Meek’s cutoff»

Cine para pensar – Ararat, de Atom Egoyan

¿Sabe que les dijo Hitler a sus generales para convencerles de que su plan con los judíos funcionaría?: ¿quién se acuerda del genocidio de los armenios?

Lejos de permanecer fosilizada en los libros, esta cinta rodada en 2002 por Atom Egoyan demuestra que la Historia forma parte de nuestros genes, que la llevamos a cuestas, que ella es tan parte de nosotros como nosotros de ella. Como escribió Benedetto Croce, «toda la historia es historia contemporánea». Con una estética visual más bien de corte televisivo, Egoyan nos sumerge en una narración de ambiente cotidiano que se ve salpicada por acontecimientos históricos que han marcado millones de vidas para siempre, y que lo harán como un efecto dominó mientras el mundo sea mundo conectando con hilos invisibles vidas del pasado y del presente, destinos entrelazados en el subterráneo de la memoria.

Con una compleja estructura que intercala tres escenarios diferentes (la Turquía de 1915, el estudio del pintor Arshile Gorky en el Brooklyn de 1934 y el Canadá próspero y tranquilo de 2002) la película nos mete de lleno en el espinoso tema del genocidio padecido por el pueblo armenio a manos del ejército turco durante la Primera Guerra Mundial a través de la historia de una familia y de los sucesos cotidianos que atraviesan en Toronto. La familia de Gorky fue exterminada por los turcos, salvándose él gracias a su huida a Norteamérica. En Brooklyn pintó un extraordinario retrato de su madre y él mismo a partir de una fotografía que les fue tomada poco antes del genocidio. En Toronto, Ani, profesora de Arte oriunda de Armenia, imparte conferencias sobre este pintor armenio y aprovecha las claves ocultas en el cuadro para difundir y recordar el mensaje reivindicativo del exterminio de todo un pueblo. Un famoso director de cine (interpretado por el cantante francés de origen armenio Charles Aznavour) se fija en ella y la contrata como asesora histórica en la superproducción sobre aquel momento histórico que comienza a rodar. Mientras, su hijo Raffi (David Alpay), contratado como conductor en el rodaje, vive una apasionada relación con su hermanastra, una joven conflictiva que acusa a Ani de ser la causante del suicidio de su padre. Continuar leyendo «Cine para pensar – Ararat, de Atom Egoyan»