Cine al grano: Perro blanco (White Dog, Samuel Fuller, 1982)

 

A cuarenta años largos de su rodaje y su modesto estreno (apenas cuatro salas, en las que se mantuvo solo una semana en cartel antes de ser apartada por indicación del estudio), llama la atención el gran revuelo y el clima de sobresalto, bronca y complicaciones que rodeó a esta modesta producción de estética de telefilme y mensaje simple y diáfano. Basada en una novela de Romain Gary cuyos derechos adquirió Paramount Pictures con idea de que la película fuera dirigida por Roman Polanski, el proyecto fue temporalmente archivado cuando el cineasta franco-polaco huyó de Estados Unidos como resultado de los problemas legales derivados de su acusación de violación en la persona de Samantha Geimer. Años después, se convirtió en la inesperada última película estadounidense de Samuel Fuller, uno de los grandes rebeldes de Hollywood, que tuvo que ajustarse a un presupuesto mínimo y a un escueto plan de rodaje de cuarenta y cinco días. Coescrita por Fuller y Curtis Hanson, a la producción se incorporaron nombres importantes como los del director de fotografía Bruce Surtees y el compositor Ennio Morricone, además de intérpretes característicos como Paul Winfield y el gran Burl Ives. No obstante, la rumorología y las polémicas sobre el supuesto contenido racista de la película y la presunta violencia de sus imágenes llevaron al estudio a replantearse la difusión del filme, a su paralización momentánea y, finalmente, a su tardío y casi clandestino estreno. La oposición de Fuller durante aquellos acontecimientos y su rechazo de las maniobras barriobajeras y de la actitud censora del estudio le granjearon la enemistad de los ejecutivos y la hostilidad del establishment, lo que la postre supuso que las dos últimas películas de su filmografía las realizara en una especie de exilio profesional en Francia.

Hoy, sin embargo, cuesta entender tanto accidente en torno a una película de estas características, de argumento tan plano y mensaje tan directo, de estética tan sencilla y de tan indudables intenciones. Mientras circula por una carretera ya entrada la noche, una joven actriz (Kristy McNichol, que años más tarde haría fortuna en la televisión) atropella a un perro, un pastor alemán de infrecuente pelaje blanco. De inmediato, lo carga en su coche y lo traslada al veterinario. Aunque intenta localizar al dueño, este no aparece, y ante el riesgo de que el perro sea sacrificado, decide quedárselo. En su nuevo amigo encuentra compañía y protección, hasta que un día descubre con horror, cuando lo lleva a un plató de rodaje, que se trata de un perro adiestrado para atacar a personas de raza negra. Lo más fácil sería sacrificarlo pero, apiadada del animal, decide averiguar si existe la posibilidad de reeducar perros adiestrados para el ataque. Así, entra en contacto con unos adiestradores que se dedican a preparar animales para el rodaje de películas, uno de los cuales (Winfield, de raza negra) tiene ya experiencia acumulada, y siempre terminada en fracaso, reeducando lo que se llama «perros blancos», fieros animales entrenados por elementos racistas para atacar a los negros.

Fuller potencia el meridiano sentido de la película a través de la desnudez. Al grano, sin artificios ni distracciones, sin grandes destellos dramáticos (McNichol o su partenaire masculino, Jameson Parker, limitadísimos, dan poco juego) ni elaboradas situaciones de guion, al director le interesa, en particular, contagiar al espectador la emoción y la intensidad de la historia mediante la planificación y el montaje. Es el diseño y la ejecución de las secuencias lo que debe conmover, irritar, escandalizar o repeler, y en ellas se vuelca el interés del guion y el mayor empeño de realización. Particularmente, resultan especialmente brillantes, aunque hoy aparezcan virtualmente superadas por las modernas técnicas de filmación, lo momentos de los ataques, tres, que no ahorran en detalles escabrosos y en sangre mostrada: el conductor de la máquina de limpieza, la actriz atacada en pleno rodaje y el transeúnte que se refugia en la iglesia. Además, hay que añadir el momento del desenlace, cuando se trata de comprobar si, finalmente, el perro está curado, y la ambivalencia que el pulso narrativo de Fuller mantiene prácticamente hasta el final, un vaivén en el que se muestran los pensamientos del perro como los de un animal plenamente consciente e inteligente, con conceptos humanos asimilados como el de la venganza más allá del acto reflejo. De igual modo, el clímax dramático se alcanza en la secuencia en la que la joven rescatadora del perro encuentra por fin a su dueño, que se revela, aparentemente, como todo lo opuesto a lo que cualquiera podría considerar a primera vista como un peligroso y violento militante de una organización racista.

La película concentra su atención en el perro como pilar aglutinante de la acción, haciendo de él, como ya ocurriera con el tiburón de Steven Spielberg, una temible bestia con trazas de inteligencia humana y comportamientos directamente malignos, mientras que deja las subtramas secundarias apenas esbozadas y prisioneras del lugar común. En primer lugar, la soledad voluntaria del personaje de la actriz, cuya situación no viene explicada ni desarrollada, y que tampoco tiene colofón; en segundo término, la lucha continuada y fracasada del criador de raza negra por reeducar los perros blancos, por conseguir que su cerebro mute definitivamente, como metáfora de la necesaria transformación del país, nunca concluida, hacia la igualdad racial real y también como meta en su realización personal. Por otra parte, el personaje de Ives encarna la voz de la razón, la cordura y la sensatez, y también la inocencia y la candidez de una sociedad que, en su conjunto, es víctima de las situaciones de discriminación. Todo este plano dramático, tratado muy a la ligera, contagia en parte, o más bien es contagiada, por cierto descuido en la forma (errores de raccord, algún aspecto de guion poco tratado o abandonado de manera ilógica -la falta de consecuencias tras los ataques del animal-, secuencias de tensión mal concebidas que les hacen perder fuerza y fuelle…). Da la impresión de que Fuller ha concentrado su interés en momentos muy concretos, meticulosamente más preparados y filmados, donde se vuelca la gran contundencia visual que el guion contiene en potencia. Estas son, naturalmente, las de los ataques, en particular el que sufre el transeúnte que corre a refugiarse en la iglesia, y el paralelismo entre la extrema violencia canina y la vidriera de San Francisco de Asís rodeado de pacíficos animales, entre ellos varios perros y, uno en particular, de pelaje blanco.

Una parábola social narrada con buen pulso y ritmo, sin relleno ni esteticismo alguno, en la que no se ahorran episodios desagradables, y cuya lectura última puede resumirse en la adaptación al caso de ese viejo axioma relativo a la energía. En lo que respecta a los perros blancos, o a los blancos racistas, el odio, una vez creado, nunca se destruye; solo se transforma.

Justicia, venganza y reconocimiento: Joe Kidd (John Sturges, 1972)

El mestizaje ocupa un lugar central en las novelas de Elmore Leonard ambientadas en el western. En el caso de Joe Kidd (John Sturges, 1972), el motor que genera el planteamiento dramático básico, consustancial del género, la equiparación entre justicia y venganza (magníficamente sintetizada en el tiroteo final, con Kidd disparando y liquidando el caso desde el asiento del juez en la sala de tribunales local), es la reivindicación por parte de los antiguos propietarios de las tierras, en su mayoría indios y mexicanos, de sus viejos títulos de propiedad sobre ellas, usurpadas ahora por un rico terrateniente, Frank Harlan (Robert Duvall), con la connivencia de las autoridades y la ayuda del «oportuno» incendio de los archivos del registro. Cuando un grupo de descontentos decide tomar las armas y forzar violentamente la restitución de la legalidad, Harlan desembarca en el pueblo, no acompañado de la ley, sino escoltado por un grupo de pistoleros a sueldo con la intención de aniquilar al cabecilla, Luis Chama (John Saxon), y a sus seguidores. A Harlan no le interesa abrir un pleito legal, no tiene ninguna intención de convencer; solo de matar, de imponer por la fuerza su autoridad, de conquistar por las armas el territorio que, según él, le pertenece por derecho. Harlan simboliza así la doctrina del Destino Manifiesto, la ideología de corte racista y genocida sobre la que se edificó en buena parte la conquista del Oeste, el exterminio de los indios o su confinamiento en reservas, la independencia y posterior anexión de Texas y la guerra de 1846-1848 tras la que los Estados Unidos arrebataron a México la mitad de su territorio. Harlan obliga al borracho del pueblo, Joe Kidd (Clint Eastwood), follonero local que se dedica a la crianza y venta de caballos, a que oficie de guía en su persecución de Chama y sus hombres. Kidd, que se vende por dinero, por mucho dinero, y por los atractivos de la acompañante del magnate, representa en su evolución psicológica a lo largo del metraje (de poco más de ochenta minutos muy bien administrados por Sturges, repletos de acontecimientos a pesar de su brevedad gracias a un sabio empleo de la economía narrativa) los sucesivos cambios del punto de vista moral a la hora de juzgar los hechos: de su indiferencia ante un simple caso de bandidaje pasa a la implicación personal cuando Chama y los suyos roban en su rancho unos caballos de refresco con los que facilitar su huida; no obstante, ante la contemplación de los métodos crueles de Harlan y el hambre de violencia de sus hombres, y de la codicia y la estupidez de algunos de ellos (en especial del mercenario que interpreta Don Stroud), Kidd llega a entender la verdadera naturaleza del conflicto planteado, y se erige en auténtico azote de Harlan y sus esbirros.

Se trata de un excelente western, aunque en general tenido por menor en la carrera de Sturges, que no carece de atractivos más allá de la naturaleza de reivindicación histórica de su trasfondo dramático. Además de la concisión narrativa y de la rápida caracterización de unos personajes que, salvo Harlan y sus hombres, no son para nada simples o arquetípicos, Sturges ofrece una meticulosa y eficaz puesta en escena de las secuencias de acción y violencia, y un manejo espléndido de la información que transmite al espectador y del suspense sobre el que se sostiene el desenlace de algunas situaciones apuradas. El argumento tampoco carece de humor, sustentado en los diálogos ácidos de Kidd y en el choque de caracteres entre Eastwood y Stroud, en la rivalidad establecida desde el principio entre el lacónico Kidd y el villano Lamarr, Continuar leyendo «Justicia, venganza y reconocimiento: Joe Kidd (John Sturges, 1972)»

Música para una banda sonora vital: Joe Kidd (1972)

El argentino Lalo Schifrin compone la partitura de este tardío western de John Sturges, uno de los más solventes especialistas en el género (entre otros géneros), de estupendo reparto (Clint Eastwood, Robert Duvall, John Saxon, Don Stroud…), con una estupenda fotografía de Bruce Surtees, y basado en una novela de Elmore Leonard. Un tema que suena a setentero por los cuatro costados.