Diez años sin Fernando Fernán Gómez

El pasado martes 21 de noviembre se cumplieron diez años de la muerte de Fernando Fernán Gómez, actor, director, guionista, dramaturgo, novelista y figura fundamental de la cultura española de la segunda mitad del siglo XX. Aprovechamos para recuperar este texto sobre su trayectoria como cineasta, publicado originalmente en Imán, revista de la Asociación Aragonesa de Escritores, en junio de 2014.

Fernando Fernán Gómez: breve aproximación a un “jodío peliculero”

Fernando Fernán GómezEn la entrevista publicada en el diario El País el 4 de febrero de 2014 (http://goo.gl/7x6Qt0) con motivo del estreno en España de su celebrada Nebraska (2013), el cineasta norteamericano Alexander Payne, en uno de esos simpáticos guiños publicitarios que en Hollywood enseñan a introducir siempre en el discurso de venta de cualquier film en las giras promocionales por el extranjero, menciona a cuatro actores ya desaparecidos que habrían encajado a la perfección como Woody Grant, el protagonista finalmente encarnado por el genial Bruce Dern. De los nombrados, dos son norteamericanos, Henry Fonda y Walter Brennan, y (ahí está el guiño) dos españoles, Pepe Isbert y Fernando Fernán Gómez: ‘¿Sabes quién hubiera sido perfecto? El actor de El cochecito y El verdugo. Era jodidamente divertido’. ‘¿Pepe Isbert?’ ’Eso, mi protagonista solo podían interpretarlo Bruce Dern y Pepe Isbert’. ‘Isbert… ¿No necesitaba mayor presencia física?’ ‘De acuerdo, Fernando Fernán Gómez me hubiera aportado mayor peso, aunque tal vez demasiado’.

A favor de la cinefilia hispánica de Payne cuenta un detalle que le proporciona cierta ventaja sobre sus compatriotas camaradas de profesión: su estancia en Salamanca como estudiante de intercambio con Stanford, su universidad de origen. Pero aunque su juvenil periplo español no se hubiera producido, probablemente Payne habría podido referirse en idénticos términos a Fernán Gómez al tratarse de uno de los actores españoles con mayor proyección internacional entre los años setenta y los noventa del siglo pasado, a pesar de que, a diferencia de otros intérpretes mundialmente reconocidos como Francisco Rabal o Fernando Rey, que ganaron en popularidad a través de su participación más o menos importante y afortunada en coproducciones de todo pelaje o en saltos directos a otras cinematografías, su prestigio se asentó a partir de un cine propiamente español.

No parece existir en lengua castellana un adjetivo que sirva para definir con sencillez y exactitud lo que Fernando Fernán Gómez representa para la cultura española de las últimas décadas: poeta, narrador, dramaturgo y ensayista además de guionista, actor y director de teatro, cine y televisión… Facetas todasFernando Fernán Gómez, El viaje a ninguna parte ellas sabidas aunque no conocidas en igual medida, ya que su carismático perfil como intérprete ha eclipsado a ojos del público cualquier otra de sus vertientes creativas, incluida la de director de cine más allá de los títulos, siempre los mismos, rescatados asiduamente en los pases televisivos, de la actual veneración mediática a las estadísticas de premios recibidos (especialmente El viaje a ninguna parte, galardonada como mejor película, dirección y guión original en la primera edición de los premios Goya de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España, en 1986) o del siempre dudoso marchamo de “cine de culto” con que suele calificarse alguno de sus trabajos (en particular, El extraño viaje, de 1964, basada en una idea de Luis García Berlanga). Lo cual resulta comprensible, dado que la prolífica carrera como actor de Fernán Gómez ha transitado, desde su inicio en la primera posguerra hasta llegado el siglo XXI, por los lugares más comunes y asimilables para el espectador español, como son el cine patriótico-historicista exaltador de la dictadura, el cine sentimental y moralizante llamado “de estampita”, el costumbrismo castizo y folclórico con querencia por lo andaluz, la comedia desarrollista de los años sesenta, el cine de qualité marca Querejeta dirigido por Saura, Armiñán o Erice, entre otros, en los setenta, la apertura internacional adquirida gracias a los certámenes de clase A –sendos Osos de Plata al mejor actor por El anacoreta (Juan Estelrich, 1976) y Stico (Jaime de Armiñán, 1985) y Oso de Honor por toda su trayectoria (2005) en el Festival de Berlín; premio Pasinetti en el Festival de Venecia por Los zancos (Carlos Saura, 1984); premio especial del jurado por El mar y el tiempo (Fernando Fernán Gómez, 1989) y premio Donostia a toda su carrera (1999) en San Sebastián-, la “globalización” de cierto cine español gracias a la buena recepción mundial, Óscares y nominaciones mediante, del cine de Fernando Trueba –Belle Époque (1992) y El embrujo de Shanghai (2002)-, José Luis Garci (El abuelo, 1998) y Pedro Almodóvar (Todo sobre mi madre, 1999), o, finalmente, la fiebre de debuts y óperas primas del cine nacional de los noventa y los primeros años del nuevo siglo (su último papel corresponde a Mia Sarah, dirigida en 2005 por Gustavo Ron).

Fernando Fernán Gómez, Oso de OroDe su dilatada labor como director de cine, iniciada a medias con Luis María Delgado (F. Gómez se ocupaba de los actores y Delgado de las cuestiones técnicas) en la sorprendente Manicomio (1953), cinta que sigue la moda europea de las películas de episodios con la adaptación de varios relatos de autores extranjeros en una atmósfera cercana a la narrativa de Edgar Allan Poe, con ambientación a lo Caligari, y concluida con Lázaro de Tormes (2001), terminada por José Luis García Sánchez debido a la enfermedad de Fernán Gómez en pleno rodaje (de lo cual se resintió sin duda el acabado final del film), falta no obstante un estudio serio y exhaustivo, un análisis pormenorizado de los veintiséis títulos que componen una filmografía a priori excesivamente dispersa e irregular, de una aparente desigualdad en temas, tonos y formas que puede inducir erróneamente a pensar que se trata de un cine impersonal, alimenticio, confeccionado a golpe de capricho del momento, como tanto otro cine español. Sin embargo, además de lo obvio, el interés de Fernán Gómez por la literatura en general y por el teatro en particular –entre otras adaptaciones, La venganza de Don Mendo (1961), Ninette y un señor de Murcia (1965) o la mencionada del Lazarillo, que no es tanto una versión del anónimo literario como del monólogo teatral creado desde él por Rafael Álvarez “el Brujo”-, la trayectoria de Fernán Gómez tras la cámara revela rasgos de una coherencia estilística (no siempre para bien: ahí está el habitual descuido en la calidad de la música de buena parte de sus películas) y narrativa que permiten identificar su obra como un conjunto que constantemente combina una serie de preocupaciones, obsesiones y perspectivas muy particulares que posibilitan incluir a Fernán Gómez en el difícil, controvertido y contradictorio debate de la autoría cinematográfica.

La finalidad de este texto es proponer tres vías de acercamiento, tres líneas temáticas claramente interrelacionadas para una interpretación general del cine de Fernando Fernán Gómez: el mundo visto a través del hecho anecdótico; la lucha por la supervivencia, vital y moral, en un entorno económico y social adverso y asfixiante; y, por último, derivado directamente de lo anterior, el crimen, la violencia, la infracción, lo ilícito –legal y moral–, como ingrediente. Continuar leyendo «Diez años sin Fernando Fernán Gómez»

Parada en ‘Marty’ (Delbert Mann, 1955)

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El autobús de la una y media

A fuerza de hablar de amor, uno llega a enamorarse. Nada tan fácil. Esta es la pasión más natural del hombre.

Blaise Pascal

Un tipo tosco y grandullón cruza la calle sin mirar. De día no podría haber puesto ni la punta del pie en el asfalto sin que una catarata de coches se le viniera encima, pero de madrugada, aunque sea sábado, en el barrio todos duermen. O casi todos, porque Clara acaba de llegar a casa y esta noche va a tardar lo suyo en conciliar el sueño. Nuestro hombre camina a grandes pasos, con las manazas en los bolsillos y la americana de su traje azul sin abotonar, dejando oscilar la corbata a los lados de su prominente estómago con cada zancada, cada una más larga y rápida a medida que se acerca a la parada del autobús. Es tarde, llegará a casa pasadas las dos y ha de madrugar mañana para recibir a su tía Catherine, que va a instalarse con él y con su madre en la vieja casa familiar, e ir después todos juntos a misa de diez. Pero para nuestro hombre todavía es temprano: llevaba demasiados años esperando este momento y cuando por fin ha llegado no parece que la espera haya sido tan larga y cruel. Su dentadura irregular dibuja una sonrisa ingenua y pícara. Incapaz de contener la energía que se desborda en su interior, empieza a dar vueltas arriba y abajo de la parada del autobús hasta que no puede más, golpea de un manotazo la chapa metálica y salta a correr entre el tráfico de la avenida gritando en busca de un taxi que le lleve a casa lo antes posible. Aunque no tiene sueño, y tanto él como quienes le observan saben que no va a pegar ojo en toda la noche…

Puede que esta secuencia de Marty (Delbert Mann, 1955) sea una de las manifestaciones de pura alegría mejor logradas en una película. Sin palabras, a través de los torpes movimientos de un actor demasiado grande y de modales ásperos, Ernest Borgnine, probablemente el principal exponente de esbirro del cine clásico –pérfido sargento en De aquí a la eternidad (From here to eternity, Fred Zinnemann, 1953), forajido en Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954), matón presuntuoso en Conspiración de silencio (Bad day at Black Rock, John Sturges, 1955) o fiel escudero de Pike (William Holden) en Grupo salvaje (The wild bunch, Sam Peckinpah, 1969), entre muchas otras-, poco acostumbrado por tanto a encarnar a idealistas héroes románticos, Mann consigue trasladar al espectador la sensación de un estado de euforia íntimo y no obstante compartido y comprendido por todos. No es para menos: durante la hora anterior Marty, un carnicero de Brooklyn tímido y bonachón bien entrado en los treinta al que todo el mundo recuerda que ya debería estar casado y tener familia como sus hermanos pequeños, no ha hecho sino lamentarse por no haber podido encontrar el amor y proclamar su decisión de no pensar más en ello, de no volver a interesarse por ninguna chica para que evitar que le hagan daño, para no sufrir nunca más. Y de repente, una noche de sábado, cuando pensaba quedarse en casa viendo la tele con Angie (Joe Mantell) tomando unas cervezas, todo ha cambiado. En un salón de baile al que ha ido para no desairar a su madre ha conocido a una chica (Betsy Blair) no muy guapa, cierto, pero sencilla, dulce y agradable que, aunque ha estado a punto de echarlo todo a perder cuando ha intentado besarla, parece encontrarse a gusto en su compañía y quiere ir con él al cine mañana. A diferencia de otras veces y de otras chicas que se han limitado a emplear la diplomática fórmula de una prometedora nueva cita futura para quitarse de encima a un pelmazo, Clara parece sentirlo en serio. Se lo ha dicho en casa, cuando han hecho un alto para coger dinero y cigarrillos, y se lo ha repetido ante el portal, cuando no se han atrevido a besarse y se han despedido como viejos conocidos, dándose la mano. Ha quedado en llamarla después de misa. Es para correr, como poco, tras un taxi.

La escena puede considerarse una versión estática y en seco de otra de las mejores manifestaciones de alegría que ha dado el cine en toda su historia: Don Lockwood (Gene Kelly), estrella del cine mudo, acaba de acompañar a casa a la dulce Kathy (Debbie Reynolds) y justo entonces comprende que está enamorado, que toda la fama, el éxito y el dinero que disfruta no le sirven de nada sin ella. Obviamente, la exaltación de su amor no puede ser otra que el más inolvidable número musical de todos los tiempos, la mayor píldora de vitalidad y de optimismo jamás filmada, un derroche de magia y fuerza que ni todos los efectos especiales inventados o por inventar podrían emular ni en mil años. Pero claro, en Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), todo es posible. De todos modos, mejor que el pobre Marty se haya limitado a perseguir un taxi porque en materia de baile tiene dos pies izquierdos. A él le resulta suficiente un gesto mecánico que encierra buena parte del valor que pretende transmitir la escena. En la reacción de Marty hay dos planos, el aparente, su incontenible euforia, el poder de una pasión recién nacida, el nerviosismo, la evacuación de una tensión acumulada durante años de fracasos y decepciones, y el subliminal, el detalle de tomar un taxi para volver a casa cuando apenas unos minutos antes advertía de que apenas tenía tres pavos en el bolsillo y cuando se debate en la duda de si comprar el negocio a su jefe, para lo cual necesita un crédito de ocho mil dólares y ahorrar todo lo que pueda para una hipoteca de setenta verdes al mes. En la cotidiana sencillez de tomar un taxi en vez de esperar al autobús Marty demuestra que las preocupaciones económicas acaban de pasar a un segundo plano, que Clara asciende el último escalón al pódium, y quizá también que necesita a alguien a quien contarle todo eso antes de acostarse; el taxista resulta mucho más indicado que el barman, además de cobrar por escuchar, te lleva a casa y no te levantas con resaca a la mañana siguiente. Y también es más elegante que, como el teleñeco Tom Cruise en Jerry Maguire (Cameron Crowe, 1996), berrear en plan energúmeno el estribillo de Free Fallin’ de Tom Petty mientras aporrea el volante del coche. Continuar leyendo «Parada en ‘Marty’ (Delbert Mann, 1955)»

Diálogos de celuloide – Calle Mayor

JUAN: ¿Y qué te parece?

TONIA: ¿Eh?

JUAN: La broma, lo de esa chica, Isabel.

TONIA: Ya te lo he dicho. Una canallada.

JUAN: ¿Sí?

TONIA: Sí, una canallada. Esos tíos son unos cabestros, pero tú…

JUAN: ¿Qué?

TONIA: Nada, que creía que eras de otra manera.

JUAN: ¿Cómo?

TONIA: Más hombre, más…, entero.

JUAN: Pero si, total, todo es una broma, para reírnos…

TONIA: ¿Todos?

JUAN: No te entiendo.

TONIA: ¿Ellla también se va a reír?

JUAN: ¡Bah! No le va a pasar nada.

TONIA: ¿Tú que sabes? ¡Me dais asco!

Calle Mayor. Juan Antonio Bardem (1956).