Exaltación de la amistad bélica: Pasaje a Marsella (Passage to Marseille, Michael Curtiz, 1944)

Passage to Marseille (1944) directed by Michael Curtiz • Reviews, film +  cast • Letterboxd

Como parte del esfuerzo de guerra y de la propaganda bélica aliada, Hollywood arrimó el hombro con varias películas dedicadas a la encomiable lucha de sus aliados europeos frente a los nazis. Si en La estrella del norte (The North Star, Lewis Milestone, 1943) y Días de gloria (Days of Glory, Jacques Tourneur, 1944), esta última debut en la pantalla de Gregory Peck, se exaltaba la contribución de los soviéticos en el frente oriental, en esta película de Michael Curtiz se trata de resaltar el papel, exiguo en lo material aunque fundamental en lo simbólico, de la Francia Libre de De Gaulle y Leclerc en oposición al Gobierno colaboracionista de Vichy, justo cuando el desembarco en Normandía se erigía en la apuesta decisiva para el principio del fin de la Segunda Guerra Mundial. Para ello, Warner Bros. reunió de nuevo a varios de los artífices del éxito de Casablanca (1942), temprana reivindicación y emotivo tributo al protagonismo que la Francia derrotada y ocupada debía desempeñar en la remontada aliada frente al Eje: su director, Michael Curtiz; su protagonista masculino, Humphrey Bogart; varios de sus rostros secundarios principales, Claude Rains, Peter Lorre y Sydney Greenstreet; y el compositor de su música, Max Steiner, que ya había jugado con la introducción de los más conocidos y sonoros compases de La Marsellesa en la partitura original de la película. El guion de Casey Robinson y Jack Moffitt debía servir para reflejar en pantalla la entrega, el heroísmo y el patriotismo de los combatientes franceses, en particular de aquellos movidos por sus propios impulsos personales, al margen de la escasa estructura militar organizada que la Francia Libre mantuvo en los frentes de África y Europa.

Así, la película, construida sobre la base de un sucesivo encadenamiento de flashbacks y saltos temporales, selecciona escenarios y personajes particulares a través de los que ejemplificar sus argumentos y subrayar sus planteamientos nacionalistas y su discurso de exaltación. El ingenio militar y la habilidad francesas, así como su validez en combate, se plasman en el primer tramo, el ataque aéreo al Rhin alemán y la base secreta, camuflada en un entorno rural de granjas y campos (curiosa recreación mediante maquetas animadas que reproducen el movimiento de los tractores en los terrenos agrícolas y de los vehículos por los caminos), desde la que parten las incursiones al territorio enemigo. El patriotismo no es solo político o nacional, sino también sentimental, presentado mediante el vínculo existente entre uno de los artilleros de la tripulación de un bombardero adornado con la Cruz de Lorena, Jean Matrac (Bogart) y su esposa Paula (Michèle Morgan), sobre cuya granja arroja en cada misión un mensaje amoroso. Este preludio abre el primer flashback general, por medio del cual el capitán Freycinet (Rains) cuenta a un periodista la historia de Matrac y de otros héroes franceses, antiguos prisioneros en los penales galos de la Guayana evadidos no para sustraerse a su condena, sino para llegar a la metrópoli y combatir por Francia. Este flashback general, que transcurre en un barco que regresa a Marsella desde la Polinesia francesa y encuentra a este grupo como náufragos a la deriva en el Atlántico, alude a posesiones francesas en ultramar (Nueva Caledonia, la África Francesa, la propia Guayana, desde los que en buena medida la Francia Libre promovió su oposición a Alemania) y recoge, a través de flashbacks «menores», las historias individuales de algunos de estos convictos (uno por asesinato, otro por robo continuado, Matrac como víctima de la guerra civil entre colaboracionistas y resistentes a la ocupación nazi). El principal de estos, el dedicado a Matrac, resulta especialmente revelador y crítico con la actitud francesa durante el Ancshluss de Austria y el lamentable papel del presidente Daladier en el Pacto de Munich de 1938 que permitió a Alemania la ocupación de Checoslovaquia. Matrac, antiguo periodista contrario a las aspiraciones nazis, al apaciguamiento, a la rendición y al colaboracionismo, sufre el ataque a su periódico, la inoperancia de la policía para impedir la agresión, y termina como víctima de una maquinación de las autoridades para resultar culpable de los tumultos y de las muertes producida durante ellos, razón por la que termina preso en la Guayana. Matrac es el personaje crucial sobre el que orbitan los demás, su desinterés inicial por verse involucrado en la guerra (después de tantas decepciones y sufrimientos, él solo aspira a regresar a Marsella junto a su esposa) y su súbita concienciación de la necesidad de persistir en la resistencia y de liberar a Francia articulan el mensaje último de la cinta, esa reivindicación del espíritu de lucha francés y la puesta en primer término de sus valores y determinación, así como, en su conclusión, ejemplifica el heroísmo desinteresado de la Resistencia. La Francia oficial, la de Vichy, está encarnada por el mayor Duval (Greenstreet), oficial de infantería que comparte pasaje y que, gracias a los militares a su mando y a parte de la tripulación, quiere mantener el barco fiel a los mandatos de Vichy e impedir que cambie su destino para atracar en Inglaterra, sede del Gobierno de la Francia Libre.

La película cuenta con dos virtudes narrativas y con un importante lastre. En primer lugar, supone una curiosa mixtura de cine bélico y película de aventuras, que aúna, en este último término, tanto el episodio de la prisión francesa en la Guayana, con sus junglas y su severo clima tropical (recreados en estudio), a los que van asociados toda clase de privaciones además de las propias de una cárcel, y la peripecia de la penosa fuga (con su correspondiente dosis de sacrificio por el bien de Francia) a través de selvas y pantanos, como el hallazgo del bote de los náufragos por el barco francés, la intriga y el descubrimiento de la historia de cada personaje, y la incertidumbre sobre qué ocurrirá en el barco como resultado del enfrentamiento entre los leales a Vichy y los partidarios de la Francia Libre. En segundo término, la película alterna con un excelente pulso narrativo los momentos de acción (el bombardeo inicial, la secuencia en la que el barco se defiende del ataque de un avión alemán, los disturbios en suelo francés previos al hundimiento del frente en el verano de 1940) con la exposición de los condicionantes políticos y militares de la situación (la cena en el barco, entre oficiales franceses de diversa inclinación, en la que se manifiestan las distintas actitudes en torno al apaciguamiento, la rendición o la necesidad de combatir hasta el final, incluso desde las colonias). En cuanto al lastre, el predominio de subrayados, tanto en el discurso como en el diseño de determinadas situaciones, del mensaje propagandístico, de la exaltación del nacionalismo francés, que acercan peligrosamente a lo panfletario a una película que, sin embargo, ha sabido manifestar adecuadamente las aristas poliédricas de la realidad francesa del momento.

De este modo, la magnífica y versátil labor de dirección de Curtiz, ajustándose en cada momento al tiempo, la geografía y el tono de cada pasaje, tanto en planificación como en movimientos de cámara, la ingeniosa construcción de la trama mediante saltos temporales, que llega a encadenar con pericia flashbacks dentro de otros flashbacks sin que el espectador pierda pie, complementada con una magnífica dirección artística, que reproduce en estudio con detalle y excepcional verismo una importante cantidad de ambientes y atmósferas diferentes, en muchos casos opuestas, se arruina en parte porque todos los elementos dramáticos y de puesta en escena giran en torno a esa necesidad de crear un producto destinado a incrementar el esfuerzo de guerra hollywoodiense, multiplicando los planos dedicados a la bandera francesa, cayendo sin el menor rubor en la demagogia patriotera o incluyendo los susodichos acordes de La Marsellesa siempre que el dramatismo del momento y la intensidad del mensaje lo requieren. Con todo, la película proporciona un entretenimiento estimable que, además, atesora un importante valor histórico. Estrenada en plena contienda, en 1944, es producto de una delicada coyuntura sobre la que, con una finalidad declarada, sin embargo, no elude las correspondientes zonas de sombra ni ahorra los aspectos críticos más vergonzantes (en una forma que el cine francés se tomaría su tiempo en encarar), y se erige como un valioso y clarificador testimonio de su época.

75 aniversario de Casablanca (Michael Curtiz, 1942)

Casablanca no es, con toda seguridad, la mejor película de la historia del cine. Sí es, con toda probabilidad, la más grande. Todo se ha dicho, todo se ha escrito, todo se ha visto, y sin embargo, nada es suficiente para definirla, para abarcarla, para explicarla por entero. José Luis Garci, cinéfilo ejemplar y ejemplarizante, lo intentó, cuando la película cumplía 50 años, en el breve documental que se incluye a continuación, emitido en el programa ¡Qué grande es el cine!, de Televisión Española, al que tantos debemos tanto.

El mito cumple 75 años. Por decir algo, porque los mitos no tienen edad.

Escarlata O’Hara corregida y aumentada: Como ella sola (In this our life, John Huston, 1942)

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Después de instaurar el ciclo del cine negro clásico con El halcón maltés (1941) y de ahondar en la veta comercial abierta repitiendo con Humphrey Bogart, Mary Astor y Sydney Greenstreet en la olvidada A través del Pacífico (1942), John Huston recibió de Hal B. Wallis, uno de los mandamases de la Warner Bros., el encargo de dirigir Como ella sola, adaptación de una novela de Ellen Glasgow que contaba con el protagonismo de una joven frívola, irresponsable y caprichosa que terminaba llevando a la ruina a sus seres más queridos por culpa de su egoísmo y de sus intentos por salir airosa de todos los problemas que causaba. Huston, nada convencido de la validez de esta historia para una película, aceptó el proyecto por un doble motivo: en primer lugar, porque se sintió halagado de que, con sólo dos títulos previos, el estudio le encargara una película que encabezarían algunas de las más flamantes estrellas del estudio (Bette Davis, Olivia de Havilland, George Brent o Charles Coburn); en segundo término, porque el guión lo había escrito Howard Koch, un guionista que el propio Huston recomendó a Wallis (con muy buen tino: Koch escribió nada menos que el esqueleto de Casablanca) y al que sintió que no podía desairar cuando su carrera podía asentarse definitivamente en el seno de la Warner (más adelante, Koch, que no era comunista pero que sin embargo se negaría a testificar y dar nombres ante el Comité de Actividades Antiamericanas, sufrió las consecuencias del ostracismo al que le sometió el Hollywood oficial). Así, John Huston aceptó un material que poco parecía encajar con sus temas y personajes predilectos para intentar hacer del cóctel la mejor película posible, y obtuvo un resultado bastante solvente.

El día de su boda, Stanley (Bette Davis), la hija menor de un matrimonio de buena familia venida a menos, antigua copropietaria y ahora simple accionista y empleada de la fábrica de tabacos que lleva los apellidos familiares (Fitzroy y Timberlake), se fuga con su cuñado, Peter (Dennis Morgan), casado hasta entonces con su hermana Roy (Olivia de Havilland), dejando plantado a Craig (George Brent), un gris abogado que resulta ser el tercero de los posibles maridos de Stanley que se queda tirado en el último momento. Stanley, que no tiene oficio conocido ni interés en tenerlo, es una joven que vive para su propio placer, sale todas las noches, sólo piensa en bailar y divertirse, y aunque su belleza, su determinación y el encanto de su personalidad tiene a todos hechizados, empezando por Peter pero especialmente a su millonario tío William (Charles Coburn), las dificultades que empiezan a surgir (Peter, médico, no encuentra en su situación un buen hospital donde trabajar y, cuando lo logra, no puede sostener con su sueldo los gastos de la vida a todo tren que Stanley insiste en llevar) minan poco a poco su relación y la convierten en un infierno de alcohol y continuas discusiones y desencuentros. Por el contrario, la desgracia compartida ha acercado a Craig y Roy, que se enamoran y se comprometen. La desgracia que sella el supuesto amor de Peter y Stanley hace que esta regrese a la casa familiar y que prosiga con su comportamiento caprichoso y errabundo hasta el punto de intentar arrebatarle a su hermana el amor de Craig, su antiguo prometido. La resistencia de este enfurece a Stanley, que, ebria de alcohol y de resentimiento, comete un atropello mortal y se da a la fuga, culpando de ello al joven Parry (Ernest Anderson), hijo de la criada de la familia (Hattie McDaniel) que sueña con ser abogado y trabaja en el despacho de Craig, el cual a su vez, desconocedor de la verdad, se apresta a defenderle ante la ley.

Esta intrincada trama de tintes folletinescos cuenta sin embargo con dos notables atractivos. Para empezar, la interpretación de Bette Davis, pasadísima de sobreactuación según los entendidos de aquel tiempo pero que da vida a la perfección al tipo de joven despreocupada, irresponsable, caprichosa e inmadura para afrontar las consecuencias de sus actos que el guión de la película dibujaba en contraposición al desequilibro mental y, sobre todo emocional, que el personaje poseía en la novela. La muchacha Stanley resulta de lo más irritante, en especial cuando el espectador, que contempla como testigo privilegiado las sucesivas maniobras producto de su talante cambiante y movedizo, observa cómo consigue siempre lo que quiere y sale vencedora de todo conflicto y reto que sus malas prácticas provocan. Continuar leyendo «Escarlata O’Hara corregida y aumentada: Como ella sola (In this our life, John Huston, 1942)»

Cine en fotos – Casablanca (Michael Curtiz, 1942)

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Los créditos iniciales de Casablanca (Michael Curtiz, 1942) van acompañados, tras la cortinilla musical de la casa Warner Brothers, por las melodías arábigas de Max Steiner, convenientemente mezcladas con La Marsellesa. En el título final es el himno francés, en cambio, lo único que suena, justo después de que Rick y Renault se lancen a caminar entre la niebla por la pista del aeropuerto y digan aquello del comienzo de una gran amistad. En ambos casos, la pantalla muestra un mapa político de la África colonial europea, cuyos límites representan el reparto del continente en las distintas áreas de influencia británica, francesa, italiana, belga, portuguesa y española, incluidos Río de Oro (el antiguo Sáhara Occidental) y el Sudán anglo-egipcio. Otro detalle entre las decenas de ellos que demuestran que, bien de chiripa, como cuenta la leyenda, o con todas las de la ley, esta inagotable película va mucho más allá de donde parece a simple vista. Incluso más allá de su propio mito.

Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)

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Echando cuentas, resulta bastante llamativo el hecho de que, justo tras Alfred Hitchcock, John Ford y Billy Wilder, el cineasta del que más se ha ocupado esta escalera sea Anatole Litvak. Son hasta tres las ocasiones en las que se ha comentado alguna de sus películas, a saber, por orden de publicación: La noche de los generales (The night of the generals, 1966), producción británica, Un abismo entre los dos (Le couteau dans la plaie, 1962), producción francesa, y Voces de muerte (Sorry, wrong number, 1948), producción norteamericana. Si bien la primera y la tercera de ellas resultan muy estimables, la segunda acumula demasiadas debilidades. Contribuimos a aumentar esta involuntaria estadística favorable al director ucraniano por el lado de las cintas más flojas con una cuarta entrega, también norteamericana, englobada dentro del movimiento hollywoodiense adscrito a la política propagandística propia de la Guerra Fría, titulada Rojo atardecer (The journey, 1959) y protagonizada, tres años después de su éxito conjunto como pareja principal en El rey y yo (The King and I, Walter Lang, 1956), por Deborah Kerr y Yul Brynner.

En esta ocasión, sin embargo, la química entre ambos está más que ausente, debido principalmente a la escasa elaboración que su, en teoría, ambivalente relación tiene en el guión original de George Tabori. La premisa, sin embargo, resulta atractiva, aunque un pelín cogida por los pelos: tras varios días retenidos en el aeropuerto de Budapest tras la ocupación soviética de Hungría en 1956, un grupo de ciudadanos extranjeros de las prodecencias más diversas (diplomáticos, turistas, estudiantes, empleados de empresas occidentales destinados en Oriente Medio, etc., incluido un antiguo oficial alemán nacionalizado etíope…) recibe autorización por parte de las autoridades soviéticas para abandonar el país en autocar por la frontera austríaca. Entre los pasajeros, como se ha dicho, hay de todo: un diplomático inglés (Robert Morley), una familia americana compuesta por una pareja (E. G. Marshal y Anne Jackson), sus dos hijos pequeños (uno de ellos el futuro actor juvenil y luego oscarizado -no se sabe por qué- Ron Howard) y otro que viene en camino, el ex-nazi ya citado junto a su hija, un estudiante francés, un diplomático japonés, un profesor… Y una pareja demasiado elocuente a pesar de sus esfuerzos para no ser asociada, la que forman Diana Ashmore (Deborah Kerr), la conocida esposa de un político británico, y otro inglés, Paul Flemyng (Jason Robards, acreditado como Jason Robards Jr., en su debut en la gran pantalla, bastante crecidito ya, la verdad), que viaja maltrecho y agotado como producto de una herida de bala que intenta esconder a las tropas rusas. Este variopinto grupo se pone en marcha y llega a la última localidad húngara antes de la frontera con Austria. Pero allí, el mayor Surov (Yul Brynner) ha recibido órdenes de retenerlos hasta que puedan formalizarse ciertos permisos producto de las nuevas normas, por lo que soviéticos, húngaros y occidentales deben confraternizar más de lo deseable para todos.

La película flaquea en todos sus aspectos principales: el enigma que oculta el personaje de Flemyng, su verdadera identidad y la razón de su proximidad a Lady Ashmore se adivinan con excesiva prontitud; por otro lado, el triángulo que ambos forman junto a Surov no termina de cerrarse, y la relación entre el militar y la dama inglesa queda insuficientemente tratada. En particular, la evolución de Surov respecto a ella resulta demasiado virulenta y repentina, casi se diría que caprichosa por necesidad del guión, por no decir sencillamente inverosímil, o al menos increíble. El capítulo final de esa evolución no resulta mucho mejor, y pretende convertir a Surov en una suerte del inolvidable Rick de Bogart, si bien truncado a última hora. Otra carencia brutal es la falta de suspense: ni a lo largo del viaje ni en el necesario receso en la huida del país hay situaciones en las que la tensión por un descubrimiento, por una captura, por una revelación que pueda amenazar a los amantes y hacerles volver a Budapest llega a explotarse adecuadamente, y Litvak parece apostar por el romance a tres bandas, que nunca estalla, en vez de por la coyuntura política y aventurera que le permitiría la historia, contendándose con despachar este prisma con un par de episodios bélicos de escasa importancia, y con un intento de fuga no muy logrado y en el que se echa en falta un mayor despliegue de medios. Continuar leyendo «Hollywood anticomunista (II): Rojo atardecer (The journey, Anatole Litvak, 1959)»

Vidas de película – Conrad Veidt

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¿No recuerda a algo esta caracterización del gran actor alemán Conrad Veidt en El hombre que ríe (The man who laughs, Paul Leni, 1928)? ¿Es quizá como Joker, el personaje de Batman? ¿O se parece más a esa imagen breve, apenas décimas de segundo, que por dos veces introduce la presencia explícita del diablo, como dos flashes alucinatorios, en el metraje de El exorcista (The exorcist, William Friedkin, 1973)? El cine mudo lo inventó casi todo. Los sonidos, las voces, lo completaron y lo enriquecieron (a veces); en los últimos tiempos lo saturan, lo emboban. Pero el cine, lo que es el cine, ya estaba allí antes de que Al Jolson abriera la boca. En todo caso, en lo que a Conrad Veidt se refiere, al gran público le dice más esta otra imagen.

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El famoso mayor Strasser de Casablanca (Michael Curtiz, 1942) era un alemán de origen judío nacido el 22 de enero de 1893 en la ciudad de Potsdam, localidad cercana a Berlín que fue sede de una de las conferencias aliadas a tres bandas después de la Segunda Guerra Mundial.

Exceptuando su papel en el gran clásico de Curtiz, lo más importante de la carrera de Veidt transcurre en la Alemania de la UFA, en especial su personaje de Cesare en la obra maestra de Robert Wiene El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des Dr. Caligari, 1920), pero también sus apariciones en Diferente a los demás (Anders als die Andern, Richard Oswald, 1919), una de las primeras películas en hacer un retrato amable de las relaciones homosexuales, en las primeras versiones de la dupla La tumba india (Das indische Grabmail, 1921), vueltas a filmar por Fritz Lang en los años cincuenta, y en otros títulos míticos de la época como Las manos de Orlac (Orlacs Hände, Robert Wiene, 1924), que cuenta con dos versiones estadounidenses, una de ellas con el también alemán Peter Lorre, El hombre de las figuras de cera (Des Waschsfigurenkabinnett, Paul Leni, 1924), en la que aparece junto al gran Emil Jannings y a un actor luego convertido en más que notable director, William Dieterle, o El estudiante de Praga (Student von Prag, Henrik Galeen), remake -¡¡ya!!- de una película de 1913.

Emigrado a Estados Unidos desde finales de los años veinte, lo mismo que uno de sus directores más recurrentes, Paul Leni, trabajó para Alan Crosland y junto a John Barrymore en El vagabundo poeta (The beloved rogue, 1927) y para Leni en la obra arriba citada, en 1928.

Junto a Casablanca, sus papeles más memorables en Hollywood son como Jaffar en la producción británica El ladrón de Bagdad (The thief of Bagdad, Michael Powell, Tim Whelan y Ludwig Berger, 1940) y en Un rostro de mujer (A woman’s face, George Cukor, 1941), junto a Joan Crawford y Melvyn Douglas, remake de la película sueca de 1938 dirigida por Gustaf Molander y protagonizada por Ingrid Bergman.

La muerte prematura de Veidt, acaecida en 1943 a causa de un infarto de miocardio, le impidió desarrollar una carrera más prolífica en Hollywood y también disfrutar de su gran éxito de público gracias a la inmortal Casablanca.

 

Mis escenas favoritas – Deseando amar (In the mood for love, Wong Kar-Wai, 2000)

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No esperaba que me hiciera tanto daño…

De ser una película norteamericana con grandes estrellas de raza blanca como protagonistas, estaríamos hablando de la Casablanca del siglo XXI, puro mito instantáneo del séptimo arte. Pero así, ya es suficientemente magnética, magnífica, especial, seductora, emotiva, por sí sola.

Diálogos de celuloide – Casablanca (IV)

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UGARTE: Vaya. ¿Sabes, Rick? Le hablaste a ese banquero como si toda tu vida hubieses dominado la banca.

RICK: ¿Y cómo sabes que no fue así?

UGARTE: Oh, por nada. Pero al verte por primera vez en Casablanca, pensé que…

RICK: ¿Pensaste que…?

UGARTE: Que sólo digo tonterías… ¿Puedo? Es una pena lo de esos correos alemanes, ¿verdad?

RICK: Una verdadera pena. Ayer simples funcionarios, y hoy tan sólo heroicos caídos.

UGARTE: La verdad es que eres muy cínico, Rick, si me permites que te lo diga.

RICK: Te lo permito.

UGARTE: Gracias. ¿Tomas una copa conmigo?

RICK: No.

UGARTE: Olvidé que nunca bebes con los clientes… Póngame otro, por favor… Me desprecias, ¿verdad, Rick?

RICK: Si alguna vez pensara en ti, probablemente sí.

UGARTE: Pero, ¿por qué? Ah, quizá por la índole de mis negocios. Pero piensa en esos pobres refugiados. Si no fuera por mí, se morirían esperando. Al fin y al cabo, yo les proporciono los visados que tanto desean.

RICK: Por un precio, Ugarte, por un precio…

UGARTE: Piensa en esos pobres diablos que no pueden pagar lo que Renault les pide. Yo se los doy por la mitad. ¿Y por eso he de ser un parásito?

RICK: No me importan los parásitos; sólo los que actúan de un modo bajo y rastrero.

UGARTE: Después de esta noche me retiro del negocio, Rick. Por fin me voy de aquí, me voy de Casablanca.

RICK: ¿Quién te consiguió el visado, Renault o tú mismo?

UGARTE: Yo mismo. Mis precios son mucho más razonables. ¿Sabes lo que es esto, Rick? Algo que tú nunca has visto. Salvoconductos firmados por el general De Gaulle. No pueden ser rescindidos ni investigados. Un momento. Esta noche los voy a vender por más dinero del que he soñado en toda mi vida, y entonces… ¡adiós a Casablanca! ¿Sabes, Rick? Tengo muchos amigos en Casablanca, pero por alguna razón sólo confío en ti a pesar de tu desprecio. ¿Querrás guardármelos, por favor?

RICK: Cuánto tiempo.

UGARTE: Una hora o así. Tal vez algo más.

RICK: No los quiero aquí toda la noche.

UGARTE: No te preocupes por eso. Guárdamelos, por favor. Sabía que podía confiar en ti. Ah, camarero. Espero a unas personas. Si preguntan por mí, estaré aquí mismo. Rick, esta vez espero haberte impresionado. Si me disculpas, voy a compartir un poco de mi buena suerte con tu ruleta.

RICK: Aguarda un poco. Verás: corre el rumor de que los correos muertos llevaban unos salvoconductos.

UGARTE: ¿Sí? Yo también lo he oído. Pobres diablos.

RICK: Tienes razón, Ugarte. Sí que estoy un poco impresionado.

Casablanca. Michael Curtiz (1942).

 

 

El cine hecho mito: Salvaje! (1953)

La imagen de Marlon Brando como cabecilla de una banda de moteros, vestido de cuero y con gorra de medio lado, es uno de los iconos más populares del cine y, junto al recuerdo de James Dean, la mayor contribución cinematográfica al mítico espíritu de rebeldía propio de una desorientada juventud occidental tras la II Guerra Mundial que más tarde cristalizaría en diversos movimientos de subversión y contestación social como respuesta a los convulsos acontecimientos políticos, bélicos y económicos de las décadas de los cincuenta y sesenta. Los carteles con la imagen de Brando, de James Dean o, en una versión más sentimental, de Humphrey Bogart como Rick en Casablanca (película que por entonces fue recuperada del olvido por los jóvenes universitarios gracias a la identificación del personaje de Rick como antihéroe romántico enfrentado al totalitarismo) adornaron no pocas habitaciones juveniles de casas particulares o residencias de estudiantes de aquellos tiempos, con un grado de aceptación, identificación, popularidad y repercusión sin precedentes en el cine y que superaba con mucho la dimensión artística de las propias películas, la construcción de los personajes o la interpretación de los actores. El caso más llamativo de este fenómeno es Salvaje! (The wild one, László Benedek, 1953), película producida por Columbia, mucho más discreta que Casablanca o las superproducciones con James Dean (todas ellas de Warner Bros.), que consolidó a Brando como estrella -venía de trabajar con Elia Kazan en Un tranvía llamado deseo y Viva Zapata– y le dotó de una personalidad rebelde, conflictiva, en parte maldita, que no solo explotó a conciencia en el resto de su filmografía sino que también condicionó su vida personal y profesional.

Brando interpreta a Johnny, el cabecilla de una pandilla de moteros, jóvenes despreocupados en una actitud de reto permanente, en constante demostración de su hombría y fortaleza, amantes de la juerga, bastante patanes en el fondo, y que esconden bajo su acentuada rudeza, su descarado machismo y su pose contestataria y chulesca una evidente falta de preparación para enfrentarse a la complejidad del mundo -por defectos en su educación, por ausencia de atención familiar, por falta de referentes culturales y por haberse convertido en víctimas del consumismo y de fáciles y falsos ideales de éxito- y una ingenuidad infantil que intentan vencer con un comportamiento intimidatorio y violento que no oculta que no son más que unos críos que no saben nada de la vida, carentes de herramientas para aprender de ella. Como dirá Johnny más adelante cuando las cosas se pongan feas, no son más que un grupo de chicos que sale en moto los fines de semana para olvidar las obligaciones del trabajo o las penas de no tenerlo, para sentirse libres, poderosos, autónomos frente a la autoridad, las convenciones, las costumbres y la tutela de sus mayores. Pero, de momento, son un atajo de bravucones que comprometen y extorsionan a todo el que cae en su área de acción para demostrarse a sí mismos su falsa y estéril idea del triunfo, de reconocimiento, que no quieren saber nada de las historias de la guerra que han librado sus padres, que no se preocupan tampoco por el futuro; que viven en el presente, un aquí y ahora al que pretenden extraerle todo el meollo alargando la mano y cogiendo todo lo que quieren. Un carpe diem con sabor a gasolina, regado con cerveza, revestido de asfalto. Y en Salvaje! comienzan por estropear una carrera de motos que tiene lugar en una localidad de California, justo antes de presentarse en un pueblo vecino para sembrar un caos y desconcierto que no tardará en convertirse en terror y caza del hombre.

La película contrasta la invasión de los moteros con la reacción de los pacíficos -en apariencia- habitantes de la pequeña ciudad cuya tranquilidad perturba la llegada de las motocicletas. El ambiente calmoso, sencillo, provinciano de la localidad se ve sacudido por la orquesta de los motores en secuencias inteligentemente desprovistas de cualquier otro sonido, incluso de música, logrando que el espectador se sienta igualmente invadido por el atronante concierto de válvulas, bujías y combustiones. Benedek, con guión de John Paxton sobre una historia corta de Frank Rooney, maneja adecuadamente la atmósfera enrarecida, incómoda, en permanente y creciente tensión, que crea la llegada de los muchachos a un pueblo tranquilo en el que el sheriff (Robert Keith) intenta capear el temporal con buena cara y condescendencia, sabedor de que en tan convulso ambiente una pequeña chispa puede desatar una tormenta de violencia y venganzas crecientes. Ello provoca que los chicos se tomen al policía por el pito del sereno y que los vecinos menos dispuestos a aceptar las chanzas, las burlas y las imposiciones violentas de los jóvenes deseen tomarse la justicia por su mano. Entretanto, Johnny se interesa por Kathie (Mary Murphy), la camarera de un local de la ciudad, hija del sheriff, ante la que deja entrever parte de su auténtica naturaleza sensible y tranquila. Con todo, el clima de enfrentamiento inminente cada vez más palpable se acrecienta con la llegada de otra banda de moteros, encabezada por Chino (Lee Marvin), y que responde al curioso nombre de Los Beetles… Continuar leyendo «El cine hecho mito: Salvaje! (1953)»

A Casablanca se llega por Argel; a Argel, por la Casbah

Los caminos del cine son inescrutables. En 1937, Julien Duvivier, uno de los maestros franceses del realismo poético y también precursor en cierta manera de la futura nouvelle vague, adaptó una novela de Henri La Barthe para su estupenda Pépé le Moko, protagonizada por Jean Gabin en la piel de un famoso ladrón parisino oculto en la Casbah argelina. Allí, entre una fauna de delincuentes, refugiados, gente de paso y demás territorios humanos tendentes al trapicheo, la huida o el escondite, protegido por la ley no escrita de los habitantes de la Casbah, y por su estructura de callejones, callejuelas, plazoletas, locales, tabernas, sótanos, pasadizos secretos, terrazas, rincones, escondrijos y demás, malvive junto a sus compinches viviendo de las rentas de su último gran botín en una joyería. Así, hasta que conoce a una bella turista de la que se enamora y que se convierte en la mejor ocasión que se le presenta a la policía francesa para conseguir hacer salir a Pépé salga de la Casbah y poder atraparlo de una vez por todas…

El éxito y la aceptación de esta gran película, a caballo entre la intriga y el melodrama romántico, provocó su adaptación por John Cronwell para el público americano en Argel (Algiers, 1938), para la que se buscó, en aras de la mayor autenticidad posible y también para dotar a la cinta de la necesaria atmósfera de exotismo y misterio, un reparto híbrido de intérpretes norteamericanos y europeos. Protagonizada por el francés Charles Boyer en el papel de Pépé, el mayor haber de la película y la más válida razón de su paso a la posteridad viene del debut en Hollywood de la actriz austríaca Hedy Lamarr (que sonó para el personaje secundario de la amante de Rick en los preparativos de Casablanca), posiblemente la actriz más bella que ha pasado por la pantalla. Junto a ellos, otra bella, Sigrid Gurie, y secundarios de lujo como Joseph Calleia, Gene Lockhart (nominado al Oscar al mejor actor de reparto) o Alan Hale, recrean con exacto paralelismo los personajes de la cinta de Duvivier. Igualmente sucede con la puesta en escena, que refleja en estudio, con decorados (un tanto acartonados) y transparencias los ambientes de la Casbah, sus rincones y secretos, mientras que en contraposición se utilizan planos generales de las vistas de la ciudad desde el mar y desde el puerto, así como imágenes documentales de las calles, mercados y locales del Argel de la época. Especialmente resulta llamativo el inicio de la cinta, con una introducción sostenida en imágenes reales de la ciudad que nos va situando brevemente en el pasado y el presente de Argel y en especial de la Casbah y su tropa multinacional de refugiados, delincuentes, comerciantes y negociantes. Esta forma de presentar el escenario remite directamente a la que emplearán cuatro años más tarde Michael Curtiz y la Warner (Argel es de United Artists, la compañía fundada por David W. Griffith, Douglas Fairbanks, Mary Pickford y Charles Chaplin) para introducir la inmortal Casablanca.

No es, ni mucho menos, el único nexo que une ambas cintas. Al título de una única palabra, el nombre de una ciudad norteafricana de población plurinacional (tanto en Argel como en Casablanca se hace especial hincapié en este punto, el de ciudad internacional habitada por gente de todo el mundo, posiblemente inspirándose ambas en el Tánger de principios del siglo XX), se une el escenario exótico, mezcla de Europa y África, típico de la colonización (más concretamente, en ambos casos, de la colonización francesa), las notas pintorescas relacionadas con la población autóctona y la atmófera de entorno cerrado, de fácil llegada pero de difícil, si no imposible, huida. Continuar leyendo «A Casablanca se llega por Argel; a Argel, por la Casbah»