Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al centenario de Federico Fellini, que se conmemora este 2020.
Reflexiones desde un rollo de celuloide
Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al centenario de Federico Fellini, que se conmemora este 2020.
Buñuel me ha citado en las profundidades de terciopelo del antiguo café Florian. Fundado a mediados del siglo XVIII, el Florian es una placenta acojinada, y si sus pequeñísimas salas de mármol y madera, oros y rojos han acogido en el pasado a Casanova y a Stendhal, a Byron y a Wagner, Buñuel se acomoda en las mullidas butacas con aire ligeramente sadista. Viajar para encerrarse. Da la espalda al tumulto veraniego de la plaza de San Marcos con sus siniestras palomas, sus siniestros turistas alemanes y sus siniestras orquestas tocando popurrís de Lerner and Loewe. Los compartimentos del Florian son como los de un tren de lujo del siglo pasado. Buñuel, viajero inmóvil, se refugia en la sordera. Su rostro, esculpido a hachazos, es reproducido al infinito en los prismas de espejo manchado del café. Desde una mesa cercana, Pierre Cardin observa con asombro la espléndida indiferencia sartorial de Buñuel: camisa de manga corta, pantalones abultados, anchos, sin planchar, boina vasca y huaraches de indio mexicano. Cuando llego, está en el tercer Negroni. Anoche subió al estrado del Palazzo del Cinema en el Lido a recoger el León de San Marcos, primer premio del Festival de Venecia otorgado a Belle de jour. Era divertido ver a este solitario en medio de la panoplia fulgurante de Venecia, fotografiado como una vedette, acosado por cazadores de autógrafos. Y aún más divertido asistir al baile que la contessa Cicogna ofreció a Buñuel en Ca’ Vendramin. Desde luego, Buñuel no asistió. Pero una enorme fotografía suya presidía la magnífica fiesta, y bajo la mirada ausente de Buñuel bailaban el frug Gina Lollobrigida y Aristóteles Onassis; Richard Burton bebía como un cosaco y Elizabeth Taylor besaba las mejillas de Claudia Cardinale; Marcello Mastroianni se aburría en un rincón y Luchino Visconti se paseaba arrastrado por tres galgos rusos con cadenas de plata.
BUÑUEL: La sordera se me agrava con los años.
C. F. : ¿No es usted sordo de conveniencia?
BUÑUEL: ¿Cómo? ¿Una conferencia?
C. F.: Que si no finge usted un poco la sordera para aislarse más fácilmente.
BUÑUEL: No, no, puedo conversar perfectamente en español y en francés. En inglés ya no escucho nada. Y en cuanto hay más de cinco personas en una pieza, sordo como una tapia. El mundo es un rumor angustioso.
(Carlos Fuentes. Luis Buñuel o la mirada de la Medusa, Madrid, Fundación Banco de Santander, 2017)
A veces la elección de un reparto no es una tarea sencilla. Al igual que Fellini escogiendo féminas para el plantel de Casanova (1976), escrutando escotes y senos como si de un avezado científico ante un raro ejemplar de insecto se tratara, relata Ángela Molina -y es de suponer que otro tanto sucedería con Carole Bouquet- la fría, aséptica y casi clínica profesionalidad de Luis Buñuel al pedirle que se desnudara para examinar su cuerpo de cara al rodaje de Ese oscuro objeto del deseo (1977), título imprescindible del aragonés que resume muy bien su filmografía. O incluso la de otros, como Woody Allen.
Quisiera hacer una película que nos ayudara a enterrar de una vez lo que está muerto dentro de nosotros, dice Guido (Marcello Mastroianni) en Ocho y medio (Otto è mezzo), de Federico Fellini (1963). Y ello, a veces, exige ingratos sacrificios como pasarse horas mirando tetas…
Deseo es la fortaleza inexpugnable, el ejército invencible, la más formidable e incontenible fuerza de la naturaleza, más poderoso que una inundación, más devastador que una erupción volcánica. Cuando sus huestes atacan, no hay defensa posible, no existen muros lo suficientemente gruesos para resistir su acometida, tropas que no den cobardemente la espalda a fuerza tan avasalladora para huir atropelladamente sin rumbo, sin capacidad ni intención alguna de reagruparse y contraatacar. Todos, de cualquier origen o condición, somos víctimas culpables de una guerra de la que siempre sale victorioso, en la que somos meros títeres de un destino marcado a fuego en una lengua que no es la nuestra, que no podemos comprender. Así, sucumbimos perdidos, desorientados, tan ansiosos de entregarnos a ese vértigo irracional que nos consume como temerosos de caer por el abismo que vemos abrirse bajo nuestros pies, por más que sepamos que nuestra precipitación es tan segura como inútil. Intentar resistirse, reprimirse, es absurdo. ¿Acaso pueden detenerse la salida del sol o de la luna, las mareas o los terremotos? Racionalizarlo, asimilarlo, incorporarlo a nuestro intelecto en una categoría, en un rincón descifrable, convertirlo en una estimación o en un sentimiento reconocible que etiquetar y guardar en un arcón o presentar en sociedad a nuestra voluntad, es tarea vana. ¿Puede quizá aprisionarse el viento, inducirlo o deducirlo? No queda otra solución que entregarse al ojo de su huracán, y como el viejo precepto dice, unirse a un adversario al que no se puede derrotar, aceptar sus reglas, someterse y resignarse al destino que nos quiera deparar esperando en última instancia la impredecible clemencia del azar.
Así lo entendieron, de buena gana o por la fuerza, mis antecesores en el cargo de Pontífice Mayor del Deseo. El impulsivo Uther no vaciló en perder su reino e incluso la vida a cambio de satisfacer su Deseo de yacer con la esposa de un rey aliado. No dudó tampoco en entregar al heredero fruto del forzoso adulterio como tributo exigido por Merlín por sus mágicos servicios, el encantamiento que permitió a Uther cabalgar sobre las aguas brumosas para burlar las defensas del castillo de su amigo y asaltar así la alcoba del objeto de su Deseo, a la que amó violentamente sin siquiera llegar a despojarse de la armadura. Artús. Arturo. Simple moneda de cambio de un efímero amor carnal. Uther satisfizo su Deseo a costa de sacrificar, sin duda con gusto, su país y su vida. Deseo no consiente otra cosa.
Si el dios Deseo perdió a Uther, al rey Claudio le valió, aunque también de forma pasajera, Elsinor. Su pasión por Gertrud le llevó a asesinar a su propio hermano, ocupar su puesto en su lecho y en su trono, conspirar en contra de su sobrino y arruinar su estirpe para siempre. Fue el mayor triunfo de Deseo: acabó con todos tan solo insuflando un breve soplo de sí mismo en el corazón del ambicioso y traidor Claudio. Cuentan que el eco de las demoníacas carcajadas de Deseo todavía puede sentirse en los acantilados de Dinamarca en los días de tormenta como en la noche sevillana cada víspera de difuntos evocando el triste final de Don Juan.
Ingenuamente, uno llega a creer que un día llega a triunfar sobre el Deseo, que éste le abandona vencido tras una intensa vida de combates, que huye de sí cuando el cuerpo se vuelve decrépito, cuando pierde la lozanía y la presteza, cuando no encuentra un lugar apto para aposentarse y transmitirnos sus obligados preceptos. Incluso puede asemejarse engañosamente a un estado de libertad o de alivio pensar que nos hemos librado para siempre de sus caprichosos dictados, de sus irrefrenables impulsos. Jamás sucede tal cosa. A día de hoy, anciano, encorvado, casi ciego, abandonado a solas con mis pensamientos y los recuerdos de aventuras pasadas en este castillo de Dux, ejerciendo un triste empleo de bibliotecario que me deja demasiadas horas libres para caer en ensoñaciones de una vida que me parece vivida por otro, abandonado como una ballena varada en la plaza de San Marcos de Venecia, incapaz de moverme por mí mismo, de cabalgar con urgencia por un prado, de asaltar un balcón o escalar un muro para conquistar o para huir como tantas veces hiciera antaño, no anhelo otra cosa que ser mordido por ese perro rabioso que es Deseo y someterme a su destino a costa de la propia vida, de mi integridad, de mi frágil moral o de cualquier idea de felicidad propia o ajena. Una vez más eres el vencido; igual que lo fuiste cuando Deseo te poseyó, lo eres ahora cuando tanto lo echas de menos dentro de ti, cuando firmarías con el Diablo el pacto por el que acortarías radicalmente tu vida, por el que entregarías sin pensarlo tu alma, con tal de saborear una última vez antes de morir lo que es la cruel y placentera punzada de Deseo en el vientre, la mordedura de esa fiera dentada de ojos desencajados.
De vez en cuando, en la duermevela de los fríos amaneceres de invierno aquí en Bohemia, sueño con Deseo. Le veo cruzar el puente levadizo de su castillo de La Coste, su paraíso en la Tierra, en la piel del Divino Marqués, precediendo una caravana de fieles, todos desnudos y dispuestos a satisfacer los placeres de la carne en las más inverosímiles formas, casi tan parecido a Jesucristo que bien podría confundirse uno con otro. Deseo-Jesucristo me mira y me tiende las manos y yo, Giacomo Casanova, con una sonrisa torcida en esta desdentada boca de anciano y la emoción convertida en lágrimas, me dejo llevar una vez más a su prisión, pero ya sin miedo, empeñado en sentirme vivo por última vez.