Nicholas Ray: el amigo americano

El cine es Nicholas Ray.

Jean-Luc Godard

 

Toda mi vida está integrada en la aventura del cine, en esa aventura que no está limitada por el tiempo ni por el espacio, sino tan sólo por nuestra imaginación.

Nicholas Ray

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El plano final de El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977) muestra a un anciano decrépito y acabado, tocado con parche, que, desencantado, escéptico y cansado se aleja de espaldas a cámara por una carretera desierta, con la mirada perdida entre los amenazantes rascacielos que se levantan al fondo de la imagen y la lengua de mar que se abre a su derecha. Se trata de Derwatt, un pintor que ha dejado creer al mundo que lleva años muerto; durante ese tiempo ha seguido pintando cuadros, en realidad imitaciones de su propio estilo, que Tom Ripley (Dennis Hopper), el legendario personaje de Patricia Highsmith, subasta en Hamburgo haciéndolos pasar por originales inéditos pintados antes de su muerte. En una película que es casi un homenaje cinematográfico deliberado (son otros cinco los directores que actúan interpretando distintos personajes: Jean Eustache, Daniel Schmid, Peter Lilienthal, Sandy Whitelaw y el gran Samuel Fuller, todos ellos dando vida a gangsters), Derwatt es un personaje creado a la medida de un genio del cine que por entonces el mundo había olvidado y tenía por desaparecido, Nicholas Ray. Privado mucho tiempo atrás de los medios que le permitieron erigirse en el mayor cineasta-autor americano del periodo clásico, en sus últimos años, frustrado, desorientado y enfermo, llegó a hacer espectáculo de su decadencia como intérprete de personajes derrotados en un puñado de películas y también con discontinuos estertores de su labor como director que no llegaron a ver la luz.

Nick Ray, de nombre de pila Raymond Nicholas Kienzle, otro de los muchos y muy ilustres cineastas americanos de origen alemán, nació en Galesville, Wisconsin, en 1911. Arquitecto de formación, es durante una estancia en Nueva York cuando en un grupo de teatro aficionado conoce a su primer valedor, Elia Kazan. Será su billete para el cine: cuando Kazan debute en Hollywood como director (Lazos humanos, A Tree Grows in Brooklyn, 1945), Ray será su ayudante.

Su ópera prima como director es un film noir, Los amantes de la noche (They Live by Night, 1948), en el que Farley Granger y Cathy O’Donnell luchan contra un destino marcado y fatal. Sigue cerca de esas coordenadas su segunda película, el melodrama criminal Un secreto de mujer (A Woman’s Secret, 1949), pero ese mismo año entra en contacto con Humphrey Bogart, quien le encarga como productor la realización de dos películas hechas a su medida, el excepcional drama judicial con tintes negros Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949) y la mítica En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1949), en la que Bogart da vida a un guionista acusado de asesinato. Ray comienza a conformar así lo que será una de sus principales marcas de identidad, el desprecio por las convenciones dramáticas tradicionales y su apuesta por la dirección de actores a menudo llevada al límite, más preocupada por encontrar miradas, gestos y actitudes que transmitan información, emoción y sensibilidad. También empieza a labrarse cierta reputación de hombre inflexible y difícil que más tarde le traerá consecuencias.

En sus siguientes trabajos, Nicholas Ray termina de perfilar otra de sus señas características, su excelente sentido del ritmo. Con la irregular Nacida para el mal (Born to Be Bad, 1950), con Joan Fontaine y Robert Ryan respectivamente como la maquinadora mujer fatal y la ingenua víctima de sus manejos, sigue profundizando en el cine negro, una de cuyas cimas es la magnífica La casa en la sombra (On Dangerous Ground, 1950), de nuevo con Ryan como el violento policía protagonista. Al año siguiente rueda su primera película bélica, la tibia Infierno en las nubes (Flying Leathernecks), lucha de rivalidad personal entre dos oficiales de la aviación americana (John Wayne y Robert Ryan) en los inicios de la campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Con Hombres indomables –también titulada Hombres errantes– (The Lusty Men, 1952), historia ambientada en el mundo de los rodeos protagonizada por Robert Mitchum, recupera la línea ascendente, y en 1954 su primer western se convertirá en su obra maestra más representativa, la película en la que confluyen sus obsesiones personales (la soledad, la violencia y la búsqueda del sentido de la vida) y su estilo cinematográfico: Johnny Guitar. Western atípico tanto por su atmósfera decadente y opresiva deudora del cine negro como por sus protagonistas (Joan Crawford y Mercedes McCambridge), dos mujeres enfrentadas, personajes activos y violentos en torno a las que giran caracteres masculinos pasivos (Sterling Hayden, Scott Brady), se trata en buena parte de un ensayo sobre la “caza de brujas” y el mccarthysmo. Continuar leyendo «Nicholas Ray: el amigo americano»

Mis escenas favoritas – Ben-Hur (William Wyler, 1959)

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Nos sumamos a la cita anual con el cine de romanos retomando uno de los momentos emocionalmente más intensos de Ben-Hur, remake que William Wyler dirigió en 1959 a partir de la novela de Lewis Wallace y del precedente cinematográfico de Fred Niblo (1925), el reencuentro de Judah Ben-Hur (Charlton Heston, el actor con peor juego de pies de la historia del cine; nótese que nunca filmó una escena en la que apareciera bailando o siguiendo mínimamente cualquier cosa parecida al ritmo…) y su antiguo amigo Messala (el malogrado Stephen Boyd) después de que este le enviara a galeras (un chiste de galeras: ‘¡Remeros! Os traigo dos noticias, una buena y una mala, ¿cuál queréis primero?’ / ‘¡¡¡La buenaaaa!!!’ / ‘Por fin podéis cambiaros de calzoncillos’ / ‘¡¡Bieeeeeen…!!’ ¿Y la malaaaa…?’ / ‘Tú con ese de allí, tú con aquel de allá, tú con el que tienes al lado…’).

Algunos han querido ver en esta accidentada relación algo más que amistad, o bien una amistad situada en las coordenadas en las que muchas veces ésta era entendida en las culturas orientales -y no tan orientales- durante la Edad Antigua, es decir, las relaciones homosexuales, algo más que probable desde el punto de vista estrictamente histórico por más que les chirríe a los sacristones de hoy en día que se rasgarían las vestiduras si el peplum clásico reflejara las costumbres tal y como eran en aquella época sin paso previo por censura política alguna. Sin inclinarnos expresamente por una u otra interpretación cinematográfica de la relación Judah-Messala, lo que sí es cierto es que, emocional y psicológicamente, la construcción de los personajes y su posterior evolución recíproca pueden encajar perfectamente dentro de ese subtexto homosexual. En todo caso, esa interpretación contribuiría a enriquecer todavía más el poliédrico juego de sentimientos, odios y rencores que consume a ambos personajes.

Mis escenas favoritas – Ben-Hur

Periódicamente un servidor tiene que discutir, más o menos acaloradamente, con lectores y comentaristas de éste y otros blogs cuando uno se queja amargamente de la dependencia del cine-espectáculo actual de los aparatitos con teclas, botoncitos, pantallitas y numeritos. En esos casos, uno generalmente recibe amables calificativos que van desde el tan manido «gafapasta» hasta sarcasmos e ironías bastante ridículos en cuanto a la supuesta avanzada edad de mi menda o a la antigüedad de los gustos de uno aplicables a otras esferas de la vida más personales, hechos que, según estos humanoides, dificultarían la adaptación de un servidor a la vida moderna, eso por no hablar de las proclamaciones públicas como ignorantes de quienes no sabemos apreciar las virtudes del cine colonizado por el videojuego.

Quien escribe no es enemigo, ni mucho menos, del empleo de efectos especiales ni del uso de las nuevas tecnologías aplicadas al cine (sí de cruzar, eso sí, los límites insalvables de la dependencia de la tecnología contra los que ya nos advirtió, por ejemplo, Luis Buñuel, hábito de nuestro tiempo cuyo único fin suele ser recaudatorio y no artístico); lo contrario sería una estupidez: es propio del cine la investigación y la experimentación técnica y creativa como vehículo de retroalimentación. Lo que no entienden los partidarios del cine «de muñequitos» (término en absoluto despectivo con el que aquí nos referimos a esos circos de pirotecnia que copan por aplastamiento las multisalas) es que a veces hay modos mejores y más efectivos (y también más baratos) de hacer las cosas que el recurso al ordenador, y que muchas veces éste es una coartada para la falta de talento y de capacidad de los promotores de un filme. Los efectos digitales pueden apabullarnos la vista, cortocirtuitar nuestros cerebros, colman nuestras retinas, llenan nuestros ojos, pero rara vez, por no decir nunca, pasan de ahí, casi nunca llegan al alma o tocan el corazón: nada más espectacular e impactante que Matrix. Y también nada más frío, mecánico, distante y vacío.

Y lo que no entienden, y no entenderán jamás porque hablamos casi de una secta, los hooligans del actual cine «de muñequitos», sea de superhéroes, adaptaciones de los tebeos o demás productos casi siempre prescindibles, es que una computadora, cueste los dólares que cueste, y un ingeniero, ídem de ídem, jamás podrán igualar el grado de perfección técnica y de emoción y calidez narrativas que ofrecen escenas como ésta, creada por ese genio de los efectos especiales y maestro del oficio de especialista que fue Yakima Canutt (el indio que cae a los pies de los caballos en La Diligencia de John Ford, 1939) para la nueva adaptación que del best-seller de Lewis Wallace, Ben-Hur, filmó William Wyler en 1959, protagonizada por Charlton Heston (la primera versión es de 1925 y no es menor en cuanto a espectacularidad y perfección técnica). La película ganó, entre muchos otros, el Oscar de la Academia a los mejores efectos especiales y hoy, cincuenta años después, no tenemos ninguna duda de que si optara al premio volvería a ganarlo de calle. Porque el cine de verdad posee un valor y, sobre todo, un estilo y una fuerza, en suma, un poder, que las vulgares imitaciones mecánicas del cine, hoy por hoy no van a igualar. Aunque claro, para estos esclavos de modernidad, 1959 es la prehistoria, y no digamos ya el cine en blanco y negro (pobres, no saben lo que se pierden), y como tal, hay que despreciarlo. Modernos que son, oye, aunque no se den cuenta de que no se es moderno sólo por parecerlo. Y también son, tristemente, un poco inconscientes.

Y en cuanto al cine «de muñequitos», mientras no sea capaz de crear un prodigio técnico como el que sigue a continuación, seguirá siendo de segunda categoría.