Cine y circo en La Torre de Babel de Aragón Radio

 

Nueva sección de cine en el programa La Torre de Babel de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en esta ocasión dedicada a las relaciones entre el circo y el cine: películas ambientadas en el mundo del circo, pero también cineastas e intérpretes para los que el circo fue su puerta de entrada al mundo del espectáculo.

Emulando a Wilder: Aventura en Roma (The Pigeon That Took Rome, Melville Shavelson, 1962)

Melville Shavelson se hace un Juan Palomo y produce, escribe (adaptando la novela de Donald Downes) y dirige esta comedia en el marco de los prolegómenos de la liberación de Roma por los aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Con Mussolini destituido, los alemanes ocupando la mitad del país y las tropas aliadas atascadas en Anzio y Montecassino, el alto mando decide enviar a dos de sus soldados como infiltrados tras las líneas alemanas para que informen de la situación de la ciudad, del clima que se respira, del estado y la ubicación de las defensas y de cualquier otra circunstancia que pueda servir a la pronta entrada en la ciudad. Los elegidos, el capitán MacDougall (Charlton Heston), responsable de una compañía bregada en el combate, y su ayudante, el sargento Angelico (Harry Guardino), soldado italoamericano que conoce la lengua. Disfrazados de sacerdotes (especialmente grotesco el aspecto de Heston), entran en contacto con lo que ellos esperan que sea una compañía de partisanos, que en realidad se limita a Ciccio Massimo (Salvatore Baccaloni), a su hijo pequeño, Livio (Marietto), y a un viejo revólver de tambor. Escabulléndose como pueden, entran en contacto con la célula de la resistencia que se reúne en el Vaticano, compuesta por monseñor O’Toole (Arthur Shields), el conde Danesi (Vadim Wolkonsky) y los hijos de este. Lo inseguro del lugar obliga a los americanos a esconderse en casa de Ciccio, donde vive con sus hijas, Antonella (Elsa Martinelli) y Rosalba (Gabriella Pallotta), embarazada de un paracaidista americano que fue capturado y muerto por los alemanes. La comedia se orienta desde aquí hacia dos polos distintos que terminan por converger. En primer lugar, la guerra en sí misma, que se parodia y se ridiculiza en diversas situaciones y a través de ciertos diálogos (particularmente entre Heston y Brian Donlevy, que hace una colaboración especial interpretando al coronel que le da las órdenes), si bien derivan progresivamente hacia el discurso antibelicista más plano y moralista. En segundo término, la comedia romántica que, a partir del antagonismo inicial entre Antonella y MacDougall, se plantea a dos bandas: la necesaria búsqueda de un marido para Rosalba antes de que se note su embarazo, puesto para el que Antonella piensa inmediatamente en Angelico, y la paulatina inclinación de MacDougall por Antonella, que sin embargo ejerce de chica de compañía para los oficiales alemanes. Ambos extremos quedan aderezados con las pinceladas de humor costumbrista que toma los tópicos italianos y de lo italiano como vehículos para la comedia. El punto en que estos aspectos confluyen, las palomas mensajeras que los espías reciben y que deben servirles para comunicar sus noticias a sus mandos en el sur; fiable medio de transmisión de información cifrada, el mayor riesgo que corren no es su interceptación por los alemanes, sino la falta de alimentos con los que la familia de Ciccio debe agasajar a su familia en su tradicional comida anual.

La película busca mantener desde el inicio (la zumbona música de Alessandro Cicognini, la voz en off y la moviola hacia atrás) un tono desanfadado y bufonesco, no siempre logrado, en el que Heston, en un registro totalmente impropio en su carrera, aunque con algunos momentos simpáticos, no termina de desenvolverse con comodidad (pese a lo cual obtuvo una nominación como mejor actor de comedia o musical en los Globos de Oro). El contraste lo representan ese discurso antibelicista, que va desplazando paulatinamente la representación humorística del ejército y de sus operaciones, y el sentimentalismo que impregna poco a poco las relaciones amorosas de las dos parejas. En este punto, la que forman Angelico y Rosalba recibe menos atención por parte del guion y se desarrolla de manera tal vez en exceso acelerada y, por tanto, algo vaga, máxime teniendo en cuenta la importancia del hecho que condiciona la consolidación de su romance, y que Angelico, en principio, desconoce. En el caso de Antonella y MacDougall, ese antagonismo de origen, cuyas razones por parte de Antonella se desconocen durante buena parte del metraje (solo se revelan y explican, al menos en parte, hacia el tramo final), deriva en atracción mutua y en romance con altibajos, pero carece de garra para explotar a fondo todas las posibilidades de una relación entre personajes de temperamentos y objetivos contrapuestos (cabe resaltar la interpretación de Elsa Martinelli, sin duda la mejor de la película), y de idiosincrasias personales y culturales muy diversas (sin embargo, el Sindicato de Guionistas nominó el guion en la categoría de mejor comedia), así como de situaciones concretas con potencial vitriólico (el beso entre ambos mientras Heston viste como sacerdote) que se desaprovechan por la insistencia en el prisma romántico más convencional. Por otra parte, la relación de mando y subordinado entre MacDougall y Angelico, complementada por su diferente procedencia cultural y estracción social, bien planteada en su primer encuentro en el barro, se desatiende prácticamente por entero en cuanto comienza su misión como espías en Roma. El de las palomas, sostenido durante la parte central del metraje, constituye el mejor gag de la película, bien construido y presentado, que además de fundir costumbrismo, romance humorístico y sátira antibelicista en un solo concepto, también funciona como motor de desarrollo de la historia en la segunda mitad de la película y supone además la clave del desenlace, que redondea con ingenio la idea cómica de base sobre la que se cimenta la trama. A pesar de todo, cierta indefinición en la adecuada combinación de tonos e intereses tan diversos lastran, al menos en parte, el conjunto, que queda muy por debajo de lo que podrían dar de sí los temas que apunta, como si la contención de Heston, demasiado envarado, sin conseguir desmelenarse, soltarse, salirse de su personaje de una pieza para entregarse al humor físico y dar chispa a su personaje, se contagiara al resto de la película. Uno de sus momentos más simpáticos, tal vez sea el chiste autorreferencial que vincula su personaje con Los diez mandamientos (The Ten Commandments, Cecil B. DeMille, 1956). El más conseguido, su entrada en el cuartel general de los alemanes, donde sorpresivamente se encuentra con Antonella en su faceta de chica de alterne (totalmente marginada en la película, sin desarrollo alguno en la trama, tal vez para evitar introducirse en complicaciones morales) y la forma en que, tras conseguirlos, pierde los planos de las defensas alemanas.

En resumen, se trata de un guion que discurre de manera efectiva, aunque no del todo eficaz ni, desde luego, eficiente, por temas y formas que bien podrían adjudicarse a Billy Wilder en dupla con cualquiera de sus escritores colaboradores, pero que se ve privado de la acidez, la causticidad y la malicia del cineasta vienés en un planteamiento que le iría como anillo al dedo (soldados en territorio enemigo, los difraces de cura, el romance a cuatro manos, el sexo ilícito, la boda de circunstancias, la interacción de las chicas italianas con los oficiales nazis, el ingenio de los romanos para intentar salir adelante en la ocupación, los dobles sentidos sexuales…), y que Shavelson no consigue desarrollar con fluidez hasta sus últimas consecuencias. Más airoso sale del aspecto formal, en el que se zambulle desde una acertada reconstrucción «neorrealista» de la acción que fue recompensada con la única nominación de la película a los Oscar, en la categoría de mejor dirección artística para una película en blanco y negro. A pesar de ello, se trata de una cinta que parte de una buena idea de fondo, que acierta en el planteamiento, que se deja llevar de manera en exceso convencional en el desarrollo, que contiene un puñado de aciertos narrativos y formales, que concluye sin sorpresas y de manera satisfactoria, pero que adolece del ingrediente que más falta y mejor favor podría hacerle: una pizca, muy gruesa, de locura.

Los interiores de la antigua Roma: El signo de la cruz (The Sign of the Cross, Cecil B. DeMille, 1932)

The Sign of the Cross – Cecil B. DeMille

El guion de esta superproducción Paramount, al límite del Código Hays (redactado y proclamado en 1930 pero que no entró en vigor con plena vigencia y en todos sus términos hasta 1934), es lo de menos; resulta insignificante, casi anecdótico, de tan tópico y melodramático: en el siglo I, tras el gran incendio de Roma, para ocultar su propia responsabilidad el emperador Nerón (Charles Laughton, prótesis nasal incluida) decide culpar a los cristianos y decreta su obligatoria detención y posterior muerte en las arenas del Circo. Sin embargo, Marco Superbo (Fredric March), prefecto de Roma, se opone al ajusticiamiento de Mercia (Elissa Landi), joven y hermosa cristiana a la que previamente ha salvado del acoso de dos esbirros de Tigelino (Ian Keith), ambiciosa mano derecha del emperador, y de la que se ha enamorado para disgusto de Popea (Claudette Colbert), la casquivana y coqueta esposa de Nerón, que desea obsesivamente a Marco. El pilar del drama reside, como tantas veces, en la tensión a la que Marco se ve sometido, entre su debida obediencia a Roma y al emperador y la posibilidad de traicionarla por amor a una condenada a muerte a la que intenta desesperadamente salvar. Constituye, por tanto, otro ejemplo del cliché narrativo que coloca al héroe en la encrucijada de una decisión incompatible entre el amor y el cumplimento del deber.

En manos de muchos directores esta historia no pasaría de simple peplum de tintes religiosos para ambientar las sobremesas de Semana Santa de los cada vez más vulgarizados y previsibles canales de televisión, pero hablamos del gran DeMille, y sabemos que en su caso jamás una película ambientada en la Antigüedad se limita a ser lo que parece o se contenta con insuflar espiritualidad y devoción cristiana. Muy al contrario, la película atesora buena parte de las obsesiones, cinematográficas y personales, más o menos edificantes, del cineasta, y las presenta con un ritmo trepidante (las dos horas de metraje pasan en un suspiro) y, aun rodando todo el tiempo en interiores, una magnificencia formal a caballo entre las grandes superproducciones historicistas de la etapa muda y las futuras epopeyas en Technicolor y formato panorámico de las siguientes décadas. En los escenarios reside el primer interés de DeMille: grandes decorados, simulando tanto interiores (el palacio de Nerón, la humilde vivienda de los cristianos perseguidos, el mercado y la tahona, la gran casa de Marco Superbo, los sótanos y mazmorras del Circo) como exteriores (las calles, plazas, caminos e incluso bosques donde transcurre parte de la acción, y en particular, la arena y las gradas del Circo), amplios espacios aptos para que DeMille desarrolle envolventes y elegantes movimientos de grúa que acercan la acción o llaman la atención del público sobre un personaje, un objeto o un detalle dramático, o para mostrar algo en primer término que con la apertura del ángulo de encuadre se vea parte indeterminada, casi anónima, de un inmenso escenario plagado de personajes, objetos y un minucioso y rico empleo de la dirección artística. En particular, llaman la atención esos espacios urbanos o próximos a las afueras de Roma por los que deben circular a toda velocidad la cuadriga de Marco y su escolta a caballo, grandes espacios recreados en interiores, a veces solo para filmar como Marco toma una curva peligrosa a todo galope o debe vencer (y en un caso concreto, chocar) determinados obstáculos que se presentan en su vertiginoso trayecto. La grandeza de la producción debe ir en paralelo a la muestra de la grandeza de aquella Roma de excesos y ostentación, lo que se plasma también en el inicio, en las maquetas ardientes que simulan el gran incendio de la ciudad y también en las secuencias que retratan bacanales y orgías, tan queridas a DeMille (las secuencias, en principio, que se sepa), así como la excentricidad de Popea, que exige que un buen número de esclavos ordeñen un no menos nutrido número de burras para llenar con su leche la bañera-piscina en la que toma esos baños regeneradores para su piel blanca y tersa.

La segunda nota característica, imperdible en DeMille si hablamos de películas situadas en la Antigüedad, es el erotismo nada disimulado, la intención de provocar los más bajos instintos del espectador utilizando todos los medios tolerados a su alcance, siempre sugeridos, pero a veces de lo más atrevidos. Este interés comienza ya desde el vestuario (en esta película, obra del futuro cineasta Mitchell Leisen), las sedas, las transparencias, los velos y los miembros desnudos de la mayoría de los figurantes que interpretan a romanos no cristianizados (la forma de vestir de los cristianos es más recatada, nota visual que contribuye a diferenciar el carácter y la condición de aquellos personajes cuya fe no se ha presentado explícitamente al público), y continúa con la desordenada utilización de masas de personajes semidesnudos en las secuencias de fiestas y orgías, así como en el uso del fuego y de determinados animales (el leopardo de Popea, principalmente) para sugerir la real temperatura erótica de la secuencia o de las emociones de ciertos personajes. Estas sugerencias descienden al detalle más elocuente en momentos concretos, como aquel en que Popea se encuentra a solas con Marco y le reclama su atención sexual, ese otro en el que de nuevo Popea sugiere a una amiga y confidente suya que se desnude y le haga compañía en la bañera-piscina de leche de burra (instante que DeMille filma con evidente y sugerente interés un primer plano de los pies sobre los que cae delicadamente el vestido, antes de que las manos procedan a descalzarlos) y, desde luego, el célebre momento, un poco antes, en que Popea se baña desnuda en la leche y el límite de esta alcanza precisamente los pechos de la emperatriz a la altura de los pezones (que quedan libre y a la vista repetida aunque siempre fugazmente). La cumbre de esta erotización de la puesta en escena llega con el insinuante y explícito baile sexual de contenido lésbico que Ancaria (Joyzelle Joyner) realiza en torno a Mercia durante la fiesta, de evidente contenido orgiástico, en casa de Marco, y en la que, azuzada y contemplada por toda la excitada concurrencia para que logre despertar el deseo carnal en la muchacha cristiana, canta una canción de expreso contenido sexual mientras se contonea, retuerce, frota y palpa (y se palpa) al cuerpo de la joven.

Este tratamiento algo violento del erotismo va en paralelo con el que DeMille hace de la violencia, quedando ambos encadenados en la sobreimpresión que el director hace, sobre los rostros de algunas de las mujeres que contemplan la matanza en el Circo, rostros excitados, sudorosos, poseídos por el cálido fragor de la sangre en la misma medida que poco antes o después (o tal vez durante) lo están por el cálido fragor del sexo, de un felino rugiente (antes, como hemos visto, vinculado al deseo sexual mediante el leopardo de Popea). DeMille presenta la violencia de forma aún más brutal y explícita que el sexo. Primero, en la secuencia en que los cristianos secretamente reunidos en un claro del bosque son sorprendidos por los hombres de Tigelino y masacrados a placer (las flechas entran limpias en los cuerpos de los indefensos cristianos, pero en algunos momentos cruzan de lado a lado el cuello de algunas mujeres), pero especialmente en el largo final que tiene lugar en el Circo, durante el festival proclamado por Nerón cuyo colofón será la muerte de los cristianos en las fauces de los leones. En primer lugar, grupos de gladiadores combaten entre sí (lo que da pie, una vez más en el cine, al error en cuanto al lenguaje del pulgar ejercido por el emperador para señalar la muerte o la indulgencia), para que después diversos animales (tigres, osos, toros e incluso cocodrilos, y hasta un (falso) gorila, devoren a placer a sus víctimas. Un momento en el que DeMille se ceba a gusto con la violencia es el combate que un grupo de amazonas armadas de tridentes entablan con lo que podría entenderse como una primigenia, cruel y salvaje versión de eso que hoy se entiende como el controvertido espectáculo del bombero torero: guerreros caracterizados tanto por su enanismo como por su piel oscura luchan a muerte contra esas mujeres guerreras, lo que da pie a que DeMille presente con detalle cómo algunos de ellos son trinchados como pavos y levantados en el aire cruzados por las armas (en pantalla aparece hasta una decapitación), y algunas de ellas vean cómo los tridentes entran en sus estómagos. El tratamiento de la muerte de los cristianos, sin embargo, es más sutil y decoroso, menos bárbaro y brutal en su presentación. Sin duda porque debe servir al colofón de la película, el momento en que Marco decide acompañar a Mercia a su sacrificio como forma de permanecer juntos en la eternidad.

Este, la espiritualidad, es el último de los elementos con que DeMille salpica su narración de manera recurrente. La aparición, explícita o sugerida de la cruz que da nombre a la película, está presente en todo el metraje, evidentemente cuando los cristianos la emplean como símbolo, pero también en la cumbre dramática del personaje de Marco, cuando comprende que no puede vivir sin Mercia y la cruz se dibuja en el suelo de su casa como reflejo de sus puertas cerradas, una vez que la orgía se ha disuelto y las tropas de Tigelino se han llevado arrestada a la joven por orden directa de Nerón (azuzado, a su vez, por la celosa Popea). Cruz que domina el encuadre cuando las grandes puertas de la mazmorra del Circo se cierran tras el camino ascendente de Mercia y Marco hacia las arenas en las que morirán frente a los hambrientos leones, en otro de esos espectaculares momentos construidos por DeMille eon un movimiento de grúa sobre el decorado (como antes, al comienzo del festival, desde la arena al retrato de la superpoblado graderío del Circo, construido con todo detalle, para detenerse ante el trono de un fondón Nerón y a la silla que junto a él ocupa la aburrida Popea) para que la cruz se muestre victoriosa, finalmente, sobre el sacrificio de los cristianos en las arenas romanas. Y es que esta es la moraleja de la película: sobre la imparable decadencia pagana de Roma, sumida en la brutalidad de la violencia y del sexo a espuertas (o la de Hollywood, justo antes de que la censura del Código de Producción venga a rescatarlo de la disipación y el caos y a imponer la moral y el orden), triunfa la verdadera fe a través del sacrificio. La puerta de esas mazmorras ya no se filma como una puerta a la muerte segura, sangrienta, brutal, con cuerpos desmembrados y chorreantes, sino como un triunfo acompañado del canto de los himnos cristianos y de la luz dorada que acerca a la perfección, a la espiritualidad definitiva, al encuentro con Dios en la fe auténtica. Así, esa puerta que se cierra tras los pasos de Mercia y Marco escalera arriba, y que luego, al cerrarse del todo, se convierte en una cruz refulgente, ya no es la puerta del sacrificio y la del horror sino la de la condena de Roma y, sobre todo, la de la salvación eterna para quienes han aceptado en su corazón la fe verdadera.

Cleopatras de película en La Torre de Babel de Aragón Radio

Elizabeth Taylor in 'Cleopatra', 1963. Queen of the Nile? She ...

Para abrir temporada, última entrega de la temporada pasada de mi sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada las más célebres encarnaciones en la pantalla de Cleopatra VII, reina de Egipto: Theda Bara, Claudette Colbert, Vivien Leigh, Elizabeth Taylor, Hildegarde Neil…

(desde el minuto 15, aproximadamente)

¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.

«El cine ya no existe. El cine con el que crecí y el cual sigo haciendo, ya no existe. Los cines siempre existirán para una experiencia en comunidad, no hay duda de ello. Pero, ¿qué tipo de experiencia será? ¿Será siempre ir a ver una película de parque de atracciones? Da la impresión de que soy un hombre viejo, y lo soy. La pantalla grande para nosotros en los 50 era ver westerns como Lawrence de Arabia y de ahí la experiencia especial de 2001: Odisea en el espacio, en 1968. O la experiencia de ver Vertigo y The Searchers en VistaVision» (Martin Scorsese).

Is Cinema Dead? A Tale Of Streaming Services, Piracy And ...

“El cine ha muerto”, proclamaba pomposo, una vez más, Peter Greenaway en mayo de 2012 con motivo de la presentación de Heavy Waters, 40.000 years in four minutes, pieza de videoarte con la que el polémico cineasta galés, súbitamente enamorado de esta modalidad de creación a través de la imagen, se proponía “deconstruir la idea de la pantalla única y romper con la narrativa tradicional del cine”. A la vista del nulo recorrido de su obra el que realmente parecía estar muerto era Greenaway, que no tardó en volver al cine “tradicional”, si bien desde su abigarrado enfoque culto y multidisciplinar, con Goltzius and the Pelican Company (2012), 3x3D (2013), película colectiva junto a Jean-Luc Godard y el portugués Edgar Pêra, y la, esta sí, espléndida Eisenstein en Guanajuato (2015).

Históricamente, cada vez que el cine ha dado pasos visibles y decisivos en el desarrollo de su técnica y la ampliación de sus posibilidades como medio de expresión artística, alguien, generalmente profesionales de las distintas ramificaciones de la industria, y no precisamente como una boutade producto de un ego que a duras penas encuentra acomodo en el propio cuerpo, ha vaticinado su muerte inminente o lo ha dado prematuramente por enterrado. Sin embargo, aunque cambios revolucionarios como la llegada del sonido, la implantación del color o la aparición de la televisión generaron sus particulares movimientos de resistencia (Charles Chaplin, en defensa de las películas silentes como la más pura y estilizada plasmación del lenguaje cinematográfico, no introdujo diálogos en sus filmes hasta 1936; los grandes maestros a favor del blanco y negro como superior herramienta para la representación idealizada de la realidad, máxima aspiración del cine; las superproducciones en color y formato panorámico rodadas en exteriores para imponerse a la naciente televisión en blanco y negro grabada en estudio…), lo cierto es que los agoreros se equivocaron (como erraron cuando profetizaron la desaparición del cine tras la invención del vídeo doméstico y su posterior sustitución por el DVD), y a pesar de que las sucesivas novedades modificaron el reparto del pastel de negocio, alteraron ciertas relaciones de poder y provocaron un número indeterminado de pequeños terremotos controlados, el cine en su conjunto salió reforzado de estos pulsos, se dotó de nuevos y eficaces instrumentos a través de los cuales desarrollarse técnicamente y multiplicó exponencialmente las opciones disponibles para contar historias. En suma, tras cada una de estas crisis el cine vio apuntalados los cimientos de su condición de principal vehículo de entretenimiento del siglo XX o, en palabras de Orson Welles, el “medio de comunicación más importante desde la creación de la imprenta”.

Al mismo tiempo, no obstante, en cuanto a industria, el cine ha ido dando pasos a primera vista no tan llamativos pero igualmente cruciales en lo que respecta a la forma en que nos hemos acostumbrado a ver las películas. Ha sido precisamente en estos cambios casi desapercibidos, alejados en apariencia de turbulentas situaciones críticas, donde se ha ido inoculando el virus que más de un siglo después del nacimiento del cine supone la mayor amenaza, tal vez definitiva, a su supervivencia, y de cuya superación pueden depender las posibilidades narrativas que se abran a las películas en el futuro. Lo cual, paradójicamente, nos aproxima a la sentencia de Greenaway y a sus intentos por encontrar nuevos mecanismos de expresión creativa.

Son muchos y diversos los signos de agotamiento que se aprecian en el cine destinado al gran público (el único que, a fin de cuentas, es realmente relevante, el que verdaderamente entendemos como tal cuando utilizamos esa expresión generalista, “el cine”): el escaso poder de renovación del cine de género, la bochornosa e indiscriminada práctica del remake y la multiplicación de sagas, secuelas y precuelas, la abundancia de tópicos, clichés, estereotipos y lugares comunes dramáticos, los guiones previsibles y/o chapuceros, los finales decididos sobre la base de estudios de mercado, el abuso de florituras tecnológicas y el consecuente abandono de otros recursos propiamente cinematográficos que exigen mayor conocimiento y pericia, la infantilización de la comedia o del cine de acción y aventuras, la continua adaptación a la pantalla de best-sellers de escaso valor, la autocensura de autores y productores, la falta de asunción de riesgos en la producción, las modas periódicas, la nefasta influencia del videoclip, la televisión, la publicidad y los videojuegos, la pérdida de referentes culturales, el abuso del sensacionalismo visual, la proliferación de películas construidas sobre “finales sorpresa” que descuidan en cambio la construcción de personajes y situaciones solventes, la mercadotecnia como fin en sí mismo y no como medio para la difusión y comercialización de películas de calidad… La salvación del cine, su capacidad para seguir creciendo, sorprendiendo e innovando sin dejar de conservar su público depende en última instancia de un radical cambio de rumbo, de la recuperación, exploración y explotación de algunas de las vías muertas que el desarrollo industrial del cine fue cerrando o dejando solamente entreabiertas a su paso. Perspectivas que, tradicionalmente asociadas, a menudo en sentido despectivo, al concepto de cine de autor o al cine experimental, y aunque nunca del todo amortizadas, son carne de festival, de filmoteca o de canales televisivos temáticos, están muy poco presentes y durante demasiado poco tiempo en las carteleras comerciales y van dirigidas a una clase muy específica de público, aquel que no considera el cine una mercancía a la que aplicar el modelo económico dominante del consumo basura. No se trata tanto de empecinarse en hallar inciertos caminos experimentales de dudosa existencia como de rehabilitar la vigencia y aceptación generalizada de propuestas cinematográficas alternativas que ya existen, que siempre han existido, y que quedaron marginadas o abandonadas por el cine mayoritario, el impuesto por la industria, en su camino de más de cien años de historia en busca del negocio perfecto.

Primera muerte: el libro mató a la estrella de la cámara.

Las dificultades para la supervivencia del cine y sus esperanzas de futuro provienen de la misma razón de origen que lo hizo vivir y desarrollarse: su doble condición de arte y entretenimiento, de cultura e industria. Esta naturaleza dual se hizo patente desde el mismo instante de su presentación “oficial” en sociedad, el 28 de diciembre de 1895 en el Salón de Té Indio del Gran Café de París, en el número 14 del Boulevard des Capucines.

Las películas iniciales de los hermanos Lumière (como las de quienes les precedieron en la filmación de imagen en movimiento: Le Prince, Muybridge, Marey, Donisthorpe, Croft, Bouly, Edison, Dickson, Friese-Griene, Varley, Jenkins, los hermanos Skladanowsky, Acres, Paul…) constituyen la primera muestra de cine en estado puro, reflejo de la realidad idealizada a través del ojo de la cámara. Para Andréi Tarkovski, La llegada del tren a la estación de La Ciotat supone el instante preciso en que vio la luz el arte cinematográfico: “Y no me refiero solo a la técnica o a los nuevos métodos para reproducir la realidad. Allí nació un nuevo principio estético. Este principio consiste en que, por primera vez en la historia del arte y de la cultura, el ser humano encontró el modo de fijar el tiempo de manera inmediata, consiguiendo a la vez reproducir, cuantas veces desease, ese instante sobre la pantalla, es decir, volver a él. El ser humano obtuvo así la matriz del tiempo real. Visto y fijado, el tiempo se pudo conservar en latas de metal por mucho tiempo (en teoría, para siempre)”. Sin embargo, la renuncia a profundizar en las posibilidades artísticas del cine por parte de los Lumière, que pensaban únicamente aplicarlo para usos científicos, puso el nuevo invento en manos de uno de los treinta y tres espectadores de aquella primera sesión de películas, Georges Méliès, que vio de inmediato en el cine un amplísimo campo abierto para el espectáculo. Con ello el cine comienza a expandirse, pero al quedar en poder de un ilusionista que lo lleva a su terreno, al mismo tiempo que ensancha sus posibilidades, estas se concentran en una dirección muy concreta. El cine pasa de ser una atracción de feria, un fenómeno tecnológico, una curiosidad técnica dentro de la nueva era industrial, a un medio para contar historias siguiendo un canon, no puramente artístico como el de la pintura o la escultura, sino el propio del mundo del espectáculo.

Son años de películas de pantomimas, trucos y fantasmagorías, deudoras del teatro de variedades, de creadores como Alice Guy o el turolense Segundo de Chomón, formado junto a Méliès en su estudio de Montreuil, y también de proyecciones de insulsas escenas de la vida cotidiana e impersonales estampas urbanas o campestres, simples postales en movimiento rodadas por equipos de filmación repartidos por todo el mundo. Consumido, sin embargo, el efecto sorpresa, acostumbrada la masa de espectadores al nuevo medio, pronto el interés por las películas empieza a disminuir. Méliès, poseedor de múltiples talentos y dueño de una gran imaginación, comienza a escribir entonces sus propios guiones dramáticos, historias que sus actores, y él mismo, representan en la pantalla y que le permiten utilizar buena parte de los recursos técnicos que había incorporado a sus espectáculos de ilusionismo. Donde su fantasía no alcanza, sin embargo, llega la literatura. Es ahí donde el cine empieza a abrirse y cerrarse horizontes. Evidentemente, Méliès no hace adaptaciones de obras literarias completas, se limita a síntesis muy reelaboradas de los argumentos o a retratar los pasajes más conocidos, aquellos que le permiten utilizar sus juegos y trucajes y que al mismo tiempo son fácilmente identificables por el público. Esta puerta entreabierta supone, no obstante, la introducción gradual de la literatura en el cine, una invasión lenta pero incesante que acaba por subordinar las múltiples variables potenciales de la expresividad cinematográfica a los parámetros de la narrativa literaria. El cine deja de ser imagen pura, abandona el principio estético al que se refiere Tarkovski, expresión de la matriz del tiempo real, para convertirse en representación de la literatura a través de la imagen. En 1902 Méliès filma Viaje a la luna y Las aventuras de Robinson Crusoe, y el éxito de estas películas extiende la fórmula a otros competidores. En 1908 ya se han rodado adaptaciones cinematográficas de obras de Hugo, Dickens, Balzac o Dumas, entre muchos otros. En 1912 se presenta una versión de Los miserables de nada menos que cinco horas. En Italia, país que disputa a Francia la hegemonía cinematográfica en Europa durante la primera mitad de los años diez, abundan las adaptaciones a la pantalla de los clásicos latinos y del Renacimiento, las películas bíblicas y, en menor medida, las inspiradas en obras de Shakespeare o en libretos operísticos. En otras cinematografías incipientes como la danesa, la sueca o la soviética, la influencia de la literatura está más condicionada, su implantación es algo más tardía y contestada por otras formas de narrar independientes de las letras, pero termina por triunfar igualmente.

La victoria definitiva de la literatura sobre el cine se produce al otro lado del Atlántico. Desde Edison, en el primer cine norteamericano habían predominado la acción, el documental y la recreación dramatizada de la realidad. Además de noticiarios que recogen auténticos acontecimientos de la guerra bóer de África del Sur, dos de las películas más importantes de esta primera época son Rasgando la bandera española (Stuart Blackton y Albert Smith, 1898), representación de episodios de la guerra de Cuba filmada en la azotea de un rascacielos neoyorquino (película fundacional de la productora Vitagraph, futura Warner Bros.), y, sobre todo, el western Asalto y robo de un tren (Edwin S. Porter, 1903), con el famoso pistolero bigotón que dispara directamente a cámara. Pero con la decisión de Jesse Lasky y Cecil B. DeMille de basar sus primeras películas en Hollywood (de hecho, las primeras películas de Hollywood) en obras de Broadway protagonizadas por los mismos actores que las habían hecho éxito en las tablas neoyorquinas y, especialmente, con el triunfo de El nacimiento de una nación (1915) de David W. Griffith, el cine de raíz literaria se impone por completo. Actor desde 1904, Griffith acude en 1907 a las puertas de Black Maria, el estudio de Edison, donde también trabaja Porter, para ofrecer una adaptación a la pantalla de Tosca. Necesitados de actores, no de autores, Griffith es contratado para un pequeño papel, y termina quedándose en el estudio como “hombre para todo”. En 1908 dirige su primera película, pura acción, sobre el secuestro y rescate de una niña, e inicia un vertiginoso aprendizaje a lo largo de más de cuatrocientos títulos entre los que poco a poco se van filtrando adaptaciones literarias de las obras que conocía gracias a su esmerada y tradicional educación sureña (Shakespeare, Tolstoi, Poe o Jack London, entre otros). De Tennyson toma sus personajes femeninos, ideales para Mary Pickford y las hermanas Lillian y Dorothy Gish, jóvenes ingenuas, tiernas, desgraciadas y perseguidas, propias del folletín victoriano. Todo lo demás lo adapta de Charles Dickens, en especial el recurso de la “salvación en el último minuto” y las acciones simultáneas. Griffith rompe los cuadros de teatro de Méliès y dinamiza las historias gracias al montaje paralelo, los movimientos de cámara, el uso de la perspectiva y los saltos espaciales y temporales. De este modo, Griffith supera a Méliès y consigue que lo fantástico ya no provenga de una reinvención producto de una imaginación desbordante, sino que esté justificado sobre la base de una realidad tangible, que descanse en personajes e historias creíbles, reconocibles. Sus obras son folletines, melodramas llenos de situaciones violentas, de efectismos tragicómicos, de personajes buenos y malos que luchan para que el bien siempre venza en el instante final. Gracias a Griffith se impone en el cine de Hollywood, y gracias a Hollywood en el cine de todo el mundo, lo que Peter Watkins ha dado en llamar monoforma o “modelo narrativo institucional”, a veces también mal llamado “clásico” (porque además del modelo hollywoodiense puede hablarse de otros cines igualmente “clásicos”), expandido, sostenido y potenciado por el imperialismo económico y cultural estadounidense y sus superestructuras neocapitalistas, y que ha copado implacablemente tanto la praxis cinematográfica y audiovisual como el imaginario colectivo universal. Desde 1927, con la llegada del sonido, el dominio de esta forma de narrar, la primacía de la literatura sobre la imagen, con la necesidad de escribir diálogos y la llegada masiva de escritores, periodistas y dramaturgos a los estudios, se convierte en total. Esta monoforma lo ha impregnado todo, hasta la crítica cinematográfica especializada, a menudo seguidora de los intereses comerciales de los medios de comunicación que la amparan y que, en general, se limita a comentar el argumento literario de las películas y su adecuada o no traslación a imágenes, las interpretaciones, la construcción de personajes y guion, el desarrollo de la trama y la oportunidad del desenlace, con algún apunte vagamente técnico siempre referido a los mismos aspectos –música (denominada, erróneamente, banda sonora), fotografía y montaje– tratados de manera superficial, genérica, sin pormenores, y dejando al margen el verdadero comentario cinematográfico de las películas, que queda para los estudiosos y el reducido campo de unas investigaciones que solo encuentran difusión en el ámbito académico o artístico.

Sin negar todo lo que esta forma “literaria” de hacer cine ha aportado a la historia del arte y la cultura universal, lo cierto es que el cine buscó en la literatura munición creativa para las películas y un prestigio que le permitiera ser aceptado por quienes, precisamente desde el arte, lo despreciaron en los primeros tiempos como simple espectáculo popular. La literatura abrió al cine nuevas vías que se han extendido hasta hoy, pero lo mismo que ha alimentado variantes distintas de hacer cine durante más de un siglo ha desplazado otras igualmente válidas, basadas primordialmente en la imagen, en una narrativa puramente audiovisual. El futuro del medio pasa por el camino hasta hoy minoritario, por la ruptura con la literatura, el abandono de la idea del cine de Méliès o Griffith, la del “cine como la más importante de las artes al comprenderlas todas”, y la asunción del principio estético al que aludía Tarkovski al referirse a las películas de los Lumière: “el cine no debe ser una simple combinación de principios de otras artes […]. La suma de la idea literaria y la plasticidad pictórica no da lugar a una imagen cinematográfica, sino a un producto acomodaticio, inexpresivo y ampuloso”. A partir de este punto, el cine caminaría hacia el documental, no como género cinematográfico sino como modo de reproducción de la vida, de fijación del tiempo en imágenes, con sus formas y manifestaciones efectivas. Para Tarkovski, “la fuerza del cine consiste en atrapar el tiempo y su real e indisoluble relación con la materia misma de la realidad que nos rodea a cada día y a cada hora”. El cine no habría de ser en origen literario sino solo forma, imagen, y considerarse producto intelectual únicamente como resultado, nunca con una intención o finalidad previas. El cine habría de alcanzar su objetivo primordial, la emoción, por la misma vía que la fotografía, es decir, administrando el amplio espacio intermedio entre luz y oscuridad, fijándolo en un tiempo determinado pero con la riqueza añadida del movimiento, permitiendo proyectar mental y emocionalmente su discurrir; no solo captar el tiempo de un instante concreto, también su evolución, su presente y su proyección pasada y futura, su conexión con la vida. El cine como una reelaboración emocional a posteriori por parte del espectador individual, una experiencia vital imposible de extrapolar o de compartir en todos sus matices con otro espectador. El cine, en suma, no como reproducción o representación de la idea que culturalmente compartimos de un sentimiento, sino como expresión y retrato, a ambos lados de la pantalla, de un sentimiento vivo.

Lejos de confinarse en reducidos guetos experimentales, obviados por la industria, la crítica y el gran público pero repletos de tesoros y de propuestas interesantes, tanto el cine construido fuera de la literatura (la exploración de los límites del lenguaje audiovisual convencional y el empleo de nuevos recursos para encontrar otras maneras de provocar experiencias, sentimientos, emociones y concepciones) como el cine pensado desde la literatura pero con la declarada intención de contravenirla, de desmontarla, de crear nuevas formas de contar desde su descomposición, no solo han enriquecido cinematografías de todo el mundo (las vanguardias rusas y alemanas, el cine avant-garde francés, los estructuralistas, el cine de propaganda y agitación ligado al 68, el cine underground, el cine militante –gay, feminista, el cine política y socialmente comprometido–, españoles como José Val del Omar, Javier Aguirre, Antonio Maenza, Joaquín Jordá, Ricardo Muñoz Suay, Fernando Arrabal, entre muchísimos otros) sino que marcan el camino de supervivencia del cine como arte, incluso como negocio, toda vez que la industria tradicional del cine se ha visto superada claramente por la del videojuego y se ve amenazada por la ficción hecha por y para la televisión, su fragmentación en forma de series, por lo común visualmente pobres e impersonales (son los diferentes directores y técnicos de cada capítulo los que deben ajustarse a una planificación estética uniforme marcada desde el diseño de producción para toda la serie), que suponen la consagración definitiva de la concepción de la narrativa audiovisual como mera reproducción en imágenes de la narrativa literaria.

Wiene y Murnau, Buñuel y Dalí, Vigo y Cocteau, Fellini y Lynch han logrado trasladar al cine la dinámica caótica y la textura etérea de la memoria y de los sueños; Dziga Vertov o Walter Ruttmann construyeron cautivadores mosaicos visuales a partir del retrato de la maquinaria de sus realidades urbanas; Bresson y Resnais, Antonioni y Oliveira, Cassavetes o Wong Kar-Wai, Haneke o Chang-wook, Ki-duk o Jim Jarmusch han superado la literalidad del guion literario y rodado excelentes películas desde la inexistencia de un guion y a partir de la improvisación, con la palabra subordinada por completo a la imagen; La jetée de Chris Marker (1961) presenta su futuro apocalíptico a través de fotografías, con un único fotograma en movimiento; Sayat Nova (1968) de Sergei Paradjanov relata la biografía del poeta armenio Aruthin Sayadin a través de la lectura en off de algunas de sus obras y su paralela traducción a hermosísimas imágenes estáticas representativas de los principales pasajes de su vida; Basilio Martín Patino capta en Canciones para después de una guerra (1976) el espíritu de una época combinando el montaje de fotografías y música popular; Tarkovski en El espejo (1975) narra la historia de una familia soviética (sospechosamente parecida a la suya propia) a lo largo de cuarenta años (desde la guerra civil española hasta el presente del rodaje) a través de recursos exclusivamente cinematográficos que combinan el empleo de la música, los noticieros de época o las imágenes rodadas en los frentes de guerra reales con un uso imaginativo de la puesta en escena, los cambios de color a sepia y blanco y negro para remarcar la diferencia entre presente vivido, memoria y sueño, y la identificación de personajes de distintos momentos temporales con el empleo de los mismos intérpretes; Ingmar Bergman en Persona (1966) analiza el concepto de identidad y rompe la narrativa tradicional para triunfar sobre la literatura quemando el propio negativo de la película y fusionando en uno solo los rostros de Bibi Andersson y Liv Ullmann; en el cine de Alfred Hitchcock, bajo su aparente capa de narración tradicional vinculada al crimen y el suspense, o en el de Fritz Lang, que navega continuamente entre la luz y la oscuridad de la lucha entre civilización y barbarie, late todo un universo visual plenamente autónomo que transita en sincronía pero de manera independiente de cada guion literario; Stanley Kubrick parte de la literatura en 2001: una odisea del espacio (1968) para edificar una obra maestra de puro cine, sin sobrecarga de diálogo, liberado de ataduras teatrales, con la imagen y la música como principales vehículos transmisores de información, emoción y pensamiento; Orson Welles abre y cierra un género en sí mismo, el del falso ensayo irónico-crítico, para analizar las trampas y la hipocresía que rodean el mundo del arte, y de paso reírse de su propia identidad como artista, en Fraude (1972), complejo, efectivo y apasionante artefacto fílmico construido desde el montaje que es una lección de cine de primerísimo nivel; Al Pacino en Looking for Richard (1996) utiliza el documental, la entrevista o el reportaje para retratar, y representar, un montaje teatral del Ricardo III de Shakespeare; Erice o Kieslowski ofrecen a lo largo de sus breves y magistrales carreras todo el catálogo de posibilidades narrativas del cine más allá de la literatura, imágenes puras compuestas de iluminación, música, uso dramático del color y un diálogo economizado y puesto al servicio de la narrativa visual… Estos nombres prueban que el cine que se aparta de la monoforma de la que habla Peter Watkins, del “modelo narrativo institucional”, no tiene por qué ser un complicado reducto para iniciados y entendidos destinado a museos, instalaciones videoartísticas y festivales especializados, sino que multiplica las posibilidades futuras del cine, que puede lograr la aceptación popular y resultar económicamente rentable si se superan las limitaciones comerciales impuestas por el cine cimentado en la mera reproducción audiovisual de la literatura, y por la industria que sigue el modelo estadounidense.

Que en España se preste atención excesiva a eventos como los Óscar o los Goya y las mediocridades que ambos promueven mientras el cine español es sistemáticamente ignorado por las secciones oficiales de los festivales de clase A (Berlín, Venecia y Cannes, con la excepción de San Sebastián, donde siempre se cuenta con la oportuna cuota nacional, no siempre por razones de calidad) no es precisamente buena señal. Que la producción de cine en España quede en manos de las televisiones comerciales y que directores españoles como José Luis Guerín, Oliver Laxe o Albert Serra, con todo lo que de bueno y menos bueno pueda decirse de sus obras, gocen de reconocimiento y atención internacional mientras en el circuito español se les hace prácticamente el vacío, no son señales que inviten al optimismo. Continuar leyendo «¿Ha muerto el cine? Las tres muertes del cine y una improbable propuesta de resurrección.»

Nicholas Ray: el amigo americano

El cine es Nicholas Ray.

Jean-Luc Godard

 

Toda mi vida está integrada en la aventura del cine, en esa aventura que no está limitada por el tiempo ni por el espacio, sino tan sólo por nuestra imaginación.

Nicholas Ray

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El plano final de El amigo americano (Der amerikanische Freund, Wim Wenders, 1977) muestra a un anciano decrépito y acabado, tocado con parche, que, desencantado, escéptico y cansado se aleja de espaldas a cámara por una carretera desierta, con la mirada perdida entre los amenazantes rascacielos que se levantan al fondo de la imagen y la lengua de mar que se abre a su derecha. Se trata de Derwatt, un pintor que ha dejado creer al mundo que lleva años muerto; durante ese tiempo ha seguido pintando cuadros, en realidad imitaciones de su propio estilo, que Tom Ripley (Dennis Hopper), el legendario personaje de Patricia Highsmith, subasta en Hamburgo haciéndolos pasar por originales inéditos pintados antes de su muerte. En una película que es casi un homenaje cinematográfico deliberado (son otros cinco los directores que actúan interpretando distintos personajes: Jean Eustache, Daniel Schmid, Peter Lilienthal, Sandy Whitelaw y el gran Samuel Fuller, todos ellos dando vida a gangsters), Derwatt es un personaje creado a la medida de un genio del cine que por entonces el mundo había olvidado y tenía por desaparecido, Nicholas Ray. Privado mucho tiempo atrás de los medios que le permitieron erigirse en el mayor cineasta-autor americano del periodo clásico, en sus últimos años, frustrado, desorientado y enfermo, llegó a hacer espectáculo de su decadencia como intérprete de personajes derrotados en un puñado de películas y también con discontinuos estertores de su labor como director que no llegaron a ver la luz.

Nick Ray, de nombre de pila Raymond Nicholas Kienzle, otro de los muchos y muy ilustres cineastas americanos de origen alemán, nació en Galesville, Wisconsin, en 1911. Arquitecto de formación, es durante una estancia en Nueva York cuando en un grupo de teatro aficionado conoce a su primer valedor, Elia Kazan. Será su billete para el cine: cuando Kazan debute en Hollywood como director (Lazos humanos, A Tree Grows in Brooklyn, 1945), Ray será su ayudante.

Su ópera prima como director es un film noir, Los amantes de la noche (They Live by Night, 1948), en el que Farley Granger y Cathy O’Donnell luchan contra un destino marcado y fatal. Sigue cerca de esas coordenadas su segunda película, el melodrama criminal Un secreto de mujer (A Woman’s Secret, 1949), pero ese mismo año entra en contacto con Humphrey Bogart, quien le encarga como productor la realización de dos películas hechas a su medida, el excepcional drama judicial con tintes negros Llamad a cualquier puerta (Knock on Any Door, 1949) y la mítica En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1949), en la que Bogart da vida a un guionista acusado de asesinato. Ray comienza a conformar así lo que será una de sus principales marcas de identidad, el desprecio por las convenciones dramáticas tradicionales y su apuesta por la dirección de actores a menudo llevada al límite, más preocupada por encontrar miradas, gestos y actitudes que transmitan información, emoción y sensibilidad. También empieza a labrarse cierta reputación de hombre inflexible y difícil que más tarde le traerá consecuencias.

En sus siguientes trabajos, Nicholas Ray termina de perfilar otra de sus señas características, su excelente sentido del ritmo. Con la irregular Nacida para el mal (Born to Be Bad, 1950), con Joan Fontaine y Robert Ryan respectivamente como la maquinadora mujer fatal y la ingenua víctima de sus manejos, sigue profundizando en el cine negro, una de cuyas cimas es la magnífica La casa en la sombra (On Dangerous Ground, 1950), de nuevo con Ryan como el violento policía protagonista. Al año siguiente rueda su primera película bélica, la tibia Infierno en las nubes (Flying Leathernecks), lucha de rivalidad personal entre dos oficiales de la aviación americana (John Wayne y Robert Ryan) en los inicios de la campaña del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Con Hombres indomables –también titulada Hombres errantes– (The Lusty Men, 1952), historia ambientada en el mundo de los rodeos protagonizada por Robert Mitchum, recupera la línea ascendente, y en 1954 su primer western se convertirá en su obra maestra más representativa, la película en la que confluyen sus obsesiones personales (la soledad, la violencia y la búsqueda del sentido de la vida) y su estilo cinematográfico: Johnny Guitar. Western atípico tanto por su atmósfera decadente y opresiva deudora del cine negro como por sus protagonistas (Joan Crawford y Mercedes McCambridge), dos mujeres enfrentadas, personajes activos y violentos en torno a las que giran caracteres masculinos pasivos (Sterling Hayden, Scott Brady), se trata en buena parte de un ensayo sobre la “caza de brujas” y el mccarthysmo. Continuar leyendo «Nicholas Ray: el amigo americano»

Mis escenas favoritas: El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950

Excelso colofón para esta obra maestra de Billy Wilder, pura anatomía de Hollywood a corazón abierto. De cuando Hollywood era Holllywood…

Simpática gilipollez: Combate de gigantes (Ercole, Sansone, Maciste e Ursus gli invincibili, Giorgio Capitani, 1964)

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Si el cómic americano tiene a Los 4 Fantásticos,  el peplum mediterráneo (coproducciones entre Italia y Francia, Italia y España, o entre todas entre sí, como es el caso) tiene a Hércules (o Heracles, en terminología griega), Maciste, Ursus y Sansón. Y lo que tiene el director italiano Giorgio Capitani es el morro suficiente para juntar a los cuatro en esta abierta parodia del género. Combate de gigantes (Ercole, Sansone, Maciste e Ursus gli invincibili, 1964) se chotea de los lugares comunes de las películas «de romanos», esas cintas europeas de los años 60 que, al calor del éxito de las grandes superproducciones norteamericanas, se dedicaron a recrear con mayor o menor fidelidad, con más o menos gusto y nivel de calidad técnica y artística, algunos de los episodios, reales o míticos, más populares de la Antigüedad, sus mitos, sus leyendas, sus personajes y sus conflictos.

El carácter zumbón del filme queda ya patente en los créditos iniciales.

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Inmediatamente después, asistimos a la primera irreverencia. Zeus habla a Hércules (la película mezcla indistintamente denominaciones griegas y latinas; en otros momentos Zeus es Júpiter) en una encrucijada del camino: a la izquierda, le dice, se abre la ruta hacia la virtud; a la derecha, los reinos del placer. Por supuesto, Hércules (Sergio Ciani, de nombre artístico Alan Steel), harto ya de virtudes insípidas, elige el placer: el camino de la derecha conduce al reino de Lidia, famoso por la belleza de sus mujeres. Su padre divino se cabrea, pero a pesar de que sus advertencias en forma de rayo, Hércules pasa de él y se va de ligue. Allí salva de ahogarse a la princesa Ónfale (Elisa Montés), de la que se enamora y a la que pretende desposar. Pero Ónfale está enamorada a su vez de Inor (Luciano Marín), el hijo del rey de los belicosos hombres de la montaña, enemigos mortales de su madre, Nemea (Lia Zoppelli), reina de Lidia. Para terminar de liarla, Goliat (Arnaldo Fabrizio), el bufón, manipula el oráculo y establece que para que Hércules pueda desposar a Ónfale, debe vencer al hombre más fuerte de la Tierra: Sansón (Nadir Moretti, que firma la película como Nadir Baltimore). Sin embargo, Dalila (Moira Orfei), celosa de que su marido quiera irse de picos pardos a Lidia (también él se siente atraído por las mozas lidias), le corta el pelo. Sin fuerzas, el embajador de Lidia (Conrado San Martín), regresa acompañado del guiñapo de Sansón, del recto y valiente Maciste (Howard Ross) y el borracho y burdo Ursus (Yann Larvor, acreditado Yann L’Arvor). Continuar leyendo «Simpática gilipollez: Combate de gigantes (Ercole, Sansone, Maciste e Ursus gli invincibili, Giorgio Capitani, 1964)»

Vidas de película – Nina Foch

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Nacida en Leiden (Países Bajos, 1924), Nina Consuelo Fock, hija de un neerlandés director de orquesta -Dirk Fock- y de madre estadounidense, saltó al cine como Nina Foch en los años cuarenta con Canción inolvidable (A song to remember, 1944), biopic sobre Chopin con Cornel Wilde, Paul Muni, Merle Oberon y George Macready dirigido por Charles Vidor, y Cerco de odio (The dark past, 1948), cinta negra de serie B del antiguo director de fotografía Rudolph Maté con los prometedores William Holden y Lee J. Cobb.

Contratada primero por la Universal y después en Columbia, su mejor época fueron los años cincuenta, en los que encadenó intervenciones en Un americano en París (An American in Paris, Vincente Minnelli, 1951), Un fresco en apuros (You’re never too young, Norman Taurog, 1955), con el dúo Dean Martin-Jerry Lewis, Los diez mandamientos (The ten commandments, Cecil B. DeMille, 1956), Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), y sus dos apariciones más sonadas, como la reina María Antonieta en Scaramouche (George Sidney, 1952), y en su única nominación al Óscar por La torre de los ambiciosos (Executive suite, Robert Wise, 1954).

Casada en tres ocasiones, falleció en 2008.

El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950): coloquio en ZTV

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Reciente intervención en el coloquio del programa En clave de cine, de ZARAGOZA TELEVISIÓN, acerca de esta obra maestra de Billy Wilder.