La suave caída en la tragedia: El jardín de los Finzi-Contini (Il giardino dei Finzi-Contini, Vittorio De Sica, 1970)

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La pervivencia de esta película del por entonces resucitado Vittorio De Sica probablemente no se deba tanto al estilo y a la estética del filme, que distan no poco de la maestría, como a la potencia dramática de su historia anclada en la memoria colectiva y a la vigencia de la novela de Giorgio Bassani en que se basa, adaptada nada menos que por hasta ocho guionistas (o incluso más, entre acreditados y no acreditados) entre los que se encuentran el propio De Sica, Valerio Zurlini o Cesare Zavattini. Aplaudido retorno a la relevancia internacional para De Sica, que nunca había dejado de hacer cine pero cuya obra se había alejado irremisiblemente de la calidad de sus primeros títulos neorrealistas, la cinta aborda la progresiva caída en desgracia de los judíos italianos durante el régimen fascista desde la historia de una familia de Ferrara que se desarrolla de 1938 a 1943, logrando una efectiva conjunción de retrato político y drama personal que hizo fortuna en una época en la que el público había redescubierto su interés por las películas histórico-políticas revestidas de tonos y formas del cine de arte y ensayo.

La profunda emotividad del drama surge del contraste entre la dictadura de Mussolini y la entrada de Italia en la Segunda Guerra Mundial bajo supervisión, dirección y, finalmente, ocupación alemanas, que se ciernen como una sombra de amenaza sobre la tranquila vida de los personajes y el plácido discurrir de esta, entre la incredulidad y la ingenua fe en el triunfo final de la razón y la sensatez. En un ambiente de alta burguesía algo más que acomodada, una familia de la aristocracia financiera judía, acaudalada, liberal, respetada e influyente, la única incertidumbre vital, mientras Italia se desangra dentro y fuera del país, en asesinatos y torturas políticos o en bombardeos y batallas en el Mediterráneo y el norte de África, consiste en la frustración de los deseos amorosos (y sexuales) no correspondidos que subyace bajo esa eterna primavera de disfrute ocioso, deportivo (ajedrez, tenis, excursiones ciclistas…) y campestre que experimentan unos jóvenes que viven en hermosa plenitud, en una atmósfera de total opulencia para los sentidos (jóvenes que, en algunos casos, son sospechosamente cercanos a los parámetros físicos arios). Porque, al igual que Mussolini no logra satisfacer sus ansias de gloria imperialista ni sus opositores consiguen derribar el gobierno fascista, la muchachada aparentemente alegre y despreocupada rumia bajo las sonrisas y la cómoda ligereza en la que transcurren sus vidas el desencanto por la insatisfacción: ninguno de ellos ve correspondidos sus sentimientos por las personas que aman. Pequeños dramas personales que para ellos no lo son en absoluto, por más que estén a punto de descubrir y de aprender que se trata de gotas insignificantes en el inmenso océano de una tragedia que amenaza con sumergirlos para siempre con el manotazo de una gigantesca ola imparable. En este punto, lo más reseñable de la dirección de De Sica es su aproximación a los inquietos rostros de los protagonistas (en particular Dominique Sanda y Helmut Berger), que muestran delicadamente, bajo su aparente perfección apolínea y el glamur, la belleza y la elegancia de sus gestos y sus movimientos, la inquietud, el nerviosismo, la decepción, la tristeza furtiva de una derrota (individual, como preludio de la colectiva), insignificante ante lo que se les viene encima, pero, en su ignorancia, devastadora para ellos.

La película se mueve así, mientras los tonos verdes y luminosos se van tornando oscuros y ocres y la liviandad narrativa se hace cada vez más enrarecida e inquietante, del drama personal y privado a la tragedia social y pública que atrapa a los personajes casi sin enterarse, cuando ya es demasiado tarde y la pesadilla no es un incierto futuro sino un presente letal. La película narra en paralelo la lenta percepción y toma de conciencia de la opresión fascista y de las crecientes tendencias racistas del país y el súbito proceso por el que el romanticismo exacerbado de hasta entonces se vuelve súbitamente irrelevante, absurdo, ridículo, el espejismo propio de un jardín cerrado, aislado del mundo y congelado en el tiempo de una adolescencia perpetua, en el que las cuitas amorosas, tan idealizadas como frívolas, derivan, tras un despertar traumático, en una desoladora pesadilla de horror y abismos. En cierto modo, las experiencias de estos jóvenes de familias judías no dejan de expresar, como el reflejo en un espejo invertido, la secuencia de acontecimientos que afectó a sus perseguidores y verdugos, a todos los creyentes en esa rutilante y eterna nueva Roma imperial prometida que se dieron de bruces ante el terrible espectáculo de la guerra real, de las penurias, las privaciones, la destrucción, la derrota y la muerte (magnífica metáfora la escena de la manifestación callejera, con los jóvenes corredores animados por los «camisas negras»). Como la sociedad italiana, estas familias judías despliegan dos estrategias diferentes y contrarias para adaptarse a la adversidad que les rodea. La primera es pragmática, el colaboracionismo dócil, en la esperanza de que la sumisión vaya acompañada de la invisibilidad; la otra opta por mantener con dignidad y discreción la independencia de criterio y la vocación liberal y antiautoritaria, con el riesgo de que resulte más llamativa y provocadora para el poder. Cada una de ellas tiene costes y beneficios, pero el precio a pagar en términos de autoestima, amor propio y equilibrio personal es lo que termina por dilapidar ese paraíso de inconsciencia y banalidad en el que han vivido hasta entonces, hasta su despertar adulto a fuerza de disparos y bombas. Lo suyo no es un proceso de maduración, sino el sobresalto inmediato tras comprender, de golpe, el sentido de la vida oculto tras su tragedia.

Los desastres de la guerra: Los girasoles (I girasoli, Vittorio De Sica, 1970)

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Esta es de las películas cuyo visionado deja tocado, una fórmula narrativa absolutamente efectiva desde lo emocional que obliga a pasar por alto las pequeñeces técnicas e interpretativas más discutibles, que atrapa, arrastra, conmueve y te suelta en un estado de desequilibrio anímico difícilmente subsanable, que propicia la reflexión, con argumentos no solo racionales, sobre cómo los grandes conflictos (reales o ficticios, léase aquí nacionalismos de cualquier signo) alteran, siempre para mal, las vidas cotidianas de la gente corriente. Vittorio De Sica, antaño genio del neorrealismo italiano, reconvertido más tarde en director de comedias alimenticias, no pocas veces ridículas, indignas, ofrece un buen exponente de lo que puede llegar a significar la forma en el cine, de cómo una determinada estructura narrativa puede edificar una historia que contada de manera lineal podría seguramente hacer aguas.

Los girasoles (I girasoli, 1970), convenientemente despiezada, fragmentada, deconstruida (como diría algún cocinero, o lo que sea, de moda: uno se niega a reconocer a alguien como cocinero hasta que le vea hacer unas lentejas, una paella o una tortilla de patatas normal y corriente), cuenta distintas fases de la relación sentimental de Giovanna (Sophia Loren) y Antonio (Marcello Mastroianni), que se extiende desde los primeros tiempos de la intervención italiana en la Segunda Guerra Mundial, hasta finales de los años sesenta. Con maestría, De Sica, con guion de Giorgi Mdivani, Tonino Guerra y el genial Cesare Zavattini, construye un relato a saltos que nos lleva del primer encuentro amoroso de la pareja, entre unas barcas en una playa idílica, hasta el doloroso peregrinaje de Giovanna por oficinas y registros militares en busca de noticias sobre el paradero de Antonio, desaparecido en el duro invierno del frente ruso. A medida que el inicio y el aparente final de su matrimonio, a cada cual más repentino, se va entrelazando en la narración, se van cubriendo los huecos que permiten aventurar un desenlace al enigma que representa el destino de Antonio: reclutado a la fuerza para formar parte de las tropas italianas de apoyo al Afrika Korps de Rommel en Libia, conoce a Giovanna unos días antes de incorporarse a filas. Dándole vueltas a la cabeza para escurrir el bulto (en una línea muy italiana, muy mediterránea de hecho), encuentran una forma adecuada y oportuna de, al menos, retrasar lo inevitable: si se casan, el permiso por matrimonio evitará de momento la entrada en combate. De modo que en la relación de Giovanna antes es el sexo, luego el matrimonio y, por último, el amor. Sobrevenido para ambos después de la boda (y de la noche de bodas: divertidísima secuencia la de la gigantesca tortilla de decenas de huevos, remedio familiar de Antonio para recuperarse de las resacas), los diversos medios que emplean para disfrutar de su amor sin que la guerra se interponga en su camino resultan fallidos, especialmente los intentos de Antonio por fingirse demente, así que el remedio termina siendo peor que la enfermedad: el ejército italiano lo destina a Rusia, y no a Libia, y allí, en el crudo invierno, Antonio desaparece junto a miles, decenas de miles de camaradas, tragado por el hielo, la nieve y el olvido. Aunque Giovanna, que no cree en su muerte hasta poder contemplar el cadáver, se empeña una y otra vez en averiguar qué ha sido de él, pregunta en las oficinas, habla con veteranos, aguarda a los trenes que retornan cargados de tropas derrotadas, sigue los historiales de los prisioneros retenidos por los rusos y, finalmente, viaja a la Unión Soviética para visitar los lugares que Antonio frecuentó, a recorrer los cementerios militares italianos en busca de su sepultura (impresionantes imágenes de interminables llanuras sembradas de cruces), hasta toparse con un desenlace sentido, deseado, y al tiempo esperado, inesperado y desesperado. Continuar leyendo «Los desastres de la guerra: Los girasoles (I girasoli, Vittorio De Sica, 1970)»

La tienda de los horrores – Siete veces mujer

No cabe duda; la fotografía tiene que ilustrar necesariamente a los tres actores viendo su propia película…

Generalmente, las películas construidas a base de episodios o cortos no suelen funcionar. La variación de tonos, formas, tratamientos narrativos, por no hablar de los objetos de interés de las tramas, suelen proporcionar al conjunto altibajos de ritmo, lagunas de intensidad, pérdidas de pulso, cuando no ligereza o escasez en el retrato de personajes y situaciones. Cuando la cosa encima se hace con intención paródica o caricaturesca, la catástrofe suele estar asegurada. Es el caso de este inexplicable engendro, Siete veces mujer, de 1967.

Y lo más inexplicable es que sea así con la nómina de participantes en semejante zancocho: dirigida nada menos que por Vittorio De Sica, uno de los padres del neorrealismo italiano, autor de indiscutibles obras maestras, que en un momento dado de su carrera empezó a filmar morralla, comedias costumbristas de nivel ínfimo con el sexo edulcorado como vehículo para el lucimiento de carnalidades tipo Sophia Loren; escrita por el gran Cesare Zavattini, el mismo de quien Truman Capote decía que era el único guionista-creador con talla de verdadero artista en el mundo del cine, corresponsable junto a De Sica de películas inolvidables, pura Historia del Cine; interpretada por una inigualable nómina de célebres actores y actrices: Shirley MacLaine (en la cresta de la ola tras El apartamento o Irma la Dulce, aunque como cómica siempre ha resultado más que deficiente), Peter Sellers (sin comentarios), Vittorio Gassman (ídem), Michael Caine, Alan Arkin, Robert Morley… Y bellezas como Anita Ekberg, otra que tal tras La dolce vita, y Elsa Martinelli. ¿Qué es entonces lo que pudo fallar en un proyecto tan, a priori, solvente? Posiblemente la abundancia de productores (americanos, franceses e italianos) y la necesidad de rodar la película en inglés, con un reparto internacional y destinada a Hollywood; sacar de su medio natural a De Sica y Zavattini, e incluso a Gassman, no salió gratis.

La película, que no hay por dónde cogerla, fracasa en toda la línea. Como comedia resulta tediosa, fallida, ridícula, risible, sin que la sonrisa asome en ningún momento a la cara del espectador, que asiste con indignación creciente a una de las mayores decepciones imaginables en el campo del cine de humor. Construida en siete capítulos que en teoría hablan del adulterio desde el punto de vista de la mujer, o al menos con una mujer como protagonista, las situaciones carecen de gracia, de ingenio, de talento, el humor bufonesco es patético, los intérpretes se pierden en grandilocuencias forzadas (MacLaine) o en mímicas absurdas (Gassman, Sellers, perdidos en personajes absolutamente lamentables), los chistes son tontos, el humor no llega a explosionar, y uno asiste impávido, perplejo, a una sucesión de acontecimientos, a cual más torpemente hilvanado con el anterior, que no transmiten paradojas, mensajes, sarcasmos ni guiño alguno. La «gracia» está en que cada capítulo, todos protagonizados por MacLaine, reflejan a un estereotipo distinto de mujer, siguiendo los tópicos más vulgares de la recreación femenina por los ojos masculinos, primordialmente los que tienen tendencia al machismo más exacerbado. La secuencia del desastre, que elige París como escenario para el desaguisado, es la siguiente: Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Siete veces mujer»

Cine para pensar – El milagro milanés de Vittorio de Sica

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Sin duda Milagro en Milán, de Vittorio de Sica y Cesare Zavattini es una de las películas más conmovedoras jamás filmadas y constituye, junto a Ladrón de bicicletas y Umberto D., la magistral trilogía neorrealista del director. De una inteligencia aguda y con un planteamiento en tono de crítica social, esta obra, ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes y del premio a la mejor película de habla no inglesa por el Círculo de Escritores Cinematográficos de Nueva York en 1951, a un tiempo sorprende, apabulla y consigue contagiar su profunda sensibilidad.

Totó es un joven huérfano que vive en un mísero barrio de chabolas a las afueras de Milán, poderoso centro industrial del norte de Italia que empieza a dotarse de los habituales cinturones de miseria y precariedad producto de la inmigración incontrolada del campo a la ciudad que huye de la escasez de la postguerra. Cuando en el terreno donde vive se descubre petróleo, Totó, a pesar de la poca educación que ha recibido y de ser famoso en el vecindario por sus pocas luces, decide enfrentarse al poderoso señor Mobbi, que corre raudo y veloz para hacerse con el negocio. Continuar leyendo «Cine para pensar – El milagro milanés de Vittorio de Sica»