Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine

Edgar Neville, un ser único - Ramón Rozas - Galiciae

La muerte en Madrid de María Antonia Abad Fernández, Sara Montiel, el 8 de abril de 2013, motivó un considerable revuelo mediático. No era para menos, teniendo en cuenta que con ella desaparecía una de las más importantes estrellas del cine español de la dictadura, ese periodo que, al menos sociológicamente, una buena parte de ciudadanos españoles se resiste a abandonar. Sin embargo, entre tantos reportajes, crónicas, editoriales y artículos se coló, recitada como un mantra, un dogma de fe, un trabajo copiado de El rincón del vago o un eslogan repetido machaconamente en la “línea Goebbels” (una mentira repetida mil veces se convierte en realidad), una afirmación verdaderamente chocante, sostenida unánimemente por periódicos y revistas, emisoras de radio, informativos de televisión y páginas de Internet de todo tipo, color, tendencia o inclinación, aunque con ligeras variantes: se dijo, por ejemplo, entre otras cosas, que Sara Montiel había sido “la primera española que triunfó en Hollywood”; o bien “la primera actriz española en conquistar Hollywood”; o, por último, “la primera artista española en tener éxito en Hollywood”. Obviamente, esta declaración, en cualquiera de sus formulaciones, es falsa de toda falsedad.

Que los medios de comunicación españoles, incluidos aquellos que pueden considerarse solventes o, para mayor escarnio, los que dicen estar especializados en cine, registren este incierto lugar común y lo eleven a la categoría de axioma informativo (como suelen tener por costumbre, dicho sea de paso, en cualquiera de los restantes ámbitos de su actividad cotidiana) no sorprende ya demasiado; esta clase de explosiones de papanatismo patrio suelen producirse como reflejo tardío (o quizá no tanto) de esa España acomplejada y provinciana que todavía pervive, más de lo que nos gustaría y mucho más de lo que sería conveniente, bajo la capa de modernidad y tecnología que la recubre superficialmente como un fino papel de regalo que envuelve el vacío, esa España a lo Villar del Río, el pueblecito que Luis García Berlanga y Juan Antonio Bardem, con apoyo de Miguel Mihura, diseñaron para su magistral ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953), que se deja fascinar y entontecer por cualquier impresión, por lo general incompleta y errónea, proporcionada por sus ambiguas relaciones con el exterior. Quiere la casualidad que el ficticio Villar del Río berlanguiano (el real y tangible está en la provincia de Soria y no llega a los doscientos habitantes) se ubicara en la madrileña localidad de Guadalix de la Sierra, la misma en la que, decenios más tarde, cierto canal televisivo con preocupante afición por la ponzoña situaría su patético espectáculo de falsa telerrealidad con título de reminiscencias orwellianas, con lo que la reducción de esa España pacata y súbdita, atrasada y cateta, al inventado Villar del Río, sea en su versión clásica cinematográfica o en su traslación posmoderna televisiva, alcanza un asombroso grado de lucidez.

Pero lo cierto es que, más allá de su rico y simpático anecdotario con las estrellas de la época (como el tan manido relato de cuando, presuntamente, le frió los huevos –de gallina- a Marlon Brando), resulta más que cuestionable que Sara Montiel llegara a triunfar en Hollywood o a conquistar algo aparte del que fue su marido, el director Anthony Mann, su verdadera puerta de entrada (giratoria, en todo caso) a la vida social hollywoodiense. Aunque en México llegó a participar hasta en catorce películas, sólo intervino, en papeles irrelevantes, en cuatro títulos de producción norteamericana: Aquel hombre de Tánger (Robert Elwyn y Luis María Delgado, 1953), en realidad una coproducción con España que nadie recuerda, las notables Vera Cruz (Robert Aldrich, 1954) y Yuma (Samuel Fuller, 1957), aunque su presencia es residual, casi incidental, y la olvidable Dos pasiones y un amor (Serenade, Anthony Mann, 1956), vehículo para el exclusivo lucimiento del tenor Mario Lanza. Lo que sí es indudable es que Sara Montiel no fue ni la primera española, ni tampoco la primera actriz, ni tan siquiera la primera artista, en hacerse un exitoso hueco en Hollywood, y que sus logros, si se los puede llamar así, fueron superados con creces, antes y después, por los de otros muchos profesionales (actores y actrices, técnicos, guionistas y escritores) de procedencia española. Son los casos, por ejemplo, de los intérpretes Antonio Moreno y Conchita Montenegro.

El madrileño Antonio Garrido Monteagudo Moreno, conocido artísticamente como Antonio Moreno o Tony Moreno, fue un auténtico sex-symbol del cine silente, en abierta rivalidad y competencia con los otros dos grandes nombres del momento, Rodolfo Valentino y Ramón Novarro, y, como ellos, conocido homosexual a pesar de su éxito entre el público femenino y de sus matrimonios forzados por los estudios para guardar las apariencias. Moreno llegó a compartir créditos como protagonista masculino con Greta Garbo, Clara Bow, Gloria Swanson o Pola Negri, y más adelante, como secundario de lujo, por ejemplo, junto a John Wayne en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), con el que comparte una, para los españoles, curiosa escena sólo apreciable si se visiona en versión original (“Salud”/“Y pesetas”/“Y tiempo para gastarlas”). La donostiarra Conchita Montenegro (Concepción Andrés Picado) fue toda una diva. Llegó a Hollywood en 1930, casi al mismo tiempo que un grupo de escritores españoles reclamados por la nueva industria del cine sonoro para la filmación de los llamados talkies, cuando, antes de la invención del doblaje, las películas norteamericanas encontraban dificultades para su distribución en países de habla no inglesa y era preciso filmar las mismas películas en distintos idiomas, con diferentes directores, repartos, equipos técnicos y guionistas turnándose en el rodaje de las mismas secuencias, en los mismos decorados, pero en distinta lengua (célebre es el caso de Drácula, de Tod Browning, película de 1931 protagonizada por Bela Lugosi que tiene su paralela en castellano, dirigida por George Melford, con el andaluz Carlos Villarías como vampiro hispano, y que no desmerece en ningún aspecto al “original” en inglés, si es que no lo supera). Conchita Montenegro acudió a Hollywood como actriz de talkies en español, pero su solvencia y su calidad como intérprete, y su aprendizaje acelerado del idioma gracias a la ayuda del cineasta, escritor y diplomático español Edgar Neville y de un buen amigo suyo, el mismísimo Charles Chaplin, le permitieron dar el salto a las cintas en inglés, llegando a compartir cartel con Leslie Howard, Norma Shearer, Robert Montgomery, George O’Brien, Lionel Barrymore, Victor McLaglen, Robert Taylor o Clark Gable, al que se negó a besar durante una prueba con una mueca de desprecio que fue la comidilla en Hollywood. Continuar leyendo «Hollywood encuentra a Villar del Río: escritores españoles en la meca del cine»

Música para una banda sonora vital: Casino Royale (John Huston, Kenneth Hughes, Val Guest, Robert Parrish, Joseph McGrath y Richard Talmadge, 1967)

Burt Bacharach, que hace unas semanas cumplió 90 años, compone la banda sonora de esta simpática aunque irregular parodia de los filmes de James Bond, de superpoblado e interesantísimo reparto: Peter Sellers, Ursula Andress, David Niven, Woody Allen, Orson Welles, Deborah Kerr, William Holden, Charles Boyer, Daliah Lavi, Jean-Paul Belmondo, George Raft, John Huston, Barbara Bouchet, Jacqueline Bisset, Peter O’Toole, David Prowse, Anjelica Huston, Geraldine Chaplin, Mireille Darc… Una de las bandas sonoras que contribuyeron a que Bacharach sea considerado uno de los más importantes compositores para cine de la década de los sesenta.

(tema principal)

(partitura completa)

Seis destinos (Tales of Manhattan, Julien Duvivier, 1942)

Crónica de una liberación: ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?, René Clément, 1966)

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«Teruel». «Madrid». Uno de los más apreciables detalles, al menos por parte del público español, del guión de ¿Arde París? (Paris brûle-t-il? / Is Paris burning?, René Clément, 1966), coescrito por los norteamericanos Gore Vidal y Francis Ford Coppola (nada menos) a partir del best-seller de Dominique LaPierre y Larry Collins del mismo título, está en la conservación de los nombres con que los ex combatientes de la República Española bautizaron los blindados y demás vehículos de la 2ª división blindada del ejército francés, conocida como División Leclerc (por el nombre de su oficial al mando), las más célebres tropas de la Francia libre que combatieron en la Segunda Guerra Mundial por la liberación de su país del yugo nazi y del gobierno colaboracionista de Vichy, y que fueron las primeras, con los españoles por delante, en entrar en la capital cuando los alemanes iniciaron la retirada. Dentro de esta división, la novena compañía, conocida como La Nueve, estaba integrada por más de un centenar de españoles que combatían bajo la bandera republicana española, emblema de la unidad, aunque en otras compañías de las tropas de Leclerc, formadas en Chad y en campaña por toda el África Occidental Francesa primero, y por Europa, vía Normandía, después, desde el principio de la guerra abundaban los soldados españoles con uniforme francés en lucha contra el mismo fascismo que les había derrotado en España.

La entrada de Leclerc en París supone el punto culminante de esta superproducción europea dirigida por René Clément, cineasta encumbrado apenas años antes por su adaptación de Patricia Highsmith en A pleno sol (Plein soleil, 1960), que funciona como crónica de los hechos que rodearon la recuperación de París por los aliados, en especial del movimiento de Resistencia que en los últimos días de la ocupación alemana empezó a hostigar a los soldados nazis y a asaltar edificios emblemáticos de una ciudad de la que Hitler en persona había ordenado terminantemente no dejar piedra sobre piedra, incluidos monumentos, edificios históricos, lugares turísticos, etc… Es decir, todo aquello que los nazis no podrían llevarse con ellos (recuérdese El tren). Desde este punto de vista, la película pretende funcionar como otros grandes títulos bélicos del momento, caracterizados por la narración exhaustiva y con ritmo ágil y perspectiva múltiple de acontecimientos históricos mezclados con las historias particulares de los numerosos protagonistas que, con carácter episódico y de manera coral, salpican las tres horas de metraje y a los que da vida. En este sentido, como sus coetáneas, acapara un reparto de lujo entre actores franceses, alemanes y norteamericanos, a saber: Jean-Paul Belmondo, Charles Boyer, Leslie Caron, Jean-Pierre Cassel, George Chakiris, Claude Dauphin, Alain Delon, Kirk Douglas, Pierre Dux, Glenn Ford, Gert Fröbe, Daniel Gélin, Yves Montand, Anthony Perkins, Michel Piccoli, Simone Signoret, Robert Stack, Jean-Louis Trintignant, Pierre Vaneck y Orson Welles. Con el habitual desequilibrio de estas producciones en el tiempo e intensidad dedicados a cada segmento del poliedro que compone el conjunto (el diplomático sueco que interpreta Orson Welles y que ejerce de negociador humanitario entre los todavía ocupantes alemanes y los rebeldes franceses, por ejemplo, salpica sus apariciones a lo largo del filme, mientras que, por ejemplo, el general Patton que interpreta Kirk Douglas apenas aparece en una breve escena, al mismo tiempo que las apariciones de Belmondo, Delon o Signoret saben a muy poco), el valor de la cinta estriba en su condición de documento realista y veraz, aunque siempre desde el empalagoso sentimiento patriótico francés, de los sucesos acaecidos pocas semanas después del desembarco de Normandía, y en su mezcla de imágenes auténticas extraídas de filmaciones provenientes de las grabaciones efectuadas por ambos bandos durante la lucha callejera en París con la reconstrucción o la reinvención dramática de los hechos. De este modo, Clément, Vidal y Coppola transitan por los distintos escenarios que se dieron durante aquellos días, sumando piezas a un puzzle que pretende ser un compendio de estereotipos, tópicos y realidades: los comandos de Resistencia que ocupan tal o cual edificio, los oficiales alemanes deseosos de cumplir los destructivos mandatos de Hitler y el soldado dubitativo que lamenta profundamente tener que aniquilar una ciudad, los traidores que actúan como doble agente y venden a sus camaradas de armas, los soldados franceses ansiosos por entrar en su capital, los americanos y británicos que dudan sobre si la estrategia más conveniente no es evitar París y seguir adelante hacia el Rhin porque temen una fuerte oposición que retrace su avance, los combates callejeros, las pequeñas treguas, las carreras y las huidas bajo el toque de queda o la amenaza de los francotiradores, la alegría de la victoria, la euforia callejera, los bailes y el champán, los besos y las canciones, las risas y las borracheras, los noviazgos repentinos (y momentáneos) y la preocupación por lo que deparará el día de mañana… Continuar leyendo «Crónica de una liberación: ¿Arde París? (Paris brûle-t-il?, René Clément, 1966)»

El viejo zorro ha llegado a la ciudad: El mayor y la menor (1942)

Mi querido amigo Francisco Machuca, propietario de ese lugar indispensable para el cine y la literatura en la red que es El tiempo ganado, es sobrino de Billy Wilder por parte de cine. Somos amigos virtuales desde hace varios años, empezamos prácticamente a la vez en esto de los blogs, allá por 2007; hemos sido amigos reales, en carne mortal, desde no mucho tiempo después (tiempo ganado, por supuesto), pero no ha sido hasta hace nada, un par de semanas, que hemos descubierto nuestro parentesco por afinidad.

Resulta que, rebuscando en nuestros respectivos árboles genealógicos sentimentales, hemos dado con un tatarabuelo común: Oscar Wilde. A partir de ahí, las ramas familiares se separan, aunque no del todo. Corren paralelas, en el tiempo y en el espacio, hasta reencontrarse en ese 2007 no tan lejano. Porque si después de Oscar Wilde la línea parental de Paco Machuca le lleva desde sus tíos abuelos Buster Keaton y Ernst Lubitsch hasta sus tíos Jacques Tati y Billy Wilder, la de quien escribe, en su rama británica, va desde el monstruo de Frankenstein de Mary Shelley hasta Alfred Hitchcock, y en su variante bastarda germanoamericana, alcanza hasta Groucho Marx y su hijastro Woody Allen. De modo que su tío por parte de cine, Billy Wilder, y mis tío y sobrino por parte de cine, Groucho Marx y Woody Allen, son primos hermanos entre sí. Lo cual, echando cuentas, hace que Paco y un servidor seamos compinches, cómplices, conmilitones, porque nos da la gana.

Y como es así, y como ambos somos la prueba de la veracidad de la teoría de los vasos comunicantes, mi hermano (Dios dijo hermanos pero no primos) publica en mi casa como si fuera yo, porque es su casa tanto como mía, y con el agradecimiento por su impagable compañía y sabiduría, de la de la vida y de la otra, a uno y otro lado de la red. Va por usted, maestro.

¡CHAMPÁN PARA TODOS!

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El mayor y la menor (1942), supuso la primera película norteamericana de Billy Wilder y la segunda de su filmografía, ocho años después de la primera. En realidad trataba de solucionar su frustración como guionista para la Paramount, ya que no tenía capacidad para intervenir en los rodajes, sobre todo a raíz de sus colaboraciones con el director Mitchell Leisen, con el que no compartía precisamente una gran amistad. Según las palabras de Wilder: «Debíamos entregar once páginas todos los jueves, en papel amarillo. Once páginas. Por qué once, no lo sé. Y luego, el guión. No se nos permitía estar en el plató. Se suponía que debíamos estar arriba, en el cuarto piso, escribiendo el guión. Así que nos echaban, ¡y Leisen era el peor!». De hecho la paciencia de Wilder se fue acabando con incidentes como el ocurrido durante el rodaje de Si no amaneciera (1941), en donde el actor Charles Boyer convenció a Leisen para eliminar un diálogo -¡con una cucaracha!- que gustaba mucho a Wilder y a su compañero, Charles Brackett. Indignados, eliminaron de los dos minutos finales de la película todos los diálogos de Boyer. Una venganza de guionista que, sin embargo, no estaba a la altura del poder que podría obtener controlando sus proyectos como director.

La Paramount accedió a los deseos del que estimaban gran guionista (a mi juicio, Wilder es el mejor guionista de la Historia del Cine) en espera de que su película fuera un fracaso y de que Wilder volviera al cuarto piso. El cineasta era consciente de esto «así que hice una película comercial, lo más comercial que he hecho nunca. Una chica de veintiséis años que finge tener catorce. Una Lolita antes de tiempo». La película fue El mayor y la menor, y, así, efectivamente, aunque retratada desde un punto de vista burlón, Wilder se adelantaba en diez años al escritor Nabokov y su célebre Lolita sin que nadie se apercibiera de las poco políticamente correctas interpretaciones que se pueden extraer de la película. Para tratarse de un debutante en Hollywood, Wilder tuvo la suerte de contar para el reparto con una estrella de la talla de Ginger Rogers, gracias en parte a que compartían el mismo agente, Leland Hayward, que en aquellos momentos ejercía de amante de la actriz. La Rogers se encontraba en pleno apogeo de su carrera tras recoger el mismo año su primer y único Oscar por Espejismo de amor (1940), de Sam Wood. Precisamente el primer plano de El mayor y la menor, y por ende, de la carrera norteamericana de Wilder, sería protagonizado por Ginger Rogers caminando por una calle neoyorquina. El cineasta guardaría un buen recuerdo de ella aunque nunca volverían a trabajar juntos.

La acompaña el galés Ray Milland, por aquel tiempo acostumbrado a protagonizar comedias pese a que tenía más fama de galán que de buen actor, algo que Wilder hizo cuestionar a todos tres años después al concederle el papel de su vida: el del patético aspirante a escritor alcoholizado Don Birnam en Días sin huella (1945). Como anécdota cabe destacar que el papel de la madre de la protagonista, que aparece brevemente en los momentos finales de la película, sería encarnado por la mismísima madre de Ginger Rogers, Lela E. Rogers, sustituyendo a la actriz inicialmente prevista, Spring Byington.

El rodaje transcurrió entre marzo y mayo de 1942, fechas, por tanto, posteriores a la entrada de lleno de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial como respuesta al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. Sin embargo, la acción de la película se ambienta en un periodo inmediatamente anterior al inicio del conflicto, durante la preparación de los militares ante una eventual entrada en la guerra. Por lo tanto un periodo de añoranza en donde todavía se podría soñar con la paz y donde resultaba más coherente esta farsa creada, en parte, para entretener a las tropas. El guión no rehúye, sin embargo, el conflicto y no duda en incluir una frase propagandística en la escena final, cuando Susan, ya desvelada su identidad real en la estación de tren, dice que ella espera a un oficial que «va a la guerra para que en este país no pase lo que pasó en Francia». De hecho el final responde a la coyuntura bélica al bendecir los matrimonios rápidos entre soldados y abnegadas prometidas, connotando dicho acto con apropiados valores románticos.

Destaca una curiosa anécdota (en Wilder todo son anécdotas) que el propio genio confirmó en su libro-entrevista con el también cineasta Cameron Crowe: cada vez que el director daba una toma por válida lo celebraba exclamando «¡Champán para todos!» Una costumbre que Wilder solo utilizaría en esta su primera película, tal vez embriagado por su nueva faceta profesional.

Francisco Machuca

Un thriller patoso: Un abismo entre los dos

El cuchillo en la herida, título original de esta producción francesa llamada en España, buscando acercarse más al drama que al thriller, Un abismo entre los dos (Anatole Litvak, 1962), despierta el interés de su visionado por sus premisas, aunque prácticamente decepciona al final en todas ellas. Primero, por su director, Anatole Litvak, no precisamente un primer espada de la cinematografía mundial, ni tampoco de la británica ni de la francesa, países en los que desarrolló la mayor parte de su filmografía junto a los Estados Unidos, pero que tiene un puñado de interesantes películas en su haber como El sorprendente Dr. Clitterhouse (1938), Nido de víboras (1948), Anastasia (1956) o La noche de los generales (1966) y que contó con el beneplácito de los estudios y de las mayores estrellas del momento, ya que a lo largo de su carrera trabajó con intérpretes como Claudette Colbert, Charles Boyer, Basil Rathbone, Errol Flynn, Bette Davis, John Garfield, Ann Sheridan, Tyrone Power, Joan Fontaine, Thomas Mitchell, Henry Fonda, Vincent Price, Barbara Stanwyck, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Vivian Leigh, Ingrid Bergman, Yul Brynner, Deborah Kerr, Omar Sharif o Peter O’Toole, entre muchísimos otros. Segundo, por su improbable pareja protagonista, Anthony Perkins, con el que Litvak había trabajado un año antes en No me digas adiós (1961), y la diva Sophia Loren. Tercero, por la colaboración en el guión de Peter Viertel, reputado guionista y novelista (autor, por ejemplo, de Cazador blanco, corazón negro, entre otras obras, llevada al cine en 1990 por Clint Eastwood -mal, según el propio Viertel-). Cuarto, por la música del griego Mikis Theodorakis, que acompaña a unas hermosas y por momentos desasosegantes imágenes de París en blanco y negro fotografiadas por Henri Alekan. Pero la suma de estos talentos da como resultado una fallida película solo parcialmente disfrutable, con giros de guión de cierto mérito que despiertan un notable interés, pero con errores de tratamiento y falta de garra y profundidad que pervierten (o perViertel, no he podido resistirme al chiste malo) el resultado final.

Robert y Lisa, un joven matrimonio formado por un norteamericano y una italiana que se conocieron en el Nápoles de la posguerra antes de trasladarse a París, se encuentra en un profundo bache sentimental que les está separando (obvio, vista la nula química entre ambos protagonistas…). Ambos tienen distintas maneras de encarar la vida, intereses diferentes, formas opuestas de divertirse, anhelos inconfesables incompatibles. Vamos, lo corriente. Sin embargo, aunque él da muestras de cierto desequilibrio emocional (hasta el punto de que en sus ataques de celos llega a cruzarle la cara de una bofetada a su esposa) y ella es posible que haya sucumbido a alguna infidelidad en sus salidas nocturnas, no se resignan al fracaso total. Más bien él, que en busca de un futuro mejor, más tranquilo y más estable económica y emocionalmente para ambos, se traslada a Casablanca para optar a un puesto de trabajo que puede ser la solución a sus problemas: un nuevo país, otro ambiente, otras costumbres… Una forma de empezar de nuevo, de borrar el pasado. Sin embargo, el avión en el que viaja Robert se estrella sin dejar supervivientes. Lisa afronta el funeral con cierta tristeza, pero igualmente con una sensación de liberación. De súbito pierde también a su amigo -y quizá algo más- Alan (Jean Pierre-Aumont), que tiene que volver a Estados Unidos, aunque su sustituto, David Barnes (Gig Young) empieza a colmarla de atenciones, por no decir que le pone sitio de inmediato. Pero el futuro parece aclararse cuando a Lisa le informan que la póliza de seguros que Robert firmó en el aeropuerto justo antes de embarcar va a reportarle una sustanciosa indemnización. No es más que otra esperanza truncada, porque una noche se escuchan unos golpes en la puerta de casa. Cuando Lisa abre, se encuentra con Robert vivito y coleando, aunque magullado y herido. De inmediato surge un plan alternativo: la compañía de seguros, la línea aérea y las autoridades dan a todos los pasajeros por fallecidos; por tanto, nada más fácil que cobrar el seguro, repartir el dinero entre los dos y que cada uno siga con su vida, ya que el amor de sus primeros tiempos de matrimonio parece ya irrecuperable… O al menos eso parecen o quieren creer…

A partir de ese instante, la película abandona el perfil del drama sentimental de corte intimista que narra el desencuentro de dos personajes para convertirse en un thriller a lo Alfred Hitchcock, aunque con un guión lleno de huecos. Continuar leyendo «Un thriller patoso: Un abismo entre los dos»

A Casablanca se llega por Argel; a Argel, por la Casbah

Los caminos del cine son inescrutables. En 1937, Julien Duvivier, uno de los maestros franceses del realismo poético y también precursor en cierta manera de la futura nouvelle vague, adaptó una novela de Henri La Barthe para su estupenda Pépé le Moko, protagonizada por Jean Gabin en la piel de un famoso ladrón parisino oculto en la Casbah argelina. Allí, entre una fauna de delincuentes, refugiados, gente de paso y demás territorios humanos tendentes al trapicheo, la huida o el escondite, protegido por la ley no escrita de los habitantes de la Casbah, y por su estructura de callejones, callejuelas, plazoletas, locales, tabernas, sótanos, pasadizos secretos, terrazas, rincones, escondrijos y demás, malvive junto a sus compinches viviendo de las rentas de su último gran botín en una joyería. Así, hasta que conoce a una bella turista de la que se enamora y que se convierte en la mejor ocasión que se le presenta a la policía francesa para conseguir hacer salir a Pépé salga de la Casbah y poder atraparlo de una vez por todas…

El éxito y la aceptación de esta gran película, a caballo entre la intriga y el melodrama romántico, provocó su adaptación por John Cronwell para el público americano en Argel (Algiers, 1938), para la que se buscó, en aras de la mayor autenticidad posible y también para dotar a la cinta de la necesaria atmósfera de exotismo y misterio, un reparto híbrido de intérpretes norteamericanos y europeos. Protagonizada por el francés Charles Boyer en el papel de Pépé, el mayor haber de la película y la más válida razón de su paso a la posteridad viene del debut en Hollywood de la actriz austríaca Hedy Lamarr (que sonó para el personaje secundario de la amante de Rick en los preparativos de Casablanca), posiblemente la actriz más bella que ha pasado por la pantalla. Junto a ellos, otra bella, Sigrid Gurie, y secundarios de lujo como Joseph Calleia, Gene Lockhart (nominado al Oscar al mejor actor de reparto) o Alan Hale, recrean con exacto paralelismo los personajes de la cinta de Duvivier. Igualmente sucede con la puesta en escena, que refleja en estudio, con decorados (un tanto acartonados) y transparencias los ambientes de la Casbah, sus rincones y secretos, mientras que en contraposición se utilizan planos generales de las vistas de la ciudad desde el mar y desde el puerto, así como imágenes documentales de las calles, mercados y locales del Argel de la época. Especialmente resulta llamativo el inicio de la cinta, con una introducción sostenida en imágenes reales de la ciudad que nos va situando brevemente en el pasado y el presente de Argel y en especial de la Casbah y su tropa multinacional de refugiados, delincuentes, comerciantes y negociantes. Esta forma de presentar el escenario remite directamente a la que emplearán cuatro años más tarde Michael Curtiz y la Warner (Argel es de United Artists, la compañía fundada por David W. Griffith, Douglas Fairbanks, Mary Pickford y Charles Chaplin) para introducir la inmortal Casablanca.

No es, ni mucho menos, el único nexo que une ambas cintas. Al título de una única palabra, el nombre de una ciudad norteafricana de población plurinacional (tanto en Argel como en Casablanca se hace especial hincapié en este punto, el de ciudad internacional habitada por gente de todo el mundo, posiblemente inspirándose ambas en el Tánger de principios del siglo XX), se une el escenario exótico, mezcla de Europa y África, típico de la colonización (más concretamente, en ambos casos, de la colonización francesa), las notas pintorescas relacionadas con la población autóctona y la atmófera de entorno cerrado, de fácil llegada pero de difícil, si no imposible, huida. Continuar leyendo «A Casablanca se llega por Argel; a Argel, por la Casbah»

Música para una banda sonora vital – Diana Krall

Diana Krall se hizo popular a nivel mundial con su versión del tema The look of love, compuesto por Hal David y Burt Bacharach y que, interpretado por Dusty Springfield, aparecía en la banda sonora de Casino Royale (1967), película apócrifa de James Bond, rocambolesco proyecto codirigido por John Huston, Kenneth Hughes, Val Guest, Robert Parrish y Joseph McGrath, y gracias al que un popular cómico neoyorquino llamado Woody Allen vio por vez primera un guión suyo trasladado a imágenes. En 2003, Krall hizo una breve aparición al piano en su película Todo lo demás.