Falsas apariencias

Al público no hay que dárselo todo masticado como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones.

Billy Wilder

Quizá fuera el sargento J. J. Sefton el personaje masculino preferido por Billy Wilder de entre todos los que creó para el Séptimo Arte, con permiso, por supuesto, de C. C. Baxter, aunque bien pueden ser considerados parientes no precisamente lejanos, sin que las siglas tengan que ver en ello: los dos comparten una amoralidad superficial bajo la que ocultan una personalidad muy distinta. De eso precisamente trata el cine de Billy Wilder, de las apariencias y de la hipocresía. En sus películas todo el mundo finge o desea ser otra cosa, se disfraza, a veces en sentido literal, ya sea para hacer el mal, ya para protegerse de un mundo cínico y hostil. Por ello, Sefton, Baxter, el Walter Neff y la Phyllis Dietrichson de Perdición (Double Indemnity, 1944), el Don Birnam de Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), el trío protagonista de Sabrina (1954), la bella Ariane (1957), el Nestor Patou de Irma la dulce (Irma la Douce, 1963), la prostituta Polly de Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1964), la extraña pareja de Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981), incluso el Sherlock Holmes de Robert Stephens y en general todos los personajes relevantes escritos por Billy Wilder junto a Charles Brackett, Raymond Chandler, I. A. L. Diamond o cualquier otro colaborador no son sino caras distintas de un mismo personaje extraído directamente de la vida y de la natural tendencia de los seres humanos a aparentar, por capricho, vicio o necesidad, lo que no son. Quizá la única excepción sea Charles Tatum en El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951): engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, pero no oculta su naturaleza vil, mezquina, ambiciosa, cruel y despreciable. Quizá por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. El público reconocía –y se reconocía en- el egoísmo y la ruindad de Kirk Douglas; lo que no entendía era que no lo camuflara, que no simulara ser alguien respetable, digno y decente como en teoría son los “caballeros de la prensa”. Wilder y su circunstancial coguionista del momento, Edwin Blum, fueron muy conscientes del problema al diseñar al sargento Sefton, principal puntal de su siguiente película, Stalag 17 (1953), horriblemente titulada en España Traidor en el infierno, y evitaron caer en el mismo error.

Sefton –interpretado por William Holden, premiado con un Oscar por su interpretación, imprevisible éxito de un actor rescatado años atrás por Wilder para dar vida al advenedizo Joe Gillis de esa obra maestra sobre apariencias e hipocresías llamada El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando estaba a punto de tirar la toalla en su propósito de dedicarse a la actuación- es uno de los aviadores americanos retenidos en un campo de prisioneros alemán durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la película en sí –como ocurre con otra cinta de Wilder ambientada en el conflicto igualmente construida sobre simulaciones, Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943), que dibuja con cuatro decenios de antelación una parte importante de los esquemas de Indiana Jones- parece avanzar los elementos de lo que más tarde serán La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1962) y la teleserie Los héroes de Hogan (Hogan’s Heroes, 1965), Sefton es más bien la fuente de inspiración directa de otro personaje de Holden, Shears, el americano internado en el campo de trabajo japonés de El puente sobre el río Kwai (The Brige on the River Kwai, David Lean, 1957), cínico, egoísta, desencantado, ajeno a toda noción de patriotismo, sin vocación alguna de héroe y muy lejos de cumplir la menor de sus obligaciones como soldado exceptuando la única que le interesa: sobrevivir en las mejores condiciones posibles hasta que llegue el fin de la guerra. En consecuencia, Sefton se ha buscado la vida para labrarse una posición relativamente cómoda dentro del campo, comercia tanto con los guardianes alemanes como con sus compañeros prisioneros, hace de corredor de apuestas, organiza partidas de cartas, incluso destila licor de mondas de patata para organizar un bar y consigue un catalejo con el que poder cobrar por cada mirada a las duchas del barracón del campo femenino. Sefton bien podría constituirse en ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de abrirse paso en cualquier situación sin necesidad de mutar sus valores. La moneda de cambio en la que cobra sus servicios a sus compañeros prisioneros, los cigarrillos, es el precio que paga a los alemanes por los productos que le consiguen, huevos, chocolate, cigarros puros e incluso alguna que otra visita al barracón de las prisioneras rusas. Sus preciadas ganancias, los múltiples cartones de cigarrillos que posee, varias botellas de vino, algunas joyas, varios pares de medias de seda, incluso relojes y cámaras fotográficas entre muchas otras cosas, las guarda en un arcón al que sólo tienen acceso él o su asistente, Cookie (Gil Stratton), la voz en off que relata la historia contada a modo de flashback.

Este fenomenal, para una guerra, modo de vida, se ve amenazado cuando los prisioneros empiezan a creer que tras los fracasos de los últimos intentos de fuga y el descubrimiento por los guardias de un aparato de radio clandestino se esconde la labor de zapa de un chivato. Evidentemente, las sospechas recaen sobre la única persona que parece sacar beneficio del actual contexto bélico, y Sefton se ve hostilizado, acosado y finalmente acusado y agredido por sus compañeros, aunque él proclama su inocencia. El descubrimiento del traidor no es más que el gatillo que Billy Wilder aprieta para mostrar qué se esconde bajo el resto de personajes que conviven en el barracón, llegando a la irónica conclusión de que tras todo héroe se oculta siempre un traidor, y de que el mayor sinvergüenza suele ser, precisamente por eso, el mayor patriota.

La película constituye un paradigma del interés de Wilder por el carácter múltiple del concepto de identidad dentro de una carrera que hizo de esta cuestión su tema principal. Podría haberse considerado una obra maestra de no ser por el lastre que la hace envejecer y la impide perdurar, en concreto, paradójicamente tratándose de Wilder, el humor demasiado infantil y bobo del dúo sobre el que recae la responsabilidad de las risas, Animal y Shapiro (Robert Strauss y Harvey Lembeck), que con sus payasadas, muecas y tonterías excesivamente ridículas, difícilmente admisibles en un campo de prisioneros e impropias de dos personajes que supuestamente han superado algún tipo de prueba psicológica o de madurez para acceder al ejército, desvían constantemente la atención de la parte seria de la trama y difuminan los continuos toques de ironía y sarcasmo propios del mejor Wilder que la historia disemina en sus casi dos horas de metraje. Toques brillantes, como el gag de las botas del comandante (Otto Preminger, el cineasta más oportunista de la historia del cine aquí en su faceta de actor), recuerdan al Wilder en mejor estado de forma: el coronel Von Scherbach camina descalzo por su despacho mientras espera una conferencia telefónica con el alto mando en Berlín; cuando ésta llega, su asistente le coloca las botas y, tras taconear a cada golpe de autoridad de su superior al otro lado de la línea, una vez finalizada la comunicación, el asistente vuelve a quitarle las botas. De todos modos, quizá la sobredosis de humor bufonesco venga justificada por la propia postura personal de Wilder al ocuparse de un periodo, la Segunda Guerra Mundial, que tanto dolor le causó. Oriundo de Viena y habiendo pasado su juventud en Berlín, son muchas las personas que Wilder perdió durante la contienda, entre ellas su propia madre, gaseada en el campo de Auschwitz junto a su segundo marido y otros parientes. Wilder nunca más volvió a hacer una película situada en la guerra, aunque décadas más tarde intentaría hacerse con los derechos de La lista de Schindler, que finalmente le arrebató Steven Spielberg. En cualquier caso sus verdaderos sentimientos, como siempre, quedaron ocultos bajo su eterna capa de ironía desatada y humor vitriólico.

Sefton podría ser considerado el hermano mayor del C. C. Baxter de El apartamento (The Apartment, 1960). Como él, Baxter (inolvidable Jack Lemmon, probablemente el mejor actor americano de todos los tiempos, único en el dominio de la gestualidad, don de la interpretación tan extraño a los actores de ese país –piénsese en clásicos como John Wayne, Gary Cooper, James Cagney, Alan Ladd o Gregory Peck, o en niños bonitos actuales como Tom Cruise, Brad Pitt o Leonardo DiCaprio: ninguno sabe qué hacer con las manos cuando no tienen una pistola o una taza de café con que entretenerlas-) parece sumergido en la amoralidad del empleado de una gran compañía que asciende con rapidez en el organigrama de la empresa porque presta su apartamento a todos los ejecutivos que necesitan un picadero donde engañar a sus esposas con la secretaria o la corista de turno. Pero, exactamente igual que Sefton, su comportamiento no parte de una maldad intrínseca o de una naturaleza ambiciosa y sin escrúpulos. Su proceder no es más que una vía de escape, una búsqueda de la supervivencia en una situación creada contra su voluntad y sin contar con él, que le supera y que se ve incapaz de controlar sin perder lo que más estima, su empleo, único antídoto contra su completa soledad y el lugar donde encuentra consuelo en la persona de Fran Kubelik (Shirley MacLaine), una de las ascensoristas del rascacielos de la corporación. Así como Sefton encuentra en la heroicidad no la redención personal sino una práctica forma de perder de vista a aquellos con los que la convivencia forzosa es ya imposible (“si alguna vez nos encontramos en una esquina fingiremos no habernos conocido”), Baxter logra evadirse gracias al amor que siente por un ser tan solitario como él. La imposibilidad de lograrlo le obliga a rebuscar dentro de sí mismo el orgullo y la dignidad que andaban aletargados durante el tiempo que ha gozado de los parabienes asociados a sus ascensos. Descontento con lo que ha llegado a ser y decidido a recuperarse para sí mismo, se enfrenta a los causantes de su degradación personal y se proclama vencedor moral de la situación, hecho que le pone en bandeja de plata (valga la referencia wilderiana) el premio gordo del amor que creía inalcanzable para siempre.

Desde que a Wilder le encendiera la bombilla el personaje de Stephen Lynn de Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1946), los largos años esperando un relajamiento en la censura que le permitiera tratar abiertamente la cuestión del adulterio y satirizar así las costumbres sexuales de los americanos cristalizaron en La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955), película fallida que el cineasta despreciaba y de la que sólo quedan las piernas de Marilyn faldas al viento. Algo después, Wilder encontró por fin en Jack Lemmon el vehículo perfecto para representar al hombre corriente dotado de aspiraciones mundanas y de un poso de humanidad que le obliga a reconducirse en busca de lo únicamente necesario y auténtico, el amor, al que accede sólo cuando consigue ser honesto consigo mismo. Esta epopeya cotidiana que transita desde el vodevil a la comedia romántica con un segundo acto de un acentuado dramatismo, disfraza de humor e ironía la demoledora crítica a la sociedad americana que contiene. En particular, al igual que Stalag 17, carga contra la corrupción que considera inherente al modo de vida capitalista, simbolizado en el personaje de Fred MacMurray (por entonces a sueldo de Disney –difícil imaginar una procedencia menos indicada para el papel- e incorporado a toda prisa al reparto en sustitución de Paul Douglas, muerto de un infarto la misma mañana del primer día de rodaje), el hombre todopoderoso carente de escrúpulos que se ofrece a comprar la moralidad ajena, pero también en las víctimas que se avienen al acuerdo a sabiendas de que no son más que una diversión pasajera o en quienes aportan la logística para la infidelidad y la traición.

A pesar de que Wilder no creyera demasiado en la química de la improbable pareja protagonista (aunque Irma la dulce le diera la razón, son aspectos sobre los que la última palabra, afortunadamente, la tiene el público, que se declaró mayoritariamente en contra), El apartamento es su más certera aproximación al tema de la identidad. No sólo porque se trata del mejor guión que se haya escrito nunca para una película, sino porque en ella consigue sintetizar en un solo fotograma todo el juego de realidades, simulaciones, apariencias e hipocresías que recrea en toda su filmografía: la sonrisa congelada y el corazón roto de C. C. Baxter reflejados en un espejito partido por la mitad.

Caminos inescrutables: Nube de sangre (Edge of Doom, Mark Robson, 1950)

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Los caminos del señor son inescrutables, dice la cita popular a partir del versículo bíblico («Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!», Romanos 11:33); justamente lo mismo ocurre con los caminos del crimen. El joven Martin Lynn (Farley Granger) lo comprueba de primera mano en este drama con ribetes de cine negro que gira en torno a la idea del juicio divino, la expiación de los pecados, la misericordia y la posibilidad de redención. El muchacho es humilde y trabajador, solo vive para su madre enferma, para la chica que le gusta (Mala Powers) y para su trabajo como repartidor en una floristería, pero su destino no es vivir tranquilo. En un barrio desfavorecido en el que demasiadas personas (como sus vecinos de abajo, el golfo de Mr. Craig -Paul Stewart- y su chica, estereotipada mujer fatal, Irene -Adele Jergens-) y demasiadas cosas contribuyen a diluir el filo de la ley y aproximan la caída en desgracia, la vida cotidiana de Martin no tarda en torcerse. La razón, la grave enfermedad de su madre y el inevitable desenlace. Resentido por la muerte de su padre años atrás, por la desatención recibida por parte de su confesor, y conmovido por la vida de esfuerzos, privaciones y sacrificios que su madre, fervorosa creyente, tuvo que afrontar durante décadas para lograr sacarle a él adelante y apartarle del mal camino, Martin se convence de que ha acumulado suficientes méritos ante la Iglesia católica, que ya hizo caso omiso de sus necesidades cuando su padre falleció, para que esta se avenga a sufragar parte del gran funeral que el chico desea ofrecerle como homenaje cuando llegue la hora. Sin embargo, cuando esta se presenta, las exiguas capacidades económicas de la empobrecida parroquia que dirige el padre Kirkman (Harold Vermilyea) dificultan mucho la ayuda, algo que a Martin le cuesta aceptar hasta el punto de que pierde el dominio de sí mismo, esgrime un pesado crucifijo y cruza el límite del que su madre le protegió toda su vida…

En este punto, y siempre sobre los cánones formales del noir de la época, la historia, escrita por Philip Yordan, Charles Brackett y Ben Hecht, discurre en paralelo entre dos miradas, dos investigaciones, dos juicios. En primer lugar, la óptica policial, la persecución legal, la indagación detectivesca encabezada por el teniente Mandel (Robert Keith), que debe conducir al descubrimiento del culpable, su detención, juicio y condena, una condena indudablemente severa dadas las agravantes de alevosía y nocturnidad. Por otro lado, la perspectiva moral de un religioso, el padre Roth (Dana Andrews), el nuevo ayudante del padre Kirkman en la parroquia, cuyo olfato le pone acertadamente tras la pista del pecador, y que intenta comprender sus circunstancias personales, el entorno en que nació y se crió, las dificultades familiares que superó, los remordimientos que le atenazan y la pesada losa que representan las estrecheces de su presente y de su futuro, que condicionan y asfixian su día a día. Su objetivo no es justificar su crimen o exculparle ante los ojos vendados de la justicia, sino penetrar en su conciencia, remover sus sentimientos y lograr que confiese sus pecados a fin de obtener el perdón de Dios y, hasta donde la ley lo permita, la comprensión y benevolencia de los policías y los jueces. Así, la película transcurre por una doble vertiente criminal y espiritual, dos líneas que convergen y se separan y, como en el elemento clave que resuelve el argumento, la confusión de dos identidades, se confunden y se funden en una sola para ofrecer a Martin una segunda oportunidad, un renacimiento, una ocasión para la redención que pasa por reconocer sus pecados, pagar por ellos, expiar sus culpas y abrirse a la nueva vida plena que el reto de perdonarse a sí mismo puede proporcionarle.

Al margen de la investigación policial, la verdadera batalla se libra, por tanto, en la conciencia de Martin, que no es en absoluto un criminal sino un ser castigado por unas difíciles condiciones de vida, una biografía accidentada y un presente en el que se ve acosado por todo tipo de tormentos, sobre todo, los más duros, los interiores. La muerte de su madre, la soledad sobrevenida, el crimen cometido, las dudas del futuro con la mujer que ama, la pérdida de su empleo… La incomprensión de su situación por parte de todos (el padre Kirkman, su jefe en la floristería, los vecinos que solo buscan aprovecharse de él y limpiarle el poco dinero del que dispone), el peso de la fatalidad (aludida en el título original de la cinta, mucho más adecuado que el español), la angustia ante la incapacidad de encontrar una salida, nublan su buen juicio y amenazan con llevarle a un desenlace irreversible. Es ahí donde el padre Roth ejerce su presión y vuelca su influencia, ahí radica el clímax del drama. El registro de sombras y luces, de oscuridad y penumbras del cine negro, oportuna alusión visual al torbellino de contradicciones, pensamientos deprimentes y oscuros augurios que pueblan la mente del protagonista, se enriquece con una perspectiva social que muestra la vida en precario de Martin y sus convecinos, y también con las liturgias, el ceremonial y el marco formal, siempre entre lo austero y lo siniestro, aquí carente de grandiosidad (se trata de una parroquia modesta), de los ambientes católicos.

En el aspecto interpretativo destacan Farley Granger, un actor muy limitado en sus capacidades que quizá nunca ha estado mejor que en su personaje de joven atormentado, Paul Stewart, que siempre convence en sus papeles de tipos con dobleces y relajada moralidad, y Dana Andrews en el único personaje de la película que quizá no vive atenazado por alguna clase de miedo, a los otros o a sí mismo, el único, tal vez, que por sentirse en la compañía permanente de Dios, encuentra la manera de enfrentarse a todo, de encararlo todo. Aunque, como él mismo explica en el largo flashback en que consiste la película, probablemente fuera la historia del pobre Martin la que lograra ese efecto en él. Contada con un ritmo seco y preciso, poblada de diálogos duros y lacónicos sobre temas de enjundia como la ira, la culpa, el odio, el amor, el rencor y el perdón, situada en ambientes sórdidos y amenazantes que son trasunto de la azorada sensibilidad del joven protagonista y que al mismo tiempo permiten adivinar la tutela o supervisión divina (a través del ojo de la cámara, de los ángulos y perspectivas) en lo que está aconteciendo, la película ilustra el concepto que el padre Roth maneja de Dios y de la fe como campo de pruebas en el que encontrar el propio camino (no en vano, es él quien narra la historia). Un camino que puede ser un valle de lágrimas, pero que indudablemente conduce a la perfección, al conocimiento y reconocimiento de uno mismo cuando se encuentra la vía de la aceptación (una forma algo tramposa de referirse a la resignación, esto es, a la sumisión), o que depara el castigo más cruel cuando no hay propósito de enmienda o se recrea y reafirma uno en el error (el desenlace del personaje de Paul Stewart, víctima final del «milagro negativo» que actúa como contrapunto del «milagro positivo» del que Martin es beneficiario inicial, cambiando así sus posiciones). Y es que quizá la idea de Dios, la efectividad de la fe, no consistan en otra cosa que en estar a bien con la propia conciencia, en vivir sin cuentas pendientes, sin remordimientos, en una paz interior que resulte del propio convencimiento de estar haciendo lo moralmente correcto. O al menos, ese es el tipo de mensaje que interesaba difundir en el Hollywood de la época conforme al Código Hays, y que obliga a desplazar la película, a pesar de sus vínculos formales, de la senda del cine negro a la del drama criminal: aquí no triunfa el fatum; por encima de la fatalidad hay un poder superior, que es el de Dios, y que en su exposición formal se asemeja, y no poco, a los finales felices (en este caso, dentro de lo que cabe) de la Meca del Cine. Porque, para milagros, los de Hollywood.

Mis escenas favoritas: Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939)

Aguda y ácida sátira del llamado «paraíso comunista» al tiempo que sofisticada y divertidísima comedia romántica, esta obra maestra de Ernst Lubitsch, coescrita por este, Charles Brackett, Billy Wilder y Walter Reisch a partir de una historia de Melchior Lengyel, contiene tantos diálogos afilados y tanta carga de profundidad hacia la dictadura soviética en sus ambivalentes secuencias que resulta imposible recordarlos todos y muy difícil quedarse con uno.

En este caso se trata del duro retorno a la realidad moscovita una vez disfrutados los grandes placeres parisinos.

Billy Wilder, maestro del disfraz

Al público no hay que dárselo todo masticado como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones (Billy Wilder).

Quizá fuera el sargento J. J. Sefton el personaje masculino preferido por Billy Wilder de entre todos los que creó para el Séptimo Arte, con permiso, por supuesto, de C. C. Baxter, aunque bien pueden ser considerados parientes no precisamente lejanos, sin que las siglas tengan que ver en ello: los dos comparten una amoralidad superficial bajo la que ocultan una personalidad muy distinta. De eso precisamente trata el cine de Billy Wilder, de las apariencias y de la hipocresía. En sus películas todo el mundo finge o desea ser otra cosa, se disfraza, a veces en sentido literal, ya sea para hacer el mal, ya para protegerse de un mundo cínico y hostil. Por ello, Sefton, Baxter, el Walter Neff y la Phyllis Dietrichson de Perdición (Double Indemnity, 1944), el Don Birnam de Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), el trío protagonista de Sabrina (1954), la bella Ariane (1957), el Nestor Patou de Irma la dulce (Irma la douce, 1963), la prostituta Polly de Bésame, tonto (Kiss Me, Stupid, 1964), la extraña pareja de Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981), incluso el Sherlock Holmes de Robert Stephens y en general todos los personajes relevantes escritos por Billy Wilder junto a Charles Brackett, Raymond Chandler, I. A. L. Diamond o cualquier otro colaborador no son sino caras distintas de un mismo personaje extraído directamente de la vida y de la natural tendencia de los seres humanos a aparentar, por capricho, vicio o necesidad, lo que no son. Quizá la única excepción sea Charles Tatum en El gran carnaval (Ace in the Hole, 1951): engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, pero no oculta su naturaleza vil, mezquina, ambiciosa, cruel y despreciable. Quizá por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. El público reconocía –y se reconocía en- el egoísmo y la ruindad de Kirk Douglas; lo que no entendía era que no lo camuflara, que no simulara ser alguien respetable, digno y decente como en teoría son los “caballeros de la prensa”. Wilder y su circunstancial coguionista del momento, Edwin Blum, fueron muy conscientes del problema al diseñar al sargento Sefton, principal puntal de su siguiente película, Stalag 17 (1953), horriblemente titulada en España Traidor en el infierno, y evitaron caer en el mismo error.

Sefton –interpretado por William Holden, premiado con un Oscar por su interpretación, imprevisible éxito de un actor rescatado años atrás por Wilder para dar vida al advenedizo Joe Gillis de esa obra maestra sobre apariencias e hipocresías llamada El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando estaba a punto de tirar la toalla en su propósito de dedicarse a la actuación- es uno de los aviadores americanos retenidos en un campo de prisioneros alemán durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la película en sí –como ocurre con otra cinta de Wilder ambientada en el conflicto igualmente construida sobre simulaciones, Cinco tumbas a El Cairo (Five Graves to Cairo, 1943), que dibuja con cuatro decenios de antelación una parte importante de los esquemas de Indiana Jones- parece avanzar los elementos de lo que más tarde serán La gran evasión (The Great Escape, John Sturges, 1962) y la teleserie Los héroes de Hogan (Hogan’s Heroes, 1965), Sefton es más bien la fuente de inspiración directa de otro personaje de Holden, Shears, el americano internado en el campo de trabajo japonés de El puente sobre el río Kwai (The Brige on the River Kwai, David Lean, 1957), cínico, egoísta, desencantado, ajeno a toda noción de patriotismo, sin vocación alguna de héroe y muy lejos de cumplir la menor de sus obligaciones como soldado exceptuando la única que le interesa: sobrevivir en las mejores condiciones posibles hasta que llegue el fin de la guerra. En consecuencia, Sefton se ha buscado la vida para labrarse una posición relativamente cómoda dentro del campo, comercia tanto con los guardianes alemanes como con sus compañeros prisioneros, hace de corredor de apuestas, organiza partidas de cartas, incluso destila licor de mondas de patata para organizar un bar y consigue un catalejo con el que poder cobrar por cada mirada a las duchas del barracón del campo femenino. Sefton bien podría constituirse en ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de abrirse paso en cualquier situación sin necesidad de mutar sus valores. La moneda de cambio en la que cobra sus servicios a sus compañeros prisioneros, los cigarrillos, es el precio que paga a los alemanes por los productos que le consiguen, huevos, chocolate, cigarros puros e incluso alguna que otra visita al barracón de las prisioneras rusas. Sus preciadas ganancias, los múltiples cartones de cigarrillos que posee, varias botellas de vino, algunas joyas, varios pares de medias de seda, incluso relojes y cámaras fotográficas entre muchas otras cosas, las guarda en un arcón al que sólo tienen acceso él o su asistente, Cookie (Gil Stratton), la voz en off que relata la historia contada a modo de flashback.

Este fenomenal, para una guerra, modo de vida, se ve amenazado cuando los prisioneros empiezan a creer que tras los fracasos de los últimos intentos de fuga y el descubrimiento por los guardias de un aparato de radio clandestino se esconde la labor de zapa de un chivato. Evidentemente, las sospechas recaen sobre la única persona que parece sacar beneficio del actual contexto bélico, y Sefton se ve hostilizado, acosado y finalmente acusado y agredido por sus compañeros, aunque él proclama su inocencia. El descubrimiento del traidor no es más que el gatillo que Billy Wilder aprieta para mostrar qué se esconde bajo el resto de personajes que conviven en el barracón, llegando a la irónica conclusión de que tras todo héroe se oculta siempre un traidor, y de que el mayor sinvergüenza suele ser, precisamente por eso, el mayor patriota.

La película constituye un paradigma del interés de Wilder por el carácter múltiple del concepto de identidad dentro de una carrera que hizo de esta cuestión su tema principal. Podría haberse considerado una obra maestra de no ser por el lastre que la hace envejecer y la impide perdurar, en concreto, paradójicamente tratándose de Wilder, el humor demasiado infantil y bobo del dúo sobre el que recae la responsabilidad de las risas, Animal y Shapiro (Robert Strauss y Harvey Lembeck), que con sus payasadas, muecas y tonterías excesivamente ridículas, difícilmente admisibles en un campo de prisioneros e impropias de dos personajes que supuestamente han superado algún tipo de prueba psicológica o de madurez para acceder al ejército, desvían constantemente la atención de la parte seria de la trama y difuminan los continuos toques de ironía y sarcasmo propios del mejor Wilder que la historia disemina en sus casi dos horas de metraje. Toques brillantes, como el gag de las botas del comandante (Otto Preminger, el cineasta más oportunista de la historia del cine aquí en su faceta de actor), recuerdan al Wilder en mejor estado de forma: el coronel Von Scherbach camina descalzo por su despacho mientras espera una conferencia telefónica con el alto mando en Berlín; cuando ésta llega, su asistente le coloca las botas y, tras taconear a cada golpe de autoridad de su superior al otro lado de la línea, una vez finalizada la comunicación, el asistente vuelve a quitarle las botas. De todos modos, quizá la sobredosis de humor bufonesco venga justificada por la propia postura personal de Wilder al ocuparse de un periodo, la Segunda Guerra Mundial, que tanto dolor le causó. Oriundo de Viena y habiendo pasado su juventud en Berlín, son muchas las personas que Wilder perdió durante la contienda, entre ellas su propia madre, gaseada en el campo de Auschwitz junto a su segundo marido y otros parientes. Wilder nunca más volvió a hacer una película situada en la guerra, aunque décadas más tarde intentaría hacerse con los derechos de La lista de Schindler, que finalmente le arrebató Steven Spielberg. En cualquier caso sus verdaderos sentimientos, como siempre, quedaron ocultos bajo su eterna capa de ironía desatada y humor vitriólico.

Sefton podría ser considerado el hermano mayor del C. C. Baxter de El apartamento (The Apartment, 1960). Como él, Baxter (inolvidable Jack Lemmon, probablemente el mejor actor americano de todos los tiempos, único en el dominio de la gestualidad, don de la interpretación tan extraño a los actores de ese país –piénsese en clásicos como John Wayne, Gary Cooper, James Cagney, Alan Ladd o Gregory Peck, o en niños bonitos actuales como Tom Cruise, Brad Pitt o Leonardo DiCaprio: ninguno sabe qué hacer con las manos cuando no tienen una pistola o una taza de café con que entretenerlas-) parece sumergido en la amoralidad del empleado de una gran compañía que asciende con rapidez en el organigrama de la empresa porque presta su apartamento a todos los ejecutivos que necesitan un picadero donde engañar a sus esposas con la secretaria o la corista de turno. Pero, exactamente igual que Sefton, su comportamiento no parte de una maldad intrínseca o de una naturaleza ambiciosa y sin escrúpulos. Su proceder no es más que una vía de escape, una búsqueda de la supervivencia en una situación creada contra su voluntad y sin contar con él, que le supera y que se ve incapaz de controlar sin perder lo que más estima, su empleo, único antídoto contra su completa soledad y el lugar donde encuentra consuelo en la persona de Fran Kubelik (Shirley MacLaine), una de las ascensoristas del rascacielos de la corporación. Así como Sefton encuentra en la heroicidad no la redención personal sino una práctica forma de perder de vista a aquellos con los que la convivencia forzosa es ya imposible (“si alguna vez nos encontramos en una esquina fingiremos no habernos conocido”), Baxter logra evadirse gracias al amor que siente por un ser tan solitario como él. La imposibilidad de lograrlo le obliga a rebuscar dentro de sí mismo el orgullo y la dignidad que andaban aletargados durante el tiempo que ha gozado de los parabienes asociados a sus ascensos. Descontento con lo que ha llegado a ser y decidido a recuperarse para sí mismo, se enfrenta a los causantes de su degradación personal y se proclama vencedor moral de la situación, hecho que le pone en bandeja de plata (valga la referencia wilderiana) el premio gordo del amor que creía inalcanzable para siempre.

Desde que a Wilder le encendiera la bombilla el personaje de Stephen Lynn de Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1946), los largos años esperando un relajamiento en la censura que le permitiera tratar abiertamente la cuestión del adulterio y satirizar así las costumbres sexuales de los americanos cristalizaron en La tentación vive arriba (The Seven Year Itch, 1955), película fallida que el cineasta no apreciaba y de la que sólo quedan las piernas de Marilyn faldas al viento. Algo después, Wilder encontró por fin en Jack Lemmon el vehículo perfecto para representar al hombre corriente dotado de aspiraciones mundanas y de un poso de humanidad que le obliga a reconducirse en busca de lo únicamente necesario y auténtico, el amor, al que accede sólo cuando consigue ser honesto consigo mismo. Esta epopeya cotidiana que transita desde el vodevil a la comedia romántica con un segundo acto de un acentuado dramatismo, disfraza de humor e ironía la demoledora crítica a la sociedad americana que contiene. En particular, al igual que Stalag 17, carga contra la corrupción que considera inherente al modo de vida capitalista, simbolizado en el personaje de Fred MacMurray (por entonces a sueldo de Disney –difícil imaginar una procedencia menos indicada para el papel- e incorporado a toda prisa al reparto en sustitución de Paul Douglas, muerto de un infarto la misma mañana del rodaje), el hombre todopoderoso carente de escrúpulos que se ofrece a comprar la moralidad ajena, pero también en las víctimas que se avienen al acuerdo a sabiendas de que no son más que una diversión pasajera o en quienes aportan la logística para la infidelidad y la traición.

A pesar de que Wilder no creyera demasiado en la química de la improbable pareja protagonista (aunque Irma la dulce le diera la razón, son aspectos sobre los que la última palabra, afortunadamente, la tiene el público, que se declaró mayoritariamente en contra), El apartamento es su más certera aproximación al tema de la identidad. No sólo porque se trata del mejor guión que se haya escrito nunca para una película, sino porque en ella consigue sintetizar en un solo fotograma todo el juego de realidades, simulaciones, apariencias e hipocresías que recrea en toda su filmografía: la sonrisa congelada y el corazón roto de C. C. Baxter reflejados en un espejito partido por la mitad.

El mayor y la menor: Beautiful Girls (Ted Demme, 1996)

Resultado de imagen de beautiful girls 1996

WILLIE: Imagínate lo que significaría tener a esa cosa increíble, tener a esa persona, con ese potencial, con todo ese futuro. Esa chica va a ser algo asombroso: es graciosa, inteligente, preciosa…

MO: Y tiene trece años.

WILLIE: Ya lo sé, Mo, pasa de eso, no se trata de nada sexual… Yo podría esperar.

MO: ¿Qué?

WILLIE: Podría esperar, porque dentro de diez años ella tendrá veintitrés y yo treinta y nueve, y no habrá problema.

MO: Willie… Me estás asustando.

WILLIE: Esa chica es increíble.

MO: Genial.

WILLIE: Llegué a sentirme auténticamente celoso del chico de la bici, ¿sabes?, de ese chico bajito en bici, porque tiene su edad y yo soy una especie de viejo depravado, como si fuera ese…, ¿cómo se llama?

MO: ¿Roman Polanski?

WILLIE: No, no, como Nabokov, como el personaje de Lolita, ¿sabes? Como si fuera un hombre sucio, retorcido, jorobado y apestoso. No sé, no sé colega, sólo sé que me gustaría decirle con todo mi corazón: “llévame contigo cuando te vayas”.

MO: Willie, esa chica era un espermatozoide cuando tú estabas en séptimo, ¿eh?

WILLIE: Bueno, ¿y qué quieres decir con eso? ¿Que tal vez es mi manera de posponer lo inevitable, que es como decir que no quiero envejecer?

MO: No, es tu manera de decir que no quieres crecer.

WILLIE: No, lo único que quiero es tener algo hermoso.

MO: Todos queremos tenerlo, Will.

No se llama Caroline, pero es tan dulce y adorable como proclama la canción de Neil Diamond. Y aunque curiosamente tiene nombre de chico, Marty no es nada masculina, más bien lo contrario, uno de los proyectos de mujer más fascinantes inventados por el cine. Dice tener trece años, pero aparenta –no físicamente– bastantes más. En términos comparativos supone el contrapunto tanto de la Lolita de Nabokov (1955) y Stanley Kubrick (1962) como de su antecedente directo, la Susan Applegate que Billy Wilder y Charles Brackett crearon a partir del relato de Fannie Kilbourne y de la obra de teatro de Edward Childs Carpenter para El mayor y la menor (1942), comedia romántica en la que Ginger Rogers se caracteriza como una niña de doce años para ahorrarse parte de la tarifa del tren que la conduce de vuelta a Iowa desde Nueva York. De la primera la distingue la sensualidad: lo que en la Sue Lyon de Kubrick o en la Dominique Swain del remake de Adrian Lyne (1997) es la descarada exposición de un erotismo transparente encarnado en una adolescente de mayor edad que la señalada en su inspiración literaria por razones de (auto)censura, en Marty es una promesa futura que aguarda la eclosión de una próxima primavera bajo las múltiples capas de ropa de invierno que las bajas temperaturas del norte de Estados Unidos la obligan a vestir y cuya clave de acceso no es la constante insinuación sexual sino la mirada líquida y la sonrisa auténtica de una chica que ya ha aprendido algo sobre los sufrimientos de la vida. De Susan, en cambio, además de la edad real de ambas, la diferencia su, para una joven de trece años, poco frecuente madurez, su aguda inteligencia y su enorme capacidad de observación, características que le permiten elaborar discursos sinceros y complejos acerca de la vida, del amor y del futuro plagados de referencias literarias, de humor ácido y de expresiones y puntos de vista adquiridos de fuentes cuidadosamente escogidas.

Así, mientras en El mayor y la menor la trama desemboca pronto en una comedia de equívocos basados en razones de edad que dificultan el amor de la “niña” con el mayor Kirby (Ray Milland), el hombre al que ha logrado convencer para que finja ser su padre en el tren, limitándose, excepto en la escena en la que éste le lee un cuento infantil –secuencia en la que radica la posible inspiración para Nabokov-, a pasar de puntillas por la explotación morbosa de la situación, y en Lolita se narra la bajada a los infiernos del pobre profesor Humbert (James Mason o Jeremy Irons), consumido por la obsesión sexual que le ha llevado a casarse con la madre de la muchacha únicamente por la íntima e inconfesable satisfacción de estar cerca de ella en cada momento, en Beautiful Girls (Ted Demme, 1996) la deliciosa Marty (una espléndida, cautivadora y muy natural Natalie Portman, que en el momento del rodaje contaba con apenas quince años) convulsiona de arriba abajo el universo de Willie (Timothy Hutton), y no precisamente en un sentido sexual sino de forma integral, obligándole a replantearse su lugar en el mundo, a hacer balance de una vida en el umbral de la treintena: su marcha, quizá huida, a Nueva York en un pasado no tan lejano, sus relaciones con una familia a la que apenas ve ya y entre la que se siente un extraño, el sentido oculto que adquiere para sí mismo su regreso al pueblo natal, el significado íntimo del reencuentro con los viejos amigos del instituto, ya unos hombres pero en el fondo tan críos como entonces, el abismo amenazador que supone la formalización del futuro junto a Tracy (Annabeth Gish), su novia neoyorquina, la mujer con la que cree ser feliz, que lleva aparejado el abandono de su profesión de pianista de club nocturno para aceptar un trabajo de agente de ventas en la empresa de su suegro…

Para Willie, como para el espectador, Marty es un regalo inesperado, una sorpresa absoluta, la viva imagen de esa juventud a la que por última vez intenta agarrarse y de la que por fin pretende despedirse con su momentáneo regreso a Knight’s Ridge. En su pueblo descubre que todos sus antiguos compañeros de colegio, los amigos para toda la vida, siguen anclados en aquel tiempo, especialmente Tommy (Matt Dillon) y Paul (Michael Rapaport); el primero, llegada casi la treintena, todavía mantiene una relación adúltera con la antigua “chica popular” del instituto (Lauren Holly), mientras que el carácter posesivo y los celos infantiles de Paul echan a perder su relación con Jan (Martha Plimpton). En las chicas, en cambio, percibe la llegada de la madurez por la puerta del sufrimiento. Sharon (Mira Sorvino), la chica ideal, guapa, buena y sensible, antaño prototipo de la típica animadora de equipo de fútbol, soporta a duras penas las infidelidades de Tommy con su amante casada. Gina (Rosie O’Donnell) oculta bajo una personalidad arrolladora y contundente la frustración que le produce la indiferencia que provoca en los hombres a causa de un físico incompatible con los cánones de belleza impuestos por las revistas masculinas. Entre unos y otras, Willie busca su camino, un desvío alternativo que le libre de tomar la autopista que se abre ante él, o bien un atajo o una senda sinuosa que le conduzca a un punto más allá del peaje de entrada. Su vuelta al pueblo es a la vez una labor de indagación en busca de una esencia propia que pueda servirle en bandeja la solución a sus dilemas, la elección entre la soledad y libertad del eterno adolescente o el compromiso personal, familiar, económico y social de una vida adulta, y una despedida, la confirmación de lo que quizá ya sabía pero no podía ni quería reconocer antes de emprender su retorno al pasado: él ya hace tiempo que dejó de ser el Willie de Knight’s Ridge para ser el William adulto y responsable. Y de repente, sumido en la indecisión, en una nebulosa indefinida de nostalgia y temor al vacío, se topa con su Pepito Grillo particular, esa chica que remolonea por el jardín de la casa de al lado o que patina feliz sobre el hielo y que, tras un encuentro quizá no tan casual, se erige en la voz de su conciencia, en una presencia mágica y reconfortante que es capaz no sólo de leer sus pensamientos sino también de adivinar sus deseos y frustraciones, de terminar sus frases o de enunciar las que no se atreve a pronunciar porque teme oírlas de su propia boca. Una chica a la que empieza a buscar sin darse cuenta y sin llegar a sospechar el dolor que le llegará a producir separarse de ella.

Willie capta de inmediato algo en Marty que la hace distinta a Tracy, a Sharon, a Jan o a Gina, que la diferencia de cualquier mujer conocida o por conocer, una poderosa fuerza que emana de su interior con una sencillez desarmante y que la convierte en un ser especial, en ese algo hermoso ante el que no hay dudas ni se buscan desvíos. La verdad, la lucidez, el último sentido de todo concentrados en el prometedor cuerpo y la precoz mente de una jovencita de trece años que sin embargo arrastra un poso de tremenda infelicidad. Siempre sola, recién llegada a un pueblo en el que no conoce a nadie, demasiado mayor mentalmente para sus compañeros de clase, sin amigos y con unos padres que –se adivina– vuelcan su atención en el miembro más joven de la familia, encuentra en Willie la salvación para sus tardes de soledad y aburrimiento y quizá la solución o la esperanza para un futuro tantas veces dibujado en sus ensoñaciones de jardín.

Sin embargo, Willie le ha llegado excesivamente pronto, cuando todo está por escribir. Para él, Marty se presenta demasiado tarde, cuando la ruta de la vida ya le ha sido trazada por otros. Es el primer desengaño para ella, que por una vez reacciona como puede esperarse de una chica de trece años que ve cómo se escapa su primer amor, mientras que para él se trata de una claudicación más, probablemente ni siquiera la última. Sin embargo, dejar atrás a Marty se traduce en la superación de la adolescencia, en la puerta de entrada a la edad adulta. Tomando la decisión más responsable, renunciando al incierto impulso juvenil de una inconsciente aventura consistente en una espera repleta de trampas y riesgos a cambio de las escasas pero estimables certidumbres que disfruta por más rodeadas de vértigos que se encuentren, supera finalmente el peaje de esa autopista vital que han asfaltado para él. Por fin cumple la misión que le ha llevado de vuelta a Knight’s Ridge, decir adiós a sus sueños de juventud. Con dolor y mirando atrás por el retrovisor, pero adelante.

Willie vuelve a Nueva York con Tracy sabiendo que Marty no es sino el embrión corregido y aumentado de una nueva Andera (Uma Thurman), la escultural rubia que también ha visitado el pueblo esos días y que se ha ganado a todos con su extrema sensatez, su cercanía y, para ellos, su sorprendente fidelidad a un hombre que está lejos. Y Willie parte siendo también consciente de que incluso mucho tiempo después de su marcha, en un tranquilo barrio residencial de Nueva York, quizá se sorprenda más de una vez mirando entre los visillos de su ventana al nevado jardín de la casa de al lado o aguzando el oído en busca de unos pasos sobre la madera del porche que le revelen que Marty, su particular Lolita, ha vuelto a visitarle, esta vez para quedarse para siempre.

Falsas apariencias (del libro 39estaciones, Eclipsados, 2011)

Falsas apariencias

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Al público no hay que dárselo todo masticado como si fuera tonto. A diferencia de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y dos… y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones.

Billy Wilder

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Quizá fuera el sargento J.J. Sefton el personaje masculino preferido por Billy Wilder de entre todos los que creó para el Séptimo Arte, con permiso, por supuesto, de C.C. Baxter, aunque bien pueden ser considerados parientes no precisamente lejanos, sin que las siglas tengan que ver en ello: los dos comparten una amoralidad superficial bajo la que ocultan una personalidad muy distinta. De eso precisamente trata el cine de Billy Wilder, de las apariencias y de la hipocresía. En sus películas todo el mundo finge o desea ser otra cosa, se disfraza, a veces en sentido literal, ya sea para hacer el mal, ya para protegerse de un mundo cínico y hostil. Por ello, Sefton, Baxter, el Walter Neff y la Phyllis Dietrichson de Perdición (Double indemnity, 1944), el Don Birnam de Días sin huella (The lost weekend, 1945), el trío protagonista de Sabrina (1954), la bella Ariane (1957), el Nestor Patou de Irma la dulce (Irma la douce, 1963), la prostituta Polly de Bésame, tonto (Kiss me, stupid, 1964), la extraña pareja de Aquí un amigo (Buddy, Buddy, 1981), incluso el Sherlock Holmes de Robert Stephens y en general todos los personajes relevantes escritos por Billy Wilder junto a Charles Brackett, Raymond Chandler, I.A.L. Diamond o cualquier otro colaborador no son sino caras distintas de un mismo personaje extraído directamente de la vida y de la natural tendencia de los seres humanos a aparentar, por capricho, vicio o necesidad, lo que no son. Quizá la única excepción sea Charles Tatum en El gran carnaval (Ace in the hole, 1951): engaña y manipula a cuantos se encuentran a su alrededor, pero no oculta su naturaleza vil, mezquina, ambiciosa, cruel y despreciable. Quizá por ello, aunque sea considerada hoy como la más brillante y ácida (por vigente) reflexión acerca del periodismo sensacionalista y de la irracionalidad de las masas sedientas de carnaza volcadas hoy en la televisión, la cinta no triunfó en su tiempo. El público reconocía –y se reconocía en- el egoísmo y la ruindad de Kirk Douglas; lo que no entendía era que no lo camuflara, que no simulara ser alguien respetable, digno y decente como en teoría son los “caballeros de la prensa”. Wilder y su circunstancial coguionista del momento, Edwin Blum, fueron muy conscientes del problema al diseñar al sargento Sefton, principal puntal de su siguiente película, Stalag 17 (1953), horriblemente titulada en España Traidor en el infierno, y evitaron caer en el mismo error.

Sefton –interpretado por William Holden, premiado con un Óscar por su interpretación, imprevisible éxito de un actor rescatado años atrás por Wilder para dar vida al advenedizo Joe Gillis de esa obra maestra sobre apariencias e hipocresías llamada El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) cuando estaba a punto de tirar la toalla en su propósito de dedicarse a la actuación- es uno de los aviadores americanos retenidos en un campo de prisioneros alemán durante el último año de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la película en sí –como ocurre con otra cinta de Wilder ambientada en el conflicto igualmente construida sobre simulaciones, Cinco tumbas a El Cairo (Five graves to Cairo, 1943), que dibuja con cuatro decenios de antelación una parte importante de los esquemas de Indiana Jones- parece avanzar los elementos de lo que más tarde serán La gran evasión (The great escape, John Sturges, 1962) y la teleserie Los héroes de Hogan (Hogan’s heroes, 1965), Sefton es más bien la fuente de inspiración directa de otro personaje de Holden, Shears, el americano internado en el campo de trabajo japonés de El puente sobre el río Kwai (The brige on the river Kwai, David Lean, 1957), cínico, egoísta, desencantado, ajeno a toda noción de patriotismo, sin vocación alguna de héroe y muy lejos de cumplir la menor de sus obligaciones como soldado exceptuando la única que le interesa: sobrevivir en las mejores condiciones posibles hasta que llegue el fin de la guerra. En consecuencia, Sefton se ha buscado la vida para labrarse una posición relativamente cómoda dentro del campo, comercia tanto con los guardianes alemanes como con sus compañeros prisioneros, hace de corredor de apuestas, organiza partidas de cartas, incluso destila licor de mondas de patata para organizar un bar y consigue un catalejo con el que poder cobrar por cada mirada a las duchas del barracón del campo femenino. Sefton bien podría constituirse en ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de abrirse paso en cualquier situación sin necesidad de mutar sus valores. La moneda de cambio en la que cobra sus servicios a sus compañeros prisioneros, los cigarrillos, es el precio que paga a los alemanes por los productos que le consiguen, huevos, chocolate, cigarros puros e incluso alguna que otra visita al barracón de las prisioneras rusas. Sus preciadas ganancias, los múltiples cartones de cigarrillos que posee, varias botellas de vino, algunas joyas, varios pares de medias de seda, incluso relojes y cámaras fotográficas entre muchas otras cosas, las guarda en un arcón al que sólo tienen acceso él o su asistente, Cookie (Gil Stratton), la voz en off que relata la historia contada a modo de flashback. Continuar leyendo «Falsas apariencias (del libro 39estaciones, Eclipsados, 2011)»

La Garbo hace mutis con una sonrisa: La mujer de las dos caras (George Cukor, 1941)

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Si Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939 -con guión de Charles Brackett y Billy Wilder, entre otros-) se vendió con el lema publicitario «¡Garbo ríe!», de La mujer de las dos caras (Two-faced woman, George Cukor, 1941) cabría decir que la Garbo se descojona. Aprovechando el tirón mediático de la exitosa pareja en su anterior producción, la Metro Goldwyn Mayer volvió a repetir protagonistas, Greta Garbo y Melvyn Douglas, esta vez dirigidos por un seguro de vida, George Cukor, en una fórmula más o menos similar, otra comedia sofisticada con tintes románticos, esta vez mucho menos redonda, vitriólica y negra, y más lírica, sentimental y «blanca» y, por lo mismo, también más suave y blanda.

Larry Blake (Douglas) es un frívolo millonario y playboy neoyorquino dedicado al mundo editorial que, de paso en una estación de esquí, descubre a una bella monitora, Karin Borg (Garbo). Desde ese mismo momento siente irrefrenables deseos de tomar clases hasta conseguir que Karin le haga una tutoría particular. Su torpeza, no obstante, depara algún que otro desastre, hasta que terminan perdiéndose en la montaña. La desaparición de Larry lleva hasta allí a sus ayudantes más próximos, Miller (Roland Young) y Ruth Ellis (Ruth Gordon, actriz y guionista que formó equipo con su pareja, Garson Kanin), pero sólo para descubrir que esa desaparición no era más que una luna de miel: súbitamente enamorados pese a su antagonismo inicial, Larry y Karin se han casado en una capilla de la montaña. Sin embargo, el idealismo romántico de su encuentro y vertiginoso enamoramiento mutuo empieza bien pronto a resquebrajarse y naufragar, porque de las promesas de Larry -vida tranquila en la montaña, alejado del bullicio y las tentaciones de la ciudad- poco queda ya en la primera noche de vuelta, cuando Larry siente la llamada de los negocios desde Nueva York -donde le espera su anterior pareja más o menos oficial, la dramaturga Griselda Vaughn (Constance Bennett)- y se empeña en volver junto a su nueva esposa, algo a lo que ella se opone. De modo que Larry vuelve igualmente y ella se queda en la montaña a esperarle. Cuando no hace más que recibir telegramas en los que Larry demora cada vez más su regreso, Karin piensa en volar a Nueva York y darle una sorpresa. Pero la asombrada es ella porque nada más llegar descubre a Larry muy acaramelado con Griselda. Descubierta, y temerosa de que se monte un escándalo, decide hacerse pasar por una falsa hermana gemela de comportamiento y actitud radicalmente opuestos a los suyos (se convierte en una mujer frívola, extrovertida, bailonga y lenguaraz), con lo que se gana la admiración de los hombres y la animadversión de sus rivales en los clubes nocturnos, las cenas de etiqueta y los eventos sociales. Por supuesto, la situación genera no pocos equívocos, aunque Larry, que sospecha la verdad, entra en el juego a su manera…

La brevedad de la película -apenas 85 minutos- explica en parte su concentración narrativa en un argumento sin subtramas ni peso de los personajes secundarios más allá de su necesario acompañamiento a las figuras y al tema principal. Douglas y Garbo acaparan, juntos o por separado, como buen fenómeno comercial, prácticamente la totalidad de los planos, más allá de los breves momentos de transición que encadenan secuencias, escenas y situaciones. Algo falta de mordiente en cuanto diálogos, en cantidad y en conjunto menos veloces, agudos y ácidos que en otras producciones del mismo género, el equipo de guionistas -en el que destaca Salka Viertel, la madre del guionista y escritor Peter Viertel, más tarde acusada y perseguida durante la «caza de brujas»-, Continuar leyendo «La Garbo hace mutis con una sonrisa: La mujer de las dos caras (George Cukor, 1941)»

El viejo zorro ha llegado a la ciudad: El mayor y la menor (1942)

Mi querido amigo Francisco Machuca, propietario de ese lugar indispensable para el cine y la literatura en la red que es El tiempo ganado, es sobrino de Billy Wilder por parte de cine. Somos amigos virtuales desde hace varios años, empezamos prácticamente a la vez en esto de los blogs, allá por 2007; hemos sido amigos reales, en carne mortal, desde no mucho tiempo después (tiempo ganado, por supuesto), pero no ha sido hasta hace nada, un par de semanas, que hemos descubierto nuestro parentesco por afinidad.

Resulta que, rebuscando en nuestros respectivos árboles genealógicos sentimentales, hemos dado con un tatarabuelo común: Oscar Wilde. A partir de ahí, las ramas familiares se separan, aunque no del todo. Corren paralelas, en el tiempo y en el espacio, hasta reencontrarse en ese 2007 no tan lejano. Porque si después de Oscar Wilde la línea parental de Paco Machuca le lleva desde sus tíos abuelos Buster Keaton y Ernst Lubitsch hasta sus tíos Jacques Tati y Billy Wilder, la de quien escribe, en su rama británica, va desde el monstruo de Frankenstein de Mary Shelley hasta Alfred Hitchcock, y en su variante bastarda germanoamericana, alcanza hasta Groucho Marx y su hijastro Woody Allen. De modo que su tío por parte de cine, Billy Wilder, y mis tío y sobrino por parte de cine, Groucho Marx y Woody Allen, son primos hermanos entre sí. Lo cual, echando cuentas, hace que Paco y un servidor seamos compinches, cómplices, conmilitones, porque nos da la gana.

Y como es así, y como ambos somos la prueba de la veracidad de la teoría de los vasos comunicantes, mi hermano (Dios dijo hermanos pero no primos) publica en mi casa como si fuera yo, porque es su casa tanto como mía, y con el agradecimiento por su impagable compañía y sabiduría, de la de la vida y de la otra, a uno y otro lado de la red. Va por usted, maestro.

¡CHAMPÁN PARA TODOS!

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El mayor y la menor (1942), supuso la primera película norteamericana de Billy Wilder y la segunda de su filmografía, ocho años después de la primera. En realidad trataba de solucionar su frustración como guionista para la Paramount, ya que no tenía capacidad para intervenir en los rodajes, sobre todo a raíz de sus colaboraciones con el director Mitchell Leisen, con el que no compartía precisamente una gran amistad. Según las palabras de Wilder: «Debíamos entregar once páginas todos los jueves, en papel amarillo. Once páginas. Por qué once, no lo sé. Y luego, el guión. No se nos permitía estar en el plató. Se suponía que debíamos estar arriba, en el cuarto piso, escribiendo el guión. Así que nos echaban, ¡y Leisen era el peor!». De hecho la paciencia de Wilder se fue acabando con incidentes como el ocurrido durante el rodaje de Si no amaneciera (1941), en donde el actor Charles Boyer convenció a Leisen para eliminar un diálogo -¡con una cucaracha!- que gustaba mucho a Wilder y a su compañero, Charles Brackett. Indignados, eliminaron de los dos minutos finales de la película todos los diálogos de Boyer. Una venganza de guionista que, sin embargo, no estaba a la altura del poder que podría obtener controlando sus proyectos como director.

La Paramount accedió a los deseos del que estimaban gran guionista (a mi juicio, Wilder es el mejor guionista de la Historia del Cine) en espera de que su película fuera un fracaso y de que Wilder volviera al cuarto piso. El cineasta era consciente de esto «así que hice una película comercial, lo más comercial que he hecho nunca. Una chica de veintiséis años que finge tener catorce. Una Lolita antes de tiempo». La película fue El mayor y la menor, y, así, efectivamente, aunque retratada desde un punto de vista burlón, Wilder se adelantaba en diez años al escritor Nabokov y su célebre Lolita sin que nadie se apercibiera de las poco políticamente correctas interpretaciones que se pueden extraer de la película. Para tratarse de un debutante en Hollywood, Wilder tuvo la suerte de contar para el reparto con una estrella de la talla de Ginger Rogers, gracias en parte a que compartían el mismo agente, Leland Hayward, que en aquellos momentos ejercía de amante de la actriz. La Rogers se encontraba en pleno apogeo de su carrera tras recoger el mismo año su primer y único Oscar por Espejismo de amor (1940), de Sam Wood. Precisamente el primer plano de El mayor y la menor, y por ende, de la carrera norteamericana de Wilder, sería protagonizado por Ginger Rogers caminando por una calle neoyorquina. El cineasta guardaría un buen recuerdo de ella aunque nunca volverían a trabajar juntos.

La acompaña el galés Ray Milland, por aquel tiempo acostumbrado a protagonizar comedias pese a que tenía más fama de galán que de buen actor, algo que Wilder hizo cuestionar a todos tres años después al concederle el papel de su vida: el del patético aspirante a escritor alcoholizado Don Birnam en Días sin huella (1945). Como anécdota cabe destacar que el papel de la madre de la protagonista, que aparece brevemente en los momentos finales de la película, sería encarnado por la mismísima madre de Ginger Rogers, Lela E. Rogers, sustituyendo a la actriz inicialmente prevista, Spring Byington.

El rodaje transcurrió entre marzo y mayo de 1942, fechas, por tanto, posteriores a la entrada de lleno de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial como respuesta al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941. Sin embargo, la acción de la película se ambienta en un periodo inmediatamente anterior al inicio del conflicto, durante la preparación de los militares ante una eventual entrada en la guerra. Por lo tanto un periodo de añoranza en donde todavía se podría soñar con la paz y donde resultaba más coherente esta farsa creada, en parte, para entretener a las tropas. El guión no rehúye, sin embargo, el conflicto y no duda en incluir una frase propagandística en la escena final, cuando Susan, ya desvelada su identidad real en la estación de tren, dice que ella espera a un oficial que «va a la guerra para que en este país no pase lo que pasó en Francia». De hecho el final responde a la coyuntura bélica al bendecir los matrimonios rápidos entre soldados y abnegadas prometidas, connotando dicho acto con apropiados valores románticos.

Destaca una curiosa anécdota (en Wilder todo son anécdotas) que el propio genio confirmó en su libro-entrevista con el también cineasta Cameron Crowe: cada vez que el director daba una toma por válida lo celebraba exclamando «¡Champán para todos!» Una costumbre que Wilder solo utilizaría en esta su primera película, tal vez embriagado por su nueva faceta profesional.

Francisco Machuca

Western aventurero de Henry Hathaway: El jardín del diablo

Las mujeres hermosas hablan la misma lengua en todo el mundo.

¿Y las feas?

No las escucho.

Fiske (Richard Widmark) en El jardín del diablo

Cuando uno tiene la suerte de disfrutar de El jardín del diablo (Garden of Evil, Henry Hathaway, 1954) no puede evitar llegar a la conclusión de que, con los años, el cine de aventuras ha empequeñecido tanto como las pantallas en las que se proyecta actualmente. No hay duda de que habrá quien califique esta película de pequeña, de western rutinario, artesanal, normalmente los mismos que pierden el culo por la última bobada de superhéroes de cómic que llegue a la cartelera. Y sin embargo, este western de aventuras dirigido por Henry Hathaway, uno de los más importantes y más cualificados directores todo-terreno (abominamos de la definición de «artesanos») de la época dorada del Hollywood clásico, poseedor de una filmografía enorme, repleta de títulos fenomenales y que, especialmente en el western, era considerado (quizá junto a Howard Hawks o Anthony Mann) como la mejor alternativa a John Ford, es una película vibrante, vigorosa, absorbente y no carente de peculiaridades psicológicas y temáticas que la dotan de algo más que acción y aventura. La premisa no puede ser más convencional, la coincidencia de un grupo de personas de caracteres diversos en una misión común a realizar en un entorno exótico presidido por la amenaza de indios hostiles; la ejecución no puede ser más excelente.

Un barco de vapor se acerca a Puerto Miguel, un pequeño pueblo de la costa mexicana, para reparar una avería. Tres de los pasajeros que viajan en el barco camino de un yacimiento de oro (se supone que californiano, estamos por tanto en 1848-1850), Hooker (Gary Cooper), un pistolero de enigmático pasado, Fiske (Richard Widmark), un jugador que huele el dinero fácil, y Daly (Cameron Mitchell), un entusiasta convencido del gran porvenir que le espera, desembarcan para estirar las piernas y tomar unas copas de mezcal. A la cantina del pueblo (tras un par de canciones en español de Rita Moreno) llega una mujer blanca, Leah Fuller (Susan Hayward, luciendo falda-pantalón y cartuchera al cinto), en busca de ayuda para rescatar a su marido, sepultado por un corrimiento de tierras en la mina de oro que poseen en territorio apache, en unas tierras sagradas que llaman El jardín del diablo. Cada uno, por unas razones distintas que no ocultan una razón común a los tres, decide acompañar a la mujer en el rescate de su marido, acompañados por un lugareño, Vicente (Víctor Manuel Mendoza), a diferencia de sus compañeros, más interesado en el oro que en la mujer.

Una vez planteada la trama, la historia consta de tres segmentos: la ida, la estancia y la vuelta. El camino a la mina son los minutos de la cinta más ligados a la aventura. Un viaje a través de unos bellísimos parajes mexicanos, fotografiados maravillosamente en Technicolor por Milton Krasner, que hace resaltar la grandiosidad interminable de las montañas, los bosques y las llanuras para potenciar la sensación de exposición del pequeño grupo a los rigores y los riesgos del trayecto, en especial ese tránsito a caballo por una estrecha cornisa montañosa abierta a un profundo abismo que supone el único acceso al territorio indio (y la célebre secuencia del salto a caballo del único tramo de esa cornisa que se ha hundido). Durante esta fase de la película, el guión de Frank Fenton y la pericia en la dirección de Hathaway no sólo avanzan buena parte de las situaciones y peligros que van a tener lugar en el metraje posterior, sino que caracterizan a la perfección a los personajes gracias a su distinta actitud ante los avatares del camino. Así, vemos a Vicente marcando la ruta para recordarla, supuestamente con ansias de repetir la expedición con algo más que unas alforjas para acercarse a la mina; sabemos que Daly desea a Leah, y también que Hooker, fuera lo que fuera en el pasado, es un tipo íntegro y legal, que corrige a Daly en sus excesos con una buena paliza pasada por las brasas. Por último, Fiske inicia una relación curiosa con Hooker, de comprensión mutua y de rebelión ante su, según él, manía de dirigir el grupo (de la que se extraen datos que pueden explicar al espectador el posible pasado del personaje).

Tanto en este pasaje como en el capítulo central, la llegada a la mina y el hallazgo del marido, el factor dramático predominante consiste en la rivalidad masculina por la mujer, y también en la utilización por parte de ella de todas las armas femeninas a su alcance con tal de conseguir sus fines; Continuar leyendo «Western aventurero de Henry Hathaway: El jardín del diablo»

Billy Wilder en pie de guerra: Cinco tumbas a El Cairo

Antes de El-Alamein, nunca vencimos; después de El-Alamein, nunca fuimos vencidos (Winston Churchill).

En un desierto velado de sueños, teñido de magia onírica por la fotografía de John F. Seitz, un escenario idóneo para ricas caravanas de mercaderes o apto para hallar algún idílico oasis abarrotado de jaimas, un tanque británico anda a la deriva a través de las dunas, alzándose perezoso hasta las cumbres y hundiéndose terco en las profundidades para remontar de nuevo hacia la luz para caminar en circulos marcados por el fuego y la muerte. Los cadáveres de sus ocupantes son mudos fantasmas de una guerra que se libra ya a decenas de kilómetros de allí, testigos de su sacrificio anónimo y estéril, mientras el Afrika Korps de Rommel amenaza con internarse en Egipto y acabar con el frente mediterráneo que amenaza la ocupación nazi de Grecia. Entre los cadáveres, de pronto, unos miembros en movimiento, y un oficial herido (Franchot Tone, discreto actor de una carrera de más de treinta años, con títulos como Tres lanceros bengalíes, Rebelión a bordo o Tempestad sobre Washington) que, desolado ante la contemplación de sus camaradas muertos, lucha por salir del interior del vehículo hasta que cae accidentalmente y se enfrenta a una muerte segura bajo el sol inclemente del desierto. Tras su agonía de kilómetros a pie sin víveres ni agua, cuando ya cree que su vida va a terminar en medio de ninguna parte, encuentra un espejismo: un edificio medio derruido abandonado a su suerte en medio del desierto. Pero lo que cree espejismo no es tal, sino el último vestigio de civilización en un lugar devastado por el clima y la guerra, un resto de un pasado de esplendor gracias a la circulación de turistas pudientes que acudían a Egipto para visitar las antiguas ruinas de los faraones. El único hotel abierto en el desierto es su salvación. O el inicio de una aventura insospechada…

Con este fulgurante comienzo, el gran Billy Wilder nos sumerge en su única película bélica propiamente dicha, aunque, en puridad, más bien destaca por la intriga, el suspense y la lucha psicológica en una atmósfera de guerra que por las tangenciales, escasas y siempre evocadas a distancia, escenas de combate. Con esta, su tercera película, Wilder, ayudado por su coguionista de la época, Charles Brackett, contribuye al esfuerzo propagandístico de guerra (estamos en 1943) con un episodio de espionaje, acción, romance y tensión que tiene como escenario el frente del Norte de África previo a la gran batalla de El-Alamein entre Montgomery y Rommel que dictó sentencia en cuanto a la guerra en el continente y que propició el principio del fin del conflicto con la liberación del África francesa ocupada, el desembarco de Sicilia y el hostigamiento constante a las tropas alemanas en Creta y el resto de Grecia. Continuar leyendo «Billy Wilder en pie de guerra: Cinco tumbas a El Cairo»