Como resaca de los fastos por el funeral de Isabel II de Inglaterra y anticipo de la ceremonia de coronación de Carlos III, un repaso por el retrato que el cine, sobre todo británico y norteamericano, ha hecho de las principales figuras de la monarquía británica a lo largo de los siglos. Historia, grandes interpretaciones, buenos textos, elencos de lujo y el despliegue habitual de dirección artística propio del cine británico son las señas características de las películas que han reflejado los avatares históricos de sus monarcas más populares.
El guion de esta superproducción Paramount, al límite del Código Hays (redactado y proclamado en 1930 pero que no entró en vigor con plena vigencia y en todos sus términos hasta 1934), es lo de menos; resulta insignificante, casi anecdótico, de tan tópico y melodramático: en el siglo I, tras el gran incendio de Roma, para ocultar su propia responsabilidad el emperador Nerón (Charles Laughton, prótesis nasal incluida) decide culpar a los cristianos y decreta su obligatoria detención y posterior muerte en las arenas del Circo. Sin embargo, Marco Superbo (Fredric March), prefecto de Roma, se opone al ajusticiamiento de Mercia (Elissa Landi), joven y hermosa cristiana a la que previamente ha salvado del acoso de dos esbirros de Tigelino (Ian Keith), ambiciosa mano derecha del emperador, y de la que se ha enamorado para disgusto de Popea (Claudette Colbert), la casquivana y coqueta esposa de Nerón, que desea obsesivamente a Marco. El pilar del drama reside, como tantas veces, en la tensión a la que Marco se ve sometido, entre su debida obediencia a Roma y al emperador y la posibilidad de traicionarla por amor a una condenada a muerte a la que intenta desesperadamente salvar. Constituye, por tanto, otro ejemplo del cliché narrativo que coloca al héroe en la encrucijada de una decisión incompatible entre el amor y el cumplimento del deber.
En manos de muchos directores esta historia no pasaría de simple peplum de tintes religiosos para ambientar las sobremesas de Semana Santa de los cada vez más vulgarizados y previsibles canales de televisión, pero hablamos del gran DeMille, y sabemos que en su caso jamás una película ambientada en la Antigüedad se limita a ser lo que parece o se contenta con insuflar espiritualidad y devoción cristiana. Muy al contrario, la película atesora buena parte de las obsesiones, cinematográficas y personales, más o menos edificantes, del cineasta, y las presenta con un ritmo trepidante (las dos horas de metraje pasan en un suspiro) y, aun rodando todo el tiempo en interiores, una magnificencia formal a caballo entre las grandes superproducciones historicistas de la etapa muda y las futuras epopeyas en Technicolor y formato panorámico de las siguientes décadas. En los escenarios reside el primer interés de DeMille: grandes decorados, simulando tanto interiores (el palacio de Nerón, la humilde vivienda de los cristianos perseguidos, el mercado y la tahona, la gran casa de Marco Superbo, los sótanos y mazmorras del Circo) como exteriores (las calles, plazas, caminos e incluso bosques donde transcurre parte de la acción, y en particular, la arena y las gradas del Circo), amplios espacios aptos para que DeMille desarrolle envolventes y elegantes movimientos de grúa que acercan la acción o llaman la atención del público sobre un personaje, un objeto o un detalle dramático, o para mostrar algo en primer término que con la apertura del ángulo de encuadre se vea parte indeterminada, casi anónima, de un inmenso escenario plagado de personajes, objetos y un minucioso y rico empleo de la dirección artística. En particular, llaman la atención esos espacios urbanos o próximos a las afueras de Roma por los que deben circular a toda velocidad la cuadriga de Marco y su escolta a caballo, grandes espacios recreados en interiores, a veces solo para filmar como Marco toma una curva peligrosa a todo galope o debe vencer (y en un caso concreto, chocar) determinados obstáculos que se presentan en su vertiginoso trayecto. La grandeza de la producción debe ir en paralelo a la muestra de la grandeza de aquella Roma de excesos y ostentación, lo que se plasma también en el inicio, en las maquetas ardientes que simulan el gran incendio de la ciudad y también en las secuencias que retratan bacanales y orgías, tan queridas a DeMille (las secuencias, en principio, que se sepa), así como la excentricidad de Popea, que exige que un buen número de esclavos ordeñen un no menos nutrido número de burras para llenar con su leche la bañera-piscina en la que toma esos baños regeneradores para su piel blanca y tersa.
La segunda nota característica, imperdible en DeMille si hablamos de películas situadas en la Antigüedad, es el erotismo nada disimulado, la intención de provocar los más bajos instintos del espectador utilizando todos los medios tolerados a su alcance, siempre sugeridos, pero a veces de lo más atrevidos. Este interés comienza ya desde el vestuario (en esta película, obra del futuro cineasta Mitchell Leisen), las sedas, las transparencias, los velos y los miembros desnudos de la mayoría de los figurantes que interpretan a romanos no cristianizados (la forma de vestir de los cristianos es más recatada, nota visual que contribuye a diferenciar el carácter y la condición de aquellos personajes cuya fe no se ha presentado explícitamente al público), y continúa con la desordenada utilización de masas de personajes semidesnudos en las secuencias de fiestas y orgías, así como en el uso del fuego y de determinados animales (el leopardo de Popea, principalmente) para sugerir la real temperatura erótica de la secuencia o de las emociones de ciertos personajes. Estas sugerencias descienden al detalle más elocuente en momentos concretos, como aquel en que Popea se encuentra a solas con Marco y le reclama su atención sexual, ese otro en el que de nuevo Popea sugiere a una amiga y confidente suya que se desnude y le haga compañía en la bañera-piscina de leche de burra (instante que DeMille filma con evidente y sugerente interés un primer plano de los pies sobre los que cae delicadamente el vestido, antes de que las manos procedan a descalzarlos) y, desde luego, el célebre momento, un poco antes, en que Popea se baña desnuda en la leche y el límite de esta alcanza precisamente los pechos de la emperatriz a la altura de los pezones (que quedan libre y a la vista repetida aunque siempre fugazmente). La cumbre de esta erotización de la puesta en escena llega con el insinuante y explícito baile sexual de contenido lésbico que Ancaria (Joyzelle Joyner) realiza en torno a Mercia durante la fiesta, de evidente contenido orgiástico, en casa de Marco, y en la que, azuzada y contemplada por toda la excitada concurrencia para que logre despertar el deseo carnal en la muchacha cristiana, canta una canción de expreso contenido sexual mientras se contonea, retuerce, frota y palpa (y se palpa) al cuerpo de la joven.
Este tratamiento algo violento del erotismo va en paralelo con el que DeMille hace de la violencia, quedando ambos encadenados en la sobreimpresión que el director hace, sobre los rostros de algunas de las mujeres que contemplan la matanza en el Circo, rostros excitados, sudorosos, poseídos por el cálido fragor de la sangre en la misma medida que poco antes o después (o tal vez durante) lo están por el cálido fragor del sexo, de un felino rugiente (antes, como hemos visto, vinculado al deseo sexual mediante el leopardo de Popea). DeMille presenta la violencia de forma aún más brutal y explícita que el sexo. Primero, en la secuencia en que los cristianos secretamente reunidos en un claro del bosque son sorprendidos por los hombres de Tigelino y masacrados a placer (las flechas entran limpias en los cuerpos de los indefensos cristianos, pero en algunos momentos cruzan de lado a lado el cuello de algunas mujeres), pero especialmente en el largo final que tiene lugar en el Circo, durante el festival proclamado por Nerón cuyo colofón será la muerte de los cristianos en las fauces de los leones. En primer lugar, grupos de gladiadores combaten entre sí (lo que da pie, una vez más en el cine, al error en cuanto al lenguaje del pulgar ejercido por el emperador para señalar la muerte o la indulgencia), para que después diversos animales (tigres, osos, toros e incluso cocodrilos, y hasta un (falso) gorila, devoren a placer a sus víctimas. Un momento en el que DeMille se ceba a gusto con la violencia es el combate que un grupo de amazonas armadas de tridentes entablan con lo que podría entenderse como una primigenia, cruel y salvaje versión de eso que hoy se entiende como el controvertido espectáculo del bombero torero: guerreros caracterizados tanto por su enanismo como por su piel oscura luchan a muerte contra esas mujeres guerreras, lo que da pie a que DeMille presente con detalle cómo algunos de ellos son trinchados como pavos y levantados en el aire cruzados por las armas (en pantalla aparece hasta una decapitación), y algunas de ellas vean cómo los tridentes entran en sus estómagos. El tratamiento de la muerte de los cristianos, sin embargo, es más sutil y decoroso, menos bárbaro y brutal en su presentación. Sin duda porque debe servir al colofón de la película, el momento en que Marco decide acompañar a Mercia a su sacrificio como forma de permanecer juntos en la eternidad.
Este, la espiritualidad, es el último de los elementos con que DeMille salpica su narración de manera recurrente. La aparición, explícita o sugerida de la cruz que da nombre a la película, está presente en todo el metraje, evidentemente cuando los cristianos la emplean como símbolo, pero también en la cumbre dramática del personaje de Marco, cuando comprende que no puede vivir sin Mercia y la cruz se dibuja en el suelo de su casa como reflejo de sus puertas cerradas, una vez que la orgía se ha disuelto y las tropas de Tigelino se han llevado arrestada a la joven por orden directa de Nerón (azuzado, a su vez, por la celosa Popea). Cruz que domina el encuadre cuando las grandes puertas de la mazmorra del Circo se cierran tras el camino ascendente de Mercia y Marco hacia las arenas en las que morirán frente a los hambrientos leones, en otro de esos espectaculares momentos construidos por DeMille eon un movimiento de grúa sobre el decorado (como antes, al comienzo del festival, desde la arena al retrato de la superpoblado graderío del Circo, construido con todo detalle, para detenerse ante el trono de un fondón Nerón y a la silla que junto a él ocupa la aburrida Popea) para que la cruz se muestre victoriosa, finalmente, sobre el sacrificio de los cristianos en las arenas romanas. Y es que esta es la moraleja de la película: sobre la imparable decadencia pagana de Roma, sumida en la brutalidad de la violencia y del sexo a espuertas (o la de Hollywood, justo antes de que la censura del Código de Producción venga a rescatarlo de la disipación y el caos y a imponer la moral y el orden), triunfa la verdadera fe a través del sacrificio. La puerta de esas mazmorras ya no se filma como una puerta a la muerte segura, sangrienta, brutal, con cuerpos desmembrados y chorreantes, sino como un triunfo acompañado del canto de los himnos cristianos y de la luz dorada que acerca a la perfección, a la espiritualidad definitiva, al encuentro con Dios en la fe auténtica. Así, esa puerta que se cierra tras los pasos de Mercia y Marco escalera arriba, y que luego, al cerrarse del todo, se convierte en una cruz refulgente, ya no es la puerta del sacrificio y la del horror sino la de la condena de Roma y, sobre todo, la de la salvación eterna para quienes han aceptado en su corazón la fe verdadera.
Contundente, hermoso y emotivo momento de esta gran obra de Jean Renoir, dueño de una filmografía llena de ellas, que debe recuperarse tanto por su calidad como por la vigencia de su discurso, en un tiempo en el que vuelven a abundar los desmemoriados, los ignorantes y los perversos.
Momentazo de esa joya cinematográfica, injustamente maltratada en su día, que es La noche del cazador, una obra maestra absoluta, un perturbadora odisea infantil en clave de cuento de terror gótico, o viceversa, con el mejor demonio que podría existir: el predicador Harry Powell.
Robert Mitchum y Lillian Gish sintetizan aquí el verdadero sentido de la relación entre el bien y el mal, o del amor y el odio que el reverendo lleva tatuados en sus nudillos: dios y el diablo, letra y melodía de una misma canción.
Pero ya es veranito, y Mitchum no es tan malote. Aquí nos regala uno de sus magníficos temas playeros: saquen sus camisas hawaianas y sus collares de flores, que toca escuchar un calypso zumbón, Jean and Dinah:
El debut en el largometraje (cabe llamarlo así aunque dure 74 minutos) de Francis Coppola (entonces no se había añadido todavía el ‘Ford’) bebe directamente de dos fuentes: el cine de terror de Roger Corman (no en vano, el prolífico director oficia aquí de productor) y la influencia de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock), estrenada tres años antes. De Corman, Coppola, que también escribe el guión, asume la ambientación de su retorcida historia en un malsano caserón irlandés repleto de seres ambiguos y egoístas cuyos objetivos no quedan muy claros, pero que se adivinan ligados al crimen o al deseo o la necesidad de cometerlo. De Hitchcock, de ese Hitchcock, la trama emula una celebrada novedad y una característica visual: respecto a lo primero, el giro argumental severo al primer tercio de película que hace que el panorama y el objeto de la película cambie radicalmente para el espectador, y que de la intriga y el thriller se cruce la delgada línea que los separa del cine de horror; en segundo lugar, la truculencia aparición de un criminal que asesina con golpes que son sentencias inapelables.
El tiempo a las órdenes de Corman proporciona a Coppola una galería de personajes y escenarios cuya interacción abre múltiples vías de misterio: en la mansión irlandesa de los Haloran, una vetusta construcción de negro pasado (en ella falleció el patriarca, un famoso escultor, y luego sabremos que varios antepasados han tenido allí muertes tan terribles como aparentemente azarosas), una familia se reúne para la ceremonia anual de duelo por Kathleen, la benjamina, ahogada en el lago de la finca unos cuantos años atrás. A la matriarca (Eithne Dunne) y los tres hijos, Richard (William Campbell), Billy (Bart Patton) y John (Peter Read), se suman la esposa americana de este, Louise (Luana Anders) y más adelante lo hará la prometida de Richard, también americana, Kane (Mary Mitchell). A Louise no le gusta el testamento que ha redactado Lady Haloran, que pretende dejar la fortuna familiar para obras benéficas, y reprocha a su esposo, John, un hombre débil y enfermizo (tiene el corazón débil), con quien no mantiene precisamente una relación de pareja ejemplar, su pasotismo y su negligencia. La violenta discusión provoca un infarto a John, que muere en el acto. De inmediato, Louise concibe un ambicioso plan: dirá a la familia que John ha tenido que salir en urgente viaje de negocios para Nueva York y, mientras la familia está ocupada con la ceremonia de Kathleen, utilizará el recuerdo de la niña para influir en Lady Haloran y conseguir un cambio en el testamento a favor de John y, por extensión, dadas las circunstancias, de ella misma. Pero Louise no es la única que busca sacar provecho de la situación: todos en la casa abrigan motivos para extraños comportamientos, incluido el doctor Caleb (Patrick Magee), se adivinan antiguos odios y viejos traumas que no van a poner fácil la tarea a Louise, y aunque ella piensa que la historia del encantamiento de la casa y la presencia fantasmal de Kathleen pueden ayudarla a lograr su objetivo, comete un terrible error de cálculo…
La película se beneficia de la necesaria economía narrativa dictada por el bajo presupuesto, detalle que se traslada a la precariedad de medios y de formato en blanco y negro y a lo limitado de las localizaciones empleadas, planos generales de la mansión, escasos interiores desprovistos de planos de gran amplitud, exteriores en el jardín y en torno al lago y una breve salida a un típico pub de la zona, pero Coppola se las arregla bastante bien para construir una atmósfera enrarecida, un clima cargado de densos silencios y elocuentes ausencias. En este punto, resulta crucial la dirección artística, que permite a Coppola aprovechar aquellos elementos del escenario (corredores, pasillos, escaleras, cuartos vacíos, puertas cerradas, sombras nocturnas…) o del utillaje (las muñecas abandonadas de la joven Kathleen, las esculturas del viejo Haloran, la diadema de plata o el hacha clavada en un árbol…) que sirven mejor al propósito de edificar un clima desasosegante, incómodo, lleno de secretos y de preguntas sin respuesta. Continuar leyendo «Esos locos maravillosos (II): Dementia 13 (Francis Coppola, 1963)»→
C: ¿Te abstienes de estos vicios por respeto a las virtudes morales?
A: Sí, amo.
C: ¿Comes ostras?
A: Cuando las tengo.
C: ¿Comes caracoles?
A: No, amo.
C: ¿Consideras que comer ostras es moral y comer caracoles es inmoral?
A: Yo.. creo que no.
C: Claro que no. Es una cuestión de apetito, ¿verdad?
A: Sí, amo.
C: El apetito no tiene nada que ver con la moral, ¿verdad?
A: No, amo.
(…)
C: Por tanto, ningún apetito es inmoral, ¿verdad? Es meramente distinto.
A: Sí, amo.
C: Mi túnica, Antonino… Mi apetito incluye caracoles y ostras (…). Está el poder que salva al mundo conocido, como un coloso. Ninguna nación puede resistirse a Roma. Ningún hombre puede resistirse. Y muchísimo menos… un niño. Sólo hay una forma de tratar con Roma, Antonino. Has de servirla. Debes rebajarte, tienes que arrastrarte a sus pies. Debes… amarla.
Spartacus (Stanley Kubrick, 1960). Guión de Dalton Trumbo, sobre una novela de Howard Fast.
Volvemos a ocuparnos del gran Robert Siodmak gracias a otro excelente clásico de su mejor época, los años 40 (La reina de Cobra, La dama desconocida, La escalera de caracol, Forajidos, El abrazo de la muerte, entre muchas otras…). En esta ocasión, el director de origen alemán nos acerca a una historia de amor, misterio y crimen que tiene como marco el Londres victoriano asomado ya a las modernidades del siglo XX.
Philip (enorme, no sólo físicamente, Charles Laughton) es un hombre próspero infelizmente casado. Regenta desde hace tiempo un respetable negocio de venta de tabacos que incluso abastece de género a algunos miembros de la familia real británica, posee una confortable casa en un barrio tranquilo y, dado su carácter paciente, afable y bonachón, mantiene excelentes relaciones con el personal de su trabajo, con sus vecinos y con sus amigos. Con todo el mundo excepto con su mujer (Rosalind Ivan), con la que se limita a coexistir pacíficamente guardando las apariencias públicas pero siempre a cierta distancia en la intimidad. El amor entre ellos prácticamente desapareció desde el mismo momento del matrimonio, o más bien desde el nacimiento de John (Dean Harens), su único hijo, cuyas diferencias con su madre le mueven a abandonar la casa y aceptar una oferta de empleo en Canadá. Quizá la soledad a la que se ve abocada la pareja sea la razón por la que Philip se muestra tan amable y cortés con Mary (Ella Raines), una joven que ha acudido a la compañía para solicitar un empleo de secretaria (una de las pocas mujeres que sabe utilizar la máquina de escribir) y a la que ha sorprendido llorando desconsolada, sentada sola en un banco del parque, tras haber tenido que rechazar cortésmente su ofrecimiento. La irrupción de Mary en la vida de Philip es una bocanada de aire fresco. Se siente más joven, más dinámico, más osado. Con ella asiste a los espectáculos y cena en locales a los que no puede acudir junto a su esposa. Mary le alegra la vida hasta el punto de que poco a poco se enamora de ella, aunque, fiel a las convenciones sociales, no se atreve a dar pasos irreversibles. Sin embargo, la existencia de Mary y la mudanza de cuarto en la casa (Philip deja el dormitorio conyugal y se traslada a la habitación que John deja libre) irán poco a poco minando la paz marital, por más que el pecado de Philip sea únicamente amistoso, insanamente para la sociedad victoriana, pero no adúltero. Esta discordancia entre el deber y el deseo se resuelve cuando, en una escena dramática, se ve obligado a poner fin a su amistad con Mary, aunque parece ser que ella también ha empezado a sentir algo por él que va mucho más allá de la amistad y el agradecimiento por el empleo que la ha ayudado a conseguir en una tienda de modas. Pero su esposa no cejará en su empeño de amargarle la vida, resentida por el abandono al que se ve sometida y, cuando Philip le pide el divorcio, le revela que está al corriente de sus actividades con Mary, y le amenaza con hundir su reputación y la de la joven. Ciego de ira, pero extrañamente calmado, reposado, Philip encuentra la solución a su dilema: durante la Nochebuena, su mujer «cae» por las empinadas escaleras de casa y muere al golpearse con la barandilla. Esta casualidad abre a Philip las puertas de la felicidad, y ya sólo piensa en recuperar a Mary… Pero un inspector de Scotland Yard (Stanley Ridges), uno de esos sabuesos incansables, está empeñado en demostrar que la muerte de la mujer de Philip no fue un accidente, sino un asesinato. Y por si fuera poco, un vecino, Simmons (el gran Henry Daniell), necesitado siempre de dinero para financiar sus juergas nocturnas y otros vicios caros que su dulce y sensata esposa (Molly Lamont) tiene que padecer continuamente, se ofrece a dar falso testimonio para inculparle si no le entrega ciertas cantidad de libras… Parece haber una única solución: convencer a Mary para acompañar juntos a John en su viaje a Canadá. Aunque el inspector y Simmons no se lo pondrán fácil…
Y todo esto ocurre en apenas 81 minutos de película: qué grandes eran aquellos tiempos en los que guionistas y cineastas eran capaces de condensar historias ricas, complejas, intensas, repletas de cosas, de subtramas, de atmósferas impactantes, de matices y recovecos, sin estirar la duración de los filmes hasta lo interminable o lo insoportable (por citar dos casos recientes de alargamiento insufrible de películas que podrían haberse quedado en menos de la mitad: Lincoln y Django desencadenado; pero son otros muchos, muchísimos, los casos en los últimos lustros). Continuar leyendo «Pasiones victorianas desatadas: El sospechoso (1944)»→
Aquí tenemos a Boris Karloff, todo un gentleman en su vida personal que, sin embargo, gustaba de aterrar a féminas de toda clase y condición en la pantalla, a punto de hincarle, suponemos que el diente, a la rubia Gloria Stuart (centenaria actriz que, por ejemplo, todavía se dejó ver en la abominable Titanic de James Cameron, en 1997). Karloff es, desde luego, la mayor atracción inicial de El caserón de las sombras (The old dark house, 1932), película dirigida por James Whale justo después de apuntarse su gran, inmortal éxito con El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931). Precisamente, la cinta se inicia con un letrero de advertencia, no en la línea del mensaje de la película anterior, en la que se ponía sobre aviso al espectador acerca del tremebundo horror que iba a presenciar, sino, en este caso, para eliminar especulaciones sobre la identidad del actor que había encarnado al monstruo ideado por Mary Shelley en la precedente producción de Whale. En los créditos de reparto de El doctor Frankenstein, la identidad de la criatura quedaba camuflada bajo unos interrogantes que, a la vista del revuelo levantado, James Whale quiso cortar por lo sano mediante un mensaje al comienzo de El caserón de las sombras, que acabara así con todas las dudas. Pero Karloff, con todo lo que lo rodeaba en aquel momento, es sólo la máxima atracción inicial del film; en cuanto comienza el metraje, no obstante, comprobamos que no es ni mucho menos la única, ni siquiera la más importante.
Nos encontramos en una noche de perros en una zona rural de Gales. Una terrible tormenta, con gran aparato de truenos, relámpagos y lluvia torrencial, provoca que el matrimonio formado por Philip y Margaret Waverton (Raymond Massey y Gloria Stuart) y el sarcástico vividor Mr. Penderel (Melvyn Douglas), se extravíen durante su viaje en coche, no sabemos desde dónde ni hacia dónde… Perdidos, desesperados y hambrientos, además de temerosos por los corrimientos de tierras y las inundaciones que amenazan su tránsito por carreteras y caminos (lo cual no impide a Penderel arrancarse con unos cuantos versos de una popular canción relativa a la lluvia, nada menos que Singin’ in the rain, veinte años antes del famoso número musical de Gene Kelly), los viajeros llegan a un tenebroso caserón en el que son recibidos por el arisco Morgan (Karloff), el criado mudo de una pareja de ancianos hermanos en los que pronto sospechan un extraño comportamiento, Horace y Rebecca Femm (Ernest Thesiger y Eva Moore). Horace es un viejo pusilánime, débil y miedoso; ella es un torbellino, malencarada, antipática, vulgar, gritona y sorda como una tapia. Pero la mezcla, a pesar de que se avengan a acogerlos durante la noche e incluso a ofrecerles algo de comer, resulta más que inquietante a los viajeros, poco a poco sugestionados por el tétrico ambiente en el que se encuetran, y amenazados por la siniestra presencia del criado, que además de ser mudo se maneja con unos modales poco prometedores. La posterior llegada de otra pareja de viajeros, Sir William Porterhouse (Charles Laughton) y su amante, una corista llamada Gladys (Lillian Bond), es el pistoletazo de salida para la espiral de miedos, amenazas, violencia y riesgo para la vida de los viajeros que tiene mucho que ver con los misterios que acechan en los pisos superiores de la casa, perdidos en la oscuridad y el silencio, pero desde los que llegan angustiosos gritos y ruidos tan sospechosos como inquietantes, y que tienen que ver con el apergaminado padre de los hermanos, ya centenario, que está enclaustrado en su habitación, la muerte años atrás de una de sus hermanas, que sufrío una larga y terrible enfermedad, y también con la mención a un oscuro personaje, Saul, el otro hermano de la pareja.
Lo más destacado, de entrada, de la película, además de la presencia de Karloff como un cuasi-hombre lobo barbado y gruñón, es la atmósfera creada por Whale, típica de los productos de Universal por aquellos años, y en la misma línea sombría y funesta de Frankenstein. Los elementos típicos del género (tormenta, aislamiento, caserón de tenebrosas dependencias, los juegos de luces de velas y candelabros y el reflejo de las sombras en las paredes, presencias amenazantes, secretos que esconden un riesgo directo para la vida si se destapan…) se entremezclan con los guiños humorísticos, la ironía y el sarcasmo que caracteriza los personajes de Penderel y Poterhouse, con dos grandes como Douglas y Laughton en su salsa, disfrutando con sus personajes desenvueltos y lenguaraces pero de lo más opuestos: vividor empobrecido uno, millonario heredero el otro. Continuar leyendo «Miedo concentrado en pequeñas dosis: El caserón de las sombras»→
Este guaperas es John Anthony Golenor, conocido para el cine como John Gavin, californiano nacido en 1928, y esposo de la también actriz Constance Towers. Pero no se limita a ser otro busto parlante que haga poses ante la cámara, porque John Gavin es también un cerebrito. Experto en Historia Económica de Hispanoamérica, ex profesor de la Universidad de Stanford y ex miembro de la marina de los Estados Unidos, en los años 80 fue nada menos que embajador de su país en México, lugar de nacimiento de su madre (su padre era irlandés), por lo que domina el español a la perfección.
Su carrera no es demasiado extensa porque siempre la intercaló con sus estudios y sus ocupaciones intelectuales y académicas, además de con la participación en algunas series televisivas durante los años sesenta (los rodajes en los platós de televisión le resultaban más compatibles con su agenda académica que los viajes y los compromisos de sus proyectos cinematográficos), pero atesora un buen puñado de títulos notables, por ejemplo, la dupla con Douglas Sirk, Tiempo de amar, tiempo de morir (A time to love and a time to die, 1958) y el remake Imitación a la vida (Imitation of life, 1959), que pasa por ser uno de los mejores melodramas de la historia del cine, aunque un poco pesadito y tontito para quien escribe.
Además de algún papel en películas menores con Katharine Hepburn o Julie Andrews, lo más sobresaliente de John Gavin en los sesenta fue su aparición, pecho-lobo de por medio, en Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) y como un joven Julio César, protegido de Graco (Charles Laughton), en Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960). Tras varios años retirado de la pantalla, protagonizó en México Pedro Páramo (1967), adaptación de la obra de Juan Rulfo, y después cambió definitivamente el cine por su otra profesión, la de diplomático en la tierra de su madre.