Épica que hace aguas: Gangs of New York

Para el compa Manuel, para terminar de animarle a verla, o para hacerle desistir del todo, según.

Durante la última década, quien escribe no ha dejado de escuchar a amigos y conocidos, y a un buen puñado de personas que no son ni lo uno ni lo otro, acerca de las bondades de esta brutal película dirigida por Martin Scorsese en 2002. Reconociendo, por tanto, la posición minoritaria de un servidor, cabe afirmar no obstante que pocos argumentos, más allá del gusto personal basado no se sabe muy bien en qué, han ido a sustentar la aparentemente mayoritaria pasión del personal por una película pretenciosamente épica de la que, sin embargo, nadie ha podido negar, contradecir o rebatir los extremos y objeciones que van a formularse a continuación, y que convierten la película en el esperado desastre que, como al resto de sus compañeros de generación de los setenta (el llamado Nuevo Hollywood, que uno a uno ha ido perdiendo a todos y cada uno de sus valedores: Coppola, Penn, Friedkin, Hopper, Cimino, Spielberg, Lucas…), tenía que tocarle también a Scorsese tarde o temprano. En su caso se retrasó más de veinte años, pero cuando llegó ha sido más clamoroso y vergonzante que en ningún otro, a pesar de que la publicidad, la mercadotecnia, y la venta de su alma a los diablos que trapichean en Hollywood con los flashes y los titulares, le hayan dado algo parecido al reconocimiento “popular” con el lamentable premio recibido por Infiltrados, posiblemente la peor de las películas de la larga y compleja carrera de Marty.

De complicada gestación, prolongada a lo largo de varios lustros, el proyecto de Scorsese, basado en un libro de Herbert Asbury del mismo título publicado en 1928, fue a caer en el peor lugar posible en el momento más inconveniente, la compañía Miramax de Harvey y Bob Weinstein, que tras haber cambiado el cine dando carta de naturaleza al cine independiente con la distribución de películas como Sexo, mentiras y cintas de vídeo, Juego de lágrimas o Reservoir dogs, entre muchas otras, se había vendido a Disney y convertido en otro estudio de Hollywood productor de bazofias de enormes presupuestos y vehículo de estrellas cinematográficas de cartón que gracias a enormes cantidades de dólares y a prácticas bastante turbias conseguía premios y reconocimientos a películas tan mediocres como Shakespeare in love. La escalada de Miramax, que a medida que aumentaba el presupuesto de sus proyectos aparentemente independientes insistía en la inclusión de estrellas y en la simplificación de tramas y argumentos para asegurarse la recuperación de la inversión económica en taquilla, exactamente igual que los estudios de Hollywood tradicionales, tuvo su cúspide con Gangs of New York, que se ha convertido en paradigma de la muerte del cine independiente y del vacío del cine de estudios, hasta el punto de que basta su caso particular para explicar la decadencia de Hollywood desde principios de los noventa hasta la actualidad, y también por qué el cine comercial mayoritario es tan malo, tan infantil, tan tremendamente pobre.

Tras muchos años dando vueltas por distintos estudios, la película no terminaba de salir a flote por la creencia, básicamente acertada, de que los orígenes de una ciudad mundialmente conocida como Nueva York, reducidos a una historia de bandas de delincuentes mamporreros del siglo XIX en el marco de unos avatares políticos, los ligados a la Guerra de Secesión y de cómo se vivieron en el Norte alejado del frente de batalla, no iban a interesar a nadie fuera de los Estados Unidos, y que dentro del país iba a levantar más indiferencia, hastío o polémica artificial que otra cosa, lo cual hacía muy complicado recuperar en taquilla los altos costos, computados en centenas de millones de dólares, que la producción exigía. Sin embargo, los hermanos Weinstein, famosos por ir más allá que ningún otro estudio, especialmente cuando ningún otro se atrevía, y necesitados de mantener un amplio aparato promotor y publicitario con que alimentar cada año la gala de los Oscar (Gangs of New York fue el caballo ganador en el que invirtieron decenas de millones de dólares en publicidad, fiestas, regalos, compra indisimulada de votos, y representó el mayor fracaso financiero y publicitario de su carrera, con un fracaso absoluto en los premios), se decidieron por incluir a Scorsese en su nómina de directores, con lo que creían que por fin iban a conseguir el prestigio en la profesión que a Miramax se le negaba por sus prácticas coercitivas, poco éticas y para nada ortodoxas ni respetuosas dentro de la profesión.

El desastre fue mutuo. Las enormes necesidades de inversión (el presupuesto, incluida publicidad, rondó, o superó, los doscientos millones de dólares) precisaban, según los Weinstein, la inclusión de estrellas que arrastraran al público a la taquilla, y motivó la improcedente inclusión de Leonardo DiCaprio y Cameron Diaz junto a Daniel Day-Lewis en el reparto, todo ello antes de tener un guión perfilado y de ajustar los actores más adecuados al resultado de los personajes en el mismo. Las complicadas agendas de estas estrellas obligaron igualmente a dar comienzo al rodaje sin tener un guión, no ya acabado, sino ni siquiera totalmente pensado, ante el temor de que otros proyectos les llevaran a retirarse del rodaje, pero los Weinstein, habituados a rehacer las películas –y en desnaturalizarlas, incluso deshacerlas- en la sala de montaje, confiaban en poder arreglar cualquier fiasco gracias a las tijeras. Más allá de eso, esta catarata de problemas no encontró solución ni en el rodaje ni en la posproducción.
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La tienda de los horrores – Mamma mia!

Vaya una cosa por delante. La película es una mierda absoluta, sí. Pero, ¿valen la pena ciento ocho minutos de repugnante y almibarada pseudohistorieta de amor a varias bandas ambientada en unas islas griegas de diseño, acompañada por las dulzonas músicas de un cuarteto sueco cuya trayectoria profesional acabó a gorrazos y de un puñado de coreografías, por llamarlas de alguna forma, pésimas y contrarias a cualquier tradición del género cinematográfico conocido como ‘musical’ si la recompensa final se presenta en forma de Pierce Brosnan, Colin Firth y Stellan Skarsgard, ataviados con unos ajustados monos azules, unas botas de plataforma y demás complementos metrosexuales, haciendo el tonto al final de la película? Pues la respuesta, según días.

El musical ya no es lo que era, desde luego. Desde que Chicago demostró que, más allá del bombardeo publicitario que la encumbró en los Oscar de su edición, cualquier intento por emular las mieles de la época dorada del musical no tenía otro destino que el fracaso más aparatoso, se ha instaurado, especialmente gracias a la incompetencia e incapacidad de directores, productores, coreógrafos, intérpretes y, sobre todo, del público mayoritario, para apreciar el auténtico mérito que supone la sólida construcción musical y estética de las grandes películas del género, pobladas de maravillosas composiciones visuales y sonoras, dotadas de personajes carismáticos, a menudo interpretados por verdaderos atletas, portentos físicos que sorprenden con su despliegue de cabriolas y acrobacias rítmicas, se ha instaurado, decimos, la moda del no-musical. Desde luego, porque es más fácil que parezca que hay una coreografía a que la haya de verdad; que parezca que un actor baila a que lo haga de verdad; a que parezca que un director dirija a que lo haga de verdad; que parezca que la película tiene música a que un compositor componga una partitura de verdad. El éxito de esta no-fórmula, avalada por un público que se puede denominar no-espectador, gracias principalmente al bombazo taquillero de la versión de Moulin Rouge protagonizada por Nicole Kidman y Ewan McGregor -ejemplo impagable de musical fraudulento, tramposo y envuelto de una pirotecnia visual que intenta camuflar que en él no hay nada de mérito musical, ni coreografías, ni música original ni intérpretes de valor), se ha visto complementado con la actual moda de los musicales, importada a España desde los escenarios de Broadway y Londres y que, como todo invento apresurado, vulgarizado y consumido por la mercadotecnia, no es más que la extensión de la banalidad y la vaciedad más vergonzosas. Vistas así las cosas, que Mamma mia!, el horrendo musical basado en las horrendas canciones pop del horrendo grupo sueco Abba (sin que ni el grupo, ni Suecia, ni las letras de las canciones tengan gran cosa que ver con la «trama» del musical), saltara a la pantalla era cuestión de tiempo. Para mal, por supuesto, a pesar de la inclusión en su reparto de algunos nombres estimables. Pero donde la materia prima es mala, no puede haber nada bueno por mucho nombre que tenga.

La responsable del desaguisado es Phyllida Lloyd, que próximamente estrenará película con Meryl Streep convertida en Margaret Thatcher. El caso es que el material de origen ya está viciado. Se trata de un musical con música previa a la que hay que ajustar un argumento, y el elegido no puede ser peor. Meryl Streep encarna a la dueña de una especie de hostal en una isla griega cuya hija (Amanda Seyfried) va a casarse; como su madre, una rebelde de juventud en la era hippie, mayo francés y demás, siempre le ha ocultado la identidad de su padre, la muchacha cree que puede ser uno de los tres amantes de su madre (los tres maromos citados más arriba) que, más o menos por fechas, pudieron dejar su ‘semillita’. Por supuesto, los invita a la boda para intentar averiguar cuál de ellos es el padre u obligar a su madre a que lo revele. A partir de ahí, humor dulzón, música dulzona de Abba, estética dulzona, no-coreografías dulzonas, final feliz dulzón, y, para rellenar los huecos, azúcar, caramelo, almíbar y algún que otro dulce. Dulzón, of course. Todo junto, intenta crear una comedia de equívocos dulzones aderezado con una estética y una trama de cuento de hadas pasado de moda. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Mamma mia!»

Mis escenas favoritas – Los intocables de Elliot Ness

Recuperamos de nuevo al gran Robert De Niro en pleno estado de gracia en esta magnífica escena de la gran producción de Brian de Palma sobre la captura de Al Capone y el Chicago de los años dorados. Un De Niro sensacional ofrece un banquete a sus compinches en el que, tomando como ejemplo el baseball, habla de la importancia del juego en equipo, habla de la dureza del trabajo del bateador, de la importancia de jugar para el conjunto, de la necesaria capacidad de sacrificio de todos y cada uno de sus miembros, y censura a los jugadores que no están a la altura, que no lo dan todo, que juegan contra el viento o a favor del contrario. Un deportivo discurso en el que al final, Capone, batea. Magnífica y cruda escena.

Diálogos de celuloide – El expreso de Chicago

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Sinopsis previa. La película cuenta la historia de George, editor de Los Ángeles que viaja a Chicago para la boda de su hermana. Pretende aprovechar el viaje para trabajar pero conoce a una chica, secretaria de un anciano profesor de arte, con la que entabla un romance que se ve truncado por una intriga que gira en torno a unas falsificaciones de obras del genial pintor holandés Rembrandt, que va a ser objeto de una magna exposición en el Instituto de Arte de Chicago. George es arrojado del tren y acude al primer sheriff que encuentra para denunciar los hechos. Buen diálogo de una estupenda comedia de crímenes con Gene Wilder, Richard Pryor, Patrick McGoohan, Ned Beatty o Ray Walston en el reparto.
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