La tienda de los horrores – Psicosis (Gus Van Sant, 1998)

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Las razones para enviar esta Psicosis (Pyscho, Gus Van Sant, 1998) y a casi todos los que intervinieron en ella a los infiernos del cine pertenecen a dos grandes grupos: como innecesario, gratuito y banal producto cinematográfico, todo un sacrilegio a una de las mejores películas de la historia del cine de terror, y del cine en general; y, en segundo lugar, como remake propiamente dicho, en el que todas las decisiones artísticas tomadas para «variar» ligeramente, «ampliar» o «corregir» el original, devienen en desastrosas, pésimas, lamentables, dignas de ser castigadas con prisión perpetua.

Vaya por delante una cosa: la Psicosis de Gus Van Sant, en contra de lo que dicen la mayoría de las reseñas y de los críticos, no es un remake plano a plano de la obra de Hitchcock, una fotocopia perfecta, pero en color, de los planos y secuencias elaborados por el mago del suspense y sus asistentes -reconocidos o no- en 1960 con su equipo de rodaje para televisión. Puede serlo en un 95%, pero existen pequeñas eliminaciones, suaves carencias camufladas que se le escaparían a un ojo no experto -o, vaya, que no haya visto la película treinta veces- y también sutiles -cáptese la ironía- añadidos que embarran, estropean o, simplemente, nada aportan, al sello original hitchcockiano. Tras lamentarnos de que el perpetrador de semejante bodrio haya sido Gus Van Sant, reputadísimo autor de ese cine mal llamado independiente en el que alterna estupendos trabajos con importantes bodrios, y después de reivindicar como el único acierto la fotografía del australiano Christopher Doyle, habitual del cine de Wong Kar Wai o Zhang Yimou, entre otros, además de director de sus propias películas, que hubiera merecido quizá emplearse en una película más seria y digna, enumeramos la larga lista de cuestiones que hacen de la Psicosis de Van Sant el peor engendro, con diferencia, que ha recalado por esta sección:

– la música de Bernard Herrmann: acertadamente, los pilotos del proyecto entendieron que Psicosis no puede entenderse sin ella, así que decidieron conservarla. Pero suena diluida, carente de personalidad y de protagonismo. Los fotogramas que la acompañan carecen de intensidad, de vigor, de vida. Limitándose a componer postales y planos bellos, el significado de las imágenes, de los diálogos y de su vinculación a la trama pierde fuerza, se vuelve alimenticia, automatizada, como hecha en serie.

– el reparto: la elección de intérpretes no puede ser más pésima. Anne Heche no atesora ninguno de los atractivos de carnalidad y sensualidad de los que hacía gala Janet Leigh, capaz además de incorporarlos a un personaje que no era sino una mujer más, cualquiera cogida al azar, ordinaria, una entre tantas mujeres modernas de la América urbana de los sesenta, una simple empleada de una inmobiliaria. Pésimamente dirigida, no sólo se limita a emular a Leigh en sus caras y ademanes, sino que es incapaz de ofrecer el lenguaje sutil y soterrado que la actriz imprimía a su personaje en la parte de metraje que le tocaba: no transmite ni las miradas de angustia, terror y remordimiento de Leigh al volante de su coche por las carreteras desoladas de Arizona y California ni, por otro lado, es capaz de esbozar la sonrisa entre divertida y lasciva que Leigh compone cuando rememora en off la voz de la víctima de su robo hablando de cobrarse la deuda en su «carne joven y fresca». Vince Vaughn carece de la ambigua fragilidad de Anthony Perkins, de su naturaleza dubitativa, insegura y dispersa, de su aparente pusilanimidad; si en Perkins adivinamos una mente perturbada escondida bajo la capa de un joven débil y sometido a los designios de su madre, en Vaughn sólo acertamos a ver a un pervertido bastante salido, un tipo vago y a la sopa boba que parece andar a la espera de mujeres solitarias a las que meter mano. William H. Macy es quizá el que menos desentona como detective, aunque su papel se limita a recomponer lo que Martin Balsam ya hiciera tan eficazmente, con una salvedad: la caída por la escalera de Macy es horripilante. Viggo Mortensen no da la talla: su físico es insuficiente en comparación con el de Vaughn; en particular, en su pelea final en el sótano, que Hitchcock liquidaba rápidamente dado el poderío físico con el que John Gavin, todo un mazas, era capaz de dominar al tirillas de Perkins, la comparación Vaughn-Mortensen es risible. En este caso, dada la imposibilidad de que el amante pueda con el asesino en una lucha cuerpo a cuerpo, Van Sant debe tomar una decisión «creativa» que la caga del todo, y es que sea la hermana de Marion, Julianne Moore, la que venza a Norman con una patada en la cara. Ésta, Julianne Moore, es otro horror: la fragilidad y la angustia que transmitía Vera Miles, la de una mujer que inesperadamente no tiene noticias de su hermana durante un anormal periodo de tiempo, se convierte aquí en una mujer del tipo camionero-ordinaria, que viste vaqueros apretados y camiseta, cuyos ademanes y gestos son contundentes y poco femeninos, y cuyo ordinario comportamiento dista mucho de los nervios y la tensión asociados al caso. En los secundarios, destacan Philip Baker Hall, como sheriff de Fairvale, emulando, sin más, a John McIntire, y Robert Forster, que protagoniza otra de las secuencias estropeadas encarnando al psiquiatra que da la clave final del asunto.

– las carencias narrativas: cierto es que son pocas, pero suficientes si entendemos que el proyecto consistía en una copia «perfecta» del original de Hitchcock. Casi todas se concentran en la huida de Marion por la carretera, y consisten básicamente en sus diálogos con el policía que la sorprende dormida dentro de su coche y en la recreación que hace en su mente mientras conduce de distintas conversaciones y diálogos escuchados previamente. El efecto es la pérdida de tensión en un punto fundamental: el miedo y el remordimiento que consumen a Marion y que, tras la conversación con Norman en la salita del motel, habrían de ser sustantivos para obligarla a tomar la decisión de volver a Phoenix y devolver el dinero.

– los «añadidos creativos»: el mayor de los horrores. Empezando por uno superficial: la forma de acercarse a la ventana del hotel de Phoenix en el que se solazan al principio los amantes. Técnicamente más efectiva, carece, no obstante, de otra nota importante: mientras que con Van Sant la cámara vuela directamente hacia esa ventana y esa habitación, en Hitchcock la misma operación parece ir revestida de azar, de capricho del destino: con Hitchcock da la impresión de que elige una ventana cualquiera de un edificio cualquiera y que, por tanto, es esa la historia que le corresponde contarnos, por encima de cualquier otra historia que esté transcurriendo en cualquier otra habitación a la que pueda accederse a través de cualquier otra ventana, y que quizá merecería también ser contada. Pero, más allá de estas apreciaciones, susceptibles de interpretación, hay añadidos que matan la película: el principal: la eyaculación de Norman en la pared mientras observa a Marion desvestirse para entrar en la ducha: precisamente, una de las razones de la psicopatía de Norman y de su fijación con su madre radica en su impotencia sexual, en el deseo frustrado por consumar con las mujeres por las que siente atracción, deseo. Si el personaje de Norman logra satisfacer sus impulsos sexuales mediante un orgasmo masturbatorio, ¿sería igual de profunda y de radical su psicopatía? ¿Le afectaría igualmente el peso de su frustración hasta el punto de utilizar el cuchillo como una prolongación de su miembro viril, clavándose en sus víctimas femeninas? Obviamente, no. Pero no es esta psicología de bar pseudofreudiana el único añadido lamentable, no: las muertes vienen acompañadas de pequeños flashes visuales, de instantáneas añadidas con intención subliminal con el fin de convertir esas tomas en algo más inquitante, casi espectral. Por ejemplo, en la pésima caída del detective por la escalera, momento en el que los fotogramas incluyen la pose sensual de una mujer rubia, por citar uno. ¿Para qué? ¿Con qué fin? ¿A qué viene echar mano del impacto subliminal de unas imágenes innecesarias, que no aportan nada narrativamente, y que Hitchcock no precisó para aterrorizarnos? Por último, otro horror, quizá el mayor: la secuencia en la que el psiquiatra explica la perturbación de la mente de Norman, aclara su testimonio, esclarece el destino de otras mujeres desaparecidas y revela que el dinero está en el fondo de la laguna. Donde Simon Oakland desplegaba una intensa interpretación mediante la que parecía recrear y revivir en su interior el inmenso tamaño de los males de Norman, con uso de mímica, gestos y una pasión excepcional al explicar e intentar hacer comprender tanto a la policía como a los seres queridos de Marion la naturaleza psicopática del criminal, Robert Forster, muy mal dirigido, expone con frialdad burocrática y diálogos formulistas, lo sucedido a la joven, sin implicación ni pasión alguna, y con un detalle todavía más penoso: si Hitchcock utilizaba un plano a media distancia para enfocar a Oakland exponiendo su teoría, recogiendo sus gestos, el lenguaje de sus manos e incluso las operaciones para encenderse un pitillo mientras habla, Van Sant refleja a Forster en un plano americano, de hombros hacia arriba, por lo que nos omite su lenguaje no verbal, congelado en una máscara facial hierática, por no hablar de que nos esconde su acto de encender un cigarrillo, como si fuera más censurable mostrar a un psiquiatra fumando que a un asesino acuchillando a su víctima y manchando de sangre roja y fresca los blancos azulejos de un cuarto de baño.

Por todo esto, y mucho más, unido a la incomprensible estupidez que pudo llevar a los estudios Universal y a un reputado director de cine independiente (que fue convencido gracias a un cheque con muchos ceros) a concebir semejante proyecto, relegamos Psicosis, de Gus Van Sant, y a todos los participantes en ella a nuestra tienda de los horrores.

Sentencia: culpables

Condena: aparecer en un remake de Los zombis comedores de carne, parte III, haciendo de chuletas de ternasco.

El peligro de los triángulos: El americano impasible

En 1958, el gran director, guionista, productor y dramaturgo Joseph Leo Mankiewicz adaptó la novela de Graham Greene, El americano tranquilo (The quiet american), en la película del mismo nombre. La cinta, protagonizada por Michael Redgrave, Audie Murphy y Bruce Cabot, quedó algo lastrada por su larga duración (120 minutos) y el amor del cineasta por los modos y maneras teatrales, tanto en la profusión del texto, siempre excesivo, siempre agudo, siempre repleto de referencias y estilos literarios, y también por el estatismo en la presentación de personajes y el desarrollo de situaciones. El ritmo y el abuso de verborrea así como la falta de acción menguaron su efectividad como thriller y sepultaron su romanticismo bajo los brillantes pero contraproducentes ejercicios de declamación, los circunloquios, las luchas dialécticas y la escasa presencia y la reducción del protagonismo del centro de gravedad amoroso, la muchacha vietnamita cuya posesión desencadena el drama. Con todo, como ocurre siempre en cualquier película de Mankiewicz, resultaba un producto estimable por sus interpretaciones, la riqueza de su texto y la magnífica atmósfera exótica, a un tiempo agobiante, sombría y lírica.

En 2002, el australiano Philip Noyce, afincado en Estados Unidos y especializado en productos de acción y suspense más o menos vacíos -desde la estimable Calma total, rodada en su país de origen, hasta bodrios como Sliver (Acosada), El Santo, El coleccionista de huesos o Salt, estas dos últimas protagonizadas por ese penco de actriz llamado Angelina Jolie, pasando por las películas del personaje Jack Ryan de Tom Clancy, Juego de patriotas y Peligro inminente-, logró dos cosas con su remake de la obra de Mankiewicz: la primera, anotarse la que es quizá su mejor película; la segunda, algo tan infrecuente como mejorar el modelo y acercarse más a la fuente literaria en la que se basa.

En el Saigón de 1952, un periodista británico, Thomas Fowler (un gran Michael Caine, nominado al Oscar por su trabajo), vive plácidamente junto a su amante Phuong (Do Thi Hai Yen), una joven vietnamita que hasta irse a vivir con Fowler trabajaba como bailarina-taxi (las chicas que bailan con los clientes de los locales nocturnos). La vida del periodista no puede ser más cómoda, disfrutando del clima, los paisajes, los olores y las esencias de Vietnam, pero tiene fecha de caducidad: el periódico para el que trabaja, ante la llamativa falta de crónicas y de noticias importantes por parte de su corresponsal, y necesitado de reestructurar su personal, le ordena volver a Londres. El mayor inconveniente que supone ese retorno para Fowler es abandonar a Phuong, a la que ama profundamente: el periodista tiene una esposa en Inglaterra que, como buena católica se ha opuesto constantemente al divorcio, y no puede llevarse a la muchacha con él como amante. El dilema de Thomas coincide con la aparición de Alden Pyle (Brendan Fraser, mucho más eficiente de lo que suele ser habitual en él), un americano que colabora en una misión médica humanitaria que trata de paliar los desastres provocados por la guerra que desde hace unos meses enfrenta a los independentistas vietnamitas, liderados por los comunistas, frente a los colonizadores franceses. El panorama del país se complica con la irrupción de un general que, apartado de los franceses y opuesto a los comunistas, combate a ambos con un ejército propio cuyos fines y medios de financiación y suministros investigará Fowler con el fin de remitir un buen reportaje a su periódico que le permita permanecer en Vietnam durante más tiempo y así no separarse de Phuong.

La narración de Noyce es más relevante por lo que sugiere que por lo que muestra. Beneficiada de las magníficas localizaciones paisajísticas de su rodaje de exteriores en Vietnam (en lugares tan míticos en la historia de ese país y en el conocimiento que Occidente tiene de ella como Da Nang) y de los exóticos entornos urbanos (en el propio Vietnam, en la australiana Sydney, y también recreados en los estudios Fox-Australia) extraordinariamente fotografiados por el operador habitual de Wong Kar-Wai en sus mejores trabajos, el australiano Christopher Doyle (asistido por los autóctonos Dat Quang y Huu Tuan Nguyen), la historia se sustenta sobre el número tres: el triángulo amoroso formado por Fowler, Phuong y Pyle es la personificación del conflicto que sacude al país entre comunistas, franceses y la llamada tercera vía, ese general que va por libre… o no tanto. Continuar leyendo «El peligro de los triángulos: El americano impasible»

Música para una banda sonora vital – Caetano Veloso

La versión que del clásico Cucurrucucú paloma hizo el cantante brasileño Caetano Veloso es uno de los platos fuertes de Hable con ella (2002), el filme gracias al cual Pedro Almodóvar obtuvo el premio Oscar al mejor guión a pesar de la endeblez del mismo. El momento de la canción resultaba especialmente emotivo por el tema de la película pero también porque entre el público que observaba la interpretación aparecían fugazmente algunas de las actrices de los últimos éxitos, hasta entonces, del director manchego.

Sin embargo, no todo el mundo recuerda que la misma canción era utilizada cinco años antes por Wong Kar-Wai para vestir musicalmente su Happy together, la historia de amor de dos homosexuales que intentan reencontrarse a sí mismos en Buenos Aires.

Cortometraje: Faubourg – Saint Denis

Película de Tom Tykwer que forma parte del macroproyecto Paris, Je t’aime, homenaje a la ciudad de la luz por parte del cine que consiste en minipelículas encadenadas de apenas unos minutos, dirigidas por cineastas de todo el mundo: Olivier Assayas, Frédéric Auburtin, Gérard Depardieu, Gurinder Chadha, Sylvain Chomet, Joel Coen, Ethan Coen, Isabel Coixet, Wes Craven, Alfonso Cuarón, Christopher Doyle, Richard LaGravenese, Vincenzo Natali, Alexander Payne, Bruno Podalydès, Walter Salles, Daniela Thomas, Oliver Schmitz, Nobuhiro Suwa, Tom Tykwer y Gus Van Sant, y con una extensa y variopinta nómina de intérpretes: Natalie Portman, Fanny Ardant, Elijah Wood, Nick Nolte, Juliette Binoche, Willem Dafoe, Bob Hoskins, Gena Rowlands, Ben Gazzara, Gérard Depardieu, Steve Buscemi, Rufus Sewell, Emily Mortimer, Maggie Gyllenhaal, Leonor Watling, Miranda Richardson, Sergio Castellito Juliette Binoche, Sergio Castellitto, Olga Kurylenko, Li Xin, Javier Cámara, Margo Martindale, Yolande Moreau, Catalina Sandino Moreno, Ludivine Sagnier, Barbet Schroeder, Gaspard Ulliel… (duración: 7 minutos, aproximadamente).

In the mood for love: Deseando amar

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Esta entrada, a la que ya se adelantaron las amigas de Entrenómadas el pasado domingo (chicas, la telepatía entre nosotros es un hecho) con un par de posts breves pero que derrochan la sensibilidad que esta película desgrana, tiene una dedicatoria doble: para Don Sesto – Malvisto, nuestro hermano de Bogotá, instigador principal del texto de hoy, y para el gran Javier Torres, quien, con generosidad sobrehumana, ha contribuido con mucha y buena leña al fuego de la cinefilia que consume esta humilde escalera.

Las sensaciones que provoca el visionado de Dut yeung nin wa, dirigida por Wong Kar-Wai en 2000, son intensas e indescriptibles, probablemente lo más aproximado a lo que puede suponer un enamoramiento real, súbito, incontrolable, lo más cercano a una entrega total e incondicional. Porque, contra lo que suele ser habitual en el género romántico, Kar-Wai logra que el amor se palpe a través de la pantalla. La propia película, una de las más hermosas y poéticas manifestaciones del amor en la Historia del cine, consigue que el espectador se enamore de ella a través de un flechazo consistente en un torbellino de bellísimas imágenes, un uso sugerente de la música, y sobre todo, mediante un recital interpretativo de dos colosos del cine asiático, Maggie Cheung y Tony Leung Chiu Wai.


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