Un planeta girará con mayor velocidad cuanto más cerca se encuentre del Sol.
Johannes Kepler (1571-1628).

El expreso de Chungking me trajo a tu universo una mañana de abril; es él el culpable y no yo, si es que en los amores orbitales hay culpables. Yo sólo me apeé a deshora, no sé cuántas paradas antes de abandonar la galaxia a la que perteneces, sin saber siquiera dónde me encontraba o la dirección que tomar, cansado, derrotado, agonizante, resistiéndome a entregarme al destierro que me había impuesto, rebelándome frente a mí mismo como un suicida que en el último instante desvía el cañón de su pistola o vomita convulso en la bañera de su habitación de hotel las pastillas que acaba de ingerir entre lágrimas. En el tren de los condenados los pasajeros dormitan encogidos en sus asientos o amontonados en sus compartimentos amarillos, la orquesta de espiraciones pone la melodía al ritmo frenético de los vagones cargados de almas perdidas que transitan desbocados por sus raíles de sueños rotos, y la espectral luz roja de cuarto oscuro de los pasillos se rompe continuamente por el intermitente resplandor de los neones y las luces de los rascacielos a través de las ventanas como vertiginosos fuegos de artificio con que las superpobladas ciudades celebraran la huida de los ángeles caídos que le sobran. Y de repente, por vez primera en tres largos años de viaje por la oscuridad de mi agujero negro, el Sol apenas vislumbrado por un resquicio en la esquina del opaco telón con que el encargado cubre metódicamente todas las ventanillas cada amanecer para que ningún viajero conciba esperanzas, para que no caigan en la tentación de sentirse vivos. Así, en un descuido, sin que nadie reparara en mí, por una estación sin nombre de una ciudad anclada en una nebulosa de deseos olvidados, penetré en tu universo, un hermoso mundo de agua, de la que rebosa en tus ojos cuando sientes el cruel aguijón del dolor, los mismos ojos que son un océano de tierra, paraíso por descubrir, un mundo de piel blanca que invita a ser explorada, que se eriza cada vez que el corazón se deja poseer por el recuerdo de una traición, de sonrisas que valen una vida, que, aunque tú no lo sepas, no lo creas, iluminan hasta el último confín desconocido, de voz y palabras que son promesas, de un cuerpo que guarda los ancestrales secretos del qué, cómo, cuándo, dónde y por qué, de un alma sin trampas que encierra todas las respuestas, que es una carta blanca a una esperanza medida en años-luz, el centro de este universo de vida que se me escapa.
Planeta minúsculo de una lejana órbita exterior, me muevo cómodo y desenvuelto en la lejanía, y temeroso y vacilante cuando, tras luchar para abrirme paso entre los otros 2046 asteroides que te acechan, que seguro te codician, que te arrastran lejos de mí en unas rutas ya trazadas a las que intento acoplarme como un advenedizo, sin permiso, sin haber sido invitado, me aproximo por un instante a ti, al calor de tus rayos, al kilómetro cero del sistema, al Sol que lo hace girar todo, que le da sentido a mi ingrávido caos, coreografía de dos cuerpos que constantemente se alejan antes de acercarse, la danza concéntrica de dos trompos a los que de un tirón se ha liberado de su respectivo zumbel, que siguen una ruta propia sin llegar a mezclarse, a chocar, mecidos ambos por una cálida melodía de violines que evoca derrotas pasadas e ilusiones del porvenir, un enloquecido vals de trenes que se cruzan en la noche sin que mi mirada se encuentre contigo a través de las ventanillas, desviada en el último momento hacia un horizonte de estrellas apagadas en el que se pierdan los pensamientos y los deseos. Es el juego de la vida en el que tú te haces trampas para no ganar porque lo hiciste una vez y te costó caro, tú, que eres el centro de una galaxia sin que te des cuenta, rodeada de cuerpos celestes que aguardan los dictados de tu boca y de tu corazón, ansiosos por ser los elegidos. Sólo tú podrías decidir cómo, cuándo y a quién rendir, a qué planeta, cometa, meteorito o agujero negro engullir, acomodar dentro de ti, incorporar a tu ser, pero, aunque tu sistema estuviera inhabitado de otro astro que no fuera el mío, sé que jamás lo escogerías: es poco premio para ti, lo sé, tengo espejos en casa, para ti no valgo el esfuerzo, no disfruto de una orografía que despierte tus ansias de exploración y conquista, vivo en un límite exterior de la galaxia y no he inventado el telescopio capaz de agrandar a tus ojos este remoto y diminuto planeta que soy. Yo, en cambio, aunque lo apostaría todo en esta partida, no juego para no perder, para no verme obligado a volver a aquella estación, otra vez arruinado y solo, y subir de nuevo a un tren oscuro y sonámbulo que me conduzca fuera de tu mundo, de este universo al que ya no podría regresar.

Contigo me dejaría llevar a otra estación, subiría a un tren muy distinto, Continuar leyendo «CineCuentos – Sinfonía Kepler» →