Efemérides del horror: Masacre: ven y mira (Idi i smotri, Elem Klimov, 1985)

Ven y mira' (1985), Elem Klimov – NOVA

Esta portentosa obra de Elem Klimov, surgida de un encargo oficial del gobierno soviético para conmemorar el 40º aniversario del triunfo sobre los nazis en lo que para los rusos es la Gran Guerra Patriótica y para el resto del planeta la Segunda Guerra Mundial, sigue resultando tan abrumadora, subversiva y devastadora como en el momento de su estreno, y permanece como una de las cumbres del cine bélico de carácter antibelicista, mucho más dura, extrema y contundente en sus imágenes y en su mensaje, en su modo de entender la crueldad y la brutalidad de la guerra, que la inmensa mayoría de cintas del mismo género, en particular con muchísima mayor agudeza y profundidad que las películas norteamericanas del ramo. El punto de partida es un episodio real y concreto dentro del horror generalizado que hizo sucumbir al mundo durante seis años: la acción sistemática de los batallones de exterminio nazis, dirigidos por las SS, en las aldeas de las grandes llanuras bielorrusas y ucranianas durante la llamada «Operación Barbarroja», la invasión alemana de la Unión Soviética a partir del 22 de junio de 1941. El viaje de su protagonista, un muchacho bielorruso (Alexei Kravchenko), hacia el infierno de la guerra, empujado al principio por las falsas promesas de acción, heroísmo, patriotismo y gloria en las filas del Ejército Rojo, de súbito desmontadas por la crudeza de la realidad de la guerra, pronto deriva en un camino hacia el inconcebible infierno de horror en carne viva, en una sucesión de atrocidades que harán tal mella en el joven que su rostro inocente y tierno del comienzo del metraje se habrá convertido dos horas más tarde en un mapa facial del terror más absoluto, esculpido en unos ojos desencajados, desbordados de lágrimas, de sangre y de experiencias traumáticas, en una mandíbula rígida, congelada en una mueca de aterrada incredulidad, de un shock emocional que, adivinamos, sabemos, nunca abandonará a su protagonista aunque sobreviva a los desastres de la guerra y llegue a una edad provecta. Considerada por muchos como la mejor cinta bélica de la historia del cine, la potencia de sus imágenes y la tremenda carga dramática de su argumento impide cualquier atisbo de indiferencia o de tibieza.

El salto de madurez del muchacho se convierte en un inesperado salto al abismo. El joven sueña con la heroicidad, con la victoria, con la gloria, y ansía no solo incorporarse a una unidad de combate del Ejército Rojo, sino, sobre todo, ser un combatiente más a todos los efectos, que le aparten de las funciones auxiliares a las que lo han destinado como joven imberbe y sin experiencia en combate para ser un soldado de pleno derecho, poseer un arma y matar con ella a los enemigos invasores. En este punto, el inicio de la película, con los chicos urgando entre las arenas y los cráteres y las trincheras de batallas ya terminadas en busca de restos de los soldados muertos, y en particular de armas que aún puedan emplearse para luchar, marca el concepto de guerra como juego que todavía mantiene el joven-niño, antes de que la realidad le obligue a reconocerse antes de tiempo en el niño-hombre del final del metraje. Cuando por fin abandona su aldea para ir al frente como subalterno de una compañía de soldados, comienza un relato que transita entre la clave picaresca de su experiencia personal y sus ambiciones de ascenso y de reconocimiento y el súbito descubrimiento de la más dura y dolorosa realidad, de la madurez instantánea, devastadora, de la comprensión absoluta y la explosión de todas las fantasías (o de las propagandas). Construida más a través de la rabia y de la furia que desde una compleja confección de personajes, relaciones y acontecimientos en términos dramáticos, la película muestra las peripecias del muchacho a partir del momento en que se ve alejado de su unidad, retorna a su aldea, ya vacía, en compañía de una muchacha por la que se siente atraído hasta que, finalmente, comprueba de primera mano, como testigo en primera fila, cuál es la horripilante realidad de la guerra más allá de los juegos y los efluvios patrióticos, cómo los soldados se abstraen de cualquier noción de humanidad y actúan como bestias sin principios, moral ni piedad, cómo se instaura el reinado de la sinrazón, el odio y la muerte, primero con la llegada de un batallón de exterminio, y después con la reacción de las tropas soviéticas cuando pueden caer sobre el enemigo y dar cumplida respuesta, la venganza, igual de extrema, igual de cruel.

El tremebundo impacto que la película de Klimov genera todavía hoy en el espectador es producto tanto de la inmensa carga de profundidad de la historia como de la forma que Klimov, coescritor del guion, elige para contarla. La combinación de toda la potencia visual propia del mejor cine soviético de los primeros años, la década de los veinte, se combina con el lirismo casi espiritual propio de las películas de Andréi Tarkovski, aunque con un ritmo mucho más ágil y vivo pero igualmente efectivo en su aspiración de trascendencia vital, merced a la conformación de una puesta en escena meticulosa, siempre con el encuadre perfecto, que sin ahorrar un ápice de crueldad y violencia conserva toda su perturbadora y turbia belleza, un espectáculo del horror, y de la atracción del hombre por ese horror, que es una obra maestra sobre el lado más terrible de la condición del ser humano. Siempre con las imágenes muy por encima de los diálogos, la película se eleva para convertirse en toda una lección de lenguaje visual, de cine puro, monumental, al servicio no de la propaganda patriótica en el aniversario de una victoria, sino de la denuncia de la derrota de todos que es la guerra como imposibilidad de resolver los conflictos por otros medios, y de la llamada a que jamás se repita (mientras los soviéticos guerreaban en Afganistán, por cierto, a pesar de lo cual la película contó con la aprobación oficial). Casi cuarenta años más tarde, la impresión que sigue causando hace que su discurso permanezca vigente y resulte tanto o más desolador, implacable y deslumbrante que en el momento de su estreno.

Cuatro pasajes inolvidables marcan las dos horas largas de esta historia desgarradora y apocalíptica. En primer lugar, los cuerpos apilados en un discreto rincón de una aldea, no ya tanto por el descubrimiento mismo, en sí suficientemente impactante, sino por la forma en que Klimov lo presenta al espectador, casi como por azar, como parte del paisaje, como un horror sobrevenido en medio de un entorno rural por lo demás inalterado, de campos verdes, vacas pastando y casas de madera en las que todavía arden los fuegos en los hogares y la comida y la bebida están servidos en las mesas de comedor. En segundo término, el pelele con la efigie de Hitler que los soldados soviéticos construyen para que las madres, esposas, hijas, nietas, hermanas, novias…, puedan dar rienda suelta a su odio y su rencor, y la sucesiva aventura de la vaca que tiene lugar en el campo de minas, y su terrible conclusión, tanto o más horrible que descubrir los muslos ensangrentados y escocidos de una muchacha obligada a subir a un camión de soldados alemanes y violada múltiples veces antes de ser arrojada sin contemplaciones. Por último, la acción brutal del batallón alemán de ejecución en una de las aldeas, la concentración de la población en la iglesia del lugar y la puesta en práctica, sin ahorrar detalles, de la política de aniquilación y exterminio ordenada por las SS. Todo este tramo final viene subrayado por dos epílogos. Uno general, cuando las tropas soviéticas, la unidad de la que el muchacho se ha visto privado casi desde el principio de la historia, puede proyectar sobre los enemigos capturados todo el odio y el horror acumulado; uno particular, cuando la efigie del pelele, un retrato de Hitler, yace en un charco y el joven, por fin, puede realizar sus primeros disparos de verdad.

Inolvidable combinación de realismo documental y de cine poético, su antibelicismo surge de su capacidad para destrozar al espectador y superar sus expectativas en la misma medida que ha acabado con la inocencia y los delirios de grandeza de su protagonista. La imposible indiferencia ante la película se extrapola a la imposible indiferencia que el público, a poca sensibilidad que posea, ha de sentir ante la posibilidad de pensar de nuevo en la guerra en términos de la heroica ficción en que el cine la ha representado en otras épocas y otras geografías. El «ven y mira» del título original y del subtítulo español es una invitación a comprender y a aprender, y también a la militancia y a la beligerancia, no para cerrar filas con un bando ideológico concreto, ni siquiera para el promotor de esta película conmemorativa, sino, en todo caso, para hacerlo en el único bando posible, el contrario a que la guerra siga siendo considerada como una herramienta váida y aceptada para la resolución de conflictos. Porque la guerra siempre es el conflicto, el mayor de todos, y nunca la solución. La prueba de que los supervivientes también son, en cierto modo, muertos de la guerra, está plasmada en el destruido rostro de Alexei Kravchenko, que queda para siempre imperturbable en la memoria del espectador.

Maquinaria de muerte: Rey y patria (King and Country, Joseph Losey, 1964)

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Basada en una pieza teatral de John Wilson, de la que la película hereda la limitación de escenarios y cierto estatismo (al menos aparente) en la acción, esta obra de Joseph Losey, realizada en su forzado exilio británico, queda emparentada de inicio con el argumento de otro pilar del antibelicismo cinematográfico, Senderos de gloria (Paths of Glory, Stanley Kubrick, 1957), ya que, como esta, comparte la premisa de representar al ejército en tanto que institución, y a sus mandos en tanto que valedores de su permanencia y omnipotencia, con los atributos de una maquinaria en continuo funcionamiento desprovista de toda humanidad, sensibilidad o compasión, estrictos mecanismos de la burocracia del horror que, con las más altas palabras como coartada moral, sirven al humo de las grandes proclamas de las que se alimenta como colectividad y organismo compuesto (honor, gloria, patria, valor, moral, servicio, sacrificio), mientras que muestra poca o nula preocupación, al menos en tiempos de combate, por las inquietudes, necesidades, temores y debilidades de quienes lo conforman, sobre todo si ocupan los lugares inferiores de la cadena de mando, los más bajos del escalafón o son simplemente carne de cañón. Pero la película, ya desde su título, añade dos matices interesantes, uno de ellos propio del contexto temporal de la cinta, la Corona (la Primera Guerra Mundial enfrentó, entre muchos otros, a cuatro antiguos imperios cuyos soberanos mantenían estrechas relaciones de parentesco), pero también un valor típicamente británico (God Save the King, o the Queen, según el caso) en el pasado y el presente, y otro más a priori mundano pero igualmente condicionante, la influencia del pueblo, el Country, el país, no solo entendido como ente abstracto de carácter histórico, político, jurídico, social o cultural, sino como masa de gente concreta (parientes, amigos, compañeros de trabajo, novias, la sociedad civil que ennoblece el hecho de alistarse y condena como acto de cobardía a quien elude tomar las armas) que, llena la cabeza del aire de las proclamas antes citadas e imbuida de ese nacionalismo por oposición (una redundancia, puesto que no hay otro nacionalismo que el que se afirma creando un enemigo ante el que erigirse) que tanto ayuda a lavar el cerebro del pueblo, empuja a sus miembros a servir de materia prima imprescindible en los distintos teatros de operaciones, a merced de intereses, ambiciones y problemas que no son los suyos, que son creados por otros, pero que los utilizan como moneda de cambio de carne y sangre para solventar sus ocasionales desencuentros. Así, una vez sucias y cuarteadas las banderas, apagados los himnos, las fanfarrias y los discursos, llenos de cadáveres los campos de batalla, con el hundimiento de la economía y el racionamiento, el hambre, la carestía y las privaciones, ese mismo pueblo que empujaba a los hombres a luchar al servicio de principios e ideales que no eran los suyos vuelca su ira y su resentimiento, precisamente, en aquellos a los que arrastró a ir a la guerra, olvidando su existencia, marginándolos a su regreso, culpándolos de sus años de vida perdidos. Pero el protagonista de la cinta, el soldado Arthur James Hamp (Tom Courtenay) no llegará a sufrir y padecer este postrero desencanto, puesto que su doble condición de víctima, de la guerra y de la propia naturaleza del ejército, lo sentencia precisamente por aquello que todavía conserva de ser humano: la capidad de horrorizarse, de racionalizar el terror, de reaccionar como un ser humano sensible ante la carnicería continua en la que vive.

Porque Hamp reacciona por instinto como cualquier ser humano cuando llega a su límite de lo soportable, y en plena batalla ha echado a caminar en dirección distinta a la marcada por sus mandos hacia las trincheras enemigas, y desde el terrible campo de batalla de Passchendaele (uno de los más tremendos de toda la guerra, con centenares de miles de muertos), tal como los británicos conocen la tercera batalla de Ypres, en el frente occidental de la Primera Guerra Mundial, comienza a andar provisto de su arma y de sus pertrechos, sin que nadie lo detenga, le pregunte nada o cuestione sus actos, hasta que la Policía Militar lo arresta en Calais, ya en el Canal de la Mancha. Razón por la que Hamp está prisionero en un repugnante calabozo improvisado (la puerta de barrotes está hecha con el cabecero metálico de una cama) en la inmunda trinchera en la que su unidad, bajo una lluvia torrencial que deja todo embarrado y lleno de charcos de agua putrefacta en un ambiente de insana y podrida humedad, con cadáveres de hombres y bestias sepultados por el lodo y descubiertos por las bombas y los corrimientos de tierras, esperando que se celebre el consejo de guerra que debe dar respuesta jurídico-militar a la insubordinación, cobardía y falta de patriotismo que supone su acto de deserción. La primera gran virtud de la película de Losey y del guion de Evan Jones en que nada de esto nos es mostrado (la película alcanza un breve metraje de ochenta y seis minutos), sino que el público es informado de ello a través de sucintas menciones y de lacónicas exposiciones de hechos durante el proceso. El espectador conoce a Hamp ya recluido en su prisión privada, custodiado por sus compañeros de unidad, estos ya plenamente deshumanizados, que lo mismo tratan con odio e indiferencia a los mandos que reprochan, callada o violentamente, la actitud de su compañero traidor, pero que también son capaces, en un irreflexivo acto de piedad, de convocar una juerga nocturna de alcohol y desenfreno, humillando incluso a la víctima, la noche anterior al cumplimiento de la pena máxima. Es ahí, en la debilidad mostrada por Hamp y en el redescubrimiento por parte del oficial designado para su defensa, el capitán Hargreaves (Dirk Bogarde), de la verdadera esencia del ejército como maquinaria ajena a sentimientos y emociones humanos que no sirvan para la retroalimentación de su familiaridad con el horror y la violencia, donde reside la esencia de la película. Continuar leyendo «Maquinaria de muerte: Rey y patria (King and Country, Joseph Losey, 1964)»

Mis escenas favoritas: Senderos de gloria (Paths of glory, Stanley Kubrick, 1957)

Sublime secuencia final de esta obra maestra de Stanley Kubrick. Subida al escenario para mofa y escarnio de los soldados franceses, esta muchacha alemana (Susanne Christian, inminente esposa de Kubrick) logra contrarrestar sus burlas y emocionarles con una conmovedora canción de su patria. La guerra, el odio, derrotados por el sentimiento, la tristeza, la amargura y la nostalgia. Por el reconocimiento del propio sufrimiento en el de los otros. Por la paz.

Ensayo sobre la felicidad: Horizontes perdidos

Este título con reminiscencias saramaguianas (valga el palabro) bien podría ser la síntesis de esta película de Frank Capra de 1937, una de las más recordadas de entre su filmografía sin que haya navidades de por medio y también una de las que mejor evidencia una de las características más notables del realizador, la superioridad de su estilo y de su capacidad de narrar, de una muy notable calidad y complejidad técnica y artística, por encima de la fuerza y la perfección de los argumentos, los guiones y de los mensajes e ideas utilizados, generalmente esquemáticos, simples y facilones. La película, filmada en el clima prebélico de la carrera armamentística y diplomáticamente intimidatoria de Alemania e Italia que derivó en la Segunda Guerra Mundial, puede considerarse efectivamente, además de un alegato en favor de los valores más humanistas de paz y entendimiento entre los pueblos, como un tratamiento de los pros y los contras de la hipotética llegada de ese estado idílico que todos identificamos con la idea de felicidad, y que bien puede devenir en auténtica pesadilla cuando comprendemos que lo absoluto no existe más allá de las matemáticas.

Un famoso y prestigioso diplomático británico (Ronald Colman) es enviado a China para salvaguardar la integridad personal de los ciudadanos europeos amenazados por una revuelta. Tras lograr organizar la evacuación, él mismo, junto a su hermano y un puñado de pasajeros, huye en el último momento de territorio chino en el último avión fletado por su gobierno. Sin embargo, a causa de una traición, el avión cae en picado sobre el Himalaya y se estrella, aunque, milagrosamente, sus pasajeros son rescatados con vida por los habitantes de Shangri-La, un lugar protegido por las montañas en el que la nieve y el hielo han pasado de largo y donde todos sus habitantes viven plácidamente, felices y sin envejecer, sin que existan conceptos como la maldad, la envidia, la codicia, el crimen o la mentira, y satisfaciendo todos sus caprichos materiales gracias a las incalculables riquezas que poseen. Esta utopía convertida en realidad de manera inesperada motiva distintas reacciones que van desde la euforia a la mayor de las desconfianzas entre los occidentales, y no tardarán en comprobar que las jaulas de oro, aunque vayan recubiertas de tan preciado metal, no por ello dejan de ser una prisión. Continuar leyendo «Ensayo sobre la felicidad: Horizontes perdidos»