Cambio de papeles – La mujer pirata (Anne of the Indies, Jacques Tourneur, 1951)

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Abrimos temporada con La mujer pirata, hermosa, vibrante y colorista aventura dirigida por Jacques Tourneur en 1951, encuadrada dentro de la llamada serie B pero que con el paso del tiempo ha ido adquiriendo un merecido reconocimiento que excede cualquier intento de devaluación que pueda pretender encerrarse en dicho calificativo. Las antiguas películas de serie B, cuya categoría venía marcada únicamente por el presupuesto invertido y, por tanto, por el segundo orden de las estrellas participantes y el número total de días de rodaje disponibles, ofrecen muy a menudo joyas que, por ejemplo, en el cine actual de presunta clase A, son imposibles siquiera de soñar. La mujer pirata es uno de esos casos: película pequeña, breve (78 minutos), de ritmo vertiginoso y entregada por entero a un carrusel de peripecias y sucedidos casi sin respiro, posee un subtexto y un lenguaje subliminal de una calidad y un nivel de sugerencia que ya quisieran para sí la mayor parte de los guionistas del cine comercial hollywoodiense de hoy.

La briosa partitura de Franz Waxman, después de un prefacio en el que se nos informa de cuáles han sido los últimos capitanes abatidos por la Marina de Su Majestad (que encontrará su contrapunto al final de la cinta), nos introduce de lleno en las andanzas del capitán Providence, amenaza del mar Caribe, cuya particularidad más llamativa es que se trata de una mujer (Jean Peters) -un hecho, dicho sea de paso, para nada fantasioso en exceso, puesto que, aunque arrinconadas por la historia, mujeres piratas, allí y en otras demarcaciones, las hubo, y bien guerreras, como la verídica Anne Bonny, en la que se basa ligeramente el personaje-. Anne Providence, heredera del puesto de su padre, es además la protegida del último de los grandes piratas, el capitán Teach, más conocido como Barbanegra (Thomas Gomez, con una barba -y ahí sí que se ven las limitaciones presupuestarias, que parece de esparto, o bien de broma, de las que se venden a las mujeres en las parodias judaicas para poder asistir a las lapidaciones…), y como tal coparticipa de no pocos de sus negocios y fechorías. Sin embargo, la ambición pecuniaria no es lo único que mueve a la buena de Anne: el rencor, en su máxima manifestación, la perpetua sed de sangrienta venganza contra los ingleses, asesinos de su hermano, dirige, en última instancia, sus pasos. Desde luego, ningún buque inglés debe esperar clemencia de la Reina de Saba, el barco de Providence, y lo mismo cabe decir de sus tripulantes, invariablemente pasados por la quilla. Excepto cuando se trata de corsarios franceses prisioneros que ella pueda rescatar, como ocurre con Pierre (Louis Jourdan), que entra a formar parte de la tripulación de Anne como piloto, ya que el suyo ha muerto en el abordaje, y que pronto le abre la posibilidad de nuevos horizontes, en forma de tesoros monetarios y de los otros…

Y ahí empieza el festival, una partida de naipes en la que cada jugador va de farol: a Anne, la mujer indómita sin espacio en su corazón para sentimientos, empieza a darle gustirrinín encontrarse en compañía del francés; este, al parecer, esconde algo bajo su identidad corsaria, tal vez su condición de espía y un cargo de oficial de la marina, quizá una esposa (Debra Paget) oculta en algún puerto del Caribe; Red Dougal (James Robertson Justice, en uno de sus papeles medidos como anillo al dedo), puesto entre los oficiales del Reina de Saba por Barbanegra para «proteger» a Anne, empieza a hacer igualmente de espía para su señor, máxime cuando, por vez primera, los intereses de Anne, quizá cegados por el amor, chocan con los de su mentor; mientras que el doctor Jameson (Herbert Marshall), un veterano de la vida, suelta cínicas y socarronas perlas en lo que es una agudísima y lúcida interpretación de lo que está viendo. A partir de ahí, la película se convierte en un tiovivo en el que los personajes se encuentran y desencuentran, se aman y se odian, se combaten y se ayudan, se atacan y se defienden, en la que cabe el amor, el desamor, el odio, los celos, la traición, la aventura, la avaricia, el desengaño, el cumplimiento del deber, la resignación y la redención. Continuar leyendo «Cambio de papeles – La mujer pirata (Anne of the Indies, Jacques Tourneur, 1951)»

Aventuras de todos los colores: La isla de los corsarios (1952)

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¿Cuántas historias caben en 79 minutos? Dentro de los parámetros actuales, como mucho, normalmente una y, por lo general, a medias. En otros tiempos, allá por 1952, sin embargo, a pesar de lo encorsetado del formato, lo ajustado del presupuesto, la trivialidad del guión y el rutinario pilotaje por parte de uno de esos directores, muy limitados pero contablemente eficientes, menospreciados hoy bajo la discutible etiqueta de «artesano», George Sherman, podíamos encontrar, en ese mismo metraje, espionaje, piratas, romance a cuatro bandas, batallas navales, duelos de esgrima, persecuciones, humor e incluso cierta visión, parcial, blanca y superficial, de un episodio colonial hoy prácticamente olvidado que en los últimos años, no obstante, ha cobrado nueva relevancia. Todo ello, es verdad, desde un punto de vista ligero, incluso banal, pero con vocación de entretenimiento puro. Se trata de La isla de los corsarios (Against all flags, 1952), película de agentes infiltrados e insaciables piratas cuya acción nos traslada a la gran isla de Madagascar, en el Índico africano, en el año 1700.

La película se inicia con el solemne acto de cumplimiento de un castigo militar a bordo de un navío de guerra británico: Hawke, un teniente de la Royal Navy (Errol Flynn, en su papel de siempre) es cosido a latigazos, veinte en total. Pero esta penalización no es más que el necesario «maquillaje» para que el teniente pueda cumplir una misión superior: su infiltración como desertor, junto a dos camaradas de rango inferior, entre los piratas que, desde el norte de Madagascar, asolan las costas orientales de África, el mar Rojo, el Golfo Pérsico y la ruta de la India y Asia. Tras el fracaso de tres naves portuguesas en la toma del punto neurálgico de la actividad corsaria, debido al inteligente diseño de sus defensas, ocultas no obstante a la vista por un elaborado sistema de camuflaje, los ingleses se proponen descubrir y cartografiar el emplazamiento de los cañones defensivos a fin de penetrar en el santuario pirata y acabar con su actividad. El teniente inglés, no obstante, se encuentra con el recelo de la mayoría de los capitanes piratas, que en el caso de alguno, el capitán Brasiliano  (Anthony Quinn, en uno de sus perfiles más habituales), más que recelo es rechazo fundamentado en los celos , excepto por parte de la única mujer capitana, Stevens (Maureen O’Hara, espléndida en sus botas imposibles el mismo año del rodaje de El hombre tranquilo con John Ford). Vencidas las reticencias de casi todos, el teniente puede dedicarse a su misión, pero surgen complicaciones: en primer lugar, los sentimientos recíprocos que surgen entre él y la capitana Stevens, que despiertan el odio en Brasiliano, que busca la manera de acabar con Hawke; y para continuar, el abordaje por parte de Brasiliano del barco en que viaja de peregrinación a La Meca la princesa Ormuz (Alice Kelly) bajo la tutela de su ama inglesa (Mildred Natwick; volvemos a Ford…), una joven a la que le va la marcha más que a un tonto un lápiz y que sólo busca encamarse (dentro de los cánones admisibles entonces…) con el apuesto Hawke. Por supuesto, en la historia caben abordajes, asaltos, combates sable en mano, disparos de cañón y de pistola, requiebros románticos, diálogos irónicos y alguna que otra acrobacia antes de que los buenos, los ingleses, se salgan con la suya y la bondad triunfe.

A pesar del blanco retrato del fenómeno de la piratería (se omite cualquier comportamiento excesivamente escabroso, tanto en la violencia como en el sexo y se pretende dotar a la convivencia entre corsarios de las reglas ordenadas de la vida en sociedad) y de incluso la distinción, dentro de ésta, de buenos y malos (Stevens y Brasiliano, respectivamente), según la forma en que han llegado a desempeñar esa actividad y su voluntad o ausencia de ella por reinsertarse en una vida normal (con el dinero robado, por supuesto), la película ofrece algunos puntos de interés a pesar de su confección previsible y banal. En primer lugar, el empleo del color: Continuar leyendo «Aventuras de todos los colores: La isla de los corsarios (1952)»

La aventura con mayúsculas – El capitán Blood

Barcos cañoneándose, aceros refulgentes que se cruzan en la cubierta de un buque o en la arena de una playa paradisíaca, romance, un héroe al abordaje, una heroína tierna y sensible pero valiente y decidida, velas al viento, galeones desmoronándose, ciudades amuralladas que vomitan fuego sobre la bahía, marineros que trepan a lo alto de los mástiles, coraje, gallardía, oro, ron, sables y trabucos… La quintaesencia del cine de piratas resumido en apenas ciento catorce minutos de epopeya fílmica por las aguas del Caribe.

Puede decirse que fue el gran Michael Curtiz el principal responsable de que el australiano Errol Flynn haya pasado a la historia como el prototipo del héroe de acción del cine clásico: elegante, pendenciero, apuesto, bribón, irónico, mordaz, valiente, atlético, sonriente, despreocupado por el peligro, fenomenal amante y locuaz orador. Nunca a un protagonista le sentó tan bien el uniforme, la casaca, el sombrero de plumas o los leotardos con el peinado a lo galleta Príncipe. El mayor acierto para ambos, Curtiz y Flynn, vino gracias a la negativa del por entonces exitosísimo Robert Donat a introducirse en la piel de este médico irlandés que en los tiempos del rey Jacobo I de Inglaterra, en pleno siglo XVII, víctima de la injusticia de un rey despótico que le condena junto a los rebeldes por ejercer su oficio con uno de ellos, termina vendido como esclavo en la colonia de Jamaica. A partir de ahí, la relación con la hija de su comprador, la encantadora, refinada y sensible Olivia de Havilland, con la que Flynn compartiría cartel en otras películas, siempre consiguiendo que su particular química saltara al otro lado de la pantalla, que transcurre entre la insolencia, las continuas insinuaciones mutuas y las pullas a medio camino entre lo irónico y lo procaz, deriva prontamente en la evasión aprovechando un ataque español a la plaza, la toma del buque agresor y su conversión en una factoría pirata de enorme éxito, sin mirar la bandera el enemigo y, finalmente, en una pésima asociación con un filibustero francés (imponente Basil Rathbone), que finalizará cuando la rivalidad por la bella resulte incompatible con el reparto de las riquezas materiales conquistadas. Pero, en suma, el honor, la lealtad, retornan al Capitán Blood a la senda de la legalidad, la honra y la felicidad convertido en gobernador, con la chica, el botín y un palacio en un Edén de arenas blancas y aguas turquesa.

El talento de Curtiz para el cine de aventuras no tiene parangón. Con un ritmo vibrante ya desde su inicio, en esa Inglaterra retratada en penumbra bajo la amenaza terrible de un rey cruel y cobarde, en la que no hace ascos a emular escenarios más propios del cine soviético de Eisenstein (véase el principio, en el gabinete del doctor, con su perfil en sombra recortado sobre la pared débilmente iluminada por las velas) o a los cuadros nórdicos del cine de Dreyer (principalmente la secuencia del juicio, pero también algunos momentos en el interior del palacio del gobernador), Continuar leyendo «La aventura con mayúsculas – El capitán Blood»