Poética del terror: Onibaba (Kaneto Shindô, 1964)

 

En el Japón medieval, distintas facciones feudales luchan y se traicionan, en defensa del emperador o contra él, en un conflicto del que se expone lo justo y a cuyas coordenadas temporales y contexto político apenas se dedica tiempo o explicación. Mientras tanto, en un desolado paraje agreste y salvaje en el que la maleza y la vegetación conforman un laberíntico y desconcertante mar vegetal repleto de trampas, escondrijos, recovecos y misterios, la madre (Nobuko Otowa) y la esposa (Jitsuko Yoshimura) de un guerrero que ha partido al frente comparten cabaña y aguardan su regreso. Para mantenerse hasta entonces en un entorno tan pobre en recursos y tan castigado por las calamidades de la guerra, sobreviven atrayendo y engañando a los soldados perdidos, heridos o desorientados tras las batallas, y aprovechándose de ellos, asesinándolos y arrebatándoles todo lo que poseen para luego comerciar con sus pertenencias, cambiándolas por arroz y otros alimentos y bienes. La llegada de un antiguo vecino y compañero de armas del guerrero ausente (Kei Satô) desequilibra la entente que mantienen suegra y nuera, se introduce como elemento desestabilizador que altera su pequeño, estable y terrible universo provisional de espera y sangre. En primer lugar, por su actitud desafiante, desenvuelta y abusiva, a través de la que no busca otra cosa que la satisfacción de su propio interés. En segundo término, por las ambigüedades y vaguedades que contiene la narración que hace del destino de su amigo en la guerra: ¿sigue combatiendo? ¿Ha muerto realmente? ¿Cómo, cuándo, dónde y a manos de quién murió? ¿Es inocente su relato? ¿Lo es él? Por último, porque su aparición destapa otra necesidad que, sin hombres a mano, se mantenía latente, dormida: el renacimiento y la satisfacción del deseo sexual hasta ahora a duras penas silenciado. Y es que el primer objetivo y más evidente del recién llegado, una vez calmada la sed y el hambre, es encamarse con la mujer de su (supuesto) amigo ausente, además de incorporarse a la empresa que ella ha iniciado junto a su suegra para procurarse la subsistencia. Objetivos cuyas prioridades se confunden: no se dilucida muy bien cuál es la vía para el otro, o si más bien se trata de una única aspiración.

Es en este punto cuando empieza otra película. Kaneto Shindô trenza indisolublemente fondo y forma para construir progresivamente una escalofriante atmósfera de pesadilla que va de menos a más, de lo anecdótico, casi costumbrista, en un marco de una guerra que obliga a seres antes apocados y pacíficos a zambullirse en la crueldad, a embrutecerse hasta el extremo de asesinar a seres indefensos, y que desemboca en el reinado del horror puro con tintes espectrales, diabólicos, de un mundo de oscuridad, fantasmas, demonios y maldiciones de ultratumba. En esa transformación paulatina de la realidad circundante el papel principal lo desempeña la propia naturaleza, organismo vivo, con su propio ritmo y respiración (los juncos y los cañaverales mecidos el viento, cuyo incremento marca igualmente ese renacer de los físico, de lo sexual, entre el hombre y las dos mujeres…), que ejerce de espejo sobre el que se proyectan las derivas morales, las debilidades y los deseos de los personajes. Las grandes extensiones de maleza que funcionan como confuso marasmo de rutas escondidas y peligros letales (en forma de profunda sima abierta en la tierra escondida o camuflada entre los matojos, trampa mortal y depósito de restos humanos que tiene especial protagonismo en el devenir del drama y, sobre todo, en cuanto a su desenlace) pero por las que los personajes deambulan a plena luz del día van cediendo protagonismo a las sombras de la noche, a las tormentas, los truenos, los rayos y los relámpagos, y a toda la sombría carga de imaginación y de temores que arrastra un campo en el que se cree que las almas de las víctimas vagan por doquier, en particular la de un guerrero enmascarado, el último que paga el peaje de transitar inopinadamente por el lugar, diabólico rostro de rasgos grotescos (al que alude la palabra japonesa del título) que en forma de fantasma sirve en principio para mitigar una amenaza, imponer el terror y despejar un riesgo, pero que luego, como si tomara vida propia, se convierte en un monstruo devorador.

Así, la claridad del día es desplazada por la oscuridad de la noche, y el tiempo soleado y apacible, que incluso permite ir a bañarse a un río cercano, se convierte en un paisaje gótico nocturno, punteado por la sobrecogedora música de Hikaru Hayashi, en que cada ruido y cada sombra esconden un deseo pero también un miedo, un temblor, una pesadilla. Shindô logra saturar la pantalla de belleza a partir de este enrarecido clima de terror, sombrío, decadente y claustrofóbico, de tonos fríos y monocromos, extrañamente cautivador y sugerente, también dotado de un erotismo cada vez más patente, ingrediente soterrado que va cobrando cada vez más relevancia hasta que los cuerpos semidesnudos y sudorosos se muestran en paralelo a ese terror creciente que termina por dominar el relato, y cuya manifestación formal más llamativa son esas enloquecidas tomas horizontales, tan impactantes visualmente, de siluetas iluminadas que corren de noche entre los árboles, el blanco espectral en contraste con la fronda oscura. El deseo febril, incontenible, rayano en locura desatada, y su frustración (la madre que no acepta someterse a los apetitos del comerciante; el hombre que rechaza a la madre por su edad al tener a mano a una joven apetitosa y complaciente) como fuerza motriz que condiciona la supervivencia para una alegoría inquietante, terroríficamente bella, de una plástica impecable que conecta los sentimientos más primarios del ser humano, sus pasiones y pulsiones más íntimas y apremiantes, con sus temores más atávicos. Luz y oscuridad, amor y muerte, caras de una misma moneda que, cuando se lanza al aire, siempre cae de cruz. En última instancia, el hoyo infinito al que el demonio que todo ser humano lleva dentro amenaza con arrojarle y que siempre obtiene la victoria en cualquier guerra.

Una plantilla para Coppola: Drácula (Dracula, John Badham, 1979)

En distintas entrevistas promocionales de su Drácula de Bram Stoker (Bram Stoker’s Dracula, 1992), e incluso después, su director, Francis Ford Coppola, ha relatado el origen de su interés por este mito del vampirismo y manifestado su particular perspectiva del personaje y la importancia temática y narrativa del amor frustrado como eje explicativo de sus acciones, hasta el punto de que su operística adaptación del clásico del autor irlandés (tan fiel e infiel a la novela como casi todas las demás, aunque intentara legitimar su teórico mayor ánimo de exactitud en su aproximación a la obra incluyendo el nombre del autor en el título; en este aspecto, cabe reivindicar la versión de Jesús Franco de 1970 como la más literal respecto a la novela) gira precisamente en torno a este prisma, el exacerbado romanticismo de un monstruo que navega por el tiempo a la busca de una réplica exacta de su enamorada perdida como forma de sobrellevar o redimir su diabólica condenación eterna. Sin embargo, a la vista de este pequeño clásico de las películas de Drácula estrenado en 1979, cabe preguntarse si las fuentes de inspiración del italoamericano no serían menos personales y más de celuloide ajeno, ya que la película de Badham no solo apunta ya en líneas generales la estructura romántica de la cinta de Coppola, sino que este llega a hacer en su adaptación citas literales a su predecesora. Al margen de estas cuestiones accesorias, la película de Badham se erige en necesario eslabón entre la vieja tradición de las adaptaciones cinematográficas de las obras de teatro inspiradas en la novela de Stoker y el avance de los nuevos tratamientos temáticos y estilísticos surgidos con posterioridad, en la que es la filmografía más amplia y diversa de la historia del cine sobre un personaje de ficción nacido de la literatura.

Como la célebre adaptación de Tod Browning con Bela Lugosi (o su versión española, dirigida por George Melford y protagonizada por el cordobés Carlos Villarías, rodada al mismo tiempo), el origen del proyecto está en las tablas del teatro, en este caso, de Broadway, y también, como sucedió en el caso de Lugosi, compartiendo protagonista, Frank Langella, que estaba recibiendo magníficas críticas por su actuación en la pieza escrita por Hamilton Deane y John L. Balderston a partir de la novela de Stoker. Langella (también sonaron para el papel Harrison Ford e incluso Clint Eastwood) aceptó el papel con dos condiciones: no verse obligado a protagonizar ninguna campaña publicitaria con el disfraz y no rodar ninguna secuencia sanguinolenta de carácter explícito. Las intenciones del director, que venía de apuntarse el gran éxito de Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977), eran conservar la estética del diseño del vestuario y los decorados de Edward Gorey en la obra de Broadway, así como homenajear a la película de 1931, para lo cual se proponía rodar en blanco y negro. Fue el mismo estudio que produjera aquel clásico de terror, sin embargo, así como sus socios de la Mirisch Corporation, los que negaron tal posibilidad y exigieron que la fotografía de Gilbert Taylor adquiriera colores muy vivos y saturados (de nuevo surge la sombra de la inspiración de Coppola), extremo corregido con posterioridad en las ediciones para el mercado doméstico y destinadas a los pases televisivos, en las cuales la fotografía es más apagada, casi de tonos monocromáticos, tal como Badham había concebido la película originalmente. La importancia que el director concedía al aspecto visual venía subrayada por la contratación de Maurice Binder, diseñador de los créditos de la mayoría de las películas de James Bond hasta la fecha, para la creación de los momentos onírico-fantásticos que combinan sombras y rojos fuertes y que suceden a ciertas acciones del vampiro, así como por una puesta en escena de tintes góticos (la abadía de Carfax, el manicomio, la mansión) en la que predominan los colores cálidos y los dorados, los negros, los blancos y los grises oscuros, con alguna nota de colores chillones como contraste. La guinda la pone la vibrante y enérgica partitura de John Williams, bendecido entonces tras la gran repercusión de sus partituras previas para La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) y Superman (Richard Donner, 1978).

La historia, que en esencia no varía sustancialmente a la narrada en la novela más allá de la introducción del componente romántico, sí altera el contexto temporal (se lleva la historia desde la era victoriana al año 1913, lo cual genera ciertas incoherencias psicológicas o de fondo entre el simbolismo último de una historia de vampiros en relación con la sociedad de su tiempo) y el rol y la colocación de determinados personajes, así como la supresión de otros, en relación con el argumento de Stoker, como ya sucediera con la famosa adaptación de Terence Fisher de 1958 con Christopher Lee y Peter Cushing: la prometida de Jonathan Harker (Trevor Eve) no es Mina (Jan Francis) sino Lucy (Kate Nelligan), que además es hija del doctor Seward (Donald Pleasence, que rechazó el papel del cazavampiros Van Helsing porque lo consideraba demasiado próximo a sus últimos papeles en las películas de John Carpenter); por su parte, Mina es hija nada menos que del doctor Abraham Van Helsing (Laurence Olivier). A diferencia de Fisher, que se llevó la historia a la Alemania del Nosferatu de Murnau, Badham sí lleva a la historia a Inglaterra, pero lo hace desde el principio, suprimiendo todo el tradicional prólogo del accidentado viaje y la estancia de Jonathan Harker en Transilvania, comenzando en el naufragio del barco que lleva al conde Drácula desde Varna hasta la costa de Cornualles. Por otro lado, la película está llena de homenajes a las versiones anteriores: además de la explicación del significado de la palabra ‘Nosferatu’, hay alusiones directas a instantes y diálogos de las películas previas, como ese de Lugosi que, cuando le ofrecen de beber durante una cena de gala, dice aquello de «yo nunca bebo… vino».

La película combina la sobriedad formal con puntas de siniestra espectacularidad, como el reencuentro de Van Helsing con su hija una vez muerta esta o la huida de Mina por la ventana del manicomio, por no mencionar el logrado clímax final, un desenlace novedoso muy elaborado y presentado con solvencia. Estos contrastan con la intimidad del conde y Lucy, de un notable lirismo romántico (hasta el extremo de que el vampiro, en cierto momento, renuncia a su presa y apuesta por el amor y, se supone, el sexo…) que se torna en ceremonia terrible cuando, en escenas posteriores en interacción con otros personajes, se dejan notar en la joven las señales y el progreso de conversión a su nuevo estado de «no muerta». Con todo, esta lectura básica de la figura del vampiro, su simbolismo como crítica al puritanismo y las hipocresías de la sociedad victoriana, sobre todo en materia sexual (un tipo que sale solo por las noches, que hace de la promiscuidad virtud, que practica una vida completamente disoluta y cuyas preferencias se dirigen a la satisfacción oral de sus más bajos instintos, un tipo al que se combate con agua bendita, oraciones, hostias consagradas y crucifijos…), queda algo desdibujada por el contraproducente traslado de la historia a los albores de la Primera Guerra Mundial. El discuso subterráneo, premonitorio de los horrores que habrían de venir, pierde fuerza en comparación con el cambio de contexto social que implica un salto de veinte años: las duplicidades sociales del reinado de Victoria, trasladados con acierto a toda la novela gótica, de terror e incluso de detectives (James, Stevenson, Conan Doyle…), uno de sus motores de alimentación y suministro continuo de munición narrativa, no son las mismas que las de la Inglaterra prebélica, lo que genera ciertas inconsistencias en el significado último y crucial que tuvo la figura del vampiro en su tiempo.

No obtante, nada de esto altera en lo sustancial la eficacia narrativa ni la efectividad de la propuesta de Badham, quizá no tan reputada como otras adaptaciones pero comparable a las más conocidas en cuanto al acabado final. Badham, que justo después se marcaría el tanto de la que quizá sea la mejor película de su trayectoria, Mi vida es mía (Whose Life Is It Anyway, 1981), se centró más tarde en exitosos productos para el público juvenil –Juegos de guerra (War Games, 1983), Cortocircuito (Short Circuit, 1986)- antes de diluirse en películas de tercera clase y en capítulos para series de televisión. La conclusión de su Drácula, la capa del vampiro arrastrada por el viento, mientras el rostro de Lucy pasa del alivio por la liberación de su maldición a la paz interior, y de ahí a una sonrisa equívoca y ambigua que bien puede insinuar tanto su inminente vampirización total como la posibilidad de una secuela, tal vez fuera más bien una premonición del propio Badham acerca de su carrera como cineasta.

100 años del Nosferatu de F. W. Murnau en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al centenario de Nosferatu (Nosferatu, Eine Symphonie des Grauens, F. W. Murnau, 1922), que se ha cumplido hace pocas fechas.

Cine en clave de luz: La noche del demonio (Night of the Demon, Jacques Tourneur, 1957)

Cine Club | La noche del demonio (1957)

Dentro del riquísimo volumen de lecturas que proporciona este clásico del cine fantástico y de terror, a un tiempo rareza máxima y verdadera carta de naturaleza de la madurez del género en la década de los cincuenta, que de inmediato iba a provocar la resurrección de la antigua productora Hammer (La noche del demonio es una producción Columbia, pero a través de su unidad británica), su especialización en el género y, con ella, la prolongación de su vida y de su éxito hasta bien entrados los años setenta, las hay más evidentes -el combate entre la luz y las tinieblas, entre el Bien y el Mal, entre el amor y el terror- y más veladas -la dicotomía entre el pragmatismo de la mentalidad estadounidense y la larga tradición cultural y espiritual de siglos de historias, mitología y leyendas del viejo continente-, unas más ligadas al contenido y a la forma y otras más propias del contexto temporal y sociológico del momento del rodaje. En cualquier caso, la primera de las muchas virtudes de la película radica en la más evidente, su mera existencia. Que un estudio de Hollywood, aunque se tratara de una teórica minor, apostara a mediados de los años cincuenta por una película en la que el diablo, la brujería, la magia negra, las sectas, los libros, las bibliotecas y la tradición demonológica acaparan todo el peso narrativo no deja de resultar asombroso y reconfortante. Que a los mandos situara a Jacques Tourneur, cineasta que viviera una primera época de gloria dentro del cine de horror de bajo presupuesto en la meritoria unidad de Val Lewton en la RKO, supone una declaración de intenciones y un marcaje de objetivos que se cumplen con total solvencia.

Cine Club | La noche del demonio (1957)

La virtud más efectiva del argumento radica en el suspense. Se trata de una historia de intriga en la que el espectador va por delante de los protagonistas positivos, a los que va dirigiendo poco a poco hacia un horror que ya es conocido de antemano por el público, desde el prólogo en que el profesor Harrington (Maurice Denham), tras una angustiada visita al experto en ocultismo Julian Karswell (Niall MacGinnis), sufre el «accidente» que le cuesta la vida electrocutado (aunque su cuerpo aparece despadazado, como si las bestias se hubieran cebado en él), y que se sabe provocado por una poderosa presencia maligna. La llegada a Londres de John Holden (Dana Andrews), afamado psicólogo norteamericano, colaborador del difundo Harrington, para asistir a un congreso en el que, entre otras cosas, se propone desenmascarar las supuestas supercherías de Karswell, le pone en el punto de mira de la misma criatura demoníaca, de la que Karswell es súbdito, portavoz, acólito, prisionero y herramienta ejecutiva. Con la inminente fecha de caducidad impuesta a su vida, y a regañadientes, porque rechaza de plano y con total convicción la existencia de cualquier fenomenología sobrenatural, Holden trata de esclarecer la verdadera razón de la muerte de Harrington con ayuda de su sobrina Joanna (Peggy Cummins), y de paso obtener las pruebas que revelen a todo el mundo que Karswell no es más que un vulgar charlatán. Pero Holden va introduciéndose poco a poco en universo mágico cuyo epicentro es Karswell, y aunque rechaza una a una las pruebas físicas de ese mundo cuya existencia niega, la duda va creciendo dentro de él hasta poner en riesgo la arquitectura de sus certezas y romper su equilibrio mental y emocional. Ahí se encuentra el tema de fondo de la cinta: la conversión de un hombre de ciencia, de una mentalidad pragmática, y su apertura a un universo más allá de los sentidos, y también del sentido práctico, material y banal de la existencia.

La evolución personal de Holden es el motor de la cinta. De un personaje que se desplaza desde América a Londres para asistir a un congreso científico se torna en receloso pero entusiasta y arriesgado investigador de lo paranormal; de un hombre que actúa a golpe de intereses profesionales y personales (mientras Joanna intenta introducir a Holden en las zonas oscuras de la actividad de su tío recién fallecido, el americano solo intenta intimar con ella, invitarla a cenar, besarla, pasar la noche juntos…) se troca en heroico paladín de la luz en su lucha con las sombras. Su proceloso -y, hasta cierto punto, dudoso- pero forzosamente rápido proceso de asunción y asimilación de otras realidades más intangibles va cubriendo etapas, de menos a más: los fenómenos extraños son achacados a accidentes, a casualidades, a vulgares trucos de magia, a la interpretación dramática de los impostores… Y así es prácticamente hasta la conclusión, cuando la evidencia se hace palmaria y es imposible cerrarse ante ella… Hasta que la historia concluye, momento en el que Holden parece volver a instalarse en la duda, o quizá en el rechazo, acerca de lo que ha visto y vivido, como si hubiera protagonizado una alucinación o, probablemente, un mal sueño durante esa noche de vuelo transoceánico en el que una luz impertinente, presuntamente, no le ha dejado pegar ojo…

Añorando estrenos: 'La noche del demonio' de Jacques Tourneur

La maestría de Tourner se plasma en la puesta en escena que marca esta evolución del protagonista, y en particular en cómo incide la iluminación de las secuencias en los diversos escenarios de sus actuaciones. Holden transita de la luz a las tinieblas, literalmente: de la primera bombilla en el avión, durante el viaje a Londres, cuando la molestia provocada por Joanna -a la que todavía no conoce- le impide dormir y las iluminadas instalaciones del hotel y a sus primeras salidas diurnas por Londres (a la biblioteca del Museo Británico) o por el campo (la primera visita a la mansión de Karswell), va transitando paulatinamente por espacios cada vez más desapacibles (la fuerza del viento y de la tormenta en ciernes, la visita al crómlech, la tormenta «provocada» por Karwell) y, sobre todo, oscuros y penumbrosos (corredores, pasillos, la sesión de espiritismo, las calles nocturnas, la sesión de hipnosis durante el congreso, las estancias a oscuras de la mansión de Karswell en su última visita, su huida por el bosque en plena noche…). El optimismo, la seguridad y la determinación del personaje en su estado inicial se ven condicionados igualmente por el desarrollo de los acontecimientos a los que asiste o que protagoniza. En este sentido, su práctica y decidida mentalidad norteamericana se ve arrastrada por un entorno y unos hechos que le hacen perder el control, y solo la aceptación de esas nuevas y desconocidas reglas, de ese nuevo registro en el que debe desenvolverse y que hasta entonces se había negado a reconocer como una opción plausible, le permiten retomarlo y resolver el conflicto, esa especie de juego de «tú la llevas» que es la clave última, y tal vez un poco absurda y cogida por los pelos, del drama. Es decir, Holden, para volver a la luz, debe atravesar las tinieblas, extremo que la película sugiere magníficamente gracias al uso que Tourneur hace durante todo el metraje de la fotografía de Edward Scaife.

LA NOCHE DEL DEMONIO (1957) de Jacques Tourneur | Las cosas que hemos  visto...

El segundo aspecto a destacar, como una lectura más velada de la película, tiene que ver con esa aparente oposición entre la concepción estadounidense de la existencia, más pragmática, más materialista, y aquella que se abre a otras posibilidades alejadas de la consciencia y de la percepción de la realidad a través de los sentidos y de las leyes de la física. No deja de ser llamativo que Columbia produjera una película de estas características en plena presidencia de Eisenhower, cuando el público americano se encuentra disfrutando de un periodo de desarrollo económico sin precedentes, una auténtica borrachera, un vórtice de éxtasis consumista, y la satisfacción de los deseos a través de la posesión y adquisición de medios materiales y de confort constituye el primer motor de la riqueza norteamericana y, a través de su exportación a todo Occidente, del modo de vida de buena parte del planeta, la que él controla. Desde ese punto de vista, la película se erige en una especie de recordatorio, de puesta de manifiesto de otra realidad al margen de lo inmediato, de lo tangible, de lo cuantificable, y del peligro que conlleva ceñirse y fiarlo todo a estos aspectos mientras se descuida el perfil espiritual, cultural, ancestral, de la personalidad, que no es otro que el riesgo de que el bienestar material prive al ser humano de la capacidad de discernimiento sobre lo que implican el Bien y el Mal (sea este el pérfido extranjero comunista o cualquier otro), y la progresiva pérdida de herramientas para combatir este último al carecer de los mecanismos necesarios para detectarlo y diagnosticarlo correctamente. Porque, al fin y al cabo, para oponerse al enemigo, hay que conocerlo. Y reconocerlo.

Night of the Demon (1957) | Night of the demons, Demon, Horror movies

El poder de la puesta en escena: La máscara del demonio (La maschera del demonio, Mario Bava, 1960)

Esculpiendo el tiempo: La máscara del demonio (La maschera del demonio,  1960) de Mario Bava.

Dos son las grandes virtudes de esta, la primera película de Mario Bava como director (en solitario): el diseño de producción y el trabajo de fotografía (a cargo del propio Bava) y de escenografía, y el descubrimiento de Barbara Steele, que de inmediato pasó a ser algo parecido a una musa de las películas de horror de bajo presupuesto a ambos lados del Atlántico (además de alguna que otra participación en películas de otra enjundia, como su trabajo con Federico Fellini en Fellini, ocho y medio). En este caso, la historia, algo tópica, parte de un relato de Nikolái Gógol, El viyi, para entrelazar brujería y vampirismo en una remota zona oriental de Europa: a finales de la Edad Media, en un aislado territorio entre Moldavia y Rusia, los miembros de una secta religiosa de carácter guerrero e inquisitorial condenan a una pareja, la princesa Katia Vajda (Barbara Steele) y su amante Igor Javutich (Arturo Dominici), acusados de brujería, a ser ajusticiados mediante la colocación de una máscara metálica que, dotada de púas en su interior, perfora el rostro del condenado y lo hace desangrarse hasta morir. Como brujos que son, su sepultura no puede ser ordinaria. Enterrada en la cripta del castillo familiar, la bruja dormirá por toda la eternidad bajo el peso de la pesada cruz de piedra que corona su lápida. O así es hasta que dos siglos después, por accidente, o más bien por torpeza, los doctores Kruvajan (Andrea Checchi) y Gorobec (John Richardson), de paso hacia un congreso médico que se celebra en Moscú, deciden acortar viaje transitando por aquellos páramos y entran en la cripta a fisgonear después de que su carroza sufre una avería en una rueda. Sin proponérselo, e intentando zafarse de un muciélago que le agrede, Kruvajan golpea la cruz y la hace caer, y la herida sangrante de su mano vierte algunas gotas sobre el cadáver de la bruja, fórmula secreta e ignorada para que esta, y con ella su amante Javutich, puedan volver a la vida… La bruja y Javutich, que regresa de la tumba convertido en vampiro, si es que no lo era ya antes, tienen un plan: revivir a la antigua princesa Vajda en la carne y los huesos de la actual, la joven Asa (de nuevo, Barbara Steele), para renovar así su rostro y la lozanía de su juventud y continuar con sus poco deportivas fechorías. Agredido por Javutich el príncipe Vajda (Ivo Garrani), padre de la joven y apetecible Katia, el mustio doctor Kruvajan, alojado en una posada cercana, se desplaza al castillo para atenderle sin saber que está cayendo en las redes del vampiro, lo cual a su vez lleva allí también al doctor Gorobec. Entre los muros, en los salones vacíos y los pasillos oscuros del castillo es donde se entablará la lucha entre el bien y el mal con la máscara como amenaza última y letal.

La maschera del demonio (1960)

Hasta aquí, nada nuevo, una historia clásica de brujería con malvada revivida que deriva en una doble vertiente, la del vampirismo según la plantilla del Drácula mil veces adaptado y la de la invocación/posesión demoníaca, con algún toque de monstruo de Frankenstein (o sea, nada que no ocurra en cualquier cena de empresa). Sin embargo, como tantas veces en el cine, la cuestión no radica en el qué, sino en el cómo, y es ahí donde Bava despliega sus mejores cualidades como cineasta. Hacerse cargo de la dirección y de la fotografía al unísono le permiten concentrar la capacidad de diseñar el conjunto de la puesta en escena con un doble fin. Por un lado, conseguir dotar a la película de cierta autenticidad, ayudada por un excelente trabajo con los decorados. Al margen del cartón piedra y de los maquillajes «agresivos» de la serie B, Bava busca, como las películas contemporáneas de la Hammer británica, cierto «realismo tétrico» fundamentado en una rigurosa ambientación que deriva de un completo y minucioso proceso de documentación, tanto en arquitectura como en mobiliario y vestuario, siempre, eso sí, dentro del gótico de terror europeo oriental, pero en especial en lo referente a espacios, artilugios y objetos relacionados con la magia, la brujería, el ocultismo y lo misterioso, relativos tanto a lo medieval como al siglo XIX, materias en las que Bava es algo más que un iniciado, y que se completan con el uso del tiempo atmosférico y la recreación turbia y tormentosa del paisaje del páramo. Este conocimiento y su aplicación se complementan, en segundo lugar, con la precisión en el diseño de los encuadres y de la iluminación, con la efectividad de la planificación y la elegancia, sobriedad y suavidad de los movimientos de cámara que recorren los amplios y abigarrados decorados, llenos de mobiliario, estatuas, cuadros y otros elementos, en particular en el tratamiento creciente del amenazante suspense y de las secuencias de clímax, y sobre todo, con el empleo imaginativo de los resortes de tensión a lo largo de los ochenta y pocos minutos de metraje. Lo previsible del guion, ciertos lugares comunes trasladados a los diálogos, el estatismo de algunas escenas bastante menos dinámicas, algunos efectismos innecesarios y la gratuidad caprichosa de la parte «feliz» de la conclusión no menoscaban el brillante acabado formal del filme.

La maschera del demonio (1960)

Construida a partir de un prólogo, situado en la Edad Media, posteriormente continuado con la narración lineal de lo que sucede dos siglos después, la película constituye un triunfo de la forma sobre el fondo, de un gran trabajo de cámara y planificación puestos al servicio de un argumento mediocre, sin sorpresas ni giros. Prácticamente cada encuadre es una joya de la composición de planos, tanto en el equilibrio de las formas y de la colocación de los personajes como del uso de la luz y de las sombras o la utilización de los vanos de las puertas y ventanas como marco suplementario que haga más atosigante la irrespirable atmósfera que preside la narración, o en el diseño de los movimientos de la cámara por el decorado, el uso del zoom o del plano detalle. Este dominio del claroscuro y del paso de zonas iluminadas a la más absoluta penumbra antes de volver de nuevo a la luz dentro de un mismo movimiento de cámara es lo que confiere a la imagen esa textura tan rica como inquietante, esa atmósfera desasosegante y absorbente de tensión palpable que acompaña al progresivo desquiciamiento de los personajes. Este aspecto, las interpretaciones, supone otro punto flaco de una película en la que el plano técnico supera por mucho al dramático, aunque en las secuencias, digamos, no terroríficas (los encuentros sociales, las escenas de Gorobec y la princesa), resultan un tanto saturadas de luz y más monótonas y convencionales, además de que las actuaciones sean también cuestionables. Es una película más de planos y de suaves y lánguidos movimientos de cámara que de montaje (la primera aparición de la princesa en la loma que domina el cementerio, acompañada de sus perros, por ejemplo; las secuencias dentro de la cripta, tan sugestivas en cuanto a ambientación como ridícula, involuntaria y patéticamente cómica resulta la del ataque del murciélago que desencadena el drama), que funciona más cuando se mantiene tan fría como sus horrendas criaturas de ultratumba que cuando aspira a ser truculenta, o peor, sentimental. Película más de atmósfera que de sustos, supone el inicio de la reputada (no siempre con fundamento) carrera de Mario Bava, que, junto a los albores de la trayectoria de Jesús Franco, mantuvieron vivo el pulso del cine de terror en el sur de Europa durante los años sesenta.

50º aniversario de El exorcista, la novela de William Peter Blatty, en La Torre de Babel de Aragón Radio

The Exorcist

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al 50º aniversario de la publicación de la novela El exorcista, de William Peter Blatty, llevada al cine dos años después por William Friedkin, con guion y producción del autor de la novela.

Inspirada en un hecho real sucedido en Maryland en 1949, conocido por William Peter Blatty durante su etapa como profesor en Georgetown, la película de Friedkin es un prodigio en el uso del lenguaje simbólico y en la sugerencia subliminal, hasta el punto de logra convertir una aparente historia de terror en una mucho más profunda reflexión sobre la crisis de fe de raíces edípicas que sufre su protagonista, el padre Karras (Jason Miller), a partir de la enfermedad y muerte de su madre. Éxito de ventas y de taquilla, supone un extraño caso de cine de autor con grandes dosis de autenticidad (la experiencia personal de Blatty en Georgetown, el pasado de Jason Miller en la carrera sacerdotal y su abandono debido a una crisis de fe, la participación, interpretando al padre Dyer, de William O’Malley, padre jesuita autor de más de cuarenta libros, que fue también asesor «técnico» de la película…) y, al mismo tiempo, de anticipación del fenómeno blockbuster de la década siguiente. Además de la participación de Mercedes McCambridge poniendo voz al demonio en un gran esfuerzo técnico modulado y amplificado por el consumo a espuertas de alcohol y de tabaco, y de la archiconocida música de Mike Oldfield, algunas anécdotas turbias ligan la película a cierta leyenda de «malditismo», como el incendio declarado en el set de rodaje, la supuesta bendición del plató por parte de un sacerdote para ahuyentar a los malos espíritus o las muertes prematuras de Linda Blair o de Jack MacGowran. Menos luctuosos pero tanto o más curiosos son los distintos avatares para la conformación final del reparto y la elección de director. Si Arthur Penn, Mike Nichols, el mismísimo Stanley Kubrick y Mark Rydell (que llegó a tener firmado un contrato con la Paramount) sonaron para encargarse de la adaptación cinematográfica, Marlon Brando, Jack Nicholson, Paul Newman o Stacy Keach (que llegó a estar contratado para el papel) fueron las preferencias del estudio para interpretar al padre Karras, mientras que Audrey Hepburn, Anne Bancroft, Jane Fonda o Shirley Maclaine estuvieron a punto de interpretar a la angustiada madre de Regan.

(desde el minuto 17:10)

90º aniversario de Drácula, de Tod Browning, en La Torre de Babel de Aragón Radio

Dracula (1931) - Turner Classic Movies

Nueva entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al 90º aniversario del estreno de Drácula, la película de Tod Browning que convirtió en estrella y futuro juguete roto a Bela Lugosi.

(desde el minuto 13:08)

Dilapidando una buena intención: El exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, Scott Derrickson, 2005)

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Extraño híbrido de truculenta película de terror y melodrama de juicios, esta película de Scott Derrickson (acreditado además como coguionista), teóricamente basada en hechos reales, desaprovecha una buena idea de origen al entregarse a los tópicos y los lugares comunes de uno y otro género. Celebrada en su día entre la crítica española por su elegancia formal, por las interpretaciones de los protagonistas y por la nutrida documentación manejada para escribir y dar solidez al guión, la historia falla, sin embargo, en lo más importante, la representación del combate, no de los hombres de Dios contra el demonio, sino del mundo de las ideas, las pruebas, los hechos concretos, la construcción racional de una realidad, frente al espíritu, la fe, lo desconocido, lo oculto, la irracionalidad, aquellos territorios que la experiencia, la ciencia, los cincos sentidos, no llegan a alcanzar y que, por tanto, consideramos imposibles, irreales, terreno abonado para la fantasía o la locura. La premisa, de entrada, es más que estimulante: un sacerdote católico, el padre Moore (Tom Wilkinson), es detenido y procesado por la muerte de la joven Emily Rose (Jennifer Carpenter) durante la celebración de un ritual de exorcismo. Las maquinarias policial y judicial se ponen en marcha, pero, en paralelo, el padre Moore advierte a su exitosa abogada defensora, Erin Bruner (Laura Linney), que acaba de ganar un importante y mediático caso y es además una atea convencida, del desencadenamiento de las fuerzas del bien y del mal que libran una batalla a su alrededor. Decidida a plantear la defensa en torno a la «lógica» argumental de quien cree en ese enfrentamiento ascestral, en el juicio, a la manera del clásico La herencia del viento (Inherit the Wind, Stanley Kramer, 1960), se dan dos posturas, la del fiscal (Campbell Scott), un creyente convencido que, no obstante, se ciñe a la cuestión de la culpabilidad material y, por tanto, a la responsabilidad del sacerdote en el abandono por la niña de sus tratamientos médicos y su consiguiente fallecimiento, y la de la defensora, que, en el plano de las creencias compartidas por la muchacha y el cura, pretende exponer al jurado los acontecimientos interpretados desde la fe y el tratamiento espiritual de los males de la joven, para los cuales la medicina tradicional no proporcionaba, en opinión de ambos, solución alguna. El interesante, a priori, debate entre ambas perspectivas (la médica y la legal, por un lado; la espiritual y «mágica», por otro) deviene, sin embargo, en fracaso total al renunciar el guión a penetrar en las cuestiones, paradojas y contradicciones de más enjundia -la presunta existencia, el poder y la influencia de esferas de la realidad que no resultan perceptibles por los sentidos, que exceden sus capacidades o que no son controlables por ellos, pero que supuestamente están presentes en nuestras vidas desde el principio de los tiempos y son determinantes en nuestra cotidianidad- y ceder a los efectismos de ambos géneros.

Así, el segmento judicial queda reducido a algunos de los clichés más recurrentes del género: abogada triunfadora y ansiosa de notoriedad y ascenso social, que ha dejado de lado su vida personal para dedicarse en cuerpo y alma a labrar su carrera, asume el caso bajo la promesa de ser reconocida socia de la firma para la que trabaja; con poca ética y menos escrúpulos, utiliza todos los medios y argumentos a su alcance para construir la defensa, incluso por encima de los deseos de su defendido; no obstante, las dudas y los extraños fenómenos que empiezan a condicionar su trabajo en el caso, aderezados con la oportuna recuperación de un episodio de su pasado que ahora rememora en clave espiritual, comienzan a quebrantar la solidez de sus creencias y termina por abrazar todo aquello de lo que hasta ahora había renegado al tiempo que sus esquemas mentales se abren a otra forma de crecimiento personal. El juicio, además, transcurre por los lugares habituales, entre protestas, dramáticos testimonios, tensos interrogatorios, discursos ante el jurado, paseos por la sala mientras se lanzan preguntas al aire, advertencias de la juez, testigos sorpresa y testimonios salvadores que a última hora se ven truncados, suspense en la lectura del veredicto y el sorpresivo giro final metido con calzador… En el otro apartado, la presentación de la supuesta posesión diabólica, pronto se abandona el terreno de la ambigüedad (la dicotomía entre los problemas psicológicos graves o la injerencia sobrenatural) y del suspense de la extraña fenomenología inicial para volcarse en una progresiva degeneración efectista que alcanza su máxima cota en el exorcismo propiamente dicho, en la explotación morbosa, sanguinolenta y sensacionalista del tremendismo. A partir de la irrupción de este aspecto en la trama, el guión, como el pulso narrativo, se muestra vacilante y caprichoso, da la impresión de que puede pasar cualquier cosa a conveniencia, no de lo que tal vez pudiera pedir la historia, sino por antojo de quien la maneja. Continuar leyendo «Dilapidando una buena intención: El exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, Scott Derrickson, 2005)»