El vicio de la cámara: El aficionado (Amator, Krzysztof Kieślowski, 1979)

 

Cuando se habla de «cine dentro del cine», en general se recurre a citar la misma relación de títulos y nombres como una letanía (Wilder, Minnelli, Fellini, Truffaut, Donen, Tornatore…), olvidando incluir, entre otras muchas películas reseñables, esta joya del cine polaco de los setenta, que captura como pocas la esencia del, tal vez, el mayor y más implacable efecto íntimo que las películas pueden llegar a ocasionar en el ánimo de las personas: la necesidad, la sed, el ansia, la atracción irrefrenable por las imágenes en movimiento, casi una adicción en toda regla que, en los casos más graves, obliga a buscar la manera de provocarlas, construirlas, depurarlas, exhibirlas. El gusanillo del cine, todo su poder de seducción y, al mismo tiempo, en versión doméstica, el reflejo de sus grandezas y sus miserias. El oficio de filmar como un descubrimiento vital, toda una apoteosis de felicidad, pero también una dependencia, una sumisión, un síndrome de abstinencia continuo, constante, que condiciona por completo el devenir diario, para bien y para mal. El tópico de la destrucción como forma de creación, o más bien, la ansiedad por crear un mundo propio como mecanismo de demolición del mundo real, de, en términos de Fernán Gómez, la vida alrededor. En suma, la profesión cinematográfica como regalo envenenado, un pecado que arrastra su penitencia, un sacerdocio durante el que la bendición coincide con la principal tortura que el protagonista se autoinflige: la propia fe irrenunciable en las películas como vehículo de expresión y fórmula para el crecimiento y la realización personal. En paralelo, e indisolublemente, la película muestra las dificultades que el protagonista, Filip Mosz (Jerzy Stuhr), padece progresivamente para alimentar esta hambre de creatividad en un país del bloque soviético de finales de los setenta, cuando toda actividad pública y privada está todavía bajo el control de la dictadura del partido, que nunca tuvo la más mínima intención de ser la del proletariado, y de su censura oficial, en el instante previo a la aparición del sindicato Solidaridad y a los albores del proceso de transformación de una década que llevará al país a la liberación del yugo comunista. La esclavitud del cine atrapada en la esclavitud de un régimen totalitario. Una fábrica de ficciones inmersa en la gran ficción nacional, en la mentira pública de un estado en paulatina pero imparable descomposición.

En ese contexto, Filip, obrero de una fábrica, compra, con gran esfuerzo económico, una cámara de súper 8 con motivo del nacimiento de su primera hija, a fin de dejar futura constancia de los episodios relativos a su infancia y crecimiento. Sin embargo, ya desde sus primeros balbuceos tras la cámara, Filip descubre la inmensa capacidad de embrujo que poseen las imágenes, se le ofrecen como herramienta de exploración y análisis del mundo. Además, en la fábrica trasciende que se encuentra en posesión de una cámara, y sus dirigentes le encargan que realice la filmación oficial del solemne acto de su aniversario. Posteriormente, dada la aceptación de la película, Filip se convierte en responsable de la unidad de filmación de la fábrica, lo que le obliga a hacer películas documentales de publicidad y propaganda sobre sus exitosas actividades, mientras que, a cambio, logra permiso para usar parte del tiempo y del material en sus trabajos particulares. Todo es objeto de su mirada, la fábrica y sus compañeros, pero también la ciudad, los transeúntes, las obras públicas, las relaciones… Un microcosmos que a través del objetivo se ve ligeramente deformado de la visión que habitualmente tenía de él, y que le lleva a percibir de distinta manera los vínculos de poder y de trabajo. No obstante, al mismo tiempo, y como parte del mismo proceso, desatiende lo que tiene más cerca, a su esposa, a su recién nacida hija, las cuitas domésticas, los compromisos particulares, las amistades y los pequeños deberes diarios. La absorción por la actividad cinematográfica conlleva desilusiones, malentendidos, rupturas y resentimientos, y la filmación, que es el bálsamo, la válvula de escape de Filip para sobrellevar su progresivo desencanto, es también el veneno que acentúa los males de su situación. Así, la realidad se ve mediatizada por el cine y, como si este influyera al otro lado de la película proyectada, convierte la vida personal, social y laboral de Filip en medios inestables, irreales, casi pesadillescos.

Los éxitos y reconocimientos que Filip obtiene inicialmente (su primera participación en festivales locales, como es lógico, sesgados y controlados políticamente; la aceptación de sus trabajos documentales en la televisión polaca…) se ven así oscurecidos por el deterioro de su vida personal, el distanciamiento con su mujer, la ausencia de su hija, y el fracaso y abandono de su relación con las amistades más próximas, como la de su amigo y vecino, conductor de un furgón fúnebre, al que ha dejado tirado justo cuando más podía necesitarlo, tras el fallecimiento de su anciana madre. Es en este plano, el vecino, su madre, el furgón funerario, donde se funden metafóricamente ambos aspectos de la trama, el público y el privado, el político-social y el personal, la desgastada dictadura ya en trance de ir ofreciendo sus últimos estertores y el anuncio del futuro personal de Filip si no es capaz de sacudirse la dictadura particular que las imágenes en movimiento ejercen sobre él. Pero no tardará tampoco Filip en sufrir las limitaciones de un régimen en el que la libertad es un eslogan para los mítines. Cuando su creatividad incomoda, cuando surgen los problemas de control y de censura propios de cualquier dictadura, es el momento en que Filip se replantea su dedicación y su deriva, cuando sus imágenes se tiñen de falsedad, de impostura, y cuando añora lo que solía ser su vida fuera de la cámara. La realidad del artificio de la sociedad polaca revelada por la mentira del cine; la realidad de la vida desperdiciada de Filip, a través de la mentira que ha hecho de sí mismo.

El estilo naturalista de Kieślowski confiere total verosimilitud y autenticidad a una película cuyos escenarios discurrem entre el apartamento de la pareja protagonista, un barrio residencial, las dependencias y despachos de la fábrica y, ámbitos que el cineasta conocía muy bien, los pequeños festivales de cine y los platós y salas de reuniones de la televisión polaca. Terrenos conocidos que permiten entender como propias también algunas de las experiencias vividas por Filip, en particular las relacionadas con las limitaciones y las restricciones indicadas desde el poder, y las interesadas influencias de los organismos controladores sobre los temas y las miradas que debían tener las películas, los límites de lo tolerable y lo censurable. En este sentido, la presencia del cineasta Krzysztof Zanussi interpretándose a sí mismo, hablando de su obra, siendo objeto de homenaje, actuando como principal atracción de un festival, subraya este vínculo de la película con la realidad inmediata del director. La película transcurre así en un doble plano que no son sino dos caras del mismo, las recompensas y las servidumbres, las búsquedas y las insatisfacciones, los aplausos y los sinsabores del oficio de peliculero.

Radiografía del horror: Quo Vadis, Aida? (Jasmila Zbanic, 2020)

La mayor virtud de esta película de Jasmila Zbanic tal vez sea la concreción. Situándose en julio de 1995, en el lugar y las circunstancias que propiciaron la matanza de Srebrenica durante la guerra que siguió al desmembramiento de la antigua Yugoslavia, la película omite toda tentación discursiva sobre los orígenes y condicionantes del conflicto (la fabricación del país en el Tratado de Versalles de 1918 por imposición de las potencias vencedoras, en particular de la Francia de Clemenceau, el régimen comunista de Tito tras la Segunda Guerra Mundial, el estallido violento del nacionalismo larvado durante siglos una vez caído el Muro de Berlín…) y se centra en ilustrar en tono de crónica, alternando con acierto el plano general de los acontecimientos con las vivencias particulares de una de las familias afectadas, la secuencia de hechos que llevaron a la muerte a más de ocho mil personas, musulmanes bosnios, y a su enterramiento en fosas comunes. El protagonismo de la cinta no recae en la política ni en las operaciones militares ni en el contexto internacional, ni mucho menos en la acción, sino en el punto más crucial y débil en cualquier pesadilla armada: el desamparo de las víctimas; entendidas estas, eso sí, en sentido amplio, lo que incluye a los muertos, los desplazados, los huérfanos, los que han perdido seres queridos, pero también a los verdugos, los asesinos, los que han matado en nombre de una causa que finalmente se revela falsa, inútil. De modo que las vivencias de Aida, una profesora que trabaja como traductora de las fuerzas neerlandesas adscritas a la ONU, y sus esfuerzos para salvar a su marido y a sus hijos del fatal desenlace que se avecina, sirven además como vehículo simbólico tanto del abandono de los musulmanes de Bosnia por parte de la comunidad internacional como de la autodestrucción de un país próspero y de su traumática fragmentación, personal y colectiva.

La población civil de la ciudad es víctima por partida triple: de las fuerzas bosnias incapaces de defenderla; de las fuerzas serbobosnias que, en representación de una autoproclamada república separatista, toman la ciudad y se ofrecen conciliadoras bajo falsos pretextos humanitarios; por último, de las fuerzas de interposición de la ONU, en este caso neerlandesas, carentes de iniciativa y de capacidad de resolución en sus competencias, muy limitadas además debido a los compromisos diplomáticos y la falta de implicación real y la tibieza del papel de la comunidad internacional. El resultado es que la base de la ONU se ve colapsada por los refugiados y los responsables militares neerlandeses deben afrontar tanto la presión humana de quienes huyen de sus más que probables verdugos como el continuo hostigamiento de los serbobosnios en su labor de eliminar cualquier tipo de resistencia militar camuflada entre los refugiados. La indeterminación de los mandos de la ONU, el alejamiento de sus responsables del escenario real, el exceso de burocracia, el cumplimiento de las órdenes como excusa para no enfrentar las consecuencias de la aplicación de los mínimos principios humanitarios y enfrentarse a las consecuencias, colocan a las víctimas civiles en el tablero de un juego en el que los serbobosnios tienen todos los triunfos y mueven libremente sus piezas, mientras el mundo se pone de perfil y las víctimas pagan el precio. Estructurada en dos partes y un epílogo, la película se erige así en una muestra de auténtico terror realista.

En la primera parte, la que recibe el tratamiento más largo y pormenorizado, la película narra la coincidencia entre el trabajo de Aida para los neerlandeses de la ONU y la llegada a la base de los refugiados de Srebrenica, entre los que se encuentran su marido y sus hijos. Al esfuerzo por localizarlos le sigue otro añadido para posibilitar su acceso a la abarrotada base, a la que los Cascos Azules les niegan el paso, y a medida que la presión exterior aumenta, otros sucesivos por garantizarles el mayor bienestar y, en última instancia, por preservar su vida incluyéndolos como personal trabajador de la ONU con licencia para salvarse por un corredor humanitario. Durante este proceso, la película muestra con una puesta en escena desgarradoramente naturalista, de una manera seca y directa que es su mejor baza, el drama al que progresivamente los refugiados se ven arrastrados, tras un paripé de negociación con los serbobosnios y el espejismo de la llegada de autobuses en los que repartirse para, según las promesas del que luego fuera procesado como criminal de guerra, Mladic, ser trasladados a un lugar seguro. La pesadilla de los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial se repite así en la desmemoriada Europa de finales de siglo XX y conduce a un final fatal contado con un realismo y un dramatismo atroces, por más que la película aplica una intención honesta y efectiva por ahorrarle al espectador la crudeza y el horror de la violencia en estado puro. Esta elegancia formal multiplica la sensación de terror, puesto que el público no ve pero adivina, no cuenta con la información precisa pero imagina, no asiste en primer plano pero conoce, sabe de sobras por dónde transcurre la historia y lo que va a acontecer. La tensión surge de la sequedad, de la ausencia de toda floritura virtuosista, de la presentación neutra y aséptica de los sucesivos pasos hacia la catástrofe. El segundo tramo, casi un primer epílogo situado pasado el tiempo, ya finalizada la guerra, coloca al espectador ante el descubrimiento y levantamiento de las fosas comunes donde fueran enterradas las víctimas, en el paso de Aida por la morgue para el posible reconocimiento de los cadáveres, ahora ya solo huesos con jirones de ropa y acopio de objetos personales, y en el retorno a la que fue su casa con intención de retomar su vida. Si en el episodio anterior la indignación del espectador se combina con su comprensión del horror que está apunto de sobrevenir, que alcanza el clímax en una secuencia construida con tanto tacto como contundencia dramática, en esta el impacto descansa en la toma en la que Aida recorre la exposición de restos humanos en busca de noticias de sus familiares ausentes, y también en su visita a su antigua casa, ahora ocupada por otra familia, que a su vez se convierte en víctima colateral. El epílogo, el retorno de Aida a su escuela y la función infantil, a la que asisten varios de los personajes antes presentados, en la que simbólicamente se apela al entendimiento y a la paz, es la parte más endeble del filme, el segmento en el que el lenguaje cinematográfico de la directora, conservando su elegancia, pierde no obstante la sutileza, adquiere el trazo grueso y el artificio de una película de tesis que señale al espectador lo que debe pensar y sentir a cada momento.

Una película de contrastes, en la que se salta del plano general al particular sin perder el foco del tema principal y en la que la agilidad y la ligereza del tono conviven con la profundidad dramática y el desgarro emocional más radical, combinación solvente en la que se funden la mirada de la directora y la de su actriz protagonista, Jasna Djuricic, para ofrecer una puesta en imágenes de algo tan difuso y al mismo tiempo tan real como el poder del instinto de supervivencia, personal y colectivo. Desde la rudeza del fondo y la suavidad de la forma, con cierto maniqueísmo en el retrato de una sociedad compleja enfrentada a sí misma (la guerra de Yugoslavia fue, además de un conflicto de Serbia contra el resto de repúblicas, una guerra civil dentro de Bosnia, en la que para la película los serbobosnios son los villanos), la película multiplica su indignación y su ira no desde el subrayado y la sobreactuación, sino desde el mucho más efectivo (y por algún momento, sobre todo al final, más efectista) minimalismo narrativo, graduando perfectamente los picos de tensión creciente hasta desembocar en un torrente de horror y tristeza, sin perder nunca una mirada profundamente humana y su intención de denuncia, y sin renunciar a mostrar, eso sí, de manera nada explícita o cruenta, el drama de una sociedad partida en dos por una herida abierta que dista mucho de poder ser cerrada (por ejemplo, el encuentro de Aida con el que fuera alumno suyo, ahora en las filas armadas de los serbobosnios). Que la película, además de producción Bosnia, haya requerido socios de Austria, Rumanía, Alemania o Polonia habla a las claras de las dificultades que atraviesa en la posguerra un país que, como su cine, solo es viable gracias a un apoyo extranjero, tal vez aún atormentado por la mala conciencia, que falló cuando más falta hacía. Una película a la que recientes acontecimientos ocurridos más al este, cuya raíz resulta sin embargo de una naturaleza no muy alejada, insisten en mantener vigente.

Dama de dos caras: Mademoiselle (Tony Richardson, 1966)

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Basta este sugerente plano de Jeanne Moreau para ilustrar las dobleces que esconde el perturbador rostro de una profesora de pueblo a la que todos llaman Mademoiselle (una dama sin nombre), pero cuyo comportamiento, al menos cuando nadie la ve, dista mucho de ser el de una señorita ejemplar. El pueblo es un microcosmos de paz aparente que en realidad ha entrado en ebullición. La vida parece transcurrir tranquila y plácida, sometida a los rituales que rubrican los ciclos del clima y de la agricultura, esto es, de la existencia misma. Solo un elemento altera el monótono discurrir de los acontecimientos, extraños sucesos que crispan la convivencia y la paz social porque ponen en riesgo el medio de vida de sus habitantes: la inundación provocada por la rotura intencionada de un dique anega parte del pueblo mientras los vecinos asisten a una romería; una serie de incendios asola algunos establos, graneros y campos, siempre de noche, las horas en que más desprevenidos están los lugareños; alguien vierte veneno en los abrevaderos del ganado… Como resultado de estos hechos, la convivencia en el pueblo se ve afectada, empiezan a circular los rumores, las maledicencias y las sospechas, y los dardos de los habitantes del lugar se dirigen paulatinamente hacia Manou (Ettore Manni) y su hijo, temporeros italianos que se instalan en el pueblo de vez en cuando para trabajar en la limpieza de los bosques. En paralelo, la profesora, que se ha ganado el aprecio del pueblo, siempre tratada con consideración, respeto e incluso admiración, se muestra amable y benevolente, aunque también recta y severa, con todos sus alumnos excepto con Bruno (Keith Skinner), el hijo de Manou, al que no deja de reconvenir y hasta humillar en público en cuanto tiene ocasión. Lo que no impide que en el ánimo de la profesora crezca una pasión desaforada por su padre viudo, un hombre fornido, acostumbrado a los trabajos físicos, todo un modelo de virilidad, de sexualidad en bruto.

Basada en una historia de Jean Genet adaptada por Marguerite Duras, su planteamiento inicial, su forma y su estructura no andan muy lejos de lo que cuarenta años más tarde, aunque añadiendo otro sentido último, filmaría Michael Haneke en La cinta blanca (Das weisse Band, 2009). El inglés Tony Richardson, en su aventura francesa, expone la historia de manera desordenada pero con un extraordinario sentido unitario que permite colocar en su sitio cada pieza del argumento con un significado adicional del que habría quedado privado en una narración lineal y literal. Dos episodios condicionan el punto de vista total de la película: el primero, que el público sabe desde el principio a quién corresponde la autoría real de los sabotajes que trastocan la vida de la comunidad, de manera que la evolución del pensamiento colectivo y los diálogos y las actitudes de ciertos personajes cobran una relevancia mayor y más determinante; el segundo, que, después de asistir durante buena parte del metraje a episodios que plasman la antipatía profunda que la profesora siente por Bruno, el prisma cambia al tener noticia de que fue ella, tras un encuentro casual, la que incitó al joven a acudir a la escuela a pesar de tratarse de una presencia esporádica, breve, temporal. Estos elementos, por separado pero indudablemente unidos, se suman a otro elemento capital, la paranoia colectiva de los vecinos y las acciones que ponen en marcha para descubrir, capturar y castigar al culpable de los desmanes que vienen sufriendo. Este sentido de la justicia popular se vuelca instintivamente en los extranjeros, en particular en el italiano tan deseado por las mujeres del pueblo que, resentidas por no verse elegidas, lo señalan como máximo sospechoso, y por los hombres, que lo envidian y lo temen al mismo tiempo, mientras miran de reojo a sus esposas e hijas. La elección de un chivo expiatorio se hace extensiva a su compañía, Bruno y Antonio (Umberto Orsini), que se ven acosados y encerrados por la policía. Continuar leyendo «Dama de dos caras: Mademoiselle (Tony Richardson, 1966)»

Mis escenas favoritas: Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959)

Fragmento de esta maravilla de François Truffaut, su debut en el largometraje en 1959. Toda una declaración de amor al cine inevitablemente compartida, y correspondida, por quienes se asoman a esta deliciosa película.

 

Música para una banda sonora vital: Alabama Monroe (Felix Van Groeningen, 2012)

Toda una gratísima sorpresa esta película belga de 2012, difícil de catalogar (melodrama romántico, drama musical, romance dramático…), que cuenta el enamoramiento súbito entre una tatuadora y el banjo de una banda de música western, y el nacimiento, enfermedad y muerte de su pequeña de seis años.

La originalidad de la cinta radica en su manera de combinar relato y música, amor, drama y humor, y, especialmente, en un hábil guion que descompone narrativamente la historia sin dificultar su seguimiento ni perder un ápice de toda su plenitud emotiva. Una película dura, durísima, que trata de manera distinta y novedosa una historia hasta cierto punto convencional, y en la que la música ejerce de catalizador de una amplísima variable de emociones, todas vividas y mostradas con profunda intensidad.

Diálogos de celuloide – Ida (Pawel Pawlikowski, 2013)

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WANDA: Así que eres una monja judía.
ANNA: ¿Quién?
W: Eres judía. ¿Nunca te lo dijeron? Tu verdadero nombre es Ida Lebenstein. Eres hija de Haim Lebenstein y Rózy Herc. Naciste en Piaski, cerca de Lomza. ¿Tienes que llevar todo el tiempo este tocado? Eres pelirroja, ¿verdad?
A: (asiente con la cabeza) ¿Tenía un hermano?
W: No, eras  hija única.
A: Iré a Piaski mañana. Quiero visitar sus tumbas.
W: No tienen tumbas. Ni ellos ni ningún otro judío. Nadie sabe dónde están sus cuerpos. Tal vez estén en el bosque, o en el lago. Preguntaré en los alrededores. ¿Qué pasa si vas allí y descubres que no hay Dios? Dios está en todas partes, ya sé.

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W: ¿Tienes pensamientos pecaminosos a veces?
A: Sí.
W: ¿Sobre amor carnal?
A: No.
W: Qué pena. Deberías probar. ¿Qué clase de sacrificio serían si no esos votos que vas a tomar?

Ida. Pawel Pawlikowski (2013).

El pasado siempre vuelve: Maccheroni (Ettore Scola, 1985)

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Un chiste fácil: estos Macarrones (como se llamó en España, aunque también, según el cartel o la edición en DVD, aparece denominada como Macarroni o Macaroni) tienen mucho tomate. Una salsa algo tópica, manida, recurrente, que funciona y se ve con agrado gracias a los protagonistas, nada menos que Jack Lemmon y Marcello Mastroianni, y al escenario escogido, la ciudad de Nápoles. El atractivo de los intérpretes y los encantos de las localizaciones sirven así para dejar en segundo plano los lugares comunes de un argumento que combina la nostálgica recuperación de un dulce pasado ya olvidado, cuya sensación de pérdida ha permanecido agazapada desde entonces en el ánimo del protagonista y que renace con fuerza pese a su resistencia inicial cuando regresa al lugar donde todo ocurrió, y el descubrimiento por parte de un adinerado y ocupado ejecutivo de dónde reside la autenticidad de la vida, por supuesto muy lejos de los despachos, rascacielos y ambientes del dinero y los negocios que ha de frecuentar por su trabajo. De todo ello, obviamente, se deduce la conclusión esperada: el personaje recapacita, entiende dónde empezó a torcerse su camino, se da cuenta de cuándo dejó de saber disfrutar de la vida y empezó a vivir para trabajar en lugar de trabajar para vivir, y hace el oportuno propósito de enmienda para que tal cosa no vuelva a suceder.

Maccheroni, dirigida por Ettore Scola en 1985, descansa así fundamentalmente en su dupla protagonista. Jack Lemmon es Robert Traven, ejecutivo de una importante compañía aeronáutica norteamericana que visita Nápoles en viaje de negocios. Su apretada agenda, el ajustado programa de viaje y sus abundantes compromisos profesionales le impiden dedicarse a otra cosa que no sean sus encuentros y reuniones con sus socios italianos, mientras que no se quita de la cabeza su situación en América, los movimientos empresariales en la matriz de la compañía y, sobre todo, su desencantada vida familiar. Tal vez por eso reacciona tan mal a la presencia de Antonio (Marcello Mastroianni), un hombre al que no reconoce pero que fue muy importante durante su primer paso por la ciudad en 1945, durante la Segunda Guerra Mundial. Y más importante que Antonio fue su hermana, con la que Robert mantuvo una relación mientras las tropas norteamericanas anduvieron por el sur de Italia.

Scola maneja el argumento con un tono agridulce en esa continua combinación de la nostalgia del encorsetado Traven por su vida perdida con el desenfado y la espontaneidad de Antonio, un hombre que ha mantenido viva la llama del amor en su hermana escribiendo cartas ficticias, remitidas supuestamente por Robert desde los rincones más variopintos del planeta, repletas de las anécdotas más disparatadas en las que invariablemente destaca su carácter heroico, desinteresado, prácticamente sobrehumano. Continuar leyendo «El pasado siempre vuelve: Maccheroni (Ettore Scola, 1985)»

Diálogos de celuloide – Pierrot el loco (Pierrot le fou, Jean-Luc Godard, 1965)

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FERDINAND (PIERROT): ¿Qué es el cine?

SAMUEL FULLER: La película es como un campo de batalla… Amor… Odio… Acción… Violencia… Muerte… En una palabra… Emoción.

Pierrot le fou. Jean-Luc Godard (1965).

POR MUCHOS AÑOS MÁS DE EMOCIONES

 ¡¡¡FELIZ AÑO NUEVO!!!

Frankensteins

Los desastres de la guerra: Los girasoles (I girasoli, Vittorio De Sica, 1970)

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Esta es de las películas cuyo visionado deja tocado, una fórmula narrativa absolutamente efectiva desde lo emocional que obliga a pasar por alto las pequeñeces técnicas e interpretativas más discutibles, que atrapa, arrastra, conmueve y te suelta en un estado de desequilibrio anímico difícilmente subsanable, que propicia la reflexión, con argumentos no solo racionales, sobre cómo los grandes conflictos (reales o ficticios, léase aquí nacionalismos de cualquier signo) alteran, siempre para mal, las vidas cotidianas de la gente corriente. Vittorio De Sica, antaño genio del neorrealismo italiano, reconvertido más tarde en director de comedias alimenticias, no pocas veces ridículas, indignas, ofrece un buen exponente de lo que puede llegar a significar la forma en el cine, de cómo una determinada estructura narrativa puede edificar una historia que contada de manera lineal podría seguramente hacer aguas.

Los girasoles (I girasoli, 1970), convenientemente despiezada, fragmentada, deconstruida (como diría algún cocinero, o lo que sea, de moda: uno se niega a reconocer a alguien como cocinero hasta que le vea hacer unas lentejas, una paella o una tortilla de patatas normal y corriente), cuenta distintas fases de la relación sentimental de Giovanna (Sophia Loren) y Antonio (Marcello Mastroianni), que se extiende desde los primeros tiempos de la intervención italiana en la Segunda Guerra Mundial, hasta finales de los años sesenta. Con maestría, De Sica, con guion de Giorgi Mdivani, Tonino Guerra y el genial Cesare Zavattini, construye un relato a saltos que nos lleva del primer encuentro amoroso de la pareja, entre unas barcas en una playa idílica, hasta el doloroso peregrinaje de Giovanna por oficinas y registros militares en busca de noticias sobre el paradero de Antonio, desaparecido en el duro invierno del frente ruso. A medida que el inicio y el aparente final de su matrimonio, a cada cual más repentino, se va entrelazando en la narración, se van cubriendo los huecos que permiten aventurar un desenlace al enigma que representa el destino de Antonio: reclutado a la fuerza para formar parte de las tropas italianas de apoyo al Afrika Korps de Rommel en Libia, conoce a Giovanna unos días antes de incorporarse a filas. Dándole vueltas a la cabeza para escurrir el bulto (en una línea muy italiana, muy mediterránea de hecho), encuentran una forma adecuada y oportuna de, al menos, retrasar lo inevitable: si se casan, el permiso por matrimonio evitará de momento la entrada en combate. De modo que en la relación de Giovanna antes es el sexo, luego el matrimonio y, por último, el amor. Sobrevenido para ambos después de la boda (y de la noche de bodas: divertidísima secuencia la de la gigantesca tortilla de decenas de huevos, remedio familiar de Antonio para recuperarse de las resacas), los diversos medios que emplean para disfrutar de su amor sin que la guerra se interponga en su camino resultan fallidos, especialmente los intentos de Antonio por fingirse demente, así que el remedio termina siendo peor que la enfermedad: el ejército italiano lo destina a Rusia, y no a Libia, y allí, en el crudo invierno, Antonio desaparece junto a miles, decenas de miles de camaradas, tragado por el hielo, la nieve y el olvido. Aunque Giovanna, que no cree en su muerte hasta poder contemplar el cadáver, se empeña una y otra vez en averiguar qué ha sido de él, pregunta en las oficinas, habla con veteranos, aguarda a los trenes que retornan cargados de tropas derrotadas, sigue los historiales de los prisioneros retenidos por los rusos y, finalmente, viaja a la Unión Soviética para visitar los lugares que Antonio frecuentó, a recorrer los cementerios militares italianos en busca de su sepultura (impresionantes imágenes de interminables llanuras sembradas de cruces), hasta toparse con un desenlace sentido, deseado, y al tiempo esperado, inesperado y desesperado. Continuar leyendo «Los desastres de la guerra: Los girasoles (I girasoli, Vittorio De Sica, 1970)»

Fabulando: Las cuatro verdades (Alessandro Blasetti, Hervé Bromberger, René Clair y Luis G. Berlanga, 1962)

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Dentro de la moda de las películas de episodios que proliferó en las cinematografías europeas, tanto dentro de los límites nacionales como en la modalidad de coproducción, desde los últimos 50 a los primeros 70, el punto de unión de Las cuatro verdades (1962) consiste en la traslación a época contemporánea y a personajes de carne y hueso de cuatro historietas del célebre fabulista francés Jean de La Fontaine (1621-1695). Las películas colectivas, en general, parten de la dificultad que supone el mantenimiento de una uniformidad visual, narrativa e interpretativa a lo largo de sus distintos compartimentos y, como resultado, en el conjunto final, sin que se resienta la unidad, la estética o la coherencia del acabado. En ocasiones se busca exactamente lo opuesto, hacer patentes todas esas diferencias de tonos y formas como idea global. En cualquier caso, esta fórmula suele producir películas llenas de altibajos, con variables focos de interés , saltos de ritmo y de intensidad, que hacen que pocas o ninguna de ellas haya logrado como unidad, más allá del éxito y reconocimiento de fragmentos concretos, el reconocimiento de su tiempo y de la posteridad. Esta película no es una excepción, a pesar de la impresionante nómina de directores, guionistas e intérpretes que pueblan los 109 minutos de metraje que suman las cuatro fábulas presentadas:

1. El cuervo y el zorro. La famosa historia del vanidoso cuervo que sujeta en el pico un suculento queso y que, abrumado por las falsas adulaciones del astuto zorro, ríe y lo deja caer para que este se haga con él y se dé un banquete a su costa, es convertida por René Clair en el relato de un fiscal sustituto de una pequeña ciudad francesa de provincias (Michel Serrault, cuyo personaje se llama Corbeau, es decir, ‘cuervo’ en francés) que acaba de mudarse desde París junto a su joven, moderna y apetitosa esposa (Anna Karina), a la que todos los solteros y buena parte de los casados del lugar desean. Uno de ellos, un mecánico llamado Renard (es decir, ‘zorro’ en francés, intepretado por Jean Poiret), intenta encontrar la manera de acercarse a la mujer para seducirla, ya que Corbeau, celoso patológico (y, en este caso, con razón) controla cada uno de sus pasos, horarios y compañías. La solución: atacar el objetivo mediante una maniobra envolvente, con disimulo, discreción y marchando en la dirección opuesta, esto es, frecuentando a Corbeau (incluso en la propia sala de tribunal) y cantando diariamente sus alabanzas hasta ser aceptado en el reducido círculo de sus amistades, en su casa y en sus rutinas diarias junto a la mujer. Clair maneja el episodio con su contrastada habilidad para la comedia y su ágil y ligero manejo de situaciones complejas (muy divertido el alegato del fiscal en el tribunal, con Renard como acusado), en este caso un triángulo clásico que descansa en los dos catetos (especialmente Corbeau), mientras que la hipotenusa, Colombe, queda algo más desdibujada, es un mero pretexto narrativo, el queso de la fábula, el premio del estratega adulador. La variante más importante es que ese ‘queso’ cuenta con voluntad propia, desprecia al esposo y busca desesperadamente una salida que lo aleje de él, es decir, está predispuesta a echarse en manos del ‘zorro’. Con todo, la narración es presentada de un modo que hoy resulta un tanto ingenuo y plano, teniendo en cuenta su fácil previsibilidad por parte del público. Lo mejor, la verborrea de Serrault, su personalidad excéntrica oculta bajo la seriedad de su negra túnica oficial, de su aire de cuervo profesional. Continuar leyendo «Fabulando: Las cuatro verdades (Alessandro Blasetti, Hervé Bromberger, René Clair y Luis G. Berlanga, 1962)»