«¿Qué intenciones tengo? Nada de particular. Hago las cosas a mi manera, como acostumbro. En otras palabras: ruedo como me sale, espontáneamente. Pero eso es una cuestión de método… si quiere que le diga algo con más fundamento no sabría que decirle, la verdad. Tengo que pensarlo un poco.
Me gustaría mucho, eso sí, que la gente me juzgara en función de las películas que he hecho después de la guerra, aunque tal vez no sea del todo honesto al decir eso.
Sea como fuere, lo más importante, lo primero que pienso cada vez que ruedo una película, es que con ella quiero reflexionar a fondo sobre algo y recuperar la humanidad que la gente tiene por naturaleza. Es verdad que, después de la guerra, las costumbres e incluso el modo de sentir de ese periodo llamado après-guerre [tras la Primera Guerra Mundial] ya no serán como antes, pero a mí me gustaría ver cómo se puede expresar en una película, de la mejor manera posible, lo que sucede en el fondo de una sociedad. Tal vez suene abstracto si digo que lo que quiero plasmar es la humanidad, ese calor humano que me conmueve… Siempre lo he tenido en la cabeza, y eso es lo que me gustaría conseguir.
La flor de loto en medio del barro. Ese barro es una realidad, y la flor de loto, naturalmente, lo es también. El barro es sucio y la flor de loto es bellísima. Pero la flor tiene sus raíces en el barro… Creo que en un caso como este hay una manera de realzar la flor retratando solo sus raíces y el barro en el que se hunden. Pero también se puede hacer lo contrario, y retratar solo la flor sugiriendo la existencia del barro y las raíces.
Las costumbres de la posguerra son realmente sucias: prevalecen por todas partes el caos y la degradación. Yo las detesto, pero la realidad es eso. En el mundo hay personas que viven con limpieza, de manera sobria y bella, y la realidad también es eso. Es preciso considerar los dos aspectos juntos: si no, uno no puede decir que sea autor de nada. Como he explicado poco antes con la metáfora del barro y el loto, hay dos formas posibles de retratar la realidad.
En este último caso, sin embargo, si trato de transmitir la esfera de los buenos sentimientos, enseguida me dicen que soy demasiado nostálgico o lírico. El clima de la posguerra, ¿no nos impulsa, precisamente, a tener una única visión de las cosas? No creo que ahí esté toda la verdad. Mis películas, como Primavera tardía (Banshun, 1949) o Una gallina en el viento (Kaze no naka no mendori, 1948) y antes aún Memorias de un inquilino (Historia de un vecindario) (Nagaya shinshiroku, 1947) se basan justamente en esta idea.
El guion no funciona, la cámara cinematográfica está destrozada… ¿cómo puede uno expresar la riqueza de los matices en estas condiciones deplorables?… Por esta razón hay que prestar atención a todos y cada uno de los fotogramas. Quizá de ahí me venga esa fama de perfeccionista que me han atribuido…».
(Yasujiro Ozu. La poética de lo cotidiano (traducción Amelia Pérez de Villar). Gallo Nero, Madrid, 2017)
En el Japón medieval, distintas facciones feudales luchan y se traicionan, en defensa del emperador o contra él, en un conflicto del que se expone lo justo y a cuyas coordenadas temporales y contexto político apenas se dedica tiempo o explicación. Mientras tanto, en un desolado paraje agreste y salvaje en el que la maleza y la vegetación conforman un laberíntico y desconcertante mar vegetal repleto de trampas, escondrijos, recovecos y misterios, la madre (Nobuko Otowa) y la esposa (Jitsuko Yoshimura) de un guerrero que ha partido al frente comparten cabaña y aguardan su regreso. Para mantenerse hasta entonces en un entorno tan pobre en recursos y tan castigado por las calamidades de la guerra, sobreviven atrayendo y engañando a los soldados perdidos, heridos o desorientados tras las batallas, y aprovechándose de ellos, asesinándolos y arrebatándoles todo lo que poseen para luego comerciar con sus pertenencias, cambiándolas por arroz y otros alimentos y bienes. La llegada de un antiguo vecino y compañero de armas del guerrero ausente (Kei Satô) desequilibra la entente que mantienen suegra y nuera, se introduce como elemento desestabilizador que altera su pequeño, estable y terrible universo provisional de espera y sangre. En primer lugar, por su actitud desafiante, desenvuelta y abusiva, a través de la que no busca otra cosa que la satisfacción de su propio interés. En segundo término, por las ambigüedades y vaguedades que contiene la narración que hace del destino de su amigo en la guerra: ¿sigue combatiendo? ¿Ha muerto realmente? ¿Cómo, cuándo, dónde y a manos de quién murió? ¿Es inocente su relato? ¿Lo es él? Por último, porque su aparición destapa otra necesidad que, sin hombres a mano, se mantenía latente, dormida: el renacimiento y la satisfacción del deseo sexual hasta ahora a duras penas silenciado. Y es que el primer objetivo y más evidente del recién llegado, una vez calmada la sed y el hambre, es encamarse con la mujer de su (supuesto) amigo ausente, además de incorporarse a la empresa que ella ha iniciado junto a su suegra para procurarse la subsistencia. Objetivos cuyas prioridades se confunden: no se dilucida muy bien cuál es la vía para el otro, o si más bien se trata de una única aspiración.
Es en este punto cuando empieza otra película. Kaneto Shindô trenza indisolublemente fondo y forma para construir progresivamente una escalofriante atmósfera de pesadilla que va de menos a más, de lo anecdótico, casi costumbrista, en un marco de una guerra que obliga a seres antes apocados y pacíficos a zambullirse en la crueldad, a embrutecerse hasta el extremo de asesinar a seres indefensos, y que desemboca en el reinado del horror puro con tintes espectrales, diabólicos, de un mundo de oscuridad, fantasmas, demonios y maldiciones de ultratumba. En esa transformación paulatina de la realidad circundante el papel principal lo desempeña la propia naturaleza, organismo vivo, con su propio ritmo y respiración (los juncos y los cañaverales mecidos el viento, cuyo incremento marca igualmente ese renacer de los físico, de lo sexual, entre el hombre y las dos mujeres…), que ejerce de espejo sobre el que se proyectan las derivas morales, las debilidades y los deseos de los personajes. Las grandes extensiones de maleza que funcionan como confuso marasmo de rutas escondidas y peligros letales (en forma de profunda sima abierta en la tierra escondida o camuflada entre los matojos, trampa mortal y depósito de restos humanos que tiene especial protagonismo en el devenir del drama y, sobre todo, en cuanto a su desenlace) pero por las que los personajes deambulan a plena luz del día van cediendo protagonismo a las sombras de la noche, a las tormentas, los truenos, los rayos y los relámpagos, y a toda la sombría carga de imaginación y de temores que arrastra un campo en el que se cree que las almas de las víctimas vagan por doquier, en particular la de un guerrero enmascarado, el último que paga el peaje de transitar inopinadamente por el lugar, diabólico rostro de rasgos grotescos (al que alude la palabra japonesa del título) que en forma de fantasma sirve en principio para mitigar una amenaza, imponer el terror y despejar un riesgo, pero que luego, como si tomara vida propia, se convierte en un monstruo devorador.
Así, la claridad del día es desplazada por la oscuridad de la noche, y el tiempo soleado y apacible, que incluso permite ir a bañarse a un río cercano, se convierte en un paisaje gótico nocturno, punteado por la sobrecogedora música de Hikaru Hayashi, en que cada ruido y cada sombra esconden un deseo pero también un miedo, un temblor, una pesadilla. Shindô logra saturar la pantalla de belleza a partir de este enrarecido clima de terror, sombrío, decadente y claustrofóbico, de tonos fríos y monocromos, extrañamente cautivador y sugerente, también dotado de un erotismo cada vez más patente, ingrediente soterrado que va cobrando cada vez más relevancia hasta que los cuerpos semidesnudos y sudorosos se muestran en paralelo a ese terror creciente que termina por dominar el relato, y cuya manifestación formal más llamativa son esas enloquecidas tomas horizontales, tan impactantes visualmente, de siluetas iluminadas que corren de noche entre los árboles, el blanco espectral en contraste con la fronda oscura. El deseo febril, incontenible, rayano en locura desatada, y su frustración (la madre que no acepta someterse a los apetitos del comerciante; el hombre que rechaza a la madre por su edad al tener a mano a una joven apetitosa y complaciente) como fuerza motriz que condiciona la supervivencia para una alegoría inquietante, terroríficamente bella, de una plástica impecable que conecta los sentimientos más primarios del ser humano, sus pasiones y pulsiones más íntimas y apremiantes, con sus temores más atávicos. Luz y oscuridad, amor y muerte, caras de una misma moneda que, cuando se lanza al aire, siempre cae de cruz. En última instancia, el hoyo infinito al que el demonio que todo ser humano lleva dentro amenaza con arrojarle y que siempre obtiene la victoria en cualquier guerra.
«Es fastidioso explicarlo todo. Por tanto, intento economizar el diálogo. Para empezar, imagino mi película como una película muda. Siempre he intentado volver a los orígenes del cine mudo. Es por esto que continúo estudiando sus películas. Cuando trabajo me pregunto cómo haría si la película fuera muda, qué tipo de expresión es necesaria. Después intento reducir el diálogo al mínimo».
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«Los directores de cine, o mejor dicho, las personas que crean cosas, son muy codiciosos y nunca pueden estar del todo satisfechos. Es por eso que se puede seguir trabajando. He sido capaz de trabajar durante tanto tiempo porque creo que, la próxima vez, voy a hacer algo bueno».
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«Considero el cine como una concentración de artes. El cine es un trabajo complejo que reúne elementos de la pintura y la literatura… Uno no puede hablar de cine sin hablar de literatura, de teatro, de pintura y de música… Muchas artes se convierten en una sola. Pese a todo, una película es una película».
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«En todas mis películas los héroes tienen cada uno sus propias motivaciones y la capacidad para alcanzar sus objetivos. Para mí, el héroe es aquel que es sincero… Que llega a alcanzar sus fines con sus medios, incluso si estos son modestos. Esto es lo esencial. Para mí, eso es un héroe».
Impresionante partitura la de Masaru Sato (o Satô Masaru, como se transcribiría correctamente su nombre al castellano), en la que destaca su tema de apertura, para esta obra mayor del gran Akira Kurosawa, protagonizada por el no menos grande Toshirô Mifune. Una composición que, como el cine del maestro nipón, emplea elementos autóctonos de la música japonesa al tiempo que posee un inconfundible aire épico que conecta con el gusto y la mentalidad occidental y con los ritmos de su época.
Tema de Tôru Takemitsu para esta monumental obra de Akira Kurosawa coproducida por Serge Silberman, productor de, entre otros, la última etapa de Luis Buñuel en Francia. Ran fusiona en su argumento la leyenda nipona de las tres flechas con El rey Lear de William Shakespeare.
Los ojos y las sonrisas de Setsuko Hara iluminan la pantalla como ningún otro rostro lo ha hecho nunca en el cine. Sus lágrimas, su gesto de amargura y contrariedad, atenazan el corazón. Primavera tardía (Banshun, 1949) es otra obra maestra de Yasujiro Ozu sobre el sentido de la vida, o sobre su falta de sentido. Una historia que capta, a través de un sabio empleo del lenguaje visual tan engañosamente sencillo como profundamente hermoso, la alegría de estar vivo y la tristeza de la pérdida en un fluir, semejante al de la naturaleza o al de las leyes de la física, ante el que no caben oposiciones ni renuncias, solo serena aceptación en armonía con lo que dicta su devenir cíclico.
Hara es Noriko Somiya, la joven hija del viudo profesor Shukichi Somiya (Chisû Ryû), con el que convive en el hogar. Su vida sencilla transcurre entre la casa, los paseos en bicicleta hasta la playa, y esporádicas visitas a Tokio, de compras, a ver exposiciones o, de vez en cuando, también al hospital, donde controlan que una antigua enfermedad de la que ya se encuentra recuperada no reaparezca. Su plácida vida familiar se ve completada con las visitas de Hattori (Jun Usami), otro profesor, discípulo de Somiya, que estudia junto a él, y con algunas amigas de Noriko, de la época de los estudios, con las que charla tranquilamente de los noviazgos, bodas, hijos, nuevos trabajos, etc., de las antiguas compañeras de promoción. Las cosas que hacen sus amigas, no obstante, no entran en sus planes, porque es feliz viviendo con su padre, cuidando de él. Sin embargo, cuando una tía llega de visita y señala la conveniencia de que Noriko vaya pensando en casarse, el profesor Somiya comprende que los días de vida tranquila junto a su hija han terminado, y empieza a pensar en posibles candidatos, por ejemplo el tan próximo Hattori. Noriko, por el contrario, no tiene ninguna intención de casarse, de perder lo que para ella es una vida placentera y tranquila, a pesar de que el tiempo, las obligaciones sociales, la lógica de la vida, la obligan a que empiece a dar pasos para separarse de su padre.
La película es de una sencillez demoledora, que despliega un poder de sugerencia tan envolvente como seductor. Plantea el drama de la pérdida, de la renuncia, con una naturalidad y una belleza desarmantes, conmovedoras. El trabajo de cámara de Ozu, siempre sobresaliente, con sus mágicos encuadres efectuados con la cámara a ras de suelo, tan solo elevada en momentos particularmente decisivos para la narración, y el plano dividido en cuadrados y rectángulos perfectos, proporcionados, simétricos, solo rotos por la presencia de una curva, por la incidencia de una fuente de luz, por el movimiento curvo o diagonal de un actor, atrapa con su capacidad para rozar delicadamente el rostro de los actores, para representar algo tan intangible como el amor familiar y el afecto sincero de manera que casi se puede sentir, palpar, acariciar. En ese sentido, Ozu establece una sutil diferencia con respecto a la tía entrometida, apenas perceptibles variaciones en la luz, en el encuadre del personaje, que hacen que el espectador la perciba de inmediato de manera distinta, con un toque de extrañeza, de temperamento ajeno a la personalidad y a los deseos de los personajes principales, como de cuña introducida a la fuerza para agrietar su felicidad del momento. Una vez sembrada la semilla de la discordia, y aunque padre e hija desearían permanecer por siempre en la situación en la que son felices, la rueda empieza a girar, y tanto la tía como el pretendiente alternativo que ofrece, como las amigas de Noriko, la arrastran a dar el paso que rechaza. Su padre, triste pero comprensivo con la situación, la anima por sus propios medios, manifestándole la decisión de volver a casarse en cuanto pueda, lo mismo que ha hecho un colega suyo de profesión. Así la empuja a aquello que le conviene a ella y a lo que obliga la sociedad, pero que ninguno de los dos desea de verdad. Continuar leyendo «Nuestras vidas son los ríos…: Primavera tardía (Banshun, Yasujiro Ozu, 1949)»→
El más grande cineasta japonés (con permiso de Ozu y Mizoguchi, maestros de lo pequeño pero igual de grandes), cuya influencia se palpa en el cine de Scorsese, Coppola, Lucas, Spielberg, Tarantino o Kitano, entre muchos otros.
La verdad es que, a pesar de lo anunciado, no hemos tardado mucho tiempo en encontrar otra obra digna de engrosar la galería del horror que atesora esta escalera y que hace las delicias de niños y grandes. En esta ocasión, se trata de Latitud cero (Ido zero daisakuse, 1969), cagarro fílmico producido por los «prestigiosos» estudios Toho con colaboración norteamericana, y que viene a sumarse a la copiosa trayectoria cinematográfica de Ishirô Honda, plagada de monstruos de esponja y felpa, Godzillas de cartón piedra, luchas de simios gigantes y demás cine fantástico con criaturas más o menos recreadas de forma vergonzosa, que amenazan a la humanidad. Tal es el desastre de las películas de Honda que, a su lado, incluso cosas como Humor Amarillo rozan la sofisticación y la altura intelectual.
Aquí la cosa empieza en plan Julio Verne para terminar en puro delirio que mezcla el tebeo de ciencia ficción con las marionetas a lo Barrio Sésamo: unas erupciones volcánicas subacuáticas en un perdido enclave del Pacífico malogran una misión científica de forma que los tres tripulantes del vehículo submarino, el científico japonés Ken Tashiro (Akira Takarada), el francés Jules Masson (Masumi Okada; sí, un japonés interpretando a un francés…), y un periodista americano, Perry Lawton (Richard Jaeckel), tienen que ser rescatados por un increíble sumergible atómico, enorme (no hace falta instrumental para detectarlo; basta con buscar un bulto enorme bajo el agua), vertiginosamente rápido, comandado por un extraño personaje, Craig McKenzie (Joseph Cotten), una especie de Nemo posmoderno. El tipo en cuestión se lleva a los tres científicos a un mundo ideal que han creado bajo el agua pero dentro de una burbuja de aire que permite recrear un espacio puramente terrestre, con edificios futuristas, flores silvestres, llanuras de césped, lagos cristalinos y amplias explanadas y espaciosas avenidas asfaltadas, puro cartón y papel pintado que canta a mil kilómetros, pero…. Todo muy de ciencia ficción excepto la ambulancia, típico vehículo japonés de los sesenta, que recoge a los heridos que precisan atención médica.
El caso es que McKenzie ha reunido allí a una gran cantidad de científicos y pensadores, dados por desaparecidos en la superficie, que andan ideando nuevos inventos que aseguren el progreso y el bienestar de la humanidad. Su antagonista, el malo maloso, no es otro que el Doctor Malic (César Romero, tan pizpireto y ridículo como siempre), acompañado de su fiel Lucretia (Patricia Medina), pareja de abuelos que parecen sacados de Benidorm, que atosiga y combate a McKenzie allí donde va, en todo lo que se propone por el bien de sus semejantes «terrestres». Como no puede ser de otra forma, la cinta deambula en sus inicios por la perplejidad de los rescatados ante el descubrimiento de nuevas tecnologías y mejores formas de vivir, por un mundo en paz y armonía propio de Bob Esponja, para después centrarse en el enfrentamiento de McKenzie y Malic cuando éste secuestra a un científico y a su hija, ambos de viaje hacia el paraíso burbujeante del primero. Esto lleva a un combate final en el que Cotten y los suyos, ataviados como chicas-burbuja de navideño anuncio de bebida espumosa, asaltan la guarida de Malic, el cual se defiende con ayuda de sus «criaturas»: unos abominables hombres-murciélago que parecen hechos con un mocho y una mopa, y un león alado que presenta el aspecto de unas zapatillas de estar por casa inundadas de borretas de las que se acumulan bajo la cama. Los «exteriores» donde tienen lugar los combates (las chicas-burbuja disparan con sus guantes, por supuesto, apuntando con los dedos…) no son mucho mejores: rocas de plástico, bochornosas reproducciones a escala y chirriantes efectos de sonido que convierten a Luis Cobos en una delicia para los oídos. Por supuesto, los buenos ganan, los malos pierden, y cuando el periodista regresa al mundo real y es rescatado por la marina, asistimos a un desenlace propio del sobrino tonto de Mark Twain. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Latitud cero (Ido zero daisakusen, Ishirô Honda, 1969)»→
Dentro del género bélico, que no es especial santo de nuestra devoción a excepción del puñado de clásicos que van más allá de la propaganda política e ideológica y de las apologías de muerte y destrucción, La batalla del Mar del Japón, dirigida por Seiji Maruyama en 1969, constituye una rareza digna de ser vista, al menos por su carácter extraordinario y por su curioso estilo entre cine historicista, drama de espionaje, hagiografía militar y unas secuencias de acción más próximas a Godzilla de lo que hubieran deseado sus promotores. Asimismo, resulta interesante, en un género copado prácticamente por la Segunda Guerra Mundial y la guerra de Vietnam, el objeto de su aproximación, la guerra ruso-japonesa de 1904-1905, un conflicto decisivo para el devenir internacional del siglo XX cuyas consecuencias, en una doble vertiente, facilitaron por un lado la crisis integral del régimen zarista en Rusia y el advenimiento de la revolución comunista, así como la escalada militarista del país asiático hasta su colapso tras Hiroshima y Nagasaki en 1945. Con el fenómeno del imperialismo y el colonialismo de la segunda mitad del siglo XIX con Europa lanzada a la conquista del mundo, Rusia, tras alcanzar el Pacífico, pretendió extender su área de influencia hasta Corea y la costa de China, produciéndose un choque con las renovadas ansias imperiales japonesas, que tras varios siglos de aislamiento interior y guerras civiles, volvían a la carrera conquistadora con un ejército modernizado al estilo de cualquier potencia europea apenas cincuenta años después de que el Comodoro estadounidense Matthew Perry forzara los puertos japoneses y obligara al país, por entonces todavía enclaustrado en la era feudal de los shogunes y samurais y viviendo prácticamente en una economía de subsistencia, a abrirse al exterior.
Cinco décadas después, Japón se convirtió en el primer país asiático en derrotar militarmente a una potencia colonial europea en una guerra abierta. A este conflicto se dedican los 128 minutos de la película, que, lejos de detenerse únicamente en la famosa batalla del Estrecho de Tsushima, engloba el conjunto de la guerra, manipulando de manera un tanto propagandística aquellos episodios que pudieran provocar la vergüenza japonesa (por ejemplo, el ataque a Port Arthur sin declaración de guerra previa, exactamente en la misma línea de lo sucedido con Pearl Harbor en 1941) pero, en general, conservando un respeto y un sentimiento de honorabilidad por el adversario que ya quisieran la gran mayoría de las producciones bélicas o historicistas anglosajonas. La película, por tanto, repasa por capítulos las distintas fases de la guerra, reservando para el clímax final la batalla naval decisiva entre la flota japonesa, que había vencido a la rusa con base en Port Arthur y Vladivostok, y la flota del Báltico, que cruzó medio mundo (incluso parte de ella circunnavegó África ante la negativa de los británicos, aliados de Japón y dominadores de Suez, de permitirles utilizar el Canal), y si por una parte recoge con tratamiento casi divulgativo los distintos aspectos castrenses y bélicos del asunto, la narración de los acontecimientos violentos está salpicada de insertos en los que se explican las maniobras diplomáticas y de inteligencia de los agentes japoneses en Europa por hacerse con los servicios de los espías bolcheviques y de los enemigos del zar que en aquellas fechas ya conspiraban en su exilio suizo, alemán o sueco. Igualmente, la película dedica particular atención, especialmente al final, a glorificar la figura del Almirante Togo, interpretado por el tantas veces protagonista de míticos filmes de Akira Kurosawa, Toshiro Mifune, y lo resalta casi más como caballero y honroso vencedor, que despierta la admiración de los derrotados, que como heroico estratega valedor de una victoria a vida o muerte.