El vicio de la cámara: El aficionado (Amator, Krzysztof Kieślowski, 1979)

 

Cuando se habla de «cine dentro del cine», en general se recurre a citar la misma relación de títulos y nombres como una letanía (Wilder, Minnelli, Fellini, Truffaut, Donen, Tornatore…), olvidando incluir, entre otras muchas películas reseñables, esta joya del cine polaco de los setenta, que captura como pocas la esencia del, tal vez, el mayor y más implacable efecto íntimo que las películas pueden llegar a ocasionar en el ánimo de las personas: la necesidad, la sed, el ansia, la atracción irrefrenable por las imágenes en movimiento, casi una adicción en toda regla que, en los casos más graves, obliga a buscar la manera de provocarlas, construirlas, depurarlas, exhibirlas. El gusanillo del cine, todo su poder de seducción y, al mismo tiempo, en versión doméstica, el reflejo de sus grandezas y sus miserias. El oficio de filmar como un descubrimiento vital, toda una apoteosis de felicidad, pero también una dependencia, una sumisión, un síndrome de abstinencia continuo, constante, que condiciona por completo el devenir diario, para bien y para mal. El tópico de la destrucción como forma de creación, o más bien, la ansiedad por crear un mundo propio como mecanismo de demolición del mundo real, de, en términos de Fernán Gómez, la vida alrededor. En suma, la profesión cinematográfica como regalo envenenado, un pecado que arrastra su penitencia, un sacerdocio durante el que la bendición coincide con la principal tortura que el protagonista se autoinflige: la propia fe irrenunciable en las películas como vehículo de expresión y fórmula para el crecimiento y la realización personal. En paralelo, e indisolublemente, la película muestra las dificultades que el protagonista, Filip Mosz (Jerzy Stuhr), padece progresivamente para alimentar esta hambre de creatividad en un país del bloque soviético de finales de los setenta, cuando toda actividad pública y privada está todavía bajo el control de la dictadura del partido, que nunca tuvo la más mínima intención de ser la del proletariado, y de su censura oficial, en el instante previo a la aparición del sindicato Solidaridad y a los albores del proceso de transformación de una década que llevará al país a la liberación del yugo comunista. La esclavitud del cine atrapada en la esclavitud de un régimen totalitario. Una fábrica de ficciones inmersa en la gran ficción nacional, en la mentira pública de un estado en paulatina pero imparable descomposición.

En ese contexto, Filip, obrero de una fábrica, compra, con gran esfuerzo económico, una cámara de súper 8 con motivo del nacimiento de su primera hija, a fin de dejar futura constancia de los episodios relativos a su infancia y crecimiento. Sin embargo, ya desde sus primeros balbuceos tras la cámara, Filip descubre la inmensa capacidad de embrujo que poseen las imágenes, se le ofrecen como herramienta de exploración y análisis del mundo. Además, en la fábrica trasciende que se encuentra en posesión de una cámara, y sus dirigentes le encargan que realice la filmación oficial del solemne acto de su aniversario. Posteriormente, dada la aceptación de la película, Filip se convierte en responsable de la unidad de filmación de la fábrica, lo que le obliga a hacer películas documentales de publicidad y propaganda sobre sus exitosas actividades, mientras que, a cambio, logra permiso para usar parte del tiempo y del material en sus trabajos particulares. Todo es objeto de su mirada, la fábrica y sus compañeros, pero también la ciudad, los transeúntes, las obras públicas, las relaciones… Un microcosmos que a través del objetivo se ve ligeramente deformado de la visión que habitualmente tenía de él, y que le lleva a percibir de distinta manera los vínculos de poder y de trabajo. No obstante, al mismo tiempo, y como parte del mismo proceso, desatiende lo que tiene más cerca, a su esposa, a su recién nacida hija, las cuitas domésticas, los compromisos particulares, las amistades y los pequeños deberes diarios. La absorción por la actividad cinematográfica conlleva desilusiones, malentendidos, rupturas y resentimientos, y la filmación, que es el bálsamo, la válvula de escape de Filip para sobrellevar su progresivo desencanto, es también el veneno que acentúa los males de su situación. Así, la realidad se ve mediatizada por el cine y, como si este influyera al otro lado de la película proyectada, convierte la vida personal, social y laboral de Filip en medios inestables, irreales, casi pesadillescos.

Los éxitos y reconocimientos que Filip obtiene inicialmente (su primera participación en festivales locales, como es lógico, sesgados y controlados políticamente; la aceptación de sus trabajos documentales en la televisión polaca…) se ven así oscurecidos por el deterioro de su vida personal, el distanciamiento con su mujer, la ausencia de su hija, y el fracaso y abandono de su relación con las amistades más próximas, como la de su amigo y vecino, conductor de un furgón fúnebre, al que ha dejado tirado justo cuando más podía necesitarlo, tras el fallecimiento de su anciana madre. Es en este plano, el vecino, su madre, el furgón funerario, donde se funden metafóricamente ambos aspectos de la trama, el público y el privado, el político-social y el personal, la desgastada dictadura ya en trance de ir ofreciendo sus últimos estertores y el anuncio del futuro personal de Filip si no es capaz de sacudirse la dictadura particular que las imágenes en movimiento ejercen sobre él. Pero no tardará tampoco Filip en sufrir las limitaciones de un régimen en el que la libertad es un eslogan para los mítines. Cuando su creatividad incomoda, cuando surgen los problemas de control y de censura propios de cualquier dictadura, es el momento en que Filip se replantea su dedicación y su deriva, cuando sus imágenes se tiñen de falsedad, de impostura, y cuando añora lo que solía ser su vida fuera de la cámara. La realidad del artificio de la sociedad polaca revelada por la mentira del cine; la realidad de la vida desperdiciada de Filip, a través de la mentira que ha hecho de sí mismo.

El estilo naturalista de Kieślowski confiere total verosimilitud y autenticidad a una película cuyos escenarios discurrem entre el apartamento de la pareja protagonista, un barrio residencial, las dependencias y despachos de la fábrica y, ámbitos que el cineasta conocía muy bien, los pequeños festivales de cine y los platós y salas de reuniones de la televisión polaca. Terrenos conocidos que permiten entender como propias también algunas de las experiencias vividas por Filip, en particular las relacionadas con las limitaciones y las restricciones indicadas desde el poder, y las interesadas influencias de los organismos controladores sobre los temas y las miradas que debían tener las películas, los límites de lo tolerable y lo censurable. En este sentido, la presencia del cineasta Krzysztof Zanussi interpretándose a sí mismo, hablando de su obra, siendo objeto de homenaje, actuando como principal atracción de un festival, subraya este vínculo de la película con la realidad inmediata del director. La película transcurre así en un doble plano que no son sino dos caras del mismo, las recompensas y las servidumbres, las búsquedas y las insatisfacciones, los aplausos y los sinsabores del oficio de peliculero.

Todos pierden: Cenizas y diamantes (Popiól I Diament, Andrzej Wajda, 1958)

Cenizas y diamantes [Popiól I Diament] (1958) - La Segunda Guerra Mundial

Última entrega de la llamada «Trilogía de la guerra» de Andrzej Wajda, abierta con Generación (Pokolenie, 1955) y continuada con Kanal (1957), Cenizas y diamantes se asoma al nuevo abismo que se abre bajo los pies de los polacos tras el final de la Segunda Guerra Mundial. País castigado secularmente por el enorme apetito de territorios de sus poderosos vecinos, la película presenta la enésima encrucijada de amenazas que se ciernen sobre él a través de la historia de Maciek (impresionante Zbigniew Cybulski), joven algo tarambana que milita en las filas de un partido de carácter ultranacionalista en una ciudad de provincias. En un clima social y político caótico y lleno de incertidumbres, la anterior armonía existente durante la guerra entre los distintos sectores ideológicos del país frente el enemigo común nazi está a punto de romperse definitivamente, toda vez que cada facción busca posicionarse de la mejor manera posible en el escenario posterior al conflicto, a modo de trampolín que le permita conquistar el poder y, dado lo extremo de las posturas, imponer un régimen, ya sea comunista, ya pro-occidental, que anule al adversario. Es en esta tesitura de anarquía y extremismos generalizados que el joven Maciek recibe un encargo de sus superiores ultranacionalistas: debe asesinar al más importante dirigente comunista del distrito, que piensa alojarse en un hotel de la ciudad. El entusiasmo dogmático e irracional de Maciek se combina con un perfil soñador, un tanto iluso, del joven, que no conoce otra vida que la de la guerra, acerca de lo que debe significar vivir una vida adulta sin violencia, en un mundo lleno de oportunidades y promesas de comodidad. Este horizonte tan halagüeño, con mucho de autoengaño, viene simbolizado por Krystyna (Ewa Krzyzewska), en la que Maciek encuentra el amor en el lugar y momento más inesperados y, desde luego, inoportunos.

Cenizas y diamantes (también conocido como Popiol que Diament) Zbigniew  Cybulski foto de 1958 (8x10)|Placas y señales| - AliExpress

Al final de los años cincuenta, con el neorrealismo italiano de capa caída o prácticamente desaparecido e inmediatamente antes de la irrupción de la nouvelle vague francesa, la cinematografía polaca gozó de amplia aceptación entre el público que buscaba películas más próximas al concepto de cine como arte, tal vez porque, acorde con la postura ideológica de buena parte de la izquierda occidental, existía todo un ramillete de películas polacas que ofrecían relatos de solidaridad, sacrificio y compromiso que, a pesar de ser en general un tanto ambiguos, mostraban un aspecto del sistema comunista, el «socialismo de rostro humano», muy del agrado de los partidos de izquierda que entonces (incluso ahora) se decían anticapitalistas, de lo cual quedó constancia en el palmarés de un buen número de festivales y certámenes. Escrita por Wajda y Jerzy Andrzejewski, autor de la novela en que se basa, la historia capta de manera muy auténtica ese clima de inestabilidad propio de los albores de la Guerra Fría en la Europa recién «liberada», cuando los distintos grupos que componen el bando vencedor de la guerra frente a los alemanes, una vez resquebrajada su frágil unidad, pugnan por no acabar a su vez vencidos por el adversario político. En un impoluto blanco y negro y utilizando la profundidad de campo en una declarada intención de que los diversos personajes y las posturas políticas que representan aparezcan igual de nítidos a los ojos del espectador a pesar de su posición en el encuadre, el mayor descubrimiento de la cinta lo constituye su protagonista, Zbigniew Cybulski, una especie de rocker o de James Dean tras el Telón de Acero, con los ojos siempre cubiertos tras sus gafas oscuras, aun de noche o en interiores poco iluminados, sus andares desgarbados, su actitud desmañada y su extraño y descompensado atractivo.

La película encuentra en él la lectura que une el periodo que representa con el contexto de su producción y rodaje: la promesa y la decepción, la evocación de un tiempo de oportunidades que en el presente ya se saben truncadas, traicionadas, perdidas. Maciek encarna a una generación de jóvenes vapuleados por la guerra que nada más terminar esta fueron a caer en los brazos de la dictadura comunista. Las ruinas de los edificios por los que transitan Maciek y Krystyna, el Cristo asaeteado y colgado cabeza abajo (la muerte de la religión), la noche inmensamente negra que se cierne abrumadora sobre la ciudad, sobre el país, observada a través de los cristales tintados del muchacho (una noche doble; la real y la de quien no ve los peligros, las amenazas, la oscuridad inminente del futuro que se avecina, tal vez la muerte…), y el falso ceremonial (el banquete en el hotel) que conlleva todo engaño colectivo, impregnan la película de una atmósfera desencantada, de una nostalgia y una melancolía bajo la que permanecen toda la rabia y la violencia contenidas del derrotado por una fuerza ante la que no puede oponerse. De este modo, la generación que luchaba por la superación de las etiquetas políticas excluyentes, de las sociedades cerradas, de los enconados enfrentamientos con sus semejantes y propugnaba la primacía de las cualidades humanas de todos los individuos, se vio aplastada y reducida por la implacable lógica de los bloques políticos y su reparto de áreas de influencia, prisioneros de su propio país después de haberlo sido del yugo nazi durante casi seis años.

Pero quien se convierte en total encarnación de ese clima de insatisfacción y esperanzas derrotadas es Maciek, en particular, su evolución a lo largo de la algo más de hora y media de metraje y, sobre todo, en su final. En cómo pasa de ser el muchacho arrogante y pendenciero del comienzo, incluso con estallidos de ira algo demente, a convertirse, tal vez al haberse dejado arrastrar por la tentación del amor, en una criatura dócil, sensible e indefensa, que se sabe vencida y abocada a rumiar su frustración y su odio en la autodestrucción. Así, la conclusión del filme, esa especie de «danza de la muerte» que emprende Maciek, con la sonrisa congelada mientras camina tocado sin remedio, es, además de uno de los más memorables y poderosos finales de la historia del cine, la triste y amarga puesta en imágenes de la tragedia de todo un país.

Popiół i diament. Część pierwsza 1959-89 | W oczach Zachodu | FINA

La tierra de la gran promesa (Ziemia obiecana, Andrzej Wajda, 1975)

Basada en la novela de W.S. Reymont, un poquito de zumo anticapitalista pasado por el filtro de la complaciente crítica oficial comunista, aunque de la mano de un cineasta que se eleva por encima de cualquier condicionante político o ideológico.