Balada por el hijo desconocido: El relojero de Saint-Paul (L’horloger de Saint-Paul, Bertrand Tavernier, 1973)

Un detalle llama la atención antes de afrontar el visionado del debut como director de largometrajes del cineasta francés Bertrand Tavernier: que, en su primera película, un plumilla de Cahiers du Cinéma recurra como coguionistas a los veteranos Jean Aurenche y Pierre Bost, destinatarios en los primeros tiempos de la revista de los dardos de los críticos autodenominados «jóvenes turcos», en particular de los de François Truffaut, por la supuesta artificiosidad y la primacía que en sus trabajos existía de lo literario sobre lo cinematográfico, para adaptar, precisamente, una obra literaria, la novela policíaca de Georges Simenon El relojero de Everton. Poco motivo para los reproches de Truffaut y compañía parece haber, sin embargo, en el guion final coescrito a tres bandas, que, lejos de la literalidad de la novela, registra notables cambios en la historia de este relojero (Philippe Noiret) cuya vida da un vuelco cuando la policía le informa de que su hijo ha cometido un asesinato (con posterioridad, Tavernier se inspiraría en Aurenche para su película SalvoconductoLaissez-passer, 2002-, ambientada en la Continental Films, la compañía alemana que producía películas en la Francia ocupada). De entrada, se traslada la acción a la Lyon natal del cineasta, lo que le permite introducir, además de una geografía reconocible y cotidiana que le resulta cómoda y asequible, ciertos elementos autobiográficos (pasajes concretos, espacios y personajes determinados) que otorgan autenticidad y verosimilitud realista al conjunto. Por otra parte, selecciona un prisma ideológico personal, fruto de la militancia izquierdista del director y del clima político del momento (la resaca de Mayo del 68 y de las desastrosas guerras coloniales francesas), si bien elude cargas las tintas en cuestiones políticas, quedan más bien como telón de fondo relativamente condicionante de la acción. Finalmente, se elimina el personaje de la esposa del relojero, adusta y desagradable, que apenas aporta nada al núcleo central del interés del director por la historia: el traumático descubrimiento por parte de un padre del hecho de que casi no conoce a la persona que hay detrás de la identidad superficial de su hijo, y de la enfermedad, personal y social, o personal como resultado de lo social, que revela este síntoma, la incomunicación.

Así es, no solo en cuanto a la relación padre-hijo, que conviven desde que la madre los abandonara muchos años atrás, pero cuyas vidas transcurren paralelas, ajenas a un verdadero entramado emocional, coincidentes en determinados puntos de la cotidianidad diaria más inmediata por simple inercia, más mecánica que afectiva, pero en el fondo distantes, lo mismo que socialmente los amigos de comidas y cenas, de cafés y copas, que se citan a las mismas horas y en los mismos sitios los mismos días de la semana, son compañía circunstancial y, del mismo modo, en buena parte ignorada, secreta, misteriosa, rutinaria. El costumbrismo un tanto desconcertante (por alejado de lo que pronto va a ser el tema central de la película) que Tavernier refleja al principio de la cinta, la sencillez en las relaciones, el retrato realista de la ciudad de Lyon y de las criaturas que habitan el distrito de Saint-Paul, pronto deja paso a una naturaleza bien distinta de las cosas que late bajo esa percepción limitada de los sentidos y del lugar común diario. Por una parte, el hecho criminal, que rompe una dinámica vital de una placidez casi sepulcral, casi automatizada, y que hace que el relojero, Michel Descombes, observe la vida desde una perspectiva muy distinta, menos tranquilizadora, menos autocomplaciente. Por otra, la convulsión que para él supone la irrupción en su vida de aquello que hasta entonces es mero espectáculo y tema recurrente (y demagógico) de tertulia de café: la política entendida como lucha de trincheras ideológica más allá del bombardeo continuo de propaganda televisiva, radiofónica y escrita, de opiniones y bravuconadas vertidas en el bar junto a una copa de coñac o un vaso de vino. Esto cambia la mirada del relojero Descombes, pero no el tono ni la forma de la película, que se mantiene dentro de esas mismas coordenadas de frialdad y sobria extrañeza que parece ajena a todo lo que ocurre, mera observadora, constatadora, más que parte implicada.

Ni la política ni la intriga criminal alteran la forma ni el fondo del film; estas líneas argumentales corren parejas al sentido último de la narración, el hallazgo por parte del padre de una personalidad ignorada en su hijo y el sentimiento naciente de la necesidad de reencontrarse, de reconciliarse, de reubicarse con él en una nueva realidad íntima reconfigurada, en un nuevo tipo de relación más acorde a lo que ahora ve, a lo que es la normalidad paternofilial desde una perspectiva adulta. En otras palabras, la necesidad de recuperar el tiempo perdido, de recuperar a quien su hijo verdaderamente es bajo ese desconocido con el que convive. La política, a partir del hecho de que la víctima era veterana de las campañas francesas en Argelia e Indochina y del clima social reinante en Lyon, las huelgas, concentraciones, manifestaciones y protestas (también en la empresa de Bernard), está presente a través de la tergiversación intencionada (por la excitación del morbo que a su vez lleva a la audiencia) que los medios de comunicación hacen de los hechos que rodean el caso, y que llegan incluso a salpicar a Michel cuando dos elementos de la extrema derecha atacan su local arrojando piedras contra el escaparate cuando él está dentro, lo que lleva después a una persecución y al ejercicio de la violencia descontrolada contra los agresores (es decir, asimilando a víctimas y verdugos). En lo que respecta a la intriga, a la averiguación policial de lo acontecido y al esclarecimiento de la culpabilidad de los hechos, la evolución de los acontecimientos y la aportación de nuevas circunstancias contribuye decisivamente al descubrimiento paterno de la verdadera naturaleza personal de su hijo, de modo que la perplejidad y el rechazo iniciales, se van transformando en un sentimiento de comprensión, de identificación, incluso de admiración: tal vez la política no sea más que una interesada cortina de humo y la verdad sea mucho más simple, el acoso de un individuo indeseable a una joven expuesta, y la defensa a ultranza que Bernard hace de ella hasta las últimas consecuencias. Es este punto resulta fundamental la figura del comisario (Jean Rochefort), que lejos de limitarse a la relación entre el padre del acusado y el policía que trata de demostrar su responsabilidad en los hechos y en la posibilidad de una condena, se hace profundamente humana, comprensiva, hasta melancólica, siendo el único caso en que realmente parece establecerse una auténtica comunicación entre dos personajes que se entienden aun sin hablar, a través de miradas, gestos y silencios, que son prácticamente un espejo el uno del otro, lo cual, a su vez, abre la puerta a uno de los temas predilectos de Tavernier en esta y otras películas, la relación del individuo con el aparato de Justicia de una sociedad.

Sin embargo, la película deja de lado los códigos convencionales del cine político y del thriller policial para centrar su interés en el aspecto humano y en el tema de la incomunicación, es decir, de la soledad, tratado de manera sutil. El padre, primeramente viéndose forzado a comunicarse con su hijo, finalmente se ve inclinado a ello por propia convicción, por un renacido deseo de tender puentes hacia él y de incorporarlo a su vida como algo más que una presencia habitual y común. Así, para el relojero el crimen y sus motivaciones, los mecanismos policiales y legales y las posibles consecuencias pasan a un segundo plano, y es el nuevo comienzo con su hijo, aun en la distancia, su único interés. Con predominio del tono realista y distante, aunque muy intenso, sobre los códigos del cine policial y sociopolítico, la película se zambulle, en un tono pausado, reflexivo, dando su tiempo a la progresiva fermentación de su sustrato moral con cada espera, con cada diálogo profundo entre relojero y policía, en los torbellinos interiores que llevan a los personajes a dilemas éticos, a posicionamientos morales, al ejercicio de lo que consideran justo, aunque esto conlleve el desafío a la legalidad y el enfrentamiento con los poderes establecidos y su concepto de justicia, a veces ilógica, carente de sentido, y a menudo demasiado inflexible, como el paso del tiempo, de la vida, que miden los relojes que arregla Michel Descombes y que para él, definitivamente, se ha roto.

De cloacas americanas: El mejor hombre (The Best Man, Franklin J. Shaffner, 1964) y Acción ejecutiva (Executive action, David Miller, 1973)

Visitar el Capitolio de Washington: Guía de turismo

El imperio es una estructura política fascinante. Capaz de lo mejor y de lo peor, atesora a los mejores y a los peores hombres, sienta cátedra más allá de sus fronteras, influye social, tecnológica, intelectual y culturalmente a nivel global, pero, como poder incontestable, también exporta la amenaza, la extorsión, la guerra o el crimen. Lo que ocurre dentro de un imperio termina por afectar a todo el planeta, y, en este punto, el cine de Hollywood, como expresión del imperio bajo cuya sombra nos ha tocado vivir tras la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos, funciona a la vez como altavoz de propaganda y como espejo de la realidad norteamericanas respecto al resto del mundo. Una de las características de los imperios, no obstante, es que en su interior portan la conciencia de la autocrítica y la semilla de su autodestrucción, una bomba de efecto retardado pero infalible, y Hollywood, como parte que es del cine, en cuya naturaleza como medio está el hecho de impregnarse del clima político, económico o social que rodea a cada producción, expresa también esa autocrítica y esa potencialidad de autodestrucción. Una de las formas que adquiere la observación del imperio desde dentro es la aproximación a sus cloacas, a esos lugares sin luz ni taquígrafos, esos despachos, salones, pasillos, habitaciones de hotel, callejones o aparcamientos donde se cuecen y toman decisiones cruciales para todos, nacionales o no, a veces antes de llegar al punto de ebullición, otras cuando el agua ardiente ya ha desbordado la olla. Y entonces, si de Hollywood hablamos, dejando aparte idealismos y soflamas propias de las películas de Frank Capra, son los thrillers políticos y las películas sobre las teorías de la conspiración las que con más valentía y rigor, con independencia de que pretendan ser más o menos realistas o fantasiosas, muestran la verdadera esencia del imperio americano sin que este pueda hacer nada para impedirlo; al contrario, haciendo gala, precisamente, de sus teóricos valores y principios democráticos, al menos hasta cierto punto. Ninguna de estas dos películas, por ejemplo, está producida por un gran estudio (las majors y minors siempre han sido muy receptivas a las peticiones y necesidades del poder político), pero captan magníficamente el espíritu colectivo de su tiempo. No en vano, tras la escritura de ambas figuran nombres insobornables de la intelectualidad de la época.

Kevin McCarthy Cliff Robertson Gene Raymond Henry Foto editorial en stock;  Imagen en stock | Shutterstock

El mejor hombre, segundo largometraje de Franklin J. Shaffner, escrito por Gore Vidal, se sitúa en la convención nacional de un partido político estadounidense que se encuentra en el trance de elegir su candidato a la presidencia, y que, para ejercer adecuadamente como metáfora general, abarca en sus distintos planteamientos características tanto de los demócratas como de los republicanos. El candidato mejor colocado, William Russell (Henry Fonda), de perfil más socialdemócrata, abierto y tolerante (en particular con la cuestión racial, que se considera crucial en las próximas elecciones), va por delante en las encuestas, pero sobre él se cierne una doble amenaza: una más o menos pública y conocida, su querencia por los líos de faldas, lo que le puede generar problemas entre el electorado más religioso y conservador; otra, más desconocida pero de mayor alcance, sus pasados problemas de salud mental, las depresiones y crisis de agotamiento que le han llevado en distintos momentos a pasar por las terapias y los ingresos psiquiátricos, un material sensible que no es de dominio público pero que alimenta la rumorología dentro del partido y que, una vez convertido en pruebas documentales conseguidas con subterfugios y utilizado como mecanismo de extorsión, puede suponer un dardo letal para las aspiraciones de Russell: nadie quiere tener a un individuo hipotéticamente desequilibrado, o con inclinación a estarlo, con el botón nuclear al alcande del dedo. El segundo candidato en la carrera, Joe Cantwell (Cliff Robertson), responde a un perfil mucho más conservador y radical tanto en la política exterior frente a los comunistas como en lo relativo a los derechos civiles. Ambicioso y populista, su principal objetivo es alcanzar la presidencia y no repara en medios, incluso ilegales o sucios (como conseguir los informes médicos de Russell) para lograrlo. Sin embargo, también arrastra su propio talón de Aquiles, ciertos episodios oscuros de ambigüedad sexual durante la Segunda Guerra Mundial en su destino en las islas Aleutianas y que, conocidos por el jefe de campaña de Russell, Dick Jensen (Kevin McCarthy), pueden ser su tumba electoral toda vez que ha conseguido un testigo que pueda dar fe de nombres, fechas y circunstancias. Russell, sin embargo, se niega a emplear estos medios… salvo que no quede más remedio. Los otros tres o cuatro candidatos apenas cuentan, y su participación en la convención se limita a superar la mayor cantidad de rondas de votación posibles y negociar después con los candidatos más respaldados cuál será su parte respectiva (nombramientos para cargos públicos, dinero para sus estados de origen, compromisos sobre política interior o exterior y sobre asuntos raciales y de derechos civiles…) a cambio de su apoyo y el de sus delegados. El que sí cuenta, como signo de prestigio, es el apoyo del presidente saliente, Hockstader (Lee Tracy), algo que tanto Russell como Cantwell quieren conseguir durante la convención.

La película plantea desde el principio dos esferas de acontecimientos, la pública, representada por las pantallas de los informativos televisivos y las retransmisiones de la convención, así como los discursos y las proclamas realizados desde la tarima o oradores, y la privada, los manejos, negociaciones, chanchullos y presiones que tienen lugar en las oficinas de cada candidato y en sus encuentros formales e informales en las habitaciones y los salones del hotel, sin testigos ni periodistas, y no siempre con la democracia y el bien común como horizonte. Los vaivenes de preferencias entre candidatos, las maniobras legítimas y sucias, los chantajes y las promesas de recompensa se ven igualmente afectadas por otra informacion subterránea: Hockstader se está muriendo de cáncer y su estado se agrava, es hospitalizado y queda fuera de juego cuando su participación resultaba decisiva para unificar a la gran mayoría del partido en torno a uno de los candidatos más apoyados. Este hecho obliga de nuevo a barajar las cartas y a repartir el juego, y serán los valores personales y los principios democráticos de Russell y Cantwell los que lleven a un resultado sorpresa… o no tanto.

Es imposible separar la película del contexto político nacional, con Lyndon Johnson como presidente interino tras el asesinato, un año antes, de John F. Kennedy; es decir, con el poder político detentado por una persona que solo ha obtenido un respaldo indirecto de las urnas. La película hace igualmente acopio de algunos de los temas candentes de la actualidad política del momento, los derechos civiles, la Guerra Fría y la cuestión racial, así como de las tensiones entre el sector político y social más liberal (en la acepción estadounidense de este término) y la ultraconservadora, algo no muy distinto de lo vivido en tiempos recientes. El ingrediente fundamental de este caldo político, no obstante, es la hipocresía: todos los personajes fingen y mienten, ante los medios de comunicación y los delegados de la convención, por supuesto, manifestando una unidad y un respeto mutuo que no sienten, pero también frente a otros negociadores (una misma vicepresidencia prometida a tres candidatos diferentes, por ejemplo); la hipocresía es asimismo un elemento presente en la esfera privada (Russell y su esposa fingen la apariencia del matrimonio unido y bien avenido que no son; Cantwell y su esposa fingen lo mismo, desde otro aspecto también perteneciente a la sexualidad) y, desde luego, se cuenta entre las carencias políticas y democráticas de los candidatos, que no aplican en su carrera por la presidencia esos mismos valores y principios que dicen públicamente defender. Tampoco es sincero Hockstader, que no es en privado el hombre jovial y campechano que aparenta ser en público. Henry Fonda jamás ha mostrado tanta dentadura en pantalla en una película; no para de esgrimir sonrisas dentífricas cada vez que su personaje se cruza con periodistas o aparece ante la cámara de un fotógrafo.

Este aspecto clandestino y turbio de la política se subraya en la puesta en escena con la elección de los espacios en los que tienen lugar los encuentros entre los personajes (los dormitorios de los matrimonios; los salones de las charlas entre cada candidato y Hockstader; el encuentro oculto entre Russell y Cantwell en los sótanos del hotel para negociar sobre sus respectivas vidas ocultas…), y en particular en la conclusión, en el garaje, cuando Russell proclama ante los medios, ya sin careta, que sin duda la convención elegido como candidato al «mejor hombre» y la multitud desaparece, quedando de repente el garaje vacío, solo con un par de personajes, derrotados en lo político pero vencedores en lo personal, alejándose juntos.

Executive Action (1973) Burt Lancaster, Robert Ryan

Por su parte, Acción ejecutiva, con guion de Dalton Trumbo a partir de la historia de Mark Lane y Donald Freed, aborda tan pronto como en 1973, diez años después del magnicidio de JFK, la peliaguda cuestión de la teoría de la conspiración para su asesinato desde parte de los altos (pero subterráneos) poderes del Estado. Individuos que representan a distintas agencias gubernamentales, algunas secretas incluso para la CIA o el FBI (se habla de hasta quince o diecisiete agencias de seguridad diferentes, y de un número indeterminado de agencias ocultas), se reúnen, conspiran y preparan, con dos equipos de tiradores que practican en el desierto los disparos a distancia sobre objetivos móviles, el atentado contra el presidente. Los motivos, sus políticas relativas al desarme nuclear, sus planes de retirar las tropas de Vietnam y su mano ancha con las minorías étnicas, en particular con los negros, en materia de derechos civiles pero, por encima de todo, el supuesto plan (no del todo inexacto) del patriarca de los Kennedy, Joe, para introducir a sus hijos John, Robert y Ted en los más altos cargos de la nación y perpetuar así a la familia en el poder, respaldados por sus múltiples influencias y la inagotable fortuna del clan. Esta acusación, la de pretender patrimonializar la presidencia del país reservándola para una familia particular es la que unirá a no pocos miembros de la conspiración en el plan de acabar con el presidente (y, se supone, años después, con su hermano Robert). Pero lo más delicado del asunto no es el diseño del crimen en sí, es decir, prepararlo todo, moviendo hilos y utilizando influencias para lograr que el recorrido del vehículo presidencial por las calles de Dallas sea uno concreto, que en un determinado punto no se encuentre presente ningún miembro de la seguridad presidencial, o que los equipos dispongan de lugares cómodos de tiro y de documentos y de medios económicos y logísticos adecuados para escapar de la ciudad y del país, sino el camuflaje de la conspiración en la acción de un loco aislado, de un tirador único que habría actuado por iniciativa propia para matar al presidente, inspirándose en los atentados anteriores contra Lincoln, Garfield o McKinley, consumados con éxito, o contra Theodor y Franklin D. Roosevelt, ambos fallidos. Esto obliga a crear un hombre de paja que cargue con la culpa, y este no será otro que Lee Harvey Oswald, cuidadosamente seleccionado para, sin que él lo sepa, ser pieza fundamental en la conspiración.

Esta es la parte más interesante y, a la vez, más cogida por los pelos en el argumento. Para su selección se utilizan datos del Oswald real (su paso por la Marina, su hipotética adscripción secreta a la Inteligencia Naval, sus posteriores viajes a Rusia, su supuesto comunismo, sus operaciones anticastristas, su más que probable condición de agente doble, ya fuera a la vez de rusos o cubanos y americanos o de distintas agencias americanas en actos de las unas contra las otras, o bien todo ello a la vez…) y también el extraordinario parecido físico de un agente que en determinados momentos pueda pasar por él ostentosamente (en tiendas de alquileres de coches y de venta de armas, en lugares públicos) de modo que se cree una red de testigos que puedan dar fe de la exaltación comunista de Oswald y de su odio por América y por su presidente. El colofón del plan será el robo de su domicilio de un rifle algo vetusto, de fabricación italiana, que después aparecerá durante la inspección ocular del lugar del atentado, en el almacén de libros de Dallas, uno de los puntos desde los que se disparará a JFK. La coda de esta parte del argumento queda igualmente en el aire: el reclutamiento de Jack Ruby, que regentaba un local de strip-tease en Dallas, como brazo ejecutor de Oswald cuando sus comentarios ante la prensa, una vez detenido, resultan amenazantes para los conspiradores, queda sin justificación en el guion. Se sabe que Ruby era un secuaz de la mafia, en particular de Sam Giancana, el famoso capo conectado con el clan Kennedy, pero ni la participación del crimen organizado en la conspiración ni los vínculos de Ruby con la mafia se ponen en ningún momento de manifiesto en el guion ni reciben atención explícita, de modo que la acción de Ruby, que tampoco es presentado como personal de ninguna agencia (recibe solamente la visita de un miembro del equipo de organización del atentado), no queda suficientemente explicada: ¿por dinero? ¿Por una amenaza? ¿Como resultado de un chantaje?

Al margen de esto, la película cuenta como bazas principales con todo el tramo inicial, de creciente suspense, que registra la meticulosa preparación del magnicidio, las prácticas de los equipos y el intento de reclutamiento para la causa de un congresista (Will Geer), que sirve de vehículo narrativo para exponer el estado de desarrollo de la acción, que da a pie a secuencias de diálogo en las que se explican las motivaciones y las maniobras puestas en marcha para culminarla, y con el beneficio que supone el carisma de los principales protagonistas de la conspiración, Farrington (Burt Lancaster) y Foster (Robert Ryan). La película, que se limita a reconstruir los pasos sucesivos del operativo para el asesinato, no engaña, ya que desde los créditos advierte de que todo es ficción y que solo fantasea con la posibilidad, apuntada realmente desde el mismo instante del atentado, de que la muerte de JFK obedeciera a una conspiración y no fuera el resultado de la acción homicida de un individuo aislado y bastante desequilibrado. En cambio, su epílogo resulta extrañamente inquietante: justo antes de los créditos finales aparecen las fotografías de las dieciocho personas, todas testigos relacionados con lo acontecido en Dallas, que murieron en los diez años siguientes por diversas causas, algunas «naturales», otras relacionadas con accidentes más o menos explicables, extraños hechos violentos, heridas de bala, e incluso una por un golpe de karate mal dado en el cuello. El último apunte, el del informe de un matemático que habla de la única probabilidad entre trillones de que todas aquellas personas congregadas en torno al mismo espacio y el mismo asunto pudieran fallecer por esas gama de causas tan variopintas y, en algunos casos, descabelladas, en solo los dos lustros siguientes, nos retrotrae de nuevo a los créditos iniciales y a lo plausible de la conspiración desde los poderes ocultos en las cloacas del Estado como algo más que una mera posibilidad fantaseada en un guion.

Música para una banda sonora vital: Z (Costa-Gavras, 1969)

Potente e impetuosa partitura de Mikis Theodorakis para esta obra mayor del cine político dirigida por el grecofrancés Konstantinos Gavras, «Costa-Gavras», que adapta una novela de Vasilis Vasilicós con guion del español Jorge Semprún. Un país indeterminado del entorno mediterráneo sirve de trasunto para exponer el clima de corrupción democrática, terror y violencia que en Grecia dio paso al «golpe de los coroneles» y a la dictadura. Terrorismo de estado para la eliminación de rivales políticos y una investigación policial y periodística conforman un clásico imperecedero que puede leerse como un estupendo thriller o como un contundente alegato político, en ambos casos impulsado al ritmo inapelable de la extraordinaria partitura de Theodorakis.

Música para una banda sonora vital: Il divo (Paolo Sorrentino, 2008)

Si en España estaba el Trío La la la, que acompañó a Massiel en su triunfo en Eurovisión, en Alemania estaba el Trio, a secas, cuyo mayor éxito fue este Da Da Da ich lieb Dich nicht, Du liebst mich nicht, con el que Paolo Sorrentino cierra su colosal retrato de Giulio Andreotti, personaje central de la política italiana prácticamente en todas sus grandes vicisitudes tras la Segunda Guerra Mundial. Brutal radiografía de un personaje que antepone la política, su política -es decir, él mismo-, a cualquier otra circunstancia vital o pública, se trata sin duda de la mejor película de su director y uno de los más elocuentes y profundos retratos de eso que se llama «animal político», con sus pocas luces y sus inmensas y turbias sombras.

Diálogos de celuloide: Queimada (Queimada!, Gillo Pontecorvo, 1969)

SIR WILLIAM: Caballeros, permítanme ponerles un ejemplo ahora. Mi metáfora podrá parecer un poco impertinente, pero pienso que va directa al asunto. ¿Qué prefieren ustedes? O mejor dicho, ¿qué creen que les conviene más? ¿Una esposa o una prostituta? No, no, por favor. No me entiendan mal. Estoy hablando estrictamente en términos económicos. O sea, del costo del producto. Del rendimiento de ese producto. El producto en este caso es el amor. Amor puramente físico, donde los sentimientos, obviamente, no forman parte de la economía. ¿Verdad? A una esposa hay que darle una casa, comida, vestidos, atención médica, etc, etc. Están obligados a mantenerla toda una vida, incluso cuando envejece y resulta improductiva. Y si uno la sobrevive, encima tiene que pagarle el funeral [risas]. No, no, es verdad. Caballeros, sé que les parece divertido, pero esos son realmente los hechos; ¿o no? Mientras que con una prostituta, por otro lado, es un asunto bastante diferente, ¿no? No hay necesidad de hospedar o alimentar, de vestir ni enterrar. Gracias a Dios. Ella solo está cuando la necesitan. Solo pagan por su servicio. Y pagan por hora. O sea, señores, por la misma razón, ¿qué es más conveniente, un esclavo o un trabajador asalariado? ¿Qué les conviene más? ¿La dominación portuguesa, con sus leyes, sus vetos, sus impuestos, su monopolio comercial, o la independencia? Con su propio gobierno, sus propias leyes, su propia administración, y la libertad para comerciar con cualquiera en términos que sean establecidos por los precios del mercado internacional.
[…]
SIR WILLIAM: Ahora solo falta decidir qué van a hacer ustedes.
GENERAL PRADA: Veamos. El garrote no se puede usar. Recuerda demasiado a los portugueses. O se lo fusila, como hicimos con Teddy Sánchez, o se lo ahorca, como se hace entre ustedes, los ingleses. A mi modo de ver es mejor la horca. Es más solemne.
SHELTON: Y más definitiva.
GENERAL PRADA: Exacto.
SIR WILLIAM: Exacto. Lo malo es que un hombre que combate por un ideal es un héroe. Y un héroe ejecutado se convierte en un mártir. Y un mártir se convierte rápidamente en un mito. Un mito es más peligroso que un héroe, porque a un mito no se lo puede matar. ¿No le parece, Shelton? Piense en ese fantasma que correrá por las Antillas, con sus leyendas y sus canciones.
SHELTON: Mejor son las canciones de los ejércitos.
SIR WILLIAM: Mejor aún es nada. El silencio.
(guión de Franco Solinas, Giorgio Arlorio y Gillo Pontecorvo)

Dieta (política) mediterránea: Suburra (Stefano Sollima, 2015)

Resultado de imagen de suburra 2015

El thriller vinculado a las implicaciones de la corrupción política es casi un subgénero de la cinematografía italiana. La propia conformación del mapa político del país (en particular, la hegemonía de décadas de Democracia Cristiana y sus pactos con el Partido Comunista), el convulso funcionamiento de su plano institucional y de los mecanismos internos de los partidos (desde la Segunda Guerra Mundial el país sale a más de un Gobierno por año de promedio), la existencia del Estado Vaticano, eje de poder económico, político e incluso espiritual de primer orden con ilimitada capacidad de influencia dentro y fuera de Italia, en el centro de su capital, Roma, y la omnipresencia de las mafias (Camorra, Cosa Nostra, ‘Ndrangueta) y el crimen organizado proveniente de países del Este, alimentan un enfoque de su cine especialmente profuso en los años setenta y primeros ochenta, y que ocasionalmente sigue ofreciendo títulos a medida que el panorama va complicándose con la irrupción de sucesivos interlocutores políticos (Berlusconi, el Movimiento Cinco Estrellas, la ultraderecha…) y la constante aparición de nuevos factores de inestabilidad (crisis económica, inmigración, relaciones con la UE…). Suburra bebe tanto de las fuentes de aquel cine político italiano (de autores como Rosi, Petri, Bellochio, Pontecorvo, Zurlini, Damiani, Ferrara…) como de sus reelaboraciones más vinculadas a la actualidad del momento -en particular, de Il Divo (Paolo Sorrentino, 2008) y Gomorra (Matteo Garrone, 2008)-.

Partiendo de un caso tipo -las relaciones que, en torno a un gran proyecto inmobiliario en el puerto de Ostia, se establecen entre políticos, mafiosos, delincuencia local e incluso miembros de las altas esferas de la Santa Sede-, la película aspira a hacer un caleidoscopio de las distintas perspectivas y situaciones que genera un movimiento especulativo de estas características, alentado desde los intereses particulares de quienes emplean los partidos políticos y las instituciones como vehículos de negocio y con la ayuda y la participación activa del crimen organizado, que termina afectando de una u otra manera al elemento de base de cualquier sociedad, el ciudadano honrado que cumple con sus obligaciones y paga sus impuestos. En este contexto, la muerte de una prostituta en la orgía que un parlamentario celebra con su amante en un hotel de Roma, naturalmente a espaldas de su mujer, levanta una auténtica tormenta perfecta de extorsión, manipulación, violencia y crímenes encadenados en el que confluyen la necesaria ocultación del cadáver, el desarrollo de un proyecto de ley urbanístico cuya aprobación es ansiada por los cazadores de comisiones, las mafias del sur y los despachos vaticanos, y las luchas de poder entre clanes criminales. Venganzas sangrientas, sexo a raudales, negocios sucios, amenazas, política barriobajera, excursiones a los bajos fondos, chantajes, mucho plomo e incluso el secuestro de un niño son los ingredientes de un guiso cada vez más indigesto y peligroso para todos.

Sin las florituras formales y los alambiques visuales de Sorrentino, apostando por una mixtura de sobriedad y desbarre, la película parte de una estructura inicial de rompecabezas cuyas piezas, poco a poco (en ocasiones, demasiado), van encajándose, para constituir una intrincada combinación de relaciones y deseos incompatibles dirigida a un inevitable estallido violento. Irregular en cuanto a ritmo, algo morosa en su comienzo, tan vertiginosa como estática en distintas fases de su desarrollo, la narración, estructurada por capítulos titulados con la fecha y el número de días que faltan para el episodio de conclusión, que denomina como «Apocalipsis», Continuar leyendo «Dieta (política) mediterránea: Suburra (Stefano Sollima, 2015)»

Mis escenas favoritas: J. F. K.: caso abierto (J. F. K., Oliver Stone, 1991)

Esa bala loca… Uno de los momentos cumbre de esta obra monumental de Oliver Stone.

Costa-Gavras (II): Z (1969)

z_39

Z, en griego significa «está vivo».

Así concluye esta apasionante cinta de denuncia del greco-francés Constantin Costa-Gavras, paradigma del cine político, excepcional película cuyas virtudes exceden lo cinematográfico para erigirse en testimonio de una época, de un espíritu convulso y contradictorio fruto de una perversión de la democracia que en buena parte continúa hoy, y que es preciso identificar, desenmascarar, erradicar para la garantía de los derechos y las libertades de los ciudadanos y su igualdad ante la ley. El momento del estreno, 1969, y las circunstancias del rodaje (la producción tuvo que trasladarse a Argelia para salvaguardar su autonomía económica, indispensable para conservar su independencia creativa), hacen que Z se convierta en una película compendio de un tiempo, de un estado de ánimo y de un clima de amenaza y peligro derivados tanto del mayo del 68 como de la emancipación argelina de 1962, que además de puramente coyunturales y focalizados en el ejemplo griego se proyectan en el futuro para denunciar el débil equilibrio entre legitimidad, poder y uso de la fuerza sobre el que se asientan las democracias occidentales, y reivindicar los instrumentos con que estas cuentan para protegerse de las desviaciones del sistema: una justicia independiente y el ejercicio libre del derecho de información veraz. Con un guion de Jorge Semprún basado en hechos reales (en la conclusión del metraje aparecen fotografías de algunos de los auténticos responsables de lo que se condena realmente en el filme, el asesinato en Tesalónica del médico, exatleta y político griego Gregorios Lambrakis, ocurrido seis años antes del estreno de la película, y según la versión previa del escritor Vassili Vassilikos), Costa-Gavras levanta una absorbente crónica político-criminal premiada en su día con los Óscar a la mejor película de habla no inglesa y al mejor montaje y el Globo de Oro a mejor película extranjera, además de otros premios en Cannes o en festivales de todo el mundo.

La película se estructura en dos bloques narrativos. En el primero de ellos, se nos presenta un país del arco mediterráneo gobernado por una democracia conservadora tutelada por el ejército y la policía (la película se abre con una conferencia impartida a los militares y policías acerca de cómo hacer efectivo el control sobre las ideologías no convenientes, poniendo como ejemplo las formas de luchar contra la plaga del mildiu que afecta a la vid) con el apoyo de diversas organizaciones de ultraderecha vinculadas al poder. En este clima, las ideas izquierdistas son, como mínimo, sospechosas, y por lo general motivan la hostilidad de un gobierno que dificulta todo lo posible la defensa de sus planteamientos políticos. En este marco, un dirigente político de la oposición, un pacifista contrario a la proliferación de armamento nuclear conocido como El Doctor (Yves Montand), también denominado Z, acude a una ciudad costera para asistir a un mitin. Las autoridades impiden su celebración mediante el chantaje y la coacción a todos aquellos que disponen de locales aptos para el evento, pero este se celebra igualmente ante la hostilidad de la ultraderecha y la inoperante presencia de la policía. A la salida del acto, el político es atacado desde un vehículo en marcha, y asesinado. Sin embargo, la policía y las estructuras de poder venden la hipótesis del accidente, que se mantiene hasta que se hace cargo del caso un joven juez de instrucción (Jean-Louis Trintignant, premiado en Cannes por su papel).

En este punto comienza el segundo bloque, una trepidante investigación judicial que debe afrontar las maniobras de hostigamiento y despiste dirigidas desde los despachos del gobierno y las autoridades policiales para dificultar su trabajo, al mismo tiempo que obtiene indicios y nuevas pistas y logra cruciales testimonios que le permitan destapar la verdad sobre la conspiración política que se esconde tras el incidente. Gavras construye un relato ágil y dinámico, 122 minutos de ritmo imparable, en los que las situaciones son más importantes que los personajes, apenas símbolos del papel que sus caracteres ocupan en la sociedad que la cinta refleja y en la interpretación que hace de la misma. Continuar leyendo «Costa-Gavras (II): Z (1969)»

Costa-Gavras (I): Estado de sitio (Etat de siege, 1972)

Estado de sitio_39

Dentro de la corriente de cine político tan fructífera a finales de los años sesenta y a lo largo de la siguiente década del pasado siglo, el nombre del cineasta greco-francés Constantin Costa-Gavras ocupa un lugar preferente. Una posición combativa y comprometida que se ha prolongado hasta la actualidad en producciones de distinto interés y nivel de calidad, pero siempre impulsadas desde la misma voluntad de denuncia y contestación. En el caso de Estado de sitio (Etat de siege, 1972), el objetivo de Costa-Gavras son los, por entonces, regímenes dictatoriales de América del Sur sostenidos por los Estados Unidos, y parte del caso particular del movimiento de los Tupamaros en Uruguay para relatar la forma en que el Departamento de Estado y las distintas agencias de seguridad norteamericanas adiestraba, apoyaba y daba cobertura técnica, logística y material a las fuerzas de seguridad de las dictaduras iberoamericanas.

Philip M. Santore (Yves Montand) es un experto en comunicaciones, adscrito a una agencia norteamericana de cooperación al desarrollo, que debido a su profesión ha vivido en distintos países de América Latina (Brasil, República Dominicana, ahora Uruguay…). Los Tupamaros lo secuestran junto a otras dos personas (un diplomático de la embajada de Estados Unidos y el cónsul de Brasil, país vecino gobernado en aquel tiempo por una dictadura), y los ocultan con intención de interrogarles, obtener información y, a través de las oportunas presiones internacionales, conseguir la dimisión del gobierno uruguayo. La trama oscila entre los grandes acontecimientos políticos del país, la convulsión que genera el secuestro, los debates parlamentarios, la repercusión en los ambientes financieros, las distintas operaciones policiales y militares para localizar a los secuestradores y descabezar al grupo rebelde…, y las conversaciones entre Santore y sus secuestradores, sobre todo con el llamado Hugo (Jacques Weber), en las que queda claro que el secuestrado no es quien dice ser, un inocente diplomático centrado en temas agrícolas y comerciales, sino un especialista en seguridad enviado por los Estados Unidos para adiestrar y dirigir los cuerpos policiales de los países en los que ha vivido gracias a su tapadera diplomática, y en los que sistemáticamente se recurre a la tortura y la violación de los derechos humanos. La conexión entre ambos puntos de vista es la óptica periodística, representada por el veterano cronista político Carlos Ducas (el célebre O. E. Hasse, veterano actor de amplia filmografía conocido popularmente por dar vida al asesino Otto Keller en Yo confiesoI confess, Alfred Hitchcock, 1953-), que contribuye a dar una visión de conjunto, a sintetizar las dos formas de afrontar la crisis, y proporciona unas cuantas gotas de cinismo que permiten relativizar tanto las intenciones revolucionarias de los Tupamaros como los «patrióticos» y «ejemplares» comportamientos de los políticos y de sus apoyos tradicionales, los financieros (la mayoría de los ministros son banqueros e industriales), el clero y los militares.

Contada en flashback a partir del violento desenlace del secuestro de Santore, Costa-Gavras construye una historia absorbente, apasionante, completamente desprovista de efectismos, trucos de guion, carruseles de acción y acrobacias visuales tan frecuentes en el cine político de hoy (en su mayoría, falsamente político, meramente propagandístico). El estilo del filme está caracterizado por su lenguaje directo, seco, con toques tanto de cine de intriga y suspense como de narración documental, de una desnuda contundencia a pesar de su textura naturalista Continuar leyendo «Costa-Gavras (I): Estado de sitio (Etat de siege, 1972)»