Apoteosis de la incorrección: El castañazo (Slap Shot, George Roy Hill, 1977)

 

En la que es con toda probabilidad la mejor película sobre deporte de los años setenta (y más allá), y sin duda una de las comedias más efectivamente incorrectas e irreverentes de todos los tiempos, llama la atención la presencia de tres nombres a priori impensables en una producción de estas características, hoy considerada de culto (un equipo de hockey sobre hielo de la ciudad de Laval, Quebec, Canadá, llegó a tomar el nombre y el escudo de los Chiefs; además, la película tuvo dos continuaciones, directamente para mercado de vídeo). En primer lugar, su director, George Roy Hill, un hombre formado en la universidad de Yale y en el Trinity College de Dublín, con experiencia en la dirección teatral y televisiva y míticos títulos en su haber de cineasta como Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969) y El golpe (The Sting, 1973). En segundo término, Paul Newman, estrella contrastada, auténtico mito viviente, en principio difícil de asociar con esta clase de películas repletas de lenguaje malsonante, chistes soeces y postura ética discutible, y que dijo haber aceptado el papel por la participación de su amigo Roy Hill en la dirección y por la remuneración, que, dicho irónicamente, le permitía «saldar algunas deudas y evitarse despedir a algún criado». Por último, la guionista Nandy Dowd, que basó las aventuras del club de hockey sobre hielo de los Charlestown Chiefs de la película en los Jets de Johnstown, el equipo en el que jugaba su hermano, a los que observó durante semanas y algunos de cuyos jugadores intervienen en la película como intérpretes; hasta cierto punto, resulta extraño que esta exaltación de la testosterona, el exceso verbal, la desfachatez deportiva, la masculinidad extrema y la reiterada exposición de todos los tacos concebibles en el espectro del lenguaje grueso, amén de los chistes sobre sexo y sobre sexos, incluido el «tercer sexo», haya salido de la pluma de una mujer, lo que sin duda en estos tiempos alimentaría determinados debates públicos en países como España en los que el puritanismo y la santurronería no provienen únicamente de los extremos morales más ligados a la religión, y de una mujer que más adelante, bajo pseudónimo o sin acreditar, colaboraría en la escritura de oscarizadas películas como El regreso (Coming Home, Hal Ashby, 1978) o Gente corriente (Ordinary People, Robert Redford, 1980).

Paul Newman interpreta con solvencia (se preparó durante siete semanas para adquirir los hábitos de juego necesarios) a Reggie Dunlop, veterano entrenador-jugador de los Chiefs de Charlestown (o algo más que veterano: Newman contaba ya con 52 años) teóricamente inspirado en la figura real de John Brophy, un hombre de otra época, de la «vieja escuela», que dirige un equipo errabundo de una ciudad de tercera clase que cosecha derrota tras derrota ante las gradas semivacías de su cancha local o recibe una paliza detrás de otra cuando actúa como visitante. Los cortos horizontes de Dunlop (mantenerse en su papel hasta que le llegue la edad del retiro y la recolocación como entrenador, mánager o miembro del cuerpo técnico de cualquier equipo) se ven alterados cuando la fábrica sobre la que se sostiene la economía de Charlestown anuncia el cierre y el despido de miles de trabajadores, y con ello se ve amenazada la simple existencia del club, cuyos bienes el responsable (Strother Martin) empieza a liquidar en ventas de saldo privadas. Toda la confusión y la rabia provocadas por la incertidumbre de futuro cristaliza en un nuevo estilo de juego para el equipo, azuzado por Dunlop en sus charlas de vestuario y en sus declaraciones públicas en los medios, mucho más agresivo y violento, que eclosiona cuando entran en liza los nuevos fichajes, los hermanos Hanson (interpretados por David Hanson y los hermanos Jeff y Steve Carlson), tres jovencitos con gafas de pasta, problemas de maduración mental y querencia por los juguetes infantiles (Reggie los define como «unos retrasados mentales» tras su primer encuentro) que en el hielo se transforman en tres malas bestias capaces de desquiciar al contrario y reducirlos físicamente a la mínima expresión con el empleo de tácticas y métodos abiertamente antideportivos, agresivos y violentos que, sin embargo, excitan al público de los Chiefs que ve por fin en sus jugadores el aguerrido espíritu de lucha y de competitividad que ha echado en falta durante innumerables temporadas.

La película abre así dos vías argumentales, con Reggie como vértice. La primera, más «deportiva», va en la línea de la resurrección de los Chiefs como equipo, el nuevo estilo que le proporciona una interminable racha de victorias al precio de interrumpir continuamente los partidos con peleas tumultuarias (a veces involucrando incluso a árbitros y público) y terminarlos con las cejas abiertas, los pómulos sangrantes, las mandíbulas magulladas y el cuerpo golpeado. El ascenso en la tabla y la lucha por el campeonato cambian la percepción del equipo en la ciudad: además de recibir mayor atención de los medios, que se vuelcan con el equipo, la cancha se llena partido tras partido en busca de la habitual orgía de goles y sangre que prometen los Chiefs en cada enfrentamiento. Este auge de los Chiefs viene complementado por las maniobras de Dunlop para intentar asegurar la continuidad del equipo a pesar del cierre de la fábrica, averiguando quién es el dueño real del club para intentar negociar con él y soltando bulos que hablan de venta del equipo, de su traslado al sur con la conservación de los contratos de los jugadores. La otra línea argumental, más «dramática», tiene que ver con la vida privada de Reggie, que intenta volver con su exmujer (Jennifer Warren) gracias a su nueva imagen de éxito y a sus proyectos de futuro, y de Ned (Michael Ontkean, el futuro sheriff Cooper de la serie Twin Peaks de David Lynch), el mejor jugador del equipo, probablemente el único que puede encontrar acomodo en cualquier club de mayor categoría si los Chiefs desaparecen, pero que arrastra cierta amargura vital derivada de sus problemas matrimoniales con Lily (Lindsay Crouse). La película mantiene ambas líneas argumentales en paralelo, hasta que convergen en el apoteósico final, el partido por el título ante un equipo que, para enfrentarse a los Chiefs, reúne a los mejores carniceros sobre hielo que puede encontrar, entre ellos Oggie Ogilthorpe, probablemente inspirado en el auténtico Goldie Goldthorpe, cuya violencia en el juego le ha deparado varias detenciones policiales e incluso la prohibición de visitar determinados estados.

 

La película plantea diversas reflexiones de lo más pertinentes. Una, sobre el deporte y su percepción social, que revela la vigencia (en 1977 y, sospechamos, actualmente) del lema «pan y circo» en su doble vertiente, positiva, en cuanto a mecanismo evasor de una realidad colectiva de frustración y desencanto, de expectativas inminentes de desempleo y crisis que bien podría protagonizar cualquier panfleto del cine social de Ken Loach o similares, y negativa, es decir, como distracción, como foco de atracción y maniobra de despiste para las atenciones, las preocupaciones y los esfuerzos de quienes mejor harían en invertirlos en aquellas cuestiones más acuciantes para su futuro inmediato, lo que a su vez, por falta de organización y concentración en quienes deberían engrosar la oposición, facilita y expande el escenario de decadencia y depresión que amenaza con afectar a todos. Si bien la película en ningún momento carga las tintas, ni siquiera dirige la mirada al aspecto económico-social de Charlestown excepto mediante breves referencias en los diálogos, esta vertiente se centra en los avatares de Dunlop por averiguar la auténtica situación del club, ponerse en contacto con el propietario y buscar una solución, aunque la devastadora conclusión resulta extrapolable a la difícil realidad de la fábrica a punto de echar el cierre: daba igual que el equipo ganara o perdiera, que el público asistiera o no al campo, que los medios de comunicación criticaran o alabaran su juego, que los partidos acabaran en batallas campales de palos y sangre a borbotones; los Chiefs, como la fábrica, no eran más que cuestión de fiscalidad, un trampantojo de conveniencia para ponerse de pefil en el pago de impuestos. La economía que permanece en el segundo o tercer plano de la película, casi inédito, es el auténtico juego sucio; no la violencia de los Hanson, no los gritos del público ansioso de violencia y sangre que vitorea cada puñetazo y ovaciona como héroes a los jugadores expulsados o retirados en camilla: son las altas finanzas y sus trucos de trilero, en el contexto de la crisis del petróleo de 1973, lo que verdaderamente socava los pilares fundamentales de la sociedad.

Por otra parte, la película invita a una reflexión sobre el deporte y, más concretamente, sobre las relaciones entre cine y deporte y la naturaleza del propio cine, particularmente norteamericano, en relación con su querencia por las historias de superación, en este caso ceñidas al ámbito deportivo. Sabido es que, salvo contadas excepciones (mayormente, el boxeo y poco más), cine y deporte no encajan bien debido principalmente a las limitaciones del medio cinematográfico para reproducir adecuadamente las emociones que despierta el deporte, así como, en lo que respecta a la técnica, para transmitir con solvencia el desarrollo de las pruebas con la misma efectividad y eficacia que su contemplación en vivo o que los métodos de realización televisiva. Solo la épica del boxeo y la forma de filmarlo supera estas barreras por lo demás prácticamente insalvables; no solo las supera sino que crea su propia mitología cinematográfica, una realidad propia sobre el boxeo al margen incluso del boxeo auténtico. Por otro lado, resulta bastante complicado pensar en que esta película pudiera haberse escrito, filmado y estrenado en la década anterior, como tampoco en la siguiente, debido a los distintos valores imperantes en una y otra, que hacen de un guion de este tipo un producto indeseable. No es una historia que encajara con las utopías idealizadas de los sesenta ni con los cantos a la superación individual y colectiva propiciados por el cine de los ochenta, en los cuales el deporte era un mecanismo de ascenso social y de reconocimiento público mediante la consumación de su objetivo número uno: el triunfo, la victoria. En películas como El mejor (The Natural, Barry Levinson, 1984) o Hoosiers: más que ídolos (Hoosiers, David Anspaugh, 1986), ambientadas respectivamente en el béisbol y el baloncesto no profesional, se trata fundamentalmente de apoyar el discurso neoliberal de consecución de los propios sueños de éxito y triunfo a través del trabajo humilde, la vocación y el esfuerzo. Así, los jugadores lesionados y prematuramente retirados pueden resurgir y reconstruir su vida deportiva y personal, y el equipo más modesto de la tabla, del pueblo más pequeño de la competición, puede ser campeón a la vez que regenera la vida de su comunidad, recupera a algunos miembros díscolos de la misma e insufla un ánimo de reconstrucción personal y moral que no se veía desde el New Deal. En El castañazo, sin embargo, como en El rompehuesos (The Longest Yard, Robert Aldrich, 1974) se impone la visión desencantada de los setenta: el idealismo previo ha muerto y la reconstrucción de los valores morales de la América de los cincuenta, con intención de sacudirse la depresión post-Vietnam borrando de la memoria colectiva las decadas de los sesenta y los setenta, todavía no ha comenzado; por tanto, es posible enfrentarse a una historia deportiva que no es de superación, sino de mera supervivencia, y de hacerlo a través del peor lenguaje posible y de una ética de trabajo completamente ausente. Un triunfo feo, sucio, inmoral, reprobable, que es finalmente lo que los Chiefs consiguen, aunque no sirva absolutamente para nada, pero no por la vía de la violencia sino por la tan americana repulsa al sexo y el erotismo. No son los goles ni los puñetazos los que le dan la victoria a los Chiefs, sino su mejor jugador, no con su labor sobre los patines, sino con su provocador desnudo al ritmo de la música de strip-tease interpretada por la banda que el equipo antes no tenía.

Los héroes no son, por tanto, jóvenes sanos, guapos, humildes y bien vestidos que se hacen a sí mismos. Son zafios, malhablados, horteras, infantiloides y permanentemente salidos de cara al sexo opuesto; la película, por un momento, con el equipo en el vestuario a punto de disputar la gran final, corre el riesgo de deslizarse hacia el conformismo del final feliz de cualquier almibarado producto de los ochenta: juego limpio, vieja escuela, movilidad, hacer circular el disco, presión en la cancha, nada de palos… La realidad se impone, y al descanso, con los mejores ojeadores de los grandes equipos en la grada, se impone la cordura. Los Chiefs se deben a su público, el que va a verles porque quiere sangre, lesiones, magulladuras, moretones. El equipo tiene que ganar con su nueva personalidad como equipo. Gana, pero traiciona su esencia; da igual, lo primero es ganar, salvarse a toda costa, procurarse un nuevo contrato en otro equipo que garantice el futuro: los Chiefs ganan enseñando el culo, como antes han hecho por la ventanilla del autobús, acompañados de sus groupies, al llegar a cualquier ciudad y presentarse ante la concentración de aficionados del equipo rival que los odian, que quieren su muerte sobre el hielo. Los Hanson, asimismo, niegan la juventud reivindicativa de los sesenta y se anticipan a la negación de la juventud neoliberal de los ochenta. No son unos hippies que buscan cambiar el mundo a base de drogas, fraternidad y rock and roll, ni tampoco unos héroes virginales en persecución de un triunfo redentor, sino meros objetos de comercio, gladiadores modernos que dan a la grada la sangre que pide, niños malcriados que, a través de la violencia, logran adquirir el magnetismo del macho alfa que no compite para adornarse con los oropeles del vencedor, sino por salir adelante y aguantar un partido más, una temporada más, rompiendo una cara más. No esperan otra cosa porque no hay nada más que esperar. «¿Qué quieres decir con que esto es un juego serio?», dice el árbitro del último partido cuando, en pleno combate de grupo, Tim McCracken (Paul de Amato) amenaza con retirarse y dejar el campeonato para los Chiefs, «¡esto es hockey!»

El reverso de Douglas Sirk: Todos nos llamamos Alí (Angst essen Seele auf, Rainer Werner Fassbinder, 1974)

Cine-fórum: 'Todos nos llamamos Ali' (Angst essen Seele auf)-Vitoria-Gasteiz  - Poetas en Mayo

Entre los cineastas germanos que vinieron a constituir eso que se llamó Nuevo Cine Alemán (Schlöndorff, Petersen, Herzog, Wenders, Fassbinder…), late una pulsión doble que refleja el conflicto de identidad colectiva surgido tras la derrota de la Segunda Guerra Mundial y el conocimiento público generalizado de todos los horrores provocados por el régimen nazi, tanto en el frente como en la retaguardia bélica. Esta crisis de reconstrucción mental y moral, de redefinición política y social dentro y fuera de sus fronteras, de observación crítica del pasado, entre la conmoción, la incredulidad y la necesidad de explicación y de expiación, se trasladó a la filmografía de estos directores junto con otro elemento muy presente en la sociedad en la que crecieron, la realidad de un país dividido y ocupado militarmente por los vencedores, compartimentado en sectores, reconstruído, al menos en la parte occidental, con capital extranjero, zona en la que predominaban los nuevos valores, modas, modelos, sistemas, influencias culturales y sinergias de la superpotencia triunfante de la guerra en el bloque de Occidente, los Estados Unidos, de los que Alemania, en particular la parte libre de Berlín, dependía también económicamente, sobre todo en la primera posguerra. De este modo, su música, su cine, su literatura, los conceptos e idiosincrasias presentes en su democracia liberal, y, en particular, la fiebre consumista y modernizadora impregnaron la sociedad y el cine alemanes tanto como el conocimiento y el reconocimiento de su verdadera naturaleza nacional a la vista de su unificación bajo el Imperio en el siglo XIX y lo acontecido en las dos guerras mundiales, y marcaron su renacimiento y reconversión como democracia moderna en una economía de mercado homologable a las del resto de Occidente. Pasado nacional y presente y futuro globales, con sus respectivos tipos humanos y mecanismos de relaciones conviven así en un cine que, en general, retrata la desorientación de una sociedad que busca un nuevo rumbo, hasta entonces inédito en su historia, en un contexto de Guerra Fría en el que el fragmentado territorio alemán es, además, punta de lanza de ambos bloques. En el caso de Fassbinder, como en el de otros de sus compañeros, particularmente Wenders, esa mezcla de admiración, asimilación, recelo y resistencia hacia la colonización económica y cultural americana, la referencia constante del cine y la cultura estadounidenses asociados a su hegemonía capitalista, conviven con una mirada crítica, no exenta de un humor muy característico, hacia esa nueva sociedad que se reconfigura de acuerdo a unas nuevas realidades impensables solo unos años atrás, un salto evolutivo que la hace recorrer más distancia en veinte años que en los ochenta previos. Un salto que también puede contemplarse en la filmografía de Fassbinder, de la modernidad de bajo presupuesto de sus inicios a sus más elaboradas, enriquecidas y sólidas puestas en escena de su último periodo, un cambio progresivo del que esta película de 1974 constituye el punto crucial de inflexión. En este aspecto, el título original, que al español puede traducirse como «El miedo se come el alma», resulta mucho más ilustrativo y adecuado que el empleado para comercializar la película en España.

La idea para la trama puede remontarse unos años atrás, cuando un personaje de otra de sus películas, precisamente El soldado americano (Der Amerikanische Soldat, 1970), la camarera de hotel que interpreta Margarethe von Trotta, menciona el matrimonio de una conocida, una tal Emmi, con un extranjero musulmán de nombre Alí. Es aquí, por tanto, donde se cuenta el origen y el desarrollo de esta relación aludida por Von Trotta, desde que Emmi Kurowski (Brigitte Mira), una viuda de en torno a los sesenta años que se gana la vida haciendo tareas de limpieza, entra para resguardarse de la lluvia en un café frecuentado habitualmente por trabajadores inmigrantes, entre ellos Alí (El Hedi ben Salem). La apuesta, el desafío de la camarera del bar (y amante ocasional de Alí) para que saque a bailar a aquella extraña cliente con la música de la gramola, da inicio a una relación que comienza desde la soledad, a través del respeto y la palabra, y se dirige hacia el matrimonio. Emmi y Alí hablan, este la acompaña a casa, y ya desde la mañana siguiente, acepta ocupar una habitación que ella tiene disponible. Su relación levanta un gran escándalo entre todas las partes. Las compañeras de trabajo de Emmi, con las que hace tertulia durante el almuerzo en el rellano de la escalera entre piso y piso del edificio que limpian -en un guiño a Murnau y su clásico El último (Der Letzte Man, de 1924)-, le dan de lado; sus vecinas la miran suspicaz, entre la socarronería y el desprecio (y tal vez la envidia), y hacen comentarios hirientes y denigrantes a sus espaldas; el tendero del comercio habitual donde compra se niega a atenderles; sus hijos, conmocionados, rompen con ella. Por el lado de Alí la situación no es mucho mejor. En el bar sufre el resentimiento de su antigua amante; sus anteriores compañeros de piso, trabajadores marroquíes como él pero más holgazanes, insensibles y descerebrados (porque la película no se embelesa con la supuesta bondad natural del inmigrante o del pobre, como tampoco, naturalmente, lo condena, sino que ofrece todo el espectro del cuadro real), lo convierten en objeto de sus risas y sus bromas. La pareja se ve así obligada a centrarse en ella misma, y eso va creando las primeras fisuras en su confianza y su respeto, que amenazan con hacer naufragar el matrimonio y los distancian antes de que se planteen la posibilidad de recapacitar y recomponer lo que se ha roto en ese amor aparentemente improbable que habían logrado hacer posible. Las cosas, sin embargo, han ido cambiando a su alrededor mientras el amor se deterioraba. La progresiva aceptación de la relación por parte de las vecinas, de las compañeras de trabajo, del tendero, de los hijos de Emmi, de los amigos de Alí, etc., viene condicionada por la necesidad que cada uno de ellos tiene de Emmi o de Alí. Es el interés, la necesidad de resolver un problema material que cada uno de ellos presenta, lo que conduce a la asimilación y la aceptación del matrimonio de Emmi y Alí justo en el momento en que son ellos los que empiezan a cuestionarlo, a replanteárselo.

Fassbinder se recrea en el melodrama excesivo y teatral (fuente de inspiración, en versión aún más kitsch y desmesurada, a menudo hasta lo ridículo, de Pedro Almodóvar), con una puesta en escena minimalista y estática de evidente parentesco con la filmografía de Aki Kaurismäki (“hay más ideas en una secuencia de Fassbinder que en toda la filmografía de uno de esos modernos gafapasta”, ha dicho del alemán el cinesta finés), para, a través de un foco extremadamente realista a diferencia del maestro alemán Douglas Sirk, que llevó el melodrama de Hollywood a las más altas cotas de perfección formal combinadas con la más devastadora carga crítica implícita, retratar sin concesiones los sueños, los miedos, las miserias y las debilidades de sus contemporáneos desde la sinceridad más elocuente y estremecedora, sin sentimentalismos pero con sensibilidad, con sencillez formal pero también con una intrincada sofisticación emocional y moral que brotan en su mayor parte de la vehemencia de las excelentes interpretaciones de la pareja protagonista. El drama va de lo particular a lo general. La repercusión de la relación de Emmi y Alí en su entorno y su proceso de transformación hasta la asimilación y la aceptación total transita desde el drama social con tintes racistas al retrato político de la relación de Alemania con los extranjeros, ya sean los trabajadores inmigrantes o la gran superpotencia que marca los destinos económicos, culturales y sociales del país: la clave para desenvolverse en el tejido de complejidad de estas relaciones reside en el entendimiento mutuo a partir de las necesidades comunes a cubrir y satisfacer. Este es el único camino para componer y mantener una armonía estable que permita la consecución de objetivos conjuntos sin renunciar a la propia identidad, desde el respeto, el reconocimiento y la identificación con el otro, pero también sin engañarse, ocultar o dulcificar los problemas de convivencia.

Libertad al vuelo: Kes (Ken Loach, 1969)

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Un conocido presunto crítico de cine, que se dedica desde hace años a hablar de sí mismo y de sus gustos personales en uno de los principales periódicos de España, hablaba hace poco de los «idiotas e impostores de siempre, expertos en disfraces según las modas», que acusan a Ken Loach «de hacer un cine panfletario y facilón». Justo después, no obstante, en la frase siguiente, admitía que «hay subidas y desfallecimientos en su obra, que a veces ha sido simplista o cercana al maniqueísmo en su concepción de buenos y malos», lo cual le acerca peligrosamente a la idiotez, a la impostura y al disfraz (bueno, en esto lleva metido décadas, con el inexplicable beneplácito de su pesebre mediático y de cierto público fiel) que él mismo critica. Como salvables, citaba a continuación únicamente siete películas de una filmografía de más de una treintena de títulos, además de múltiples proyectos para televisión, con lo que su entrada en el grupo de la incongruencia, la idiotez, la impostura y el disfraz es ya completa. Entre estas películas, según él, especialmente «reivindicativas y humanistas» señalaba Kes, de 1969. Sin necesidad de circunloquios, postureos ni volatines grandilocuentes, ciertamente cabe apreciar una etapa en la filmografía de Ken Loach en que el poder del subtexto resulta inmensamente más efectivo que la burda explicitud de su estilo posterior, en particular desde que se iniciaron sus colaboraciones con Paul Laverty. En concreto, Kes plantea una estupenda conjunción de discurso social y poesía visual para sugerir evitando el subrayado, para huir del sermoneo moral tan querido del director (y de su guionista) en las últimas décadas y abrazar un discurso sutil pero demoledor, para construir y presentar un fragmento de verdad sin subrayados, sin maniqueísmos ni la búsqueda a toda costa del aplauso de los baluartes de la supuesta legitimidad moral de las ideologías de izquierda.

Elementos inicialmente divergentes confluyen así en el complejo dibujo de una situación aparentemente sencilla. Billy Casper (David Bradley) es un muchacho triste y solitario que malvive en una pequeña ciudad minera de Yorkshire. Malvive porque, mire donde mire, no hay más que soledad, desconsuelo y una absoluta carencia de futuro. Su familia está rota: su padre está ausente; la madre (Lynne Perrie) anhela desesperadamente la estabilidad (emocional, familiar, económica) perdida; su hermano Jud (Freddie Fletcher), embrutecido pese a su juventud por las largas y peligrosas jornadas de trabajo en la mina, y con el que comparte cuarto y cama de su casa diminuta, es un elemento hostil en su propio hogar. Tampoco tiene amigos con los que paliar sus carencias afectivas; más bien al contrario, es objetivo fácil en la escuela, constantemente ninguneado, objeto de burlas y del agrio humor de los profesores más irritables y peor dotados para la enseñanza. Incluso es reiteradamente humillado por el profesor de gimnasia, el más niño de la escuela, que juega al fútbol con sus alumnos al tiempo que arbitra, juez y parte todo en uno, que ve las faltas o concede o anula goles o penaltis según se trate de su equipo o no, en especial si él protagoniza las jugadas (hasta ordena repetir un penalti que le han parado, bajo un falso pretexto en forma de decisión técnica arbitral, con tal de marcarle a su tembloroso pupilo el gol que previamente ha fallado). Tampoco su trabajo como repartidor de periódicos le concede mayor aliciente que unos pocos peniques con los que sufragar algún capricho, porque el grueso de lo que gana debe entregarlo en casa. El azar, sin embargo, le da un pequeño respiro; la naturaleza viene en su ayuda: demasiado joven para sentirse, como su hermano, atraído por la bebida y las chicas, Billy descubre un pequeño nido de halcón y, súbitamente interesado, decide criarlo y amaestrarlo. Esta labor no solo trae un aliciente anímico y vital a Billy, sino que despierta en él esos instintos de maduración y de gusto por la vida, por sentirse activo, por vislumbrar un futuro, que su familia y la escuela no le proporcionan. El adiestramiento de Kes, su halcón, sigue así en paralelo a su naciente construcción como persona, como entidad dentro de su invisibilidad en el colegio. De igual modo, los vuelos de Kes, los paseos de Billy por prados, bosques y jardines cercanos, el descubrimiento de sus evoluciones y aptitudes, contrastan con la cárcel social y económica (plasmada en su desaliño constante, la suciedad de su cara, sus manos y sus ropas) en la que Billy se desenvuelve, imagen del turbio panorama moral que lo rodea. La libertad que vive gracias a Kes frente a las constricciones impuestas por las personas de su entorno, la vida natural frente a los artificios, obligaciones y coerciones de la vida en sociedad, del «deber ser» que presiona a un muchacho sin horizontes vitales, que carece de las herramientas para su consecución.

Después de narrar varios fracasos consecutivos (sus aventuras como portero del equipo, el insultante trato recibido por el profesor de gimnasia, los golpes que le procura el director como medida disciplinaria), tras los que queda patente el desamparo del joven ante familiares, compañeros y profesores, Billy toca el cielo, como siempre en su caso, sin querer, sin buscarlo ni pretenderlo, en la secuencia en la que, en clase, deben contar ante sus compañeros algo de sí mismos: azuzado por sus compañeros entre las risas y las humillaciones habituales, Billy cautiva a su auditorio contando sus aventuras con Kes. No solo desarrolla sus capacidades verbales y de expresividad como no ha hecho antes en ningún momento del metraje; es el centro de atención, probablemente, por vez primera en su vida. Billy se crece, da detalles, gesticula, se esfuerza por explicar, usa palabras que casi nunca pronuncia, comparte y transmite la enriquecedora experiencia en libertad con Kes, el brillo, la emoción, el amor saltan a su rostro. Profesor y estudiantes le escuchan embelesados y aprueban finalmente, por una vez, a Billy, cuya percepción, desde entonces, cambia para todos. Naturalmente, el historial previo de Billy no invita al optimismo, y su hermano Jud viene a confirmarlo. Pero Billy ya no es el mismo, posee la fuerza para levantarse y oponerse al mal fario que le persigue, y, aun derrotado, ha dado un paso que no tiene vuelta atrás. Resignado, dolido, pero vencedor, ya conoce el camino de la vida, ya sabe por dónde sale el sol. Billy podrá seguir recibiendo reveses, pero ya nunca nadie lo derrotará.

A diferencia de muchos de los trabajos posteriores de Loach, la película, seca, desnuda, directa, carece de maniqueísmos. Si bien la autoridad educativa, salvo una excepción, no sale bien parada (la escuela, incluida la infraestructura administrativa que la une a la oficina de empleo, en la cual piensan desde el principio derivar a Billy al trabajo en la mina, como su hermano) y es retratada como un organismo negativo y represor, los personajes, por sí mismos (salvo el patético profesor de gimnasia) no poseen una única dimensión. No solo son capaces de lo mejor y de lo peor, sino que incluso el punto de vista moral de ciertas acciones se invierte: así, el robo por parte de Billy de un libro de cetrería en el que espera encontrar el método para adiestrar a Kes, no se presenta en especial como una acción puramente condenable sino como un paso necesario para la empancipación emocional del muchacho, para su descubrimiento de la vida. En este sentido, las secuencias que Billy y Kes comparten, sus paseos por el campo, el diálogo que Billy mantiene constantemente con él, los vuelos alrededor del reclamo que el joven agita a su alrededor, los viajes que el halcón hace del cielo a su guante, son uno de los más hermosos cantos a la libertad y a la juventud filmados en los años sesenta. Una película que no puede escatimar su adscripción a su tiempo, el Free Cinema y las convulsiones resultantes de la primavera del 68, pero que es también uno de los más logrados tributos al paso de la primera juventud a una prematura madurez adquirida a través del dolor. Un logro que pocas veces Ken Loach ha vuelto a igualar.

Canto a la enseñanza – Hoy empieza todo (Ça commence aujourd’hui, Bertrand Tavernier, 1999)

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Hermosísima película, bellísima, de una contención prodigiosa, de una impresionante mirada, profunda, limpia, también cruda, sobre la importancia crucial de la enseñanza como mayor oportunidad, tal vez única, en un entorno de calles sin salida, zancadillas y barricadas socioeconómicas. Una reivindicación necesaria, imprescindible, del papel del educador, de su función formativa, cultural, social, como uno de los pilares básicos de la vida en democracia y libertad, como acicate primordial del crecimiento personal. Y una llamada de atención sobre las trabas de la burocratización, los presupuestos recortados, las trampas políticas, los recovecos administrativos, los pretextos alegales con que los poderes interesados en la desigualdad minan todo desarrollo, toda iniciativa, toda vocación para la construcción de un horizonte más abierto, plural y lleno de posibilidades para todos. La puesta en escena de Tavernier, sencilla (que no simple), naturalista, próxima en muchos aspectos al documental, transmite al espectador una sensación de proximidad, de autenticidad, de verdad narrativa, contraria a toda idea de proceso fílmico manufacturado, a los postulados dramáticos de la tragicomedia lacrimógena de diseño. La película respira poesía cotidiana, el lirismo de las pequeñas cosas, pero también la fuerza del alegato, del discurso crítico. La contundencia de la determinación, la sensibilidad del combatiente por una causa justa, irrenunciable.

En una comarca minera del norte de Francia, sacudida por la reconversión industrial, con altísimas cifras de paro, escasez de subsidios, tijeretazos gubernativos en gasto social y educativo, Daniel Lefevre (Philippe Torreton) es maestro y director de una escuela infantil situada en un barrio marginal de una pequeña ciudad afectada por el cierre de las minas. Su día a día transita entre la debida atención a sus alumnos, sus funciones de supervisión y gestión de los recursos de la escuela y el continuo diálogo con padres e instituciones educativas y sociales, siempre complicado, siempre dificultoso, inevitablemente frustrante. La delicada coyuntura económica y social de la región tiene consecuencias terribles: niños mal alimentados, otros que presentan huellas de maltrato, padres carentes de recursos que no pueden satisfacer las cuotas de la escuela pendientes de abono… El mayor drama lo presenta la familia Henri: la madre, alcohólica, desatiende a sus hijos. Una tarde, incluso llega a abandonarlos en la escuela, al cuidado de Daniel, dándose a la fuga. Daniel, junto a otros compañeros, viven su oficio como una vocación integral, no vacilan en invertir tiempo, esfuerzos, a veces incluso dinero de su propio bolsillo, en ayudar en lo que pueden a las familias menos favorecidas. No tanto por un sentimiento de deber cívico, por valores de solidaridad asociados a determinadas ideas políticas, por piedad o por compasión; es el bienestar de los niños, el sentido de su trabajo, de su razón de ser profesional, lo que pretenden salvaguardar y proteger. La esperanza (el padre de la familia Henri encuentra trabajo como conductor de camión) convive cotidianamente con la frustración (el combate desesperado contra la administración en busca del mantenimiento de los recursos que permitan prestar un servicio digno), la lucha (la ayuda de una trabajadora social que, como Daniel, hace de su empleo el sentido de su vida), con la resignación y el fracaso (el triste destino de la familia Henri). La película presenta un mosaico de situaciones, pedacitos de vida, trozos de realidad, un prisma de territorios humanos sometidos a la presión de un mundo injusto y desigual, tomando como vehículo la vida de un profesor y director de escuela que ve cómo sus problemas laborales saltan la frontera de la vida privada (he aquí, probablemente, el aspecto más débil de la película, el tópico más o menos folletinesco del contraste entre su relación con los alumnos y los padres y la que mantiene con su pareja y el hijo de esta, o su propia condición de hijo afrontando la hospitalización de su padre).

Bertrand Tavernier construye su relato con sensibilidad pero sin sentimentalismo, sin escatimar en dureza ni hacer ascos a pequeñas chispas de humor, la tragicomedia de la vida, con un explícito espíritu crítico que funciona en múltiples direcciones (de la ceguera interesada de las administraciones a la frustración de los gestores bienintencionados y honestos que se ven atados por las decisiones políticas y las reducciones presupuestarias; de los padres que luchan y no se resignan a los que se rinden a la desesperación o hacen caso omiso de su responsabilidad permitiendo que sus hijos crezcan embrutecidos, violentados frente al entorno hostil que los coarta y corrompe), Continuar leyendo «Canto a la enseñanza – Hoy empieza todo (Ça commence aujourd’hui, Bertrand Tavernier, 1999)»

Ese otro cine español – Felices Pascuas (Juan Antonio Bardem, 1954)

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La primera película de Juan Antonio Bardem como director en solitario, Felices pascuas (1954), a priori parece una Canción de Navidad para pobres: Juan (Bernard La Jarrige), barbero de profesión, es agraciado con el Gordo de la Lotería de Navidad y, aunque es un premio modesto (unas 15.000 pesetas), insiste en que tanto él como su mujer, Pilar (Julita Martínez), que hace manicuras en un salón de belleza, abandonen sus empleos. Solo cuando regresa a casa descubre que sus papeletas se han esfumado en participaciones repartidas entre el vecindario, y que lo único que le ha tocado en realidad es un cordero en una rifa en la que jugaban el mismo número. Una vez pasado el disgusto, la perspectiva de cenar cordero en Nochebuena no parece tan mala, aunque hay un leve inconveniente: el cordero está vivo y habría que sacrificarlo, y los hijos del matrimonio se han encariñado con él…

En los 85 minutos de película coexisten dos planos diferenciados: el evidente, la comedia costumbrista de tono moralizante, humor blanco y corte sentimental, en la que la proximidad de la Navidad y la presencia de niños y de mascotasmarca el tono general y desempeña un papel relevante, fácilmente atribuible a la labor en el guión de José Luis Dibildos y Alfonso Paso; por otro lado, el oculto, el subterráneo, que viene a coincidir más bien con los postulados artísticos e ideológicos del coguionista Bardem en cuanto al retrato crítico de la sociedad española de la posguerra. El primero carece de interés, o bien este se circunscribe a los cánones del sentimentalismo más alimenticio; el segundo, en cambio, si bien amortiguado y por fuerza nada explícito, bien visto resulta casi revolucionario: solo así se explica que en el cine español de los 50 un personaje pueda gritar a voz en cuello «¡Viva la libertad!», teniendo en cuenta además que se lo grita a su jefe, un tipo bajito, regordete, calvo y con bigotito, al que por añadidura tilda de mandón y tirano. Esta lectura contestataria, que alcanza a estamentos como el clero, la policía o el ejército franquistas (incluido un amago de guerra civil involuntaria, producto de la incompetencia y estupidez del estamento en cuestión) es la que hace estimable este film de Bardem, por lo demás discreto.

Otro de las aspectos estimulantes de la cinta es la aparición de caras conocidas en pequeños papeles, que compensan, al menos en parte, el poco atractivo de la pareja protagonista (una insulsa Julita Martínez y un francés soso, poco dotado para la comicidad, que obliga a demás a que todo el metraje sea doblado al castellano en estudio, con la consiguiente pérdida de espontaneidad y cercanía). Para empezar, el propio director se incluye como recadero del bar en cuyo teléfono la familia espera noticias sobre el hallazgo de Bolita, apelativo del cordero protagonista una vez que es ya admitido como uno más de la familia, aunque son dos actores, patrimonio artístico español, los más relevantes: el primero, un joven Manuel Alexandre como recluta poco interesado en los rigores castrenses, fugado del cuartel y necesitado de regresar antes de que se haga el recuento, y el segundo, José Luis López Vázquez, taxista del que depende el accidentado tránsito final de la familia para su feliz reunión en torno a la mesa navideña. Continuar leyendo «Ese otro cine español – Felices Pascuas (Juan Antonio Bardem, 1954)»

Ese otro cine español: Los dinamiteros (Juan García Atienza, 1964)

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De la fructífera fórmula de coproducción tan frecuente en Europa desde los años cincuenta, y que, tras la cumbre que supusieron las décadas de los sesenta y setenta, se mantiene de forma intermitente pero incesante hasta hoy, destaca la cooperación hispano-italiana como fuente de un amplio catálogo de títulos de todo género (con predilección por el terror, el policíaco, el bélico y el western) y nivel de calidad, algunos de ellos, los menos, auténticos hitos del cine mundial. Entre los más desapercibidos, pero también entre los mejores, se encuentra Los dinamiteros (Juan García Atienza, 1964), obra mayor del cine español que puede encuadrarse en el subgénero de robos y atracos cometidos por miembros de la tercera edad. Más allá de etiquetas, la película supone una mirada tierna, pero también crítica y burlona, de la sociedad española de la dictadura, en la línea de las grandes películas de los Berlanga y Bardem o de los guiones de Azcona, aunque excede estos límites y puede considerarse incluso un cuestionamiento de la cuota de injusticia que conlleva el desarrollo económico ligado al capitalismo salvaje.

Don Benito (José Isbert), Don Augusto (Carlo Pisacane) y Doña Pura (Sara García) viven de la pensión que reciben de una Mutua a primeros de mes, ocasión que aprovechan, mientras hacen cola, para ponerse al día de sus respectivas vidas, del pasado, de sus familias, de sus achaques… Uno de esos días de cobro, tienen conocimiento del mal estado de salud de Don Felipe, otro de sus conocidos mutualistas, ingresado en el hospital y cuyo diagnóstico invita a pensar en el peor de los desenlaces. Sabedores de su soledad y de sus estrecheces económicas, se percatan de que no tendrá bastante dinero para un entierro digno, y deciden pedir un adelanto en la Mutua, que les da largas. Decepcionados, y cuestionándose la utilidad de la pertenencia a una entidad que en el momento crucial no sirve de ningún apoyo, establecen paralelismos con sus casos particulares: Don Benito aspira a construirse un buen panteón para que el día de mañana sus restos reposen junto a los de su esposa, pero carece del capital para costearlo, aunque sí tiene un diseño que le gusta y conoce a la persona adecuada para erigirlo; Don Augusto y Doña Pura son más terrenales: a él le gustaría nadar en dinero para darse la gran vida, viajes, mujeres, lujos, comodidades, para disfrutar el tiempo que le queda; ella querría ayudar a su hijo y a su nuera (Paolo Ferrara y Lola Gaos), en cuya casa vive. La sensación de desamparo y el destello de fantasía que les producen sus respectivos sueños les llevan a conformar un descabellado plan: volar la caja de la Mutua y hacerse con sus fajos de billetes.

Los dinamiteros, cuyo título nada tiene que ver con los anarquistas (aunque, sin duda, haría erizar el vello de más de un censor), navega continuamente en un tono agridulce, si bien con un barniz de comedia que la hace grata, amable y, por momentos, hilarante. Inspirándose en novelas de tapa blanda compradas en los quioscos y en películas de serie B, los protagonistas trasladan a la cotidianidad española de un terceto de ancianos de los sesenta las claves y los lugares comunes del género negro, sección atracos, dándoles forma, adaptándolos a su realidad más inmediata. Continuar leyendo «Ese otro cine español: Los dinamiteros (Juan García Atienza, 1964)»

Ese otro cine español: Carlos contra el mundo (Chiqui Carabante, 2002)

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Dentro de la maraña de óperas primas de todo género y pelaje tan abundantes en el cine español de finales de siglo XX y comienzos del XXI, Carlos contra el mundo (Chiqui Carabante, 2002), drama con tintes de comedia protagonizado por el excelente Julián Villagrán, ocupa por derecho propio un lugar de honor.

Extrañamente madura para tratarse de un debut, sólida en su planteamiento -especialmente impactantes las dos primeras secuencias, de signo y tonos totalmente antitéticos, que describen a la perfección el sube y baja dramático y humorístico del que se compone la cinta y muestran ya el talento y el acierto en la realización- y tanto o más en su desarrollo, huyendo de las tentaciones del lugar común y de excesos de todo tipo, al mismo tiempo contenida y torrencial, con un sabio manejo de la tensión y sin perder un ápice de interés a lo largo de sus 90 minutos, la película alterna continuamente lecturas cómicas y tremebundas de lo que es el patético relato de la triste realidad de un protagonista que no quiere crecer y al que las circunstancias obligan a colocarse en el papel de cabeza de familia. Tras la -como mínimo curiosa- muerte del padre, Carlos, con apenas veinticinco años, debe abandonar su mundo de tebeos, salidas nocturnas, trapicheos y drogas blandas por los suburbios de un barrio obrero de Málaga, para labrarse una posición económica y social que le permita sacar adelante a su madre viuda (que, de momento, sale a la calle con su tenderete de tabaco de contrabando para obtener ingresos) y a su hermano pequeño. La solución, a priori, se presenta fácil: trabajar a las órdenes de su primo (Juanma Lara) en su negocio de cachivaches para turistas y suministro de bagatelas para tiendas de chinos. No obstante, eso le obliga a vestirse de botella de Tío Pepe y pasarse todo el día al sol con el carromato, además de aguantar los delirios de grandeza de empresario emprendedor y hecho a sí mismo de su primo, y soportar su carácter hosco y antipático, por no hablar de las horrendas comidas dominicales. Carlos prefiere robar carburadores junto a un colega del barrio (Manolo Solo), y pulirse las ganancias en cervezas y maría. Con idea de huir de su primo, y al mismo tiempo contentar a su madre, que no deja de presionarle, Carlos, que tiene alma de artista, encuentra un excelente refugio temporal: la mentira. Continuar leyendo «Ese otro cine español: Carlos contra el mundo (Chiqui Carabante, 2002)»

Diario Aragonés – Redención (Tyrannosaur)

Título original: Tyrannosaur

Año: 2011

Nacionalidad: Reino Unido

Dirección: Paddy Considine

Guión: Paddy Considine

Música: Dan Baker y Chris Baldwin

Fotografía: Erik Wilson

Reparto: Peter Mullan, Olivia Colman, Eddie Marsan, Ned Dennehy, Sally Carman, Samuel Bottomley

Duración: 92 minutos

Sinopsis: Joseph, un viudo solitario, alcohólico y traumatizado, conoce en una de sus explosiones de autodestrucción a Hannah, una mujer de poderosos sentimientos religiosos que vive una desorientada vida de dolor y pérdida. Ambos se apoyan mutuamente y descubren que puede haber amor y amistad incluso en lo más oscuro del túnel del fracaso.

Comentario: Aclamada en festivales y certámenes de medio mundo, el debut en la dirección de Paddy Considine es una de esas películas no aptas para espectadores que acuden a las salas a “entretenerse”, a “no pensar”, a no asistir a desgracias ajenas porque se tiene bastante con las propias… Considine apuesta por una durísima historia, por un realismo social profundo y descarnado en la línea de Ken Loach (y del propio protagonista, y también director, Peter Mullan) pero descargada de subrayados ideológicos y discursos panfletarios, y con un apreciable grado de estilización visual. Vehículo de abundantes y pertinentes denuncias, como la soledad de los mayores, la situación de las mujeres maltratadas, la falta de futuro en los barrios obreros marginales, la desatención a los niños, el problema de la tenencia de perros peligrosos, el desarraigo, la pérdida, el fracaso…, la película sin embargo huye de ensayos retóricos y tesis explícitas para desarrollar todo su completo y complejo contenido a través de la relación de Joseph (Peter Mullan) y Hannah (Olivia Colman), en su encuentro y en el redescubrimiento recíproco en el otro de todo aquello que creían perdido. Sus respectivos dramas son desgranados, dosificados con cuentagotas, demoledores en lo que se sospecha, contundentes, cruentos en lo que se conoce, impactantes en lo que se ve.

Considine maneja a la perfección el ritmo pausado, reflexivo, casi solemne, con el que presenta la historia, un tanto rígida, contemplativa en algunos momentos, un poco envarada, sin demasiada fluidez, tampoco especialmente original ni nueva, pero brillante en su levemente optimista conclusión, cuya mejor baza son las interpretaciones y la química demostrada por Mullan, soberbio, intachable, y Colman, que compone a la perfección a la mujer sometida, dominada, explotada, ninguneada, que encuentra en otras personas y en otros ambientes la autenticidad personal que su marido ha anulado con el tiempo y la violencia [continuar leyendo]

Diario Aragonés: También la lluvia

Título original: También la lluvia

Año: 2010

Nacionalidad: España

Dirección: Icíar Bollaín

Guión: Paul Laverty

Música: Alberto Iglesias

Fotografía: Alex Catalán

Reparto: Luis Tosar, Gael García Bernal, Raúl Arévalo, Karra Elejalde, Juan Carlos Aduviri, Carlos Santos, Dani Currás

Duración: 104 minutos

Sinopsis: El equipo de rodaje de una película española llega en abril de 2000 a Cochabamba (Bolivia), atraído por los bajos costes de producción, la gran presencia de población indígena y las facilidades dadas por las autoridades, para filmar una película sobre Cristóbal Colón y el descubrimiento de América. La puesta en marcha del rodaje coincide con el desencadenamiento de la llamada Guerra Boliviana del Agua, conflicto político, económico y social motivado por la privatización gubernamental de las aguas de la zona y su venta a una multinacional extranjera que provocó la rebelión social de los más desfavorecidos y una brutal represión por parte de la policía y el ejército bolivianos.

Comentario: El gran valor de la última película de Icíar Bollaín, nominada en 13 categorías a los premios de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, reside en la profunda, rica y contradictoria complejidad de su propuesta, una estructura en la que se ensambla perfectamente el discurso ideológico, elaborado desde la combatividad política y moral de la mejor tradición del cine social, con el tema del cine dentro del cine examinado tanto desde el punto de vista de la convivencia de los profesionales que integran un rodaje como desde la naturaleza de las relaciones entre esos mismos individuos y el propio medio cinematográfico. Al mismo tiempo, plantea una oportuna reflexión acerca del carácter educativo y pedagógico del cine y de sus posibilidades como instrumento para la transmisión y la difusión de la cultura, así como de su decisiva importancia, dada su dimensión como medio de comunicación y de entretenimiento, como herramienta imprescindible para la reivindicación de un sustancial cambio político, económico y social a nivel global.

En También la lluvia conviven por tanto tres planos diferentes íntimamente relacionados y sobre cuya interacción descansa la fuerza de su mensaje [continuar leyendo].

Monumento a Anna Magnani: Bellissima, de Luchino Visconti

Esta notable película de Luchino Visconti resulta inconcebible sin su protagonista, la gran Anna Magnani. O mejor dicho, su coprotagonista, ya que este papel se reparte por igual entre esta madre coraje que lucha denodadamente por convertir a su hija en una estrella de cine, y el propio medio cinematográfico, o más propiamente, los entresijos del negocio, la falsedad, la frivolidad y la hipocresía que no pocas veces lo gobiernan.

En la Roma de postguerra, Maddalena (Anna Magnani) concurre con su hija María a un casting que el director Alessandro Blasetti está llevando a cabo en Cinecittà para escoger a la niña que ha de protagonizar su próxima película. Son decenas, cientos, las madres que acompañadas de sus hijas, más o menos dotadas para la interpretación, más o menos cercanas al perfil exigido por la convocatoria, llenan pasillos, patios y salas de los estudios esperando su turno para mostrarse ante el cineasta y presentar su candidatura al estrellato cinematográfico. La rivalidad se acentúa a cada instante, y más que las pobres niñas, muchas de ellas llevadas allí, como en el caso de María, más por el capricho y las necesidades maternas que por gusto o ambición personal, son las madres las que compiten en una dura carrera, a veces en sentido literal, por ser las primeras, las más llamativas o las más favorecidas, en el instante en que desfilen ante los ojos del gran hombre. La obsesión de Maddalena es tan grande, sus esperanzas en que una carrera cinematográfica pueda deparar a la pequeña María un futuro menos dificultoso que el que ella misma ha vivido junto a su esposo Spartaco, hacen que vuelque todo su entusiasmo y su amor en la empresa, incluso contra la voluntad del marido y sin contar demasiado con los deseos de la niña, que se ve forzada a seguir medio a rastras a su madre a todo aquello que pueda facilitar el cumplimiento de sus sueños de celuloide. El problema es que el antojo de la madre pone en riesgo el futuro de la familia: en la Italia deprimida y hambrienta de 1951, Maddalena no vacila en gastar importantes sumas en el fotógrafo y el peluquero de la niña, en las clases particulares de interpretación, en la confección de un guardarropa a medida o en un carísimo estudio de ballet, empeños todos ellos saldados con fracasos. El colmo es la aparición de Alberto, un joven agente de los estudios, un vividor con pocos escrúpulos que se aprovecha de Maddalena y, prometiéndole el éxito seguro de sus gestiones, se concentra en sacarle todo el dinero que puede con promesas vanas de introducir a la niña en las pruebas, a la vez que intenta ser recompensado por la madre. Continuar leyendo «Monumento a Anna Magnani: Bellissima, de Luchino Visconti»