Charles Dickens y el cine en La Torre de Babel de Aragón Radio

Nueva (brevísima) entrega de la sección de cine en el programa La Torre de Babel, de Aragón Radio, la radio pública de Aragón, en este caso dedicada al 150º aniversario de la muerte de Charles Dickens (9 de junio de 1870) y a la influencia de este autor británico en el mundo del cine.

(desde el minuto 20:53)

Domesticación a la americana: Jóvenes prodigiosos (Wonder Boys, Curtis Hanson, 2000)

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De esta película de Curtis Hanson apenas se recuerda únicamente Times Have Changed, el tema de Bob Dylan que incluye la banda sonora y que en clave subterránea parece dialogar con su célebre éxito The Times They Are a-Changin’, uno de los más vigentes símbolos de la «contestataria contracultura» norteamericana de la década de los sesenta. Y en cierto modo es así, puesto que la película, como el hecho de que una canción del antaño «rebelde» Dylan terminara adornando una producción de un gran estudio de Hollywood (Paramount, en este caso), trata en realidad, aunque cabe pensar que involuntariamente, sobre ese proceso de domesticación generalizada que de la América de la cultura undergound, la revolución sexual, el antimilitarismo, el feminismo, el ecologismo y la profundización en los derechos civiles derivó en los ochenta hacia el neoliberalismo más salvaje, la liberalización económica total, la mercadotecnica absoluta, la publicidad omnipresente, la consideración de todos y cada uno de los aspectos de la vida como bienes mercantiles, el éxito y la popularidad como máxima cima de la realización individual y la proclamación de los valores de la América de los años cincuenta como la mejor de las Américas posibles, dinámica en la que continuamos y que se ha ido filtrando al resto de Occidente a través de las obras de ficción más comerciales. Y la película llega a coincidir en este punto, decimos, involuntariamente, porque, como tan a menudo sucede, juega a simular el discurso contrario, la vuelta a la independencia de pensamiento, a la libertad creativa, a la búsqueda de la originalidad, de una mirada concreta y personal del mundo ajena a condicionantes socioeconómicos y modas recaudatorias, a través de una perspectiva tan intelectual como sentimental y de un tono de drama ligero y comedia negra y agridulce, pero cuya conclusión no deja lugar a engaños ni espejismos.

La clave está en utilizar como protagonista a un personaje caótico, desastrado, inadaptado, sociópata, y reconducirlo al redil de la corrección, aunque los vericuetos que deba recorrer incidan momentáneamente en el desorden y la anarquía. Tocar fondo para tomar impulso, hundirse para renacer, sobrevivir, reaccionar, o mejor dicho, rectificar. Un profesor de literatura en una universidad del Este, Grady Tripp (Michael Douglas) es, además de un adicto a la marihuana, una vieja promesa literaria (su novela, La hija del pirómano, fue todo un bombazo editorial en su día) que siete años después de su debut se ve inmerso en una especie de bloqueo inverso: no es que se vea impedido a la hora de afrontar la escritura sino lo contrario, lo hace obsesiva, enfermiza, compulsivamente, prolongando hasta la extenuación y creando interminables ramificaciones de un borrador que supera ya holgadamente el millar de páginas y cuya finalidad, desarrollo y conclusión ni siquiera se atisba. Coincidiendo con el «Festival de las Palabras» organizado por su facultad, una especie de simposio literario en el que novelistas de éxito (como quien se hace llamar Q, interpretado por Rip Torn) conviven con estudiantes y jóvenes promesas, su editor (Robert Downey Jr.), que también anda en horas bajas y a punto de perder su empleo, le visita para interesarse por el estado del manuscrito, al tiempo que uno de los estudiantes de Grady, James (Tobey Maguire), un muchacho igualmente inadaptado, casi autista, que apenas se mezcla con sus compañeros, del que se mofan y se ríen, se revela asimismo como sorprendente escritor de una magnífica primera novela, todavía sin publicar. El rechazo al joven, unido a su talento, despierta en Grady sentimientos paternales, el deseo de tutelar las tribulaciones de James, de encauzar sus pasos, incluso cuando estos adquieren tintes más que grotescos: la muerte casi accidental del perro del decano de la facultad, un estudioso del matrimonio entre Joe DiMaggio y Marilyn Monroe, y la «desaparición» de la colección particular de este de una prenda que Marilyn lució precisamente el día de su boda con la estrella del béisbol. Pero la gran complicación vital que sacude la vida de Grady son las mujeres: recién abandonado por su tercera esposa (como las anteriores, una antigua estudiante mucho más joven que él), mantiene una relación adúltera, súbitamente aún más retorcida, con la mujer del decano (Frances McDormand), mientras recibe las atenciones de una joven y atractiva alumna que se aloja en la habitación de alquiler que oferta en su casa (Katie Holmes).

A pesar de basarse en el libro con tintes autobiográficos de Michael Chabon, Chicos prodigiosos, quien abordaba su propia experiencia durante la escritura de una novela de más de mil quinientas páginas que nunca llegó a publicarse, la película sirve a ese propósito de reconciliación con el mundo por parte de un personaje marginal descarriado que resume todos los tópicos en su caracterización: desastrado (viste ropa vieja y arrugada), mal afeitado y peor peinado, fumador de marihuana, bebedor sin límite y mal comedor, frustrado y desencantado de su profesión y atascado en su vocación, y pésimo a la hora de relacionarse con sus colegas y, sobre todo, con sus amantes. Haciendo suyo, en cambio, uno de los principios más conservadores de la sociedad americana, sus problemas empiezan a removerse, para resolverse, cuando adopta un punto de vista paternal, cuando ejerce de padre virtual y, a la postre, de esposo y padre real. Es decir, cuando se hace agente responsable. La vida Grady encuentra así su orden y su sitio, esto es, su realización, su lugar en el mundo, su armonía vital. La pose intelectual, cultural (filtrada a través del empleo de citas célebres, anécdotas de personajes famosos del cine y la literatura, referencias a obras y autores, o incluso sugeridas mediante la música, por no hablar del recurso a la marihuana o del hecho de que en el país del automóvil la esposa del decano posea un Citroën y una joven aspirante a escritora con voz propia conduzca un Renault 5), humorística y «alternativa» o «independiente» se ve una vez más así domesticada, retornada a la seguridad del rebaño y de los lugares conocidos y aceptados como deseables: el amor, la pareja, la familia, el éxito personal y la superación de los traumas propios a través del cumplimiento de un rol predeterminado en la sociedad. Todos los personajes, de alguna manera, sufren alteraciones en ese proceso que, mediante la desnaturalización de su ser previo, considerado a priori como tóxico o disfuncional, incompleto, improductivo, los convierte en seres sociales y, sobre todo, en solventes agentes económicos. De este modo, la película, con un sólido guión de Steve Kloves bien estructurado, con no pocos logros dramáticos y humorísticos (un humor negro que siempre esquiva el mal gusto) y un buen puñado de diálogos brillantes, una puesta en escena centrada en reproducir ese ambiente académico e intelectual ligado al mito de la «gran novela americana» y unas interpretaciones solventes, en particular Douglas, Maguire y McDormand, procura un entretenimiento inteligente y a ratos reflexivo que, salpicado de comicidad, paradójicamente renuncia a explotar su inteligencia hasta el último extremo en aras de conservar un principio moral que se considera superior, y que poco o nada tiene que ver con la independencia, la rebeldía y el hallazgo de una voz y un pensamiento propios, sino con la sumisión acomodaticia, el plegamiento al mercado y a los mandatos sociales, el utilitarismo y la asunción de los valores socioeconómicos predominantes como vehículo para el éxito y la realización personales. La domesticación, en suma, el gran éxito del sistema capitalista a través de la cultura enlatada.

Historias de la radio: 39escalones en el programa Electroletras, de TEA FM

 

Electroletras

Hace apenas unos días, quien escribe fue invitado por los conductores de Electroletras, Luisa Miñana y Fernando Sarría (porque Emilio aprovechó para bajar al bar a por unos bocatas de calamares…), el programa de TEA FM que, entre otras cosas, explora las relaciones entre la literatura y los medios de expresión audiovisual, predominantemente, aunque no sólo, digitales, para compartir unos minutos de agradable charla en torno a escritores que han dado el salto a la dirección de películas, y también sobre cineastas que han escrito libros.

Nos quedaron tantos nombres en el tintero y me sentí tan a gusto que les amenacé con convertirme en un okupa radio(a)fónico…

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Trenes que se escapan: Tierras de penumbra

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Para la memoria cinéfila que descansa en el sentido de la vista, Sir Richard Attenborough siempre será, además del hermano mayor del célebre naturalista británico de la televisión, David, el «Gran X», la cabeza visible, aunque camuflada, de esa organización subterránea -nunca mejor dicho- establecida por el mando de los cautivos aliados a lo largo de los distintos campos de prisioneros del Reich alemán durante la II Guerra Mundial en La gran evasión (The great escape, John Sturges, 1963). Para quienes tienen memoria corta y selectiva -para mal-, Attenborough siempre será el abuelito barbudo de la revisitación que Spielberg, a su manera, como siempre, hizo del mito de King Kong en su Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993). Pero además, Attenborough atesora una estimable carrera como director, prolongada a lo largo de más de cuatro décadas, que además de no pocos fiascos e irrelevancias varias, contiene títulos tan apreciables como Un puente lejano (A bridge too far, 1977), de inigualable reparto, por cierto, de esos que ya resultan imposibles de reunir, la oscarizadísima y excesiva Gandhi (1982), el musical A chorus line (1985), la controvertida y contradictoria -al menos para quien escribe- Grita libertad (Cry freedom, 1987), tan tan tan pretendidamente antirracista que termina siendo racista, o también Chaplin (1992), la biografía selectiva y algo sentimental de ese gran genio del cine que por aquí llegamos a conocer como Charlot. Un año más tarde, filmaría la que para muchos es su mejor película, Tierras de penumbra (Shadowlands, 1993), una verdadera joya que demuestra que en el cine son posibles varias cosas, para muchos, impensables.

En primer lugar, y empezando por lo más pedestre, este excepcional drama demuestra que Sir Richard Attenborough es capaz de filmar una película de una duración más o menos normal (125 minutos; prácticamente todas las reseñadas en el párrafo anterior exceden las dos horas y media, algunas por mucho, o por muchísimo), en este caso sin que la densidad y la solemnidad de la trama impidan que el tiempo quede absorbido y diluido en el creciente interés y el hipnótico poder que la sensibilidad de su historia y de sus imágenes ejercen sobre el espectador preparado. Minucias aparte, la película de Attenborough prueba dos aspectos más: que es posible impregnar el cine de literatura, de buena literatura, sin resultar estático, poco dinámico o excesivamente literario, y que se puede exponer en imágenes todo el dramatismo de una situación dura como es una enfermedad terminal sin resultar morboso, lacrimógeno o ñoño. La sobriedad en la construcción de historia e imágenes, la estupenda labor de puesta en escena (especialmente la minuciosa y detallista recreación de los ambientes académicos de Oxford, sus aulas, sus rituales, su vestuario y las relaciones humanas que se establecen en ellos), la magnífica fotografía de Roger Pratt, especialmente en los bellos exteriores escogidos de Oxfordshire y Herefordshire (Inglaterra) y las impactantes interpretaciones de Anthony Hopkins y Debra Winger, contribuyen decisivamente a otro hecho inusual; la película consigue capturar algo que en principio parece inaprensible para el medio cinematográfico: la esencia del dolor; su naturaleza dramática, triste y melancólica.

Este aspecto ya quedaba meridianamente desarrollado en el libro que inspira la cinta, Una pena en observación, la obra en la que el poeta y escritor C. S. Lewis (el inventor del mundo mágico de Narnia, universo de fantasía tan célebre entre los jóvenes como el de su contemporáneo -y amigo- J.R.R. Tolkien) recogió su experiencia real junto a la americana Joy Gresham, una mujer divorciada junto a la que, tras haberse acercado a él como una admiradora más de su obra, vivió una intensa y muy particular historia de amor espléndidamente trasladada al cine, con toda su sensibilidad y toda su crudeza, por Attenborough y el guionista William Nicholson. Pero en la película, este ensayo que disecciona el dolor con precisión y metodología casi quirúrgica, adquiere, merced a la calidez de su puesta en escena y a la notoria labor de interpretación y de dirección de actores, una talla notable, hasta el punto de convertirse por derecho propio en una de las mejores cintas de los noventa y uno de los dramas más poderosos de la historia del cine. Continuar leyendo «Trenes que se escapan: Tierras de penumbra»

Elemental, querido Holmes: Sin pistas (1988)

Acostumbrados estamos a que el cine, especialmente cuando proviene de Hollywood, adapte torpemente grandes obras literarias hasta el punto incluso de desvirtuar personajes inmortales introduciéndolos en situaciones estúpidas, sembrándolos de inconsistencias, incoherencias o características chapuceras de las que carecen en el original literario o, simplemente, alterando las tramas y situaciones hasta desnaturalizar las historias, sus claves, sus valores y sus protagonistas. Esto, que antaño era terreno exclusivo para la parodia, con el tiempo y el mal proceder de algunas producciones se ha convertido en moneda corriente; tal es así, que directamente hay obras literarias, cuanto más famosas en mayor grado, de las que no existe ni una sola adaptación potable. Pero, afortunadamente, también se da la situación contraria, la capacidad de unos pocos genios para, partiendo de personajes inmortales, ser capaces de innovar, de introducir matices, cambios, de atreverse a ir más allá con otras tramas, situaciones y vivencias alejadas de los libros de ficción o de las crónicas históricas, y resultar magníficas. Un caso palmario es la excelente Robin y Marian de Richard Lester (1976). Sherlock Holmes y el doctor John Watson, los eternos personajes de sir Arthur Conan-Doyle (contrariamente a lo que se piensa no obtuvo el título de caballero por su obra literaria detectivesca, sino por sus ensayos literarios sobre la guerra contra los bóers en África del Sur), han sufrido las dos caras de la moneda: reducidos a mera idiotez estrambótica por las películas de Guy Ritchie pero también elevados y santificados por la genial -aunque incompleta, mutilada- La vida privada de Sherlock Holmes (Billy Wilder, 1970). Entre una y otra se encuentra esta Sin pistas (Without a clue), dirigida en 1988 por el televisivo Thom Eberhardt, que se atreve a mutar las personalidades, comportamientos y esencias de las clásicas novelas y relatos de Holmes sin por ello contradecir las notas que les son características, ofreciendo una historia amena, entretenida, divertida y plena de humor inglés.

John Watson (Ben Kingsley, de nombre real Krishna Bhanji) es un médico militar, veterano de las campañas de Afganistán (desastrosas para el Imperio Británico, por cierto), que vive en Londres ya retirado y gracias a su pensión. Como en los clubes y círculos sociales que frecuenta y de los que no desea ser excluido su afición en este tiempo, la investigación y resolución de casos policiales, está muy mal vista, como todo lo que suene a plebeyo o mundano, tiene que desempeñarla digamos «de tapadillo», y por eso ha inventado una figura admirable, íntegra, infalible, un prodigio de mentalidad deductiva y un tesoro de habilidades de lo más útiles pero infrecuentes, un detective consultor llamado Sherlock Holmes. Mientras podía asesorar a distancia a incompetentes de Scotland Yard como el inspector Lestrade (Jeffrey Jones) desde el 221 B de Baker Street, todo iba bien: obtenía crédito público para su personaje, su otro yo, mientras que ganaba cuantiosos beneficios gracias a la impresión de sus historias en el Strand Magazine (una de las revistas que en la realidad publicó los relatos de Conan-Doyle, y que ya aparecía también en la película de Wilder como lugar en el que Watson publicaba sus diarios de las investigaciones). Pero, a medida que la cantidad y la entidad de los casos a resolver se hacía más compleja y la expectación hacia Holmes crecía entre el gran público, Watson necesitaba encontrar una solución al hecho de no poder presentarse personalmente como detective, bajo riesgo de que sus conocidos y amigos de la alta sociedad renegaran de él. La suerte, la casualidad y la inspiración de su genio le trajeron la vía de escape: contratar a un mal actor, acabado y patán, Reginald Kincaid (Michael Caine, de nombre real Maurice Joseph Micklewhite Jr.) para dar vida a su detective, Sherlock Holmes (Kincaid es tan pésimo como actor que la única crítica «positiva» que es capaz de recordar dicha de él alaba su capacidad para despertar risas… en un drama). Lo que en principio es una fructífera asociación (Kincaid aprende las lecciones que Watson le repite sin cesar y no hace sino exponer los casos resueltos en público siguiendo las instrucciones que su jefe le transmite) empieza a estropearse cuando «Holmes» se ve crecido, absorbe el protagonismo público, y da la impresión de sentirse autosuficiente, de pretender volar solo. La incompetencia de Kincaid y sus malas maneras con Watson en privado -aparte de su carácter borrachín, mujeriego, vividor, informal- hacen que la sociedad se rompa. Watson crea un nuevo personaje, «El Doctor del Crimen», pero no tiene éxito y nadie le hace caso fuera de Baker Street. Por lo que, cuando el responsable del Banco de Inglaterra se presenta una noche junto con Lestrade en las habitaciones del famoso detective para comunicar el robo de las planchas auténticas que sirven para fabricar los billetes de cinco libras, a Watson, que sospecha que su viejo enemigo, el profesor Moriarty (Paul Freeman), anda en el ajo, no le queda más remedio que volver a contratar a Kincaid, porque sin Holmes no hay caso…

Con modos y maneras televisivos, Eberhardt nos conduce con pulso firme, tono ligero y gran fidelidad a los esquemas de las historias canónicas de Holmes y Watson (excepto, como se ha dicho, en la verdadera naturaleza y relación entre ambos) por un misterio de robo, secuestro e investigación minuciosa en los típicos ambientes manejados por Conan-Doyle, Continuar leyendo «Elemental, querido Holmes: Sin pistas (1988)»