Diálogos de celuloide: Furia de titanes (Clash of the Titans, Desmond Davis, 1981)

-¿Y si algún día el valor y la imaginación se convierten en cualidades propias de los hombres? ¿Qué sería de nosotros?

-Entonces los dioses ya no seríamos necesarios. Consolaos en que ya hay suficiente cobardía, negligencia y falsedad ahí abajo en la Tierra, y que durará para siempre.

(guion de Beverley Cross)

Mis escena favoritas: Poderosa Afrodita (Mighty Aphrodite, Woody Allen, 1995)

Escena en la que se conocen Lenny (Woody Allen) y Linda (Mira Sorvino) en esta (otra más) espléndida, hilarante, inteligente y divertida comedia «tragicómica» particularmente ingeniosa, en la que los crueles designios del destino fijados por los dioses son más terrenales que nunca…

Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) en el Oeste: Cuatro confesiones (The outrage, Martin Ritt, 1964)

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Cuatro confesiones (The outrage, Martin Ritt, 1964) completa el panorama de traslaciones al western de las epopeyas samuráis de Akira Kurosawa, junto a las célebres adaptaciones de John Sturges, Los siete magníficos (The magnificent seven, 1960), y Sergio Leone, Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964). Si en la primera se traducía Los siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954) y en la segunda Yojimbo (1961), Martin Ritt traslada al Oeste Rashomon (1950), la obra maestra que abrió Occidente al cine japonés. El resultado, aunque no alcanza las cotas de la obra original, es un curioso y recomendable western psicológico-fantástico que destaca por su importante reparto: Paul Newman, Claire Bloom, Laurence Harvey, Edward G. Robinson, Howard da Silva, William Shatner o Paul Fix, entre otros.

En una noche de lluvia torrencial, tres personajes van a coincidir en un abandonado apeadero del ferrocarril: un predicador (William Shatner), un vendedor ambulante de remedios milagrosos que no pasa de ser un simple estafador (Edward G. Robinson), y un solitario buscador de oro (Howard da Silva). Los tres pasan el tiempo comentando el juicio celebrado el día anterior en un pueblo cercano contra el célebre bandido mexicano Juan Carrasco (Paul Newman), acusado la muerte de un viajero, un antiguo coronel sudista (Laurence Harvey), y de la violación de su esposa (Claire Bloom). Como sucede en la cinta original, los distintos testimonios de los involucrados, el bandido Carrasco y la esposa ultrajada, no son solamente contradictorios, sino exculpatorios entre sí. Algo de lo más extraño, puesto que se presupone que la mujer violada debería acusar a su violador y al asesino de su esposo, además de que el bandido debería negar la comisión de su crimen, en vez de reconocerla y relatarla con todo lujo de detalles. Testimonios adicionales, el del esposo muerto, conocido (lo mismo que en la obra de Kurosawa) de la mano de un médium, en este caso un hechicero indio que dice haber hablado con el difunto durante su agonía y haber oído de sus labios su versión de los hechos (se siembra la duda en cuanto a qué parte ha oído realmente y qué parte inventa en su estado de trance), y el del minero, que se sincera con sus compañeros nocturnos aunque calló ante el tribunal, ahondan en la disensión y libran de culpa a quienes sus respectivos puntos de vista deberían condenar. Así, lo mismo que en la película de Kurosawa, esos cuatro testimonios no son únicamente opuestos en sentido e intención, sino, a priori, divergentes de los intereses presupuestos a cada personaje, poniendo de manifiesto la imposibilidad de llegar a una verdad indudable. Y, lo mismo que en la cinta japonesa, existe un anticlimático epílogo en que los tres confidentes encuentran un bebé abandonado, hecho que termina de dibujar la auténtica personalidad del trío y de reflejar su posicionamiento ante los distintos puntos de vista narrados sobre los hechos.

Aceptando, por tanto, como punto de partida la fidelidad a la obra de Kurosawa, el verdadero interés de la película de Ritt reside en la traslación de su atmósfera y su época a los cánones y tipos del western, y también en lo que el tema de la cinta, la fragilidad del concepto de verdad y los mecanismos por los que se construyen los puntos de vista particulares, puede influir en ellos hasta matizarlos o desvirtuarlos. Ritt escoge una puesta en escena aproximada a la de Kurosawa, un espeso bosque que linda con un vigoroso río cuyo cauce transita entre los árboles y las paredes rocosas. En este escenario observamos sucesivamente cómo el bandido mexicano, según las diferentes versiones del relato de su asalto, violación y asesinato, pasa de ser un canónico forajido sin escrúpulos a un hombre con cierto código de honor, y de ahí a un ser vulnerable y desgraciado y a una víctima de las circunstancias. Por otro lado, el honorable hombre del Sur, el caballero desplazado por la derrota en la guerra, se destapa en cada narración como la víctima inocente, el esposo vengativo o un ser poseído por el más iracundo resentimiento que cae abatido por el azar. Por último, la inocente esposa ultrajada va mutando en cada cuento para convertirse en la interesada víctima que, en primer lugar, intenta salvarse a toda costa, incluso sacrificando a un marido al que parece no querer tanto, para posteriormente sacar provecho de la situación, y finalmente revelarse como una manipuladora mujer de turbio pasado que pretende librarse de su marido. De este modo, Ritt, como Kurosawa, retrata el poliédrico concepto de verdad, refleja la sinuosa frontera entre realidad y ficción, entre invención y memoria, entre testimonio y fabulación. Continuar leyendo «Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) en el Oeste: Cuatro confesiones (The outrage, Martin Ritt, 1964)»

CineCuentos – Primavera

Se marcha. Se va. No volveré a verla más. O, mejor dicho, sólo volveré a verla si el destino quiere. Mi experiencia dice que no querrá. No se puede confiar en él. Es un tramposo. Un cabrón. Apenas ha querido que la viera en estos meses. Su barco zarpa a las cinco. No queda tiempo. Qué hacer. Qué decir. Qué pensar. Qué soñar. Qué se puede hacer en la media hora previa a la pérdida para siempre de la persona que amas. Un último instante especial. Algo que no pueda olvidar jamás. Que haga que nunca pueda apartarme de ella del todo. Convertirme en recuerdo recurrente. En flash que de vez en cuando le provoque una sonrisa de nostalgia. Uno no muere hasta que muere la última persona que le recuerda. Budd Boetticher. Chaplin. El payaso. Calvero. Cómo lloró de emoción. Y de risa. Con Keaton. Calvero es la clave. Chaplin la solución. Su risa. Bellísima vitamina. Nunca ha sido tan hermosa como cuando se la regalaba a Charlot.

Unas horas solamente. La pierdo. Ropa vieja. Unos pantalones anchos y un viejo chaqué. Carcomido. Descolorido. Como yo. La cara blanca. Los ojos pintados. No puedo decirle otra vez que la quiero. Ya lo hice. No serviría de nada. No sirvió de nada. Unos zapatones. Un bombín. Un bastón de caña. Unas flores de plástico. O mejor, robadas del jardincito de atrás. Y correr. Correr a toda velocidad. Al galope. Correr Ramblas abajo camino del puerto. Ponerme de rodillas ante ella justo cuando vaya a poner el pie en la pasarela y pedirle que no me olvide. Hacerla reír una última vez. Arrancarle una última sonrisa que recordar siempre. Sus ojos quizá llorosos.

Pero no. No hay sol. Las Ramblas están llenas de gente. Me cuesta horrores seguir la línea recta. La aguja del reloj del puesto de flores se acerca a las cinco. No llego. No puedo ir más rápido. No podré decirle adiós. No podré hacerla reír una última vez. Moriré. Si antes no se me escapa el corazón por la boca. ¿Qué hará ella si llego a tiempo? ¿Qué pensará? Ni pensar en coger un taxi. Día de fiesta. Ni siquiera imagina lo que estoy haciendo. Que corro sin aliento a buscarla. A verla una vez más. La última. No sé cómo Chaplin podía correr con estos zapatos. Maldita sea. Voy a morir. Va a darme un infarto. Qué facha cuando llegue a la sala de urgencias del hospital. El personal sanitario se descojonará de mí. Haré reír a quien me importa un bledo que ría. Me faltará ella. Sin remisión. Moriré dos veces. Una en realidad.

Demonios. Qué sudores. Qué pintas. Cómo se vuelve todo el mundo a mirarme. El payaso supersónico. La velocidad de la luz. Una mano en el sombrero. Para que no vuele. Otra sujetando un ramo de flores descompuesto. Feo. Sí. Es lo que hay. La delincuencia floral tiene sus límites. El jardín de atrás no da para más. Fin de las Ramblas. Sigue la carrera hacia el puerto. Veo el barco de lejos. Un grupo de gente delante. Un reloj digital callejero indica las cinco menos dos minutos. Llego. Qué emoción. Qué haré. Qué hará. ¿Un beso de película? Ni de coña. Probablemente alguien me partirá la cara. Allí están. La veo a lo lejos. El sudor me está echando a perder el maquillaje blanco. Lo noto caer por mi cara y manchar el cuello de la camisa. Ni para payaso valgo. Pero llego. Allí está. Todavía lleva el vestido de novia y aún tiene el ramo de flores en la mano. Las chicas esperan a que lo lance, pero no lo hace. ¿Por qué? ¿A qué espera? Ojalá me esperara a mí.

Llego. Las sirenas del barco protestan su adiós. Ya llego. Estoy agotado. Pero el infarto no ha llegado. Yo sí. Ahí está. Preciosa. Sonriente. Ilusionada. Una nueva vida. Un nuevo país. Otro futuro. Sin mí. Su sonrisa franca se vuelve ahora cauta. Me ve. Me acerco. No me reconoce. O sí. Todos se ríen. Todos me miran. Descompuesto. Sudoroso. Agotado. Casi no puedo caminar sin riesgo de caerme. No he recuperado el resuello. Me inclino hacia delante para apoyar las manos en las rodillas. El bombín cae. Todos ríen. Recobro la respiración. Esperan. Ella espera. Expectante. No sabe quién soy. O sí. Me acerco lentamente a la pasarela. Ella está allí. Ante mí. Ha dado unos pasos hacia tierra firme al verme llegar. Él está detrás. Con su traje caro y su flor en la solapa. Corte de pelo militar. Sonrisa de afortunado. De incrédulo. Todavía no entiende cómo ha podido hacerse con una mujer así. Cómo ella ha podido acabar con alguien así. Un modelo de portada. Un cerebro de mudanza. Pero ella me mira. Por un segundo es toda para mí. Yo. Gesto triste. Lloro. Finjo que lloro. O lloro. Rodilla en tierra. Zapatones. Más risas. Tiendo las flores. Su sonrisa se desvanece. Sus dientes se esconden. Temo hacerle daño. Equivocarme. Hacerla sufrir. Que el musculitos de gimnasio con el que se va a América me dé una paliza. Dicen que es buen tipo. No lo sé. Para mí no puede serlo desde que ella se fijó en él. Ella sigue seria. ¿Qué hace? Saca una mano del ramo de flores y en ella sostiene un revólver. Pobre payaso loco. Sigo de rodillas. Su gesto adopta la seriedad de la muerte. Su mirada se vuelve fúnebre. Apunta a mi cabeza. Mueve el dedo en el gatillo. Dispara.

Las sirenas del barco camuflan con su adiós el mecanismo del arma. Nadie escucha la detonación. Yo tampoco. Por el cañón asoma un cilindro de plástico. De él cuelga un cartelito. Amarillo. Con letras rojas como un centelleo. ¡BANG! Ella vuelve a sonreír. Se ríe con todo el cuerpo. Es adorable verla reír. Vuelve a haber sol. Todos ríen. Ella me esperaba. Sabía que iría. Que me acordaría de Chaplin. Que robaría unas flores en el jardín de atrás. Que correría Ramblas abajo entre turistas y puestos callejeros. Que me arrodillaría ante ella. Ella esperaba para un último guiño cómplice. No olvidó nuestro juego. Pero soy un payaso profesional. Debo morir. Caigo en redondo con un ademán teatral. Dejo una pierna tiesa. Estiro la pata. Más risas. Por el rabillo del ojo, ella ríe más que nadie. Guarda la mano del revólver a su espalda. Se da la vuelta y lanza el ramo hacia atrás. Tortas entre las chicas para hacerse con él. Eso sí que tiene gracia. Pero soy un cadáver. No puedo reírme.

Ella toma las flores de mi mano muerta. Sube a cubierta abrazada a su machorro. Los operarios retiran la pasarela. Las sirenas vuelven a vomitar su despedida. Ya nadie ríe. Buenos deseos. Adioses. Lágrimas. Esperanzas. Recuerdos. Un payaso en el suelo. Muerto. Con media cara blanca. Un te quiero atragantado. Sonrisa torcida en la boca. Como de primavera rota.

CineCuentos – Delitos y faldas

ESCENA 39. Interior de un restaurante italiano de Manhattan. Noche.

Larry, columnista de una revista local de no demasiada difusión, se ha citado para cenar con su amigo Walter, un pintor de cierto renombre en la ciudad. Larry ha llegado un poco antes de la cita y se entretiene pellizcando el pan, comiendo aceitunas y dando sorbos a un insípido lambrusco que le han servido mientras espera. Se queda paralizado cuando, a través del ventanal que da a la calle, ve a Walter acercarse al restaurante acompañado de una rubia alta y muy sensual a la que no ha visto jamás. La mira de arriba abajo y se atraganta con el hueso de una aceituna. Bebe sorbitos de lambrusco y come miga de pan visiblemente nervioso hasta que Walter y la mujer llegan junto a él.

LARRY [notablemente azorado]: Oh, qué sorpresa, vienes acompañado…

WALTER: Larry, te presento a Ingrid. Ingrid; mi amigo Larry. No es gran cosa, pero es lo que hay…

INGRID: Encantada, Larry.

LARRY: Y yo más, Ingrid. Gracias Walter, eres muy amable. Recuérdame que te contrate como asesor de imagen cuando me presente a la presidencia. Ingrid, no te creas que soy así; es más bien una obra benéfica: me empeño en tener este aspecto para que este cretino siga creyéndose que es guapo.

Tras saludarse, Ingrid se disculpa y se encamina hacia el excusado. Walter se deja caer en la silla, devora las últimas aceitunas del platito de Larry y apura la botella de lambrusco en su copa. Larry se sienta frente a él, todavía más agitado.

LARRY: ¿Qué es esto, Walter? ¿Quién es ésa? ¿De qué mercadillo de esculturales esclavas sexuales la has sacado?

WALTER: Es la bomba: finlandesa, campeona de natación, y no veas cómo se le da la sauna…

LARRY: Sí, ya me imagino dónde cuelgas la toalla. ¿Quieres explicarme qué demonios hace aquí? ¿No habíamos quedado a cenar tú y yo? Tenemos muchas cosas de que hablar. ¿Qué pinta ella aquí? ¿Y Jackie?

WALTER: Tranquilízate. Ha ido al Metropolitan con Susan. Estrenan un nuevo montaje de Shakespeare, una comedia, Mucho ruido y pocas nueces, creo. El protagonista es Leo Fuller y nunca se lo pierde.

LARRY: ¿Al Metropolitan? ¿A dos manzanas de aquí? ¿Y te presentas tan campante agarrado a la cintura de Miss Laponia con tu mujer a quinientos metros escasos? De Mucho ruido y pocas nueces esto puede acabar en La tempestad.

WALTER: Larry, relájate, todo va bien. Ha empezado a las nueve. Podemos cenar tranquilamente y antes de que Pedro de Aragón se dé cuenta de que su hermano le mueve la silla ya nos habremos ido de aquí, tú a tu casa a ver Cantando bajo la lluvia y yo al hotelito de la esquina.

LARRY: Ya, con Lady Godiva a horcajadas sobre ti. Pero, dime una cosa, ¿qué pasa con Jackie? Es estupenda, inteligente, discreta, sensata y sigue siendo muy atractiva. ¿Para qué tienes que liarte con esas mujeres físicamente perfectas?

WALTER: Tú no lo entiendes, Larry. Hace años que la relación más íntima que tienes con una mujer es con la camarera que te sirve el café a la hora del almuerzo. Me inspiran, ¿lo entiendes? Miro sus cuerpos y siento fluir las ideas camino del lienzo.

LARRY: Sí, no hace falta que me digas qué aspecto tienen esas ideas. Pero escucha: si Jackie llegara a sospechar alguna vez algo así la matarías del disgusto. Ella te quiere; si no fuera así no creo que hubiera aguantado contigo más de veinte minutos en esta vida.

WALTER: Larry, no hables como mi abuela. Lo necesito, ¿entiendes? Estoy experimentando, enriqueciendo mi bagaje. Amo a Jackie, la adoro, tú lo sabes, pero a ellas las deseo y, créeme, antes de llegar a ponerlo todo sobre una balanza, contigo pan y cebolla y todo eso, ya estoy con los pantalones abajo. Demonios, ¿has visto lo bien que habla inglés?

LARRY: Walter, en Finlandia todo el mundo sabe inglés. Pero apuesto a que sabe un buen puñado de idiomas más.

WALTER: Bueno, ¿te gusta o no? Si te gusta, tiene una amiga que se le parece mucho.

LARRY: Estupendo, lo que me faltaba, una devoradora de fluidos corporales. Ya sabes que para mí sólo cuenta Laurie. Continuar leyendo «CineCuentos – Delitos y faldas»

Poderosa Afrodita: colosal Woody Allen

El cine de Woody Allen no destaca precisamente por su virtuosismo técnico. Aparentemente, no contiene tomas complicadas, planos y movimientos de cámara muy elaborados (si acaso algún travelling, alguna vista panorámica de Nueva York…), una fotografía deslumbrante (aunque sí de lo más eficiente, como en este caso, obra de Carlo Di Palma) o una labor de montaje especialmente destacable. Todos los elementos formales están al servicio, de la manera más discreta y eficiente, del guión y de la caracterización de unos personajes sobre los que recae toda la carga simbólica de unos argumentos engañosamente simples y presuntamente reincidentes en los mismos prismas y temáticas, en esta ocasión con ciertos aspectos de la mitología y la historia griegas como vehículo de metáforas y comicidad. En esta ocasión vuelve a ser así, una historia sencilla para sugerirnos cuestiones de enorme trascendencia y complejidad con la dosis de humor habitual (en algunos momentos hasta la carcajada) en pequeñas píldoras que nos conduzca a examinar nuestra naturaleza contradictoria, obsesiva, caprichosa, a veces incluso infantil, para terminar riéndonos de nosotros mismos y relativizar, sobre todo, esos pequeños reveses que la vida nos regala de vez en cuando.

Lenny (el propio Allen) es un cronista deportivo cuya esposa (Helena Bonham Carter, cuando todavía tenía aspiraciones de trabajar en otra cosa que no fueran las frikadas de su partenaire) trabaja en una galería de arte pero ansía independizarse y abrir su propio negocio. De una cena con unos amigos surge la posibilidad de que tener un hijo suponga un refuerzo para su relación, una forma de consolidar la pareja y su proyecto juntos. El entusiasmo de ella vence los inevitables recelos de él, pero para no perjudicar su incipiente carrera profesional en solitario, el sistema escogido para su paternidad es la adopción. Cuando, algunos años después, Lenny descubre la extraordinaria capacidad intelectual del niño, impresionado y un tanto desencantado por los abiertos coqueteos de su esposa con un galerista guaperas (Peter Weller), decide buscar a la madre biológica del niño, esperando que se trate de una mente superdotada. Sin embargo, se trata de una joven ingenua y bondadosa (Mira Sorvino, otra víctima del síndrome del Oscar cuya carrera tras el galardón cayó en picado) que, mientras aguarda su oportunidad de convertirse en actriz, trabaja de prostituta y ocasional actriz de cine porno.

La película contiene los habituales elementos en la filmografía del director -Nueva York, juegos de pareja en la aristocracia cultural y de profesionales liberales de la ciudad (artistas, bohemios, escritores, periodistas, abogados, médicos…), chistes sobre el judaísmo, diálogos ágiles, veloces, agudísimos e hilarantes, algún que otro gag visual- pero añade una nota de diferencia con respecto a otros trabajos semejantes: la historia, contada en clave de fábula tierna y desternillante, tiene como hilo conductor un coro griego que, con sus pinturas y sus máscaras, y desde su antiguo anfiteatro, realiza su mitológica narración a través de los bailes y cánticos ancestrales, en algún caso de lo más delirantes, dirigidos por un corifeo muy particular (F. Murray Abraham) que, a modo de espectro, se va colando en las vivencias de Lenny a fin de convertirse en la voz de su conciencia y advertirle así, primero, de las consecuencias de sus alocadas maniobras para encontrar a la madre biológica de su hijo y, más tarde, de los peligros de caer bajo el hechizo de una mujer tan encantadoramente carnal o de buscarle una pareja que vele por ella (Michel Rapaport). Continuar leyendo «Poderosa Afrodita: colosal Woody Allen»

Cine en serie – Furia de Titanes

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MAGIA, ESPADA Y FANTASÍA (I)

Iniciamos aquí una serie de artículos que nos van a introducir de lleno a través del cine en el mundo de la magia, de las historias fantásticas de universos imaginarios o de mundos olvidados poblados por criaturas misteriosas, bestias temibles y seres fabulosos, vivos todos ellos en mitos y leyendas repletos de poderosos sortilegios, tesoros enterrados y héroes invencibles enfrentados a enemigos formidables y terribles, viejas historias que relatar en las oscuras noches de invierno junto al fuego que aleja a los lobos, los trasgos o los trolls.

Y abrimos la serie con una película inesperada, improbable quizá entre el resto de cintas que van a configurar esta sección, una producción británica de 1981 que supuso el debut (y penúltimo trabajo) de Desmond Davis en el cine: Furia de Titanes, un clásico de juventud para toda una generación. En ella se dan la mano la mitología, la historia, la leyenda, las aventuras de capa y espada y la imaginación con que poblamos mundos imposibles en el marco de la antigua Grecia de dioses inmortales creados a imagen y semejanza del hombre, con las mismas virtudes, defectos y, sobre todo, debilidades, el país del nacimiento de la historia, la literatura, la filosofía y, también, de la fantasía convertida en género, una tierra por la que discurren personajes que son nuestros, que se sitúan en escenarios que hemos incorporado a nuestro imaginario colectivo, que son testigos o autores de hazañas que permanecen ocultas bajo nuestros pies, como los inconfesables cimientos sobre los que hemos construido nuestra cultura, nuestra forma de entender el arte de narrar, que están ahí aunque no queramos verlas o nos apartemos de ellas. Historias que hablan de nosotros más incluso que los cuentos de diseño para la taquilla.

Zeus (un candongo Laurence Olivier) ha sucumbido una vez más a las tentaciones carnales de una mortal, para desesperación de su esposa, Hera (Claire Bloom). La hermosa hija del gobernador de Argos ha sucumbido a sus tácticas amatorias, siempre tomando el cuerpo de una lluvia de oro, de un rayo de luz o de un chorro de agua cristalina, y de la unión de sus cuerpos ha nacido un niño, de nombre Perseo (Harry Hamlin, tiempo antes de convertirse en el guaperas oficial de La ley de Los Ángeles, serie televisiva que llevó a un montón de incautos a las facultades de Derecho para ser abogados a la americana). El gobernador, dolido por la vergonzante deshonra de su hija a manos de un Dios traicionero y cruel, decide sacrificar a la joven y al niño, pero ambos son oportunamente salvados por Zeus, que los pone a salvo. Sin embargo, el rencor de la diosa Thetis (Maggie Smith) por la maldición que Zeus ha hecho recaer en su hijo Calibos, al que ha convertido en una bestia semihumana, hace que descargue toda su ira sobre Perseo, al que intentará privar del amor de la joven Andrómeda y al que sumergirá en una arriesgada aventura que pondrá a prueba su habilidad y su astucia, y en la cual el joven héroe tendrá que vérselas con malvadas brujas, oscuros maleficios y criaturas sobrenaturales como el Kraken o Medusa, y en la que, gracias a Zeus y la corte de diosas que le apoyan, Hera, Atenea (Susan Fleetwood) y Afrodita (Ursula Andress), contará con la ayuda de unas armas mágicas, del caballo alado Pegaso, y de su amigo Ammón (Burguess Meredith). Continuar leyendo «Cine en serie – Furia de Titanes»