Mis escenas favoritas: El último de la lista (The List of Adrian Messenger, John Huston, 1963)

No era, ni mucho menos, la película favorita de John Huston de entre las suyas; más bien al contrario. Como intriga, tampoco es que sea el colmo de la imaginación ni de la originalidad, es más bien un suspense convencional, escrito por Anthony Veiller a partir de la novela de Philip MacDonald, que, con aires a lo Agatha Christie, gira en torno a la averiguación de la identidad de un misterioso asesino en serie cuyas víctimas, siempre fallecidas en aparentes accidentes, no parecen tener ningún vínculo entre sí. Su nota distintiva es su vocación de adscribirse a ese género no oficial que son las películas-juego, esas que traban su argumento con la complicidad del público, que proponen un divertimento que debe completarse con la aceptación de este.

El juego se basa en este caso en la conformación de un reparto de estrellas (además de George C. Scott y Kirk Douglas, nada menos que Tony Curtis, Burt Lancaster, Robert Mitchum, Frank Sinatra, viejas glorias como Clive Brook, Herbert Marshall, Marcel Dalio o Gladys Cooper, e incluso un cameo del propio John Huston) cuya participación en la trama es mínima, casi testimonial, y que va salpicando el metraje con «sorpresa» final incluida (poca, con franqueza, y menos todavía si se ve la película hoy). De hecho, una voz advierte al final del metraje: «¡NO SE VAYAN! LA HISTORIA HA TERMINADO, LA PELÍCULA TODAVÍA NO…», antes de pasar a la coda final. Se recomienda no ver el vídeo si nunca antes se ha visto la película, por eso de no estropear el primer visionado…

Dos perlas de John Huston (I): El último de la lista

Se advierte de que este comentario incluye apreciaciones que pueden influir en el grado final de disfrute por parte del espectador que nunca haya visto la película. Por ello, se avisa a los lectores de que, según su gusto por conocer o no de antemano algunos aspectos de la misma, puede resultar recomendable que omitan leer el texto, bien en su totalidad hasta haber visto la película, bien a partir del penúltimo párrafo si desean conocer a grandes rasgos la trama y lo que en ella acontece pero no que se les desvele del todo lo que puede encontarse en su metraje. Sin embargo, como el conocimiento de estos detalles puede constituir igualmente una razón válida y legítima, un incentivo, un aliciente para la pronta localización y visionado de la cinta, se deja a la valoración del lector la conveniencia o no de su lectura íntegra.

Dentro de ese subgénero del cine criminal que se entrega directamente a la presentación al espectador de un juego de ingenio, secretos, misterios y averiguaciones del que él mismo forma parte, destaca en las memorias cinéfilas esta semi-escondida película del gran John Huston, El último de la lista (The list of Adrian Messenger, 1963), cuyo reparto, consultado en cualquier ficha técnica por quien no conozca nada de la película, quita el hipo: Kirk Douglas, Burt Lancaster, Tony Curtis, Frank Sinatra, Robert Mitchum, George C. Scott, Clive Brook, Gladys Cooper… Y ahí es justamente donde empieza el juego, porque el espectador conocedor de la sinopsis argumental aguarda con excitación el momento de ver a tanta estrella masculina del panorama hollywoodiense compartiendo planos, escenas, secuencias, diálogos, momentos de acción y suspense, pero… Los minutos van pasando, y sólo se ve en pantalla a los presuntos actores secundarios… ¿Qué está pasando?

La premisa del filme es criminal: la película se abre con un misterioso hombre que manipula un ascensor para que su próximo ocupante sufra un accidente mortal. Una vez consumado el asesinato, este hombre, de rostro agrietado, casi acartonado, tacha su nombre de una lista que posee un buen número de líneas, la mayoría ya rayadas pero con otras pocas aún pendientes de tachar. El siguiente paso, cómo no, es un nuevo tachón, Adrian Messenger (John Merivale), para cuya eliminación un aparentemente amable pastor o sacerdote no duda en subir a bordo de un avión la bomba que acabará con él y de paso con el resto de la tripulación y los pasajeros. Sin embargo, mientras su nombre es tachado de la lista, Messenger, todavía moribundo, sostenido sobre los restos del avión en el océano, recita una extraña e imprecisa salmodia de frases en primera instancia incoherentes al otro único superviviente de la explosión, Raoul Le Borg (Jacques Roux). Se da la circunstancia de que Messenger había pedido con antelación a un buen amigo suyo, Anthony Gethryn (George C. Scott), de los servicios de seguridad británicos, que investigara una curiosa lista de nombres unidos por una característica común: su extraña muerte por causas accidentales en un breve periodo de tiempo; una lista coincidente con esa en la que el espectador ve tachar uno tras otro los nombres de los fallecidos… Gethryn y Le Borg, casualmente un antiguo amigo suyo de la época de la Segunda Guerra Mundial, se lanzan a investigar el caso mientras cuidan de la viuda de uno de los asesinados, lady Jocelyn Bruttenholm (Dana Wynter). Sus investigaciones, tras la oportuna desorientación, encuentran un denominador común entre los miembros de esa lista siniestra: la Birmania de la Segunda Guerra Mundial. A partir de eso momento, el cerco se va estrechando poco a poco en los distintos asesinos, esos misteriosos personajes que, todos diferentes pero todos con un catálogo de gestos, ademanes y rasgos comunes, no son otra cosa que la fachada tras la que se oculta un maestro del disfraz (Kirk Douglas).

John Huston dirige con solvencia este divertimento construido sobre la persecución por parte de dos detectives de un asesino cuya identidad no sólo es desconocida sino que es capaz de mutar prácticamente a su antojo con el fin de cometer sus crímenes. Continuar leyendo «Dos perlas de John Huston (I): El último de la lista»

Drama, romance, aventura, exotismo: El expreso de Shanghai

La relación del director Josef von Sternberg y la diva Marlene Dietrich puede calificarse de idilio mental, artístico, de perpetuo culto de un autor a la más perfecta de sus obras, a una creación a la que en el resto de su producción no dejará de regresar. Su colaboración se extiende a siete películas, todas las cuales se transforman en vehículos de adoración visual, en tributos de celuloide a la poderosa presencia de una diosa única e inimitable que, por encima de un argumento y una trama cada vez más diluidos y subsidiarios del extraordinario carácter de la estrella, se convertían en intensos ejercicios de espectáculo, en estilizados productos de diseño exclusivos para el lucimiento y la explotación de las máximas cualidades de la celebridad alemana, haciendo que su sola aparición y la experimentación visual sobre ella primen por encima de cualquier otro aspecto técnico, artístico o narrativo. En El expreso de Shanghai (1932) este proceso paulatino se encuentra justamente en su capítulo central, en el que el imprescindible reinado de Dietrich en el metraje viene acompañado de elementos y pinceladas de argumento y puesta en escena que todavía pueden considerarse autónomos por sí mismos.

Posiblemente sea una de las películas en las que Sternberg más a gusto se encuentre trasladando sus juegos de luces y sombras a la pantalla y, especialmente, sobre la silueta y el rostro de su musa, encontrando en los compartimentos del tren el escenario soñado para volcar todo su universo de penumbras, claroscuros, tenues reflejos, resplandores controlados, fogonazos y relámpagos. En este sentido, por tanto, el argumento de la película resulta accesorio, mero pretexto para la puesta en práctica de los deseos visuales del director: un tren cargado de personajes de lo más variopinto hace la ruta entre Pekín y Shanghai; en él viaja una mujer enigmática de controvertido pasado conocida como Shanghai Lily (Marlene Dietrich) y también su antiguo amante, un oficial del ejército británico (Clive Brook); el asalto de un grupo de guerrilleros revela a uno de los pasajeros como su encubierto cabecilla y máximo responsable de la encerrona y del secuestro del pasaje. Shanghai Lily habrá de sacrificarse para salvar la vida del hombre al que acaba de descubrir que sigue amando. Esta trama esquemática, plana, vulgar, contiene, sin embargo, algunos elementos atractivos.

En primer lugar, la atmósfera con la que Sternberg logra impregnar cada fotograma: la China que recrea es un país falso, irreal, una China ideal, soñada, convertida en mágico y tópico escenario de una aventura romántica. Recreada íntegramente en estudio, la ruta del tren se inicia con unas tomas inolvidables situadas en las estrechas calles de la atestada capital china, repletas de transeúntes, vendedores ambulantes, militares, niños, animales, farolillos, carteles, tiendas, tenderetes, grupos de personas que van y vienen o esperan; la gran locomotora blanca circula lentamente, obligando a quienes ocupan la vía a retirarse y vomitando su columna de humo sobre los ventanucos y la ropa tendida de lado a lado de la callejuela. Por otro lado, Sternberg, aun tirando únicamente de imaginación y tiralíneas, recrea acertadamente desde la habitual perspectiva colonial de la época cierta realidad de la China de los años treinta previa a la invasión japonesa y heredera del convulso fin del siglo anterior, la de una China abierta en sus grandes ciudades tanto a la recepción de miles, quizá millones de campesinos y habitantes de las zonas rurales como, por otro lado, microcosmos para unos colectivos multinacionales compuestos por hombres de negocios, diplomáticos, periodistas, militares, vividores, pícaros, delincuentes y demás ralea de procedencia occidental. Continuar leyendo «Drama, romance, aventura, exotismo: El expreso de Shanghai»