Los interiores de la antigua Roma: El signo de la cruz (The Sign of the Cross, Cecil B. DeMille, 1932)

The Sign of the Cross – Cecil B. DeMille

El guion de esta superproducción Paramount, al límite del Código Hays (redactado y proclamado en 1930 pero que no entró en vigor con plena vigencia y en todos sus términos hasta 1934), es lo de menos; resulta insignificante, casi anecdótico, de tan tópico y melodramático: en el siglo I, tras el gran incendio de Roma, para ocultar su propia responsabilidad el emperador Nerón (Charles Laughton, prótesis nasal incluida) decide culpar a los cristianos y decreta su obligatoria detención y posterior muerte en las arenas del Circo. Sin embargo, Marco Superbo (Fredric March), prefecto de Roma, se opone al ajusticiamiento de Mercia (Elissa Landi), joven y hermosa cristiana a la que previamente ha salvado del acoso de dos esbirros de Tigelino (Ian Keith), ambiciosa mano derecha del emperador, y de la que se ha enamorado para disgusto de Popea (Claudette Colbert), la casquivana y coqueta esposa de Nerón, que desea obsesivamente a Marco. El pilar del drama reside, como tantas veces, en la tensión a la que Marco se ve sometido, entre su debida obediencia a Roma y al emperador y la posibilidad de traicionarla por amor a una condenada a muerte a la que intenta desesperadamente salvar. Constituye, por tanto, otro ejemplo del cliché narrativo que coloca al héroe en la encrucijada de una decisión incompatible entre el amor y el cumplimento del deber.

En manos de muchos directores esta historia no pasaría de simple peplum de tintes religiosos para ambientar las sobremesas de Semana Santa de los cada vez más vulgarizados y previsibles canales de televisión, pero hablamos del gran DeMille, y sabemos que en su caso jamás una película ambientada en la Antigüedad se limita a ser lo que parece o se contenta con insuflar espiritualidad y devoción cristiana. Muy al contrario, la película atesora buena parte de las obsesiones, cinematográficas y personales, más o menos edificantes, del cineasta, y las presenta con un ritmo trepidante (las dos horas de metraje pasan en un suspiro) y, aun rodando todo el tiempo en interiores, una magnificencia formal a caballo entre las grandes superproducciones historicistas de la etapa muda y las futuras epopeyas en Technicolor y formato panorámico de las siguientes décadas. En los escenarios reside el primer interés de DeMille: grandes decorados, simulando tanto interiores (el palacio de Nerón, la humilde vivienda de los cristianos perseguidos, el mercado y la tahona, la gran casa de Marco Superbo, los sótanos y mazmorras del Circo) como exteriores (las calles, plazas, caminos e incluso bosques donde transcurre parte de la acción, y en particular, la arena y las gradas del Circo), amplios espacios aptos para que DeMille desarrolle envolventes y elegantes movimientos de grúa que acercan la acción o llaman la atención del público sobre un personaje, un objeto o un detalle dramático, o para mostrar algo en primer término que con la apertura del ángulo de encuadre se vea parte indeterminada, casi anónima, de un inmenso escenario plagado de personajes, objetos y un minucioso y rico empleo de la dirección artística. En particular, llaman la atención esos espacios urbanos o próximos a las afueras de Roma por los que deben circular a toda velocidad la cuadriga de Marco y su escolta a caballo, grandes espacios recreados en interiores, a veces solo para filmar como Marco toma una curva peligrosa a todo galope o debe vencer (y en un caso concreto, chocar) determinados obstáculos que se presentan en su vertiginoso trayecto. La grandeza de la producción debe ir en paralelo a la muestra de la grandeza de aquella Roma de excesos y ostentación, lo que se plasma también en el inicio, en las maquetas ardientes que simulan el gran incendio de la ciudad y también en las secuencias que retratan bacanales y orgías, tan queridas a DeMille (las secuencias, en principio, que se sepa), así como la excentricidad de Popea, que exige que un buen número de esclavos ordeñen un no menos nutrido número de burras para llenar con su leche la bañera-piscina en la que toma esos baños regeneradores para su piel blanca y tersa.

La segunda nota característica, imperdible en DeMille si hablamos de películas situadas en la Antigüedad, es el erotismo nada disimulado, la intención de provocar los más bajos instintos del espectador utilizando todos los medios tolerados a su alcance, siempre sugeridos, pero a veces de lo más atrevidos. Este interés comienza ya desde el vestuario (en esta película, obra del futuro cineasta Mitchell Leisen), las sedas, las transparencias, los velos y los miembros desnudos de la mayoría de los figurantes que interpretan a romanos no cristianizados (la forma de vestir de los cristianos es más recatada, nota visual que contribuye a diferenciar el carácter y la condición de aquellos personajes cuya fe no se ha presentado explícitamente al público), y continúa con la desordenada utilización de masas de personajes semidesnudos en las secuencias de fiestas y orgías, así como en el uso del fuego y de determinados animales (el leopardo de Popea, principalmente) para sugerir la real temperatura erótica de la secuencia o de las emociones de ciertos personajes. Estas sugerencias descienden al detalle más elocuente en momentos concretos, como aquel en que Popea se encuentra a solas con Marco y le reclama su atención sexual, ese otro en el que de nuevo Popea sugiere a una amiga y confidente suya que se desnude y le haga compañía en la bañera-piscina de leche de burra (instante que DeMille filma con evidente y sugerente interés un primer plano de los pies sobre los que cae delicadamente el vestido, antes de que las manos procedan a descalzarlos) y, desde luego, el célebre momento, un poco antes, en que Popea se baña desnuda en la leche y el límite de esta alcanza precisamente los pechos de la emperatriz a la altura de los pezones (que quedan libre y a la vista repetida aunque siempre fugazmente). La cumbre de esta erotización de la puesta en escena llega con el insinuante y explícito baile sexual de contenido lésbico que Ancaria (Joyzelle Joyner) realiza en torno a Mercia durante la fiesta, de evidente contenido orgiástico, en casa de Marco, y en la que, azuzada y contemplada por toda la excitada concurrencia para que logre despertar el deseo carnal en la muchacha cristiana, canta una canción de expreso contenido sexual mientras se contonea, retuerce, frota y palpa (y se palpa) al cuerpo de la joven.

Este tratamiento algo violento del erotismo va en paralelo con el que DeMille hace de la violencia, quedando ambos encadenados en la sobreimpresión que el director hace, sobre los rostros de algunas de las mujeres que contemplan la matanza en el Circo, rostros excitados, sudorosos, poseídos por el cálido fragor de la sangre en la misma medida que poco antes o después (o tal vez durante) lo están por el cálido fragor del sexo, de un felino rugiente (antes, como hemos visto, vinculado al deseo sexual mediante el leopardo de Popea). DeMille presenta la violencia de forma aún más brutal y explícita que el sexo. Primero, en la secuencia en que los cristianos secretamente reunidos en un claro del bosque son sorprendidos por los hombres de Tigelino y masacrados a placer (las flechas entran limpias en los cuerpos de los indefensos cristianos, pero en algunos momentos cruzan de lado a lado el cuello de algunas mujeres), pero especialmente en el largo final que tiene lugar en el Circo, durante el festival proclamado por Nerón cuyo colofón será la muerte de los cristianos en las fauces de los leones. En primer lugar, grupos de gladiadores combaten entre sí (lo que da pie, una vez más en el cine, al error en cuanto al lenguaje del pulgar ejercido por el emperador para señalar la muerte o la indulgencia), para que después diversos animales (tigres, osos, toros e incluso cocodrilos, y hasta un (falso) gorila, devoren a placer a sus víctimas. Un momento en el que DeMille se ceba a gusto con la violencia es el combate que un grupo de amazonas armadas de tridentes entablan con lo que podría entenderse como una primigenia, cruel y salvaje versión de eso que hoy se entiende como el controvertido espectáculo del bombero torero: guerreros caracterizados tanto por su enanismo como por su piel oscura luchan a muerte contra esas mujeres guerreras, lo que da pie a que DeMille presente con detalle cómo algunos de ellos son trinchados como pavos y levantados en el aire cruzados por las armas (en pantalla aparece hasta una decapitación), y algunas de ellas vean cómo los tridentes entran en sus estómagos. El tratamiento de la muerte de los cristianos, sin embargo, es más sutil y decoroso, menos bárbaro y brutal en su presentación. Sin duda porque debe servir al colofón de la película, el momento en que Marco decide acompañar a Mercia a su sacrificio como forma de permanecer juntos en la eternidad.

Este, la espiritualidad, es el último de los elementos con que DeMille salpica su narración de manera recurrente. La aparición, explícita o sugerida de la cruz que da nombre a la película, está presente en todo el metraje, evidentemente cuando los cristianos la emplean como símbolo, pero también en la cumbre dramática del personaje de Marco, cuando comprende que no puede vivir sin Mercia y la cruz se dibuja en el suelo de su casa como reflejo de sus puertas cerradas, una vez que la orgía se ha disuelto y las tropas de Tigelino se han llevado arrestada a la joven por orden directa de Nerón (azuzado, a su vez, por la celosa Popea). Cruz que domina el encuadre cuando las grandes puertas de la mazmorra del Circo se cierran tras el camino ascendente de Mercia y Marco hacia las arenas en las que morirán frente a los hambrientos leones, en otro de esos espectaculares momentos construidos por DeMille eon un movimiento de grúa sobre el decorado (como antes, al comienzo del festival, desde la arena al retrato de la superpoblado graderío del Circo, construido con todo detalle, para detenerse ante el trono de un fondón Nerón y a la silla que junto a él ocupa la aburrida Popea) para que la cruz se muestre victoriosa, finalmente, sobre el sacrificio de los cristianos en las arenas romanas. Y es que esta es la moraleja de la película: sobre la imparable decadencia pagana de Roma, sumida en la brutalidad de la violencia y del sexo a espuertas (o la de Hollywood, justo antes de que la censura del Código de Producción venga a rescatarlo de la disipación y el caos y a imponer la moral y el orden), triunfa la verdadera fe a través del sacrificio. La puerta de esas mazmorras ya no se filma como una puerta a la muerte segura, sangrienta, brutal, con cuerpos desmembrados y chorreantes, sino como un triunfo acompañado del canto de los himnos cristianos y de la luz dorada que acerca a la perfección, a la espiritualidad definitiva, al encuentro con Dios en la fe auténtica. Así, esa puerta que se cierra tras los pasos de Mercia y Marco escalera arriba, y que luego, al cerrarse del todo, se convierte en una cruz refulgente, ya no es la puerta del sacrificio y la del horror sino la de la condena de Roma y, sobre todo, la de la salvación eterna para quienes han aceptado en su corazón la fe verdadera.

El trompetista (Young man with a horn, Michael Curtiz, 1950): una morena, una rubia, y un tonto de capirote

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Aquí tenemos a un joven Kirk Douglas mostrándole su aparato (la trompeta en este caso, aunque intentó por todos los medios enseñarle mucho más, como tenía por costumbre, por otra parte, hacer con casi todas sus compañeras de reparto y, en general, con toda fémina de buen ver que se pusiera a tiro) a la pavisosa de Doris Day, que ya por entonces hacía méritos para encasillarse en el papel de mojigata cursi con tendencia a los gorgoritos y a la sonrisa ‘profident’ que la consagró para los restos, en una fotografía promocional de El trompetista (Young man with a horn, Michael Curtiz, 1950), drama interesante pero fallido que tiene como protagonista central a un muchacho que pasa de una infancia desgraciada y solitaria a tocar la trompeta en algunos de los locales con más clase de Nueva York.

El principal defecto de construcción del film reside, no obstante, en la música, y a dos niveles diferentes. En primer lugar, porque la cuestión musical queda reducida a un mero pretexto argumental; el jazz, lejos de adquirir un papel esencial en el desarrollo de la trama, no es más que un elemento más de la puesta en escena, un aditivo decorativo que reviste el arquetípico objeto de la acción: Rick Martin, un joven pobre, con una infancia triste (sus padres fallecen prematuramente y él se cría en el desestructurado y caótico hogar de su hermana) encuentra en la música, en particular en la trompeta, la vía para huir de su presente y aspirar a una vida con la que sólo puede soñar; convertido, ya talludito (Kirk Douglas) en un virtuoso del instrumento (seguimos hablando de la trompeta) gracias a las enseñanzas de un maestro negro, Art Hazzard (Juano Hernandez), echará a perder su carrera y su futuro cuando se enamora de la mujer equivocada, Amy North (Lauren Bacall), e intenta paliar los sinsabores que le produce con la ingestión masiva de alcohol. La amistad de Jo Jordan (Doris Day), en realidad enamorada de él, no le sirve para reconducir la situación, y el sueño de su vida, encontrar la nota que nadie ha logrado hacer sonar antes, la melodía añorada que sólo existe en el dibujo difuso e inaprensible de su mente, se le escapa para siempre… Es decir, nos encontramos con una historia típica de ambición, ascenso, desengaño, traición, frustración y redención, con la música como simple escenario. Por otro lado, los números musicales que el director regala a Doris Day para el lucimiento de sus cualidades vocales no hacen sino interrumpir el desarrollo dramático de la acción, entrecortando sin necesidad una historia en la que los músicos y el jazz deberían contar con la mayor cuota de protagonismo.

No todo son errores, desde luego. El planteamiento, la narración en flashback de toda la historia por parte del personaje de Willie ‘Smoke’ Willoughby (Hoagy Carmichael), pianista al que Rick conoce en su primer trabajo como trompetista para una orquesta (en el ball-room ‘Aragon’, por cierto), que queda  limitado a abrir y cerrar el film, evitando la reiteración del recurso a la voz en off, resulta un acierto, y las interpretaciones, tanto de Douglas como de Bacall, son voluntariosas e intensas. A pesar de ello, Continuar leyendo «El trompetista (Young man with a horn, Michael Curtiz, 1950): una morena, una rubia, y un tonto de capirote»

Típica comedia hípica: Saratoga (Jack Conway, 1937)

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Aquí tenemos a Jack Conway (el tipo arreglado pero informal), Jean Harlow (la rubia por cuya cintura asoma un pulpo) y Clark Gable (el apuesto galán del bigotillo y los amplios pabellones auditivos propietario del susodicho pulpo), los tres principales artífices, director y estrellas protagonistas, de esta comedia ambientada en el mundo de las carreras de caballos, o para ser más exactos, en el circuito de apuestas hípicas, que toma por título una pequeña localidad del estado de Nueva York famosa por su hipódromo y por ser escenario de una célebre batalla de la guerra de independencia estadounidense. Se trata de una película ligera, breve (apenas hora y media) y de ritmo ágil, que, si bien no termina de encajar dentro del fenómeno de la screwball comedy, sí posee retazos de sus temas y su humor loco y ácido dentro del marco dramático general que impulsa el desarrollo de la historia.

Ésta da comienzo cuando Frank Clayton (Jonathan Hale), un acaudalado hombre de negocios venido a menos por culpa de las deudas acumuladas tras años de apuestas a los caballos y que padece una dolencia cardíaca, fallece durante la visita de su hija Carol (Jean Harlow) y su prometido, el famoso millonario Hartley Madison (Walter Pidgeon). El mejor amigo de Frank, Duke Bradley (Clark Gable, en otro peldaño en su escalada hacia la inmortalidad cinematográfica propiciada por su Rhett Butler de 1939), es un corredor de apuestas de buen corazón que durante años ha hecho la vista gorda al dinero que Frank le debía, y que aceptó la escritura de propiedad de su mansión como aval de su cobro a regañadientes, más por impedir que cayera en manos menos complacientes que por afán real de arrebatársela a su amigo. Además, Duke se lleva de perlas con el padre de Frank y abuelo de Carol (Lionel Barrymore), antaño un famoso criador de celebridades equinas triunfadoras en no pocas grandes carreras del pasado (estupendo el momento en que lleva a Duke a visitar las tumbas de los caballos que dieron fama y prestigio a las cuadras de la casa). Se da la circunstancia de que de inmediato nace una rivalidad entre Duke y Hartley: a su distinta clase social se une un antiguo episodio de apuestas en el que Hartley casi arruinó a Duke, además del naciente interés del corredor por Carol, que, como es obvio en este tipo de comedias, da inicio con la antipatía mutua y apuntes de guerra de sexos entre ambos. El puzle de personajes lo completan la vivaracha Rosetta (la gran Hattie McDaniel, aquí con una «s» al final, que se encontraría de nuevo un par de años más tarde en Tara con el amigo Gable) y la pareja que forman Jesse Kiffmeyer (espléndido Frank Morgan), otro millonario cuya fortuna proviene del negocio de los cosméticos y que es alérgico a los equinos, y su esposa Fritzi (Una Merkel, con perdón del apellido), amante de los caballos y de las apuestas que tiene una relación de gran confianza con Duke que despierta los celos de su esposo.

De inmediato, el enfrentamiento de Duke y Hartley por Carol se lleva al terreno de las apuestas. Duke, para resarcirse de su anterior tropiezo con el millonario, intenta engatusar a Hartley, dejándole ganar en algunas apuestas para que se anime e incremente las sumas, a fin de ganarle una buena suma de un solo golpe que le permita retirarse y dejar el negocio. Continuar leyendo «Típica comedia hípica: Saratoga (Jack Conway, 1937)»

El hechizo de la pasión: El señor de la guerra

El señor de la guerra (The war Lord, Franklin J. Shaffner, 1965) no tiene nada que ver con la peliculita de Nicolas Cage del mismo título -es español-, estrenada en 2005. Tampoco, afortunadamente, es una película más de aventuras medievales años 30 o años 50, con leotardos y sedas, armas de cartón y decorados de papel y telón, que entremezclan aventura, acción y romance. En 1965, y antes de comenzar su gran etapa como director (El planeta de los simios, 1968, Patton, 1970, Nicolás y Alejandra, 1971, Papillon, 1973), Franklin J. Shaffner (que firma la película sin la «J») llevó a la pantalla una historia sombría, violenta y perturbadora que con el tiempo ha adquirido el perfil de obra de culto, tanto por la abundancia y complejidad de los temas tratados como por su atractiva factura visual, al mismo tiempo que se ha convertido en una de las películas de referencia imprescindible en cuanto a la traslación del medievo al cine se refiere, buscando tanto el realismo, en este caso, del siglo XI como haciendo hincapié en la atmósfera de oscuridad, misterio y paranoia existencial que convencionalmente se identifican con determinados periodos de la Edad Media, especialmente en torno al mítico año 1000.

Crysamon de la Cruz (Charlton Heston) es un afamado guerrero normando al servicio del duque de Gante, que en premio por su fidelidad y su buen hacer en combate le obsequia con el señorío de una remota zona de la costa de Normandía, un terreno pantanoso repleto de bosques, lagunas y marismas, habitado por una población semisalvaje que vive bajo la amenaza constante de las brutales incursiones de los frisones, un pueblo que vive a dos días más allá del mar y que periódicamente asola las costas llevándose un botín de animales, riquezas y mujeres. Lejos de considerar que sus nuevos dominios son poco premio a sus méritos, Crysamon, cuya familia perdió todo lo que tenía cuando tuvo que aportar sus tierras y haberes para el rescate de su padre, prisionero precisamente de los frisones, siente su toma de posesión como el primer paso en la recuperación de la gloria y el esplendor perdidos por su familia. Para el duque de Gante, además, es la forma de asegurar militarme la zona gracias a la presencia de las mesnadas de Crysamon, junto a las que llega a su Torre justo en el momento de repeler un ataque frisón. Este planteamiento inicial, no obstante, se enriquece súbitamente con múltiples líneas narrativas que convergen en una trama que se conduce sin descanso, con un excelente pulso y una sucesión continua de escenas y secuencias en ningún momento gratuitas ni contemplativas, que siempre aportan contenido dramático o emocional indispensable para el desarrollo de la historia y para la excelente construcción de unos personajes complejos, ambivalentes, profundamente humanos, capaces de mostrar con gestos, miradas o pequeñas pinceladas de diálogo una naturaleza esencialmente contradictoria, sólida, veraz, hasta el punto de componer lo que parece más un fresco psicológico de toda una época que la habitual entrega de los guiones de Hollywood al espectáculo fundamentado en los deseos del público.

Es tanto el caudal narrativo y dramático de la historia, que conviene esquematizar para tomar conciencia de la amplitud, variedad y riqueza de sus múltiples ramificaciones, todas las cuales se entrelazan e interaccionan para construir un todo caleidoscópico, un universo casi casi perfecto. En su primera salida para cazar junto a sus caballeros, Crysamon descubre a una cuidadora de cerdos, Bronwyn (Rosemary Forsyth), de la que se queda prendado tras rescatarla del río y mirarla desnuda. El mandato expreso del duque de Gante al entregarle sus nuevas tierras, «Pórtate bien con tus vasallos; cuida de tu gente», obliga en cierto modo a Crysamon a proteger a la bella joven de los deseos sexuales de sus compañeros de cacería -precisamente-, que ansían disfrutar -con permiso o no- de las blancas carnes de la muchacha. En este punto se introduce una cuña de resentimiento, rencor y rivalidad entre Crysamon, su hermano Draco (Guy Stockwell) y otros de sus mesnaderos (James Farentino, John Anderson, Sammy Ross), que irá creciendo por éste y otros motivos, en una espiral de encuentros y complicidades, y desencuentros y amenazas, fundamental para el desenlace de la historia. El creciente deseo, casi obsesivo, de Crysamon por Bronwyn, que es la hija adoptiva del patriarca de la aldea, Odins (Niall MacGinnis), y que está prometida a su hijo, empieza a erosionar la relación de Crysamon tanto con sus hombres de confianza como con sus vasallos. Es su hermano Draco, no obstante, quien encuentra la solución: dado que sus nuevos vasallos son paganos que adoran todavía al Árbol y la Piedra y mantienen vigente la tradición de la prima nocte, Crysamon podrá gozar de los encantos de la muchacha en su noche de bodas sin violar el mandato del duque de Gante y sin contravenir las relaciones con sus vasallos, respetando unas creencias paganas que, en lo demás, desprecia. Sin embargo, Crysamon pasa del deseo carnal al amor apasionado por la joven, y se niega a que su derecho se agote tras una única noche, deseando conservar el amor de la muchacha para siempre. El renconr de los vasallos por la violación por parte de su señor de una ley local les echará en brazos de los frisones, que volverán para acabar con Crysamon y sus tropas.

Este relato lineal de la trama, sin embargo, deja muchos cabos sueltos que merecen atención. En primer lugar, la espiritualidad de señores y vasallos: en la aldea vive un sacerdote (Maurice Evans) que en el culto mezcla los dogmas cristianos con los ritos y ceremoniales ancestrales de raíz consuetidinaria y cultura céltica y druídica, a fin de mantener a su parroquia bajo sus mandatos y consejos, y lograr una convivencia pacífica. En estos ritos se mezcla el culto a la naturaleza con la idea de Dios, y también con el prejuicio de los recién llegados hacia rituales y comportamientos que identifican con la brujería (Bronwyn será tachada de bruja, y el amor de Crysamon, como hechizo, en no pocas ocasiones, con el riesgo que ello implica para su vida). Por otro lado, la película ofrece una concienzuda reflexión sobre las relaciones de poder entre quienes lo ostentan y quienes lo sustentan, el pacto que coloca a cada uno en su lugar y las reglas de compromiso que mantienen el statu quo que permite la supervivencia. La ruptura del pacto por parte del señor justifica la acción del pueblo de cambiar su lealtad y favorecer al enemigo de costumbre para librarse de la tiranía que, lejos de haberlos protegido, los ha sometido de manera tan o más brutal que sus antiguos invasores. Continuar leyendo «El hechizo de la pasión: El señor de la guerra»

En el límite de la censura: La gata negra

Acompañada de la envolvente y turbulenta partitura de Elmer Bernstein y confundiéndose con las sombras de la fotografía diseñada por Joseph MacDonald, una gata negra de ojos refulgentes pasea su armónica anatomía por los créditos iniciales creados por Saul Bass como parte de una inquietante sinfonía visual hasta encontrarse con otra gata completamente blanca, con la que entabla una lucha a muerte, ambos cuerpos retorcidos en el suelo, rugidos desesperados, contorsiones, mordeduras y arañazos. Cosas de gatas; no puede haber dos bajo el mismo techo así como así…

Nos ocupamos de nuevo de Edward Dmytryk para rescatar una de sus películas menos conocidas y más controvertidas, La gata negra (Walk on the wild side, 1962), una truculenta historia adaptada por John Fante y Edmund Morris a partir de una novela de Nelson Algren con los ambientes de los bajos fondos y de la prostitución de Nueva Orleans como telón de fondo. Una historia de búsqueda, redención y destino trágico que, debido a las lógicas cortapisas de la época -nos encontramos en los últimos estertores del Código Hays de autorregulación censora- y a los problemas previos de Dmytryk con el Comité de Actividades Antiamericanas, tuvo que contentarse con insinuar, suponer y sobreentender buena parte del contenido erótico, sexual y corrupto de una historia que podría haber ido muchísimo más allá de haber gozado director y guionistas de un clima más abierto en el cine y la sociedad americanas.

Nos encontramos en una carretera en medio de ninguna parte durante los años que siguieron a la Gran Depresión de 1929: el joven Dove (Laurence Harvey) es un granjero texano que vagabundea y viaja en autostop de camino a Nueva Orleans en busca de Hallie Gerard (Capucine), la novia artista de origen francés a la que hace tres largos años que no ve y de la que con el tiempo ha dejado de tener noticias. En su viaje se cruza con Kitty (Jane Fonda), otra joven sin hogar, un tanto asilvestrada y salvaje, que también se dirige a esa ciudad y en la que encuentra compañía, intentando detener juntos algún camión que les adelante un buen trecho de camino, malviviendo de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, o asaltando como polizones algún vagón abierto de un tren de mercancías que viaje hacia el sureste. Sus pasos les llevan a las afueras de Nueva Orleans, hasta el Café de Teresina Vidaverri (Anne Baxter), una apetitosa viuda texana que regenta un bar-gasolinera-taller con clientela primordialmente masculina (que acude allí, dicho sea de paso, más por los encantos de la mujer que por la acreditada calidad de la comida). Tras un hurto cometido por Kitty en el Café, Dove se aparta de ella y se queda a trabajar en el local de Teresina, que, sintiéndose atraída por él, le ha hecho una buena oferta, mientras aguarda respuesta al anuncio que ha puesto en el periódico en busca de noticias de Hallie. Cuando éstas por fin llegan, Dove descubre una verdad dolorosa y terrible: Hallie no sólo no quiere saber nada de él, sino que vive y trabaja en la lujosa Casa de Muñecas, un burdel propiedad de Jo Courtney (Barbara Stanwyck), con la que su antigua novia mantiene además una relación lésbica.

La película puede dividirse en dos partes: la búsqueda, un rutinario relato de viaje e interacción con personajes y situaciones sobrevenidos, y el hallazgo, a partir del cual se establece una común historia de rescate, salvación y redención que durante una buena parte del metraje transita por vericuetos fácilmente previsibles. Son el excelente trabajo de cámara, el equilibrado ritmo de un metraje cercano a dos horas, la magnífica labor de ambientación, maquillaje, vestuario y dirección artística (tanto en la recreación de interiores como el café de carretera o el lujoso y estilizado burdel, así como en la captación del ambiente de música -en especial el jazz- y frivolidad de la famosa ciudad de Luisiana durante los años 30) los puntos fuertes de la película, fenomenalmente acompañados por la música de Bernstein y una eficaz fotografía, a un tiempo luminosa y sórdida, de MacDonald, así como la conjunción de un infrecuente reparto Continuar leyendo «En el límite de la censura: La gata negra»