Festival Alec Guinness: Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, Robert Hamer, 1949)

Greatest British comedy: Kind Hearts and Coronets

La buena comedia negra es aquella que, sin renunciar a la parodia, la sátira y la ironía, no pretende disimular que su humor se construye a partir de un drama. Sobre esa premisa, a la vista la dirección sobria, contenida y distante de Robert Hamer, del fenomenal trabajo de decoración (perfecta recreación de los ambientes de la baja aristocracia británica, como también de los estratos laborales más próximos a ella), de las luminosas secuencias diseñadas por el director de fotografía Douglas Slocombe y de la encomiable labor de los intérpretes que componen el triángulo central del drama (Dennis Price, Joan Greenwood y Valerie Hobson), podría decirse que esta película es otra (quizá una de las mejores) de las amables y deliciosas piezas de humor surgidas de la factoría Ealing pilotada por Michael Balcon, antaño mentor de Alfred Hitchcock reconvertido después en el artífice de la comedia británica cinematográfica por excelencia. Pero la película cuenta además con Alec Guinness, actor descubierto por David Lean que hasta entonces había participado en sus dos adaptaciones dickensianas, y cuyo auténtico potencial como intérprete se destapó en esta cinta, que también le convirtió en estrella y referencia ineludible. Y es que Guinness, siempre en un segundo plano, da vida, con diferente intensidad y profundidad y en distinto grado de desarrollo dramático, a ocho miembros de la familia D’Ascoyne en un recital de versatilidad y múltiple personalidad interpretativa solo al alcance de otro grande de la comedia británica, Peter Sellers.

Pero la película no es un simple vehículo para el lucimiento de un actor semidesconocido hasta entonces en el mundo del cine, ni mucho menos. El trabajo de Guinness es imprescincible pero no condiciona la construcción dramática de la historia, que respira sátira y parodia por sí misma y que, como siempre en las comedias de la Ealing, sabe tomar el pulso a la Gran Bretaña de su tiempo. En este caso, un país que ha salido devaluado de los enormes esfuerzos y sufrimientos de la Segunda Guerra Mundial, que ha perdido su condición de potencia hegemónica del planeta, que ve cómo su flamante Imperio empieza a desgajarse (comenzando por la India, la joya de la Corona), que vive una profunda crisis económica y social y que debe replantearse un nuevo orden para su reconstrucción y un nuevo papel en el mundo. Este estado de ánimo colectivo producto de una decadencia sobrevenida es sabiamente adaptado por el guion de Robert Hamer y John Dighton, a partir de la novela de Roy Horniman, que se sitúa cronológicamente al final de la era victoriana (finales del siglo XIX y principios del XX) y que gira en torno al resentimiento y las ansias de venganza producto de la afrenta y el deshonor. La gran virtud del argumento, sin embargo, está en que esta venganza cobra la irónica forma de una comedia negra cuyo personaje central es un asesino en serie, si bien sus víctimas se limitan a los miembros de una sola familia, los D’Ascoyne (interpretados todos por Guinness). Se trata, por tanto, de un criminal en serie al que no le mueven los incontrolables impulsos psicológicos, sino que es un vulgar usurpador por interés calculado en la mejor tradición del folletín decimonónico de aventuras de Alejandro Dumas o de las novela de crímenes británica según los patrones de Chesterton o Agatha Christie, o en la línea de Thomas de Quincey y su entendimiento del crimen como una de las bellas artes.

Así, Louis Mazzini, miembro de la familia D’Ascoyne no reconocido (su madre fue expulsada y apartada cuando decidió fugarse con un cantante italiano que murió de un ataque al corazón el mismo día del nacimiento de Louis, exactamente en el momento en que lo vio por vez primera… y única), desea vengar la afrenta sufrida por él y por su madre y, tras constatar el número de miembros de la familia D’Ascoyne que le impiden reclamar el título de duque, comienza a planificar su sistemática eliminación, uno tras otro. El detonante de su descabellado plan, además de la ambición personal de influencia y dinero, es el hecho de que la muchacha junto a la que se ha criado, Sibella (Joan Greenwood), hermosa, caprichosa, voluble y algo casquivana muchacha a la que une una larga pasión compartida, decide casarse con otro hombre dotado de mejor empleo y posición y de una mayor provisión de fondos para sus caprichos (John Penrose). Doblemente resentido, contra los D’Ascoyne y contra Sibella, sin nada que perder, decide poner en marcha sus planes de asesinato, y también de ascenso social a medida que se van produciendo muertes y el número de parientes entre él y el título de duque se va reduciendo, lo cual hace que la ambiciosa Sibella vuelva de nuevo a él para convertirse en su amante. Con lo que no cuenta Louis es con enamorarse de Edith (Valerie Hobson), la viuda de su segunda víctima, el joven heredero del título, un muchacho de 24 años muy aficionado a la fotografía y mucho más a empinar el codo, lo cual termina de configurar el rompecabezas de su venganza: no solo rematará la jugada casándose con la legítima esposa de un D’Ascoyne, sino que eso le servirá para usar y tirar a Sibella, la joven que lo despreció porque no tenía dinero ni posición y que ahora verá cómo pierde el favor de todo un duque del que no sacará nada. Continuar leyendo «Festival Alec Guinness: Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, Robert Hamer, 1949)»

Mis escenas favoritas: Plácido (Luis García Berlanga, 1961)

En estas fechas tan señaladas procede recuperar un momento de la que a buen seguro es la gran obra maestra cinematográfica sobre la Navidad. Además de toda una lección sobre el uso del plano secuencia, esta comedia negra salida del genio de Berlanga y Rafael Azcona, con la colaboración de José Luis Colina y José Luis Font, que trata sobre las circunstancias en que se desarrolla la campaña denominada «Siente un pobre a su mesa» (título original del guión, obligado a modificar por la censura) que a unas buenas amas de casa burguesas se les ocurre organizar durante las Navidades en una ciudad de provincias, revela toda la hipocresía de la sociedad española de su época, la franquista, no solo la propia de las fiestas, sino la subyacente en todo el sistema de apariencias, relaciones e influencias que sostenían (y sostienen) una forma de vida. Una cultura de la imagen de falsa respetabilidad pública que, lejos de desaparecer, se ha acentuado con el tiempo, y cuyo tratamiento, aunque situado en la España de la dictadura, excede lo puramente español y deviene en universal.

Domesticación a la americana: Jóvenes prodigiosos (Wonder Boys, Curtis Hanson, 2000)

Resultado de imagen de wonder boys 2000

De esta película de Curtis Hanson apenas se recuerda únicamente Times Have Changed, el tema de Bob Dylan que incluye la banda sonora y que en clave subterránea parece dialogar con su célebre éxito The Times They Are a-Changin’, uno de los más vigentes símbolos de la «contestataria contracultura» norteamericana de la década de los sesenta. Y en cierto modo es así, puesto que la película, como el hecho de que una canción del antaño «rebelde» Dylan terminara adornando una producción de un gran estudio de Hollywood (Paramount, en este caso), trata en realidad, aunque cabe pensar que involuntariamente, sobre ese proceso de domesticación generalizada que de la América de la cultura undergound, la revolución sexual, el antimilitarismo, el feminismo, el ecologismo y la profundización en los derechos civiles derivó en los ochenta hacia el neoliberalismo más salvaje, la liberalización económica total, la mercadotecnica absoluta, la publicidad omnipresente, la consideración de todos y cada uno de los aspectos de la vida como bienes mercantiles, el éxito y la popularidad como máxima cima de la realización individual y la proclamación de los valores de la América de los años cincuenta como la mejor de las Américas posibles, dinámica en la que continuamos y que se ha ido filtrando al resto de Occidente a través de las obras de ficción más comerciales. Y la película llega a coincidir en este punto, decimos, involuntariamente, porque, como tan a menudo sucede, juega a simular el discurso contrario, la vuelta a la independencia de pensamiento, a la libertad creativa, a la búsqueda de la originalidad, de una mirada concreta y personal del mundo ajena a condicionantes socioeconómicos y modas recaudatorias, a través de una perspectiva tan intelectual como sentimental y de un tono de drama ligero y comedia negra y agridulce, pero cuya conclusión no deja lugar a engaños ni espejismos.

La clave está en utilizar como protagonista a un personaje caótico, desastrado, inadaptado, sociópata, y reconducirlo al redil de la corrección, aunque los vericuetos que deba recorrer incidan momentáneamente en el desorden y la anarquía. Tocar fondo para tomar impulso, hundirse para renacer, sobrevivir, reaccionar, o mejor dicho, rectificar. Un profesor de literatura en una universidad del Este, Grady Tripp (Michael Douglas) es, además de un adicto a la marihuana, una vieja promesa literaria (su novela, La hija del pirómano, fue todo un bombazo editorial en su día) que siete años después de su debut se ve inmerso en una especie de bloqueo inverso: no es que se vea impedido a la hora de afrontar la escritura sino lo contrario, lo hace obsesiva, enfermiza, compulsivamente, prolongando hasta la extenuación y creando interminables ramificaciones de un borrador que supera ya holgadamente el millar de páginas y cuya finalidad, desarrollo y conclusión ni siquiera se atisba. Coincidiendo con el «Festival de las Palabras» organizado por su facultad, una especie de simposio literario en el que novelistas de éxito (como quien se hace llamar Q, interpretado por Rip Torn) conviven con estudiantes y jóvenes promesas, su editor (Robert Downey Jr.), que también anda en horas bajas y a punto de perder su empleo, le visita para interesarse por el estado del manuscrito, al tiempo que uno de los estudiantes de Grady, James (Tobey Maguire), un muchacho igualmente inadaptado, casi autista, que apenas se mezcla con sus compañeros, del que se mofan y se ríen, se revela asimismo como sorprendente escritor de una magnífica primera novela, todavía sin publicar. El rechazo al joven, unido a su talento, despierta en Grady sentimientos paternales, el deseo de tutelar las tribulaciones de James, de encauzar sus pasos, incluso cuando estos adquieren tintes más que grotescos: la muerte casi accidental del perro del decano de la facultad, un estudioso del matrimonio entre Joe DiMaggio y Marilyn Monroe, y la «desaparición» de la colección particular de este de una prenda que Marilyn lució precisamente el día de su boda con la estrella del béisbol. Pero la gran complicación vital que sacude la vida de Grady son las mujeres: recién abandonado por su tercera esposa (como las anteriores, una antigua estudiante mucho más joven que él), mantiene una relación adúltera, súbitamente aún más retorcida, con la mujer del decano (Frances McDormand), mientras recibe las atenciones de una joven y atractiva alumna que se aloja en la habitación de alquiler que oferta en su casa (Katie Holmes).

A pesar de basarse en el libro con tintes autobiográficos de Michael Chabon, Chicos prodigiosos, quien abordaba su propia experiencia durante la escritura de una novela de más de mil quinientas páginas que nunca llegó a publicarse, la película sirve a ese propósito de reconciliación con el mundo por parte de un personaje marginal descarriado que resume todos los tópicos en su caracterización: desastrado (viste ropa vieja y arrugada), mal afeitado y peor peinado, fumador de marihuana, bebedor sin límite y mal comedor, frustrado y desencantado de su profesión y atascado en su vocación, y pésimo a la hora de relacionarse con sus colegas y, sobre todo, con sus amantes. Haciendo suyo, en cambio, uno de los principios más conservadores de la sociedad americana, sus problemas empiezan a removerse, para resolverse, cuando adopta un punto de vista paternal, cuando ejerce de padre virtual y, a la postre, de esposo y padre real. Es decir, cuando se hace agente responsable. La vida Grady encuentra así su orden y su sitio, esto es, su realización, su lugar en el mundo, su armonía vital. La pose intelectual, cultural (filtrada a través del empleo de citas célebres, anécdotas de personajes famosos del cine y la literatura, referencias a obras y autores, o incluso sugeridas mediante la música, por no hablar del recurso a la marihuana o del hecho de que en el país del automóvil la esposa del decano posea un Citroën y una joven aspirante a escritora con voz propia conduzca un Renault 5), humorística y «alternativa» o «independiente» se ve una vez más así domesticada, retornada a la seguridad del rebaño y de los lugares conocidos y aceptados como deseables: el amor, la pareja, la familia, el éxito personal y la superación de los traumas propios a través del cumplimiento de un rol predeterminado en la sociedad. Todos los personajes, de alguna manera, sufren alteraciones en ese proceso que, mediante la desnaturalización de su ser previo, considerado a priori como tóxico o disfuncional, incompleto, improductivo, los convierte en seres sociales y, sobre todo, en solventes agentes económicos. De este modo, la película, con un sólido guión de Steve Kloves bien estructurado, con no pocos logros dramáticos y humorísticos (un humor negro que siempre esquiva el mal gusto) y un buen puñado de diálogos brillantes, una puesta en escena centrada en reproducir ese ambiente académico e intelectual ligado al mito de la «gran novela americana» y unas interpretaciones solventes, en particular Douglas, Maguire y McDormand, procura un entretenimiento inteligente y a ratos reflexivo que, salpicado de comicidad, paradójicamente renuncia a explotar su inteligencia hasta el último extremo en aras de conservar un principio moral que se considera superior, y que poco o nada tiene que ver con la independencia, la rebeldía y el hallazgo de una voz y un pensamiento propios, sino con la sumisión acomodaticia, el plegamiento al mercado y a los mandatos sociales, el utilitarismo y la asunción de los valores socioeconómicos predominantes como vehículo para el éxito y la realización personales. La domesticación, en suma, el gran éxito del sistema capitalista a través de la cultura enlatada.

Música para una banda sonora vital: Mr. Kaplan (Álvaro Brechner, 2014)

Mr. Kaplan es una comedia negra uruguaya dirigida por Álvaro Brechner. Situada a finales de los años noventa del siglo XX, trata de las peripecias de Jacobo Kaplan, un judío que emigró a Uruguay tras la Segunda Guerra Mundial y que, desencantado con su nuevo rabino, harto de su comunidad, de unos hijos medio idiotas y de su vida monónota y rutinaria, y temiendo morir sin dejar ningún buen recuerdo, cree descubrir en un viejo alemán, dueño de un restaurante de una zona turística, a un criminal nazi evadido. Con 80 años, decide reclutar a un antiguo amigo, policía expulsado del cuerpo, para emprender la rocambolesca misión de capturarlo y llevarlo a Israel para contribuir a recuperar el orgullo y la dignidad de la comunidad judía.

Irregular y, en conjunto, poco sostenible, la película se abre con una guasona versión en alemán del tema de Serge Gainsbourg S.S. in Uruguay, incluida en el álbum Rock around the bunker.

 

Música para una banda sonora vital – Siete psicópatas (Seven psychopaths, Martin McDonagh, 2012)

siete_39

Una versión de The first cut is the deepest, de Cat Stevens (o de Yusuf Islam, como se hace llamar desde su ya lejana conversión a la religión de Mahoma), es el leitmotiv musical principal de esta irregular, desigual e indefinida mezcla de astracanada, comedia negra, thriller, cine de acción y relato sobre el crimen organizado con reparto estelar (Colin Farrell, Sam Rockwell, Christopher Walken, Woody Harrelson, Tom Waits, Harry Dean Stanton, entre otros…) que naufraga en su conjunción de excesivos componentes que no terminan de ensamblarse en un todo con sentido.

Una de las mayores y mejores sorpresas es este tema de Yusuf-Cat Stevens, que traemos aquí en su versión original.

Confesiones de una mente peligrosa (2002): la telebasura mata

confesiones-de-una-mente-peligrosa_39

La filmografía como director de George Clooney, a pesar de resultar, en general, salvo en momentos puntuales, irregular, desequilibrada y densa, suele superar con mucho en calidad e interés a la mayoría de las películas en las que interviene como actor, o en las que no toma parte en la dirección o, al menos, en la producción. Sus cuatro películas hasta la fecha, a excepción quizá de esa tontita mediocridad que es Ella es el partido (2008), contienen más cine por metro cuadrado de celuloide que aquellos productos en los que sólo se exhibe de manera vacía o estética el encanto, el carisma y el atractivo del actor con fines meramente decorativos y/o publicitarios. Su debut tras la cámara, Confesiones de una mente peligrosa (Confessions of a dangerous mind, 2002), más reconocida entre la crítica que apreciada por el público, es una película que gana en entidad y solvencia con el paso del tiempo.

Escrita por el guionista Charlie Kaufman a partir de la «autobiografía no autorizada» del productor televisivo y ex agente de la CIA (o eso dice él; en cambos casos, se podría añadir…) Chuck Barris, y producida por Steven Soderbergh, la cinta supone una, en ocasiones, desconcertante combinación entre comedia y drama, que destila un humor muy negro a lo largo de sus 110 minutos de metraje, pero con innegable estilo visual, complicada labor de producción (un meritorio cúmulo de localizaciones geográficas muy distintas, de Filadelfia o Nueva York a México, Berlín Este o Helsinki; una narración que se prolonga desde los años cincuenta a principios de los ochenta, con lo que supone a efectos de decoración, vestuario, maquillaje, ambientación general y, muy particularmente, la recreación del interior de unos estudios televisivos: producción, decorados, cámaras, control de realización, etc., etc.; un empleo de la música, comprendiendo tanto la banda sonora compuesta expresamente por Alex Wurman como las canciones colocadas para señalar propiamente la época en la que transcurre cada segmento) y una muy estimable labor de los intérpretes principales, especialmente de Sam Rockwell, su protagonista, una de las más estimulantes presencias del cine americano actual.

La película es contada mediante un gigantesco flashback, punteado con testimonios en el «presente» (entre ellos la aparición final del Chuck Barris real) que dotan a la historia de las formas y maneras de un reportaje periodístico: exiliado en la habitación de un hotel, Chuck Barris (Sam Rockwell) se entrega al abandono de sí mismo, a la suciedad, al desánimo, al remordimiento. Es un hombre que abomina de su pasado, que se avergüenza de sí mismo, que necesita liberarse de sus ataduras depresivas, del horror de sus malas acciones. Ni siquiera la presencia de Penny, su novia de toda la vida (Drew Barrymore, con diferencia lo más digno que ha interpretado desde E.T., el extraterrestre) al otro lado de la puerta para rescatarlo y llevárselo con ella a California consiguen que salga de su retiro y de su desamparo. La única salvación para él consiste en escribir su historia, en poner negro sobre blanco las luces y las sombras de una historia que sería «increíble» si no fuera «cierta». Así, el espectador asiste a las evoluciones y, en algunos casos, justificaciones, de Barris para convertirse en lo que llegó a convertirse, un productor de telebasura y un asesino a sueldo de la CIA durante la Guerra Fría. Se trata de un acomplejado adolescente cuyas acciones van encaminadas en todo caso al sexo, a la consecución de sus deseos sexuales, desde los más elementales a los más perversos. Toda su carrera, su afán por convertirse en alguien en la televisión, no tiene otro fin que adquirir una fama, un prestigio y una popularidad que le faciliten la tarea de ver ocupada su cama, o cualquier otro mueble, funcional o no, cada noche, cada día, cada hora. En esta parte de la trama pesa el ritmo y el tono de comedia, porque Barris es tan pringado que suele contar sus intentos por fracasos. Al menos hasta que conoce a Penny, compañera de piso de una empleada de la televisión con la que se ha acostado (Maggie Gyllenhaal). Con Penny mandentrá una relación de encuentros y desencuentros que se prolongará toda su vida, salpicando sus distintas actividades.

Al mismo tiempo que logra su paso más importante en televisión (el llamado Juego de parejas, que en España, producido por el innombrable canal-ponzoña, se llamó Vivan los novios, presentado por aquel galán de cartón pìedra y la tetona siliconada de turno), entra en contacto con él Jim Byrd (George Clooney), un empleado de una agencia del gobierno que recluta individuos a los que convertir en máquinas de matar para delicadas misiones internacionales. Barris, que descubre el secreto placer que le produce la violencia sin consecuencias visibles, acepta, y desde ese momento su trabajo y su tapadera, sea cual sea uno y otro, se asocian e interrelacionan de manera que uno y otro se desarrollan a la par como mutuas coartadas. Y si en su vida común televisiva está Penny, en su vida como agente está Patricia (Julia Roberts), ambigua y áspera agente-contacto con la que inicia una relación puramente sexual, arrebatadora, de las que siempre deseó desde adolescente… Todo parece perfecto, hasta que se descubre la existencia de un topo en la organización. Continuar leyendo «Confesiones de una mente peligrosa (2002): la telebasura mata»

Música para una banda sonora vital – El gran Lebowski

Uno de los temas de la estupenda banda sonora de la espléndidamente lúcida El gran Lebowski (The big Leboswki, Joel & Ethan Coen, 1998) es The man in me de Bob Dylan. La voz de Dylan acompaña uno de esos lisérgicos paseos multidimensionales de «El Nota» (Jeff Bridges), uno de los mejores personajes cinematográficos de los noventa que protagoniza esta delirante, disparatada y surrealista comedia negra que se ríe de todo lo que en USA es sagrado. A ritmo de Dylan, nada menos…

Mis escenas favoritas – Arsénico por compasión

Para quien escribe, la mejor película de Frank Capra, con diferencia, abandona sus sentimentalismos facilones y las sensibleras historias sobre el anónimo héroe americano que se sobrepone a los dramas de la Gran Depresión para abrazar con ironía y mala baba la encantadora historia de dos angelicales ancianitas que suelen enviar al otro barrio a todo señor mayor desamparado que hallan en su camino. La que podría considerarse como la mayor rareza de la familia tiene en abierta competencia al primo que se cree el presidente Teddy Roosevelt, al hermano criminal que se parece a Boris Karloff, y a Mortimer Brewster, crítico teatral y columnista decidido enemigo de la institución matrimonial que, paradójicamente, está a punto de casarse con una hermosa joven. Capra construye así una magistral comedia en la que todos sus participantes, desde los guardias que hacen la ronda por el barrio al taxista que aguarda en la puerta durante todo el filme, están como verdaderas cabras. Para muestra, la escena en la que Mortimer descubre el «pasatiempo» de sus ancianas tías, todo un prodigio de comicidad del actor más elegante que jamás haya aparecido en pantalla. Una película desternillante, deliciosa, una carcajada continua.

La tienda de los horrores – Balada triste de trompeta

Canto a la incoherencia. Culto al exceso. Incompleta simbiosis entre el cine de acción y la caspa hispánica. Vómito de fragmentos sin articulación ni elaboración interna. Relato superficial del tardofranquismo. Personajes sin lógica interna, secundarios prescindibles. Estas frases cortas resumen la última película de Álex de la Iglesia, celebrada por una parte de crítica y público, premiada en Venecia al mejor director y al mejor guión (la presidencia del jurado de Quentin Tarantino y su ignorancia de la reciente historia de España fue sin duda decisiva para ello), fracaso total en los últimos premios Goya (últimamente realmente acertados, no especialmente en cuanto a lo que premian, sino a lo que suelen dejar sin galardones) y uno de los más importantes fiascos del cine español reciente, uno más en la carrera del director vasco.

Empecemos por su tan aclamado comienzo. En él destacan dos aspectos: los créditos iniciales y la primera secuencia. En cuanto a los títulos, puede decirse que, sin duda ninguna, quizá son los más creativos y espectaculares del cine español en mucho tiempo, si no desde siempre. La potencia de la música de Roque Baños viene complementada con unas imágenes poderosísimas que resumen la historia y el arte españoles con inteligencia y contenido didáctico y narrativo. En cuanto a la primera secuencia, alabada casi sin excepción, ofrece más reservas: pretendidamente ilustrativa, casi metafórica, del mal de «las dos Españas», se asienta más en la supuesta espectacularidad de la acción, la violencia, las amputaciones y la sangre, y también como construcción técnica, que en su valor narrativo, realmente, como en casi toda la película, casi meramente anecdótico. Esto viene del hecho de encontrarse lastrada por la impericia de Santiago Segura como actor, del histrionismo de un pasadísimo Fernando Guillén Cuervo y de una premisa de guión no demasiado talentosa. Lo mejor de esta fase, sin duda, Fofito. Esta secuencia, realmente apabullante, sin embargo, deja a las claras cuál va a ser el tono y el interés de la película: los efectismos.

Porque, a partir de ahí, esta historia del increíble triángulo amoroso entre dos payasos (Antonio de la Torre y Carlos Areces) y una atractiva y algo casquivana trapecista (Carolina Bang, con un personaje realmente sin dibujar, cuyas acciones resultan completamente incomprensibles, más todavía en lo relativo a sus sentimientos y a su deseo sexual), pretendidamente encadenada a la historia vivida en los últimos años del franquismo, no hace sino naufragar. Primero, porque el marco histórico no consigue ensamblarse bien con la trama de la película a pesar del forzamiento de situaciones y la búsqueda de elementos de unión: la historia, los personajes, el estilo de vida, las cuestiones políticas, se quedan en mero escenario, en marco general que ha de ser recordado a cada momento con recursos metidos con calzador para que el espectador recuerde constantemente dónde se encuentra entre tanta violencia y ensaladas de tiros. Esta parte del argumento, superficial, endeble, casi gratuita, nunca termina de interesar, de ser tratada con inteligencia ni tampoco de convertirse en crónica histórica del fresco de un país en proceso de cambio. Todo ello al servicio, únicamente, del uso de algunos de los espacios más emblemáticos de ese periodo histórico como escenario -siempre de manera forzada, ilógica y gratuita- para la acción (como en la espectacular conclusión en la cruz del Valle de los Caídos). Continuar leyendo «La tienda de los horrores – Balada triste de trompeta»

Ecos del 20-N: Espérame en el cielo

esperame_cielo

España ostenta el triste récord, junto a un muy escaso número de otros países, de haber permitido que su dictador más criminal de entre todos los que le ha tocado en suerte padecer muriera «cómodamente» en su cama al final de su vida, una vida cuyo único mérito consiste en haberse erigido en pianista habitual de los burdeles de Melilla mientras sus compañeros de armas «consumían» los servicios del local, «mercancía» a la que Francisco Franco era bastante indiferente. El resto de su vida, como la de cualquier militar dictador, es un catálogo de crímenes, asesinatos, matanzas, represión y torturas que, con todas las bendiciones de la Iglesia por la que tanto hizo y que tantas veces hizo el saludo fascista en su honor, lejos de transportarle al cielo del título de la película le habrán valido el billete directo en clase prefente al más cruel de los infiernos, si es que tal cosa existe como lugar físico (si no habría que inventarlo para individuos repugnantes como él). Astuto pero no muy inteligente, malicioso y maquinador pero más bien tirando a lerdo, es decir, poseedor de todas las cualidades con las que quienes sufren complejos de inferioridad consiguen trepar a costa del sufrimiento ajeno a altas cotas de éxito o poder en detrimento de la verdadera inteligencia, Franco es la más vergonzosa mancha de la Historia de España, no sólo porque el país consintiera que su vida transcurriera plácidamente como dictador hasta el fin de sus días en lo que es un bochornoso retrato de lo que supone la sociedad española frente a otras, a muchas de los cuales no vacilamos en mirar por encima del hombro dándonoslas de modernos, europeos y capitales para la cultura y la historia occidentales, sino porque buena parte de la moderna sociedad de hoy se considera heredera o tributaria de su era del crimen, la justifica, ampara o le quita hierro, cuando no la ensalza públicamente a la menor ocasión o la declara una época de «extraordinaria placidez», como dijo el representante de cierto partido democrático en el Parlamento Europeo.

En lo que somos maestros, desde luego, es en la guasa. Si incluso para tener dictadores escogemos a un señor bajito y barrigón, feo, afeminado, inculto y con delirios de grandeza (en eso sólo Italia nos supera con Mussolini, aunque, evidentemente, ellos tuvieron la autoestima suficiente como para colgarlo en cuanto pudieron), no es de extrañar que la parte medianamente inteligente y digna del país (incluida la derecha inteligente y digna, que la hay, aunque lleve años oculta bajo la capa de caspa y regresión mental a la era de las cavernas que vomitan sus dirigentes y sus medios afines) se tome a chacota a semejante personaje en cuanto tiene ocasión. Si en la extraña pero recomendable Madregilda de Francisco Regueiro tenemos a un Franco infantiloide, inmaduro y bobo, en esta película de Antonio Mercero, famoso director de series de televisión de éxito y de películas flojas con tendencia al sentimentalismo entre las que destaca el telefilme La cabina, del que ya se habló aquí, se recurre al tan manido mito del doble, subsección estadistas (desde El Gran Dictador a Presidente por accidente o Dave, presidente por un día) para chotearse de los personajes que fomentaban y controlaban la atmósfera de miedo de la posguerra española.

Paulino (el actor argentino Pepe Soriano) es dueño de una ortopedia. Su vida es la del español medio de los años cincuenta (del que, sin ser partidario de la dictadura, no había sido ya asesinado o del que no estaba en la cárcel, claro), tomando la cuestión política como un gran vacío que ignorar e intentando compensar la falta de libertad con todos los momentos de diversión que pudiera regalarse. En uno de éstos, mientras realiza una performance entre la concurrencia de un puticlub que frecuenta (Rascayú, cuando mueras que harás tú, canción prohibida por entonces que no es de Paco Clavel y que le cantaban en voz baja a Paquito quienes esperaban ansiosos que la palmara), es secuestrado por unos individuos que resultan ser de «la secreta» y que lo conducen a unos calabozos en los sótanos de El Pardo (jamás congenió tan bien el nombre de un palacio con el de su inquilino principal). Su delito: su parecido físico con el dictador. Su condena: convertirse en su doble para evitar atentados a la persona del (patético) Generalísimo. Mientras su mujer (espléndida Chus Lampreave) y sus amigos, que lo creen muerto, intentan contactar con él en unas delirantes sesiones de espiritismo (entretenimiento muy de moda por entonces), Paulino forma parte de la operación Jano y, a las órdenes de un instructor de la Falange (magnífico José Sazatornil, premio Goya al actor de reparto por este papel en la edición de 1988), tan amenazador como paródico (de nombre Sinsoles, no hace falta decir mucho más), es adiestrado constantemente para emular voz y ademanes de Franco, sin resignarse a poder escapar de su inesperado destino. Continuar leyendo «Ecos del 20-N: Espérame en el cielo»