Música para una banda sonora vital: Buscando a Susan desesperadamente (Desperately Seeking Susan, Susan Seidelman, 1985)

El éxito de personajes como Madonna solo puede explicarse en los años ochenta. Esta película de Susan Seidelman la tiene como principal reclamo en su combinación de comedia de enredo según el patrón tradicional de los años treinta y exaltación de la horterada propia de su década. No obstante, la película resulta agradable en su conjunto, aunque carece de una conveniente mayor agudeza y acidez, la trama de confusión de identidades y sus complicaciones derivadas está hilada con ingenio y Rosanna Arquette se come la cámara en cada aparición. Además de las protagonistas principales, destacan los secundarios Aidan Quinn, Will Patton, Robert Joy y Mark Blum (recientemente fallecido a causa del COVID-19), y las apariciones de Victor Argo, John Turturro y Giancarlo Esposito.

La película cuenta con el acierto añadido de no convertirse en un musical de Madonna que acogote al espectador, reduciéndose su participación a un solo tema, Into the Groove.

Música para una banda sonora vital: Un día volveré (Paris Blues, Martin Ritt, 1961)

Duelo musical entre Wild Man Moore (Louis Armstrong) y Ram Bowen (Paul Newman, completamente fuera de su elemento) en esta comedia dramática que homenajea a los templos nocturnos del jazz parisino de la época. Joanne Woodward, Sidney Poitier, Diahann Carroll y Moustache completan el reparto de un tributo romántico al París más bohemio subrayado con la música de Duke Ellington.

Servicios desinformativos: Al filo de la noticia (Broadcast news, James L. Brooks, 1987)

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Al filo de la noticia (Broadcast news, 1987) suele ser recordada de manera recurrente, y en particular cada vez que quiere ilustrarse con imágenes la frenética locura de una redacción de informativos televisivos en plena efervescencia, por la agotadora carrera de Joan Cusack para entregar a tiempo una cinta que debe emitirse en directo en pocos segundos. No obstante, la notable experiencia, personal y profesional, en el mundo de los informativos televisivos acumulada por el productor, guionista y director James L. Brooks (en su día fue presentador de la cadena CBS) le sirvió para construir esta equilibrada comedia dramática que maneja adecuadamente los resortes emocionales de tres almas solitarias que viven al ritmo que marcan las exigencias de actualidad de una profesión que nunca para.

El tono agridulce de la cinta se ve ejemplificado de entrada en su estructura narrativa: comienza con un prólogo en el que los tres protagonistas son retratados en su infancia de acuerdo con los rasgos de personalidad y comportamiento que van a ser claves en el desarrollo del argumento: Tom (William Hurt), un niño con calificaciones mediocres más preocupado por su aspecto físico y su reputación entre los demás colegiales que por sus estudios; Aaron (Albert Brooks), enfrentado desde el principio a un ambiente hostil de una sociedad (al principio académica) que no premia la capacidad y el talento, sino las relaciones públicas, los lazos familiares, las apariencias y el compadreo, y, como resultado de todo ello, la mediocridad de pensamiento; por último, Jane (Holly Hunter), una cría que escribe a sus amigas cartas con la máquina de escribir al mismo tiempo que cuestiona filológicamente el uso del lenguaje por parte de su padre. Este preludio cómico contrasta con el epílogo nostálgico, sentimental y un punto amargo que establece la división final entre la vida personal y la profesional, las cuales el terceto de personajes han intentado unir a lo largo del cuerpo central del largometraje.

La habilidad de James L. Brooks reside principalmente en el ritmo narrativo. Se trata de una película de 133 minutos de metraje con varios puntos de atención y niveles de interés: en primer lugar, el obvio triángulo amoroso, construido al modo de las antiguas screwball-comedies, pero rebozado con su buena dosis de cinismo y desencanto, en el que el amor a tres bandas pugna por alcanzar la hegemonía en la vida de los protagonistas tanto como sus ambiciones profesionale y sus respectivos talentos (en el caso de Tom, ciertamente discutibles). Por otro lado, Brooks, realiza un ligero pero agudo y certero análisis (y más vistos los tiempos en los que estamos) de hacia dónde caminaba la profesión periodística en general y la información televisiva en particular, alertando acerca del excesivo predominio de lo superficial, lo fácilmente digerible, lo accesorio, lo popular, lo «mediático», lo que no requiere ninguna exigencia, los eslóganes y el periodismo de trinchera y de simple repetición de la propaganda oficial, por encima de los contenidos pensados, meditados, analíticos, inherentes al ejercicio de la información (no hay más que ver para darse cuenta de lo acertado de las predicciones de Brooks el alto grado de contenido absurdo que ontienen los infomativos televisivos de hoy: redes sociales, entrenamientos de equipos de fútbol, desfiles de moda, noticias de cocineros y eventos culinarios, fiestas populares y toda una gama de información meteorológica que no hace ascos al ridículo). Finalmente, Brooks apunta también a la fragilidad laboral que acompaña el ejercicio de la profesión a través de los cambios estructurales que acechan a la corporación dueña de la cadena, y que amenazan con el despido de la cuarta parte de la plantilla, una precariedad que no ha dejado de crecer en los últimos años, y prácticamente en la misma medida en la que los distintos medios y cabeceras, supuestamente imagen de la pluralidad cultural, ideológica, social y política de un país, han ido concentrándose sin embargo en unas pocas manos empresariales (apenas dos o tres grupos corporativos controlan y dirigen prácticamente los medios de comunicación de cualquier país avanzado del mundo «libre») que dictan la opinión pública sobre necesidades financieras y políticas que rara vez coinciden con el derecho, y el deber, de transmisión de información veraz. Continuar leyendo «Servicios desinformativos: Al filo de la noticia (Broadcast news, James L. Brooks, 1987)»

Hablemos de sexo: La cabaña (The little hut, Mark Robson, 1957)

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Cada situación tiene su propia moral; la cuestión es encontrársela. Con una cita de Alicia en el país de las maravillas que viene a decir más o menos esto mismo, en clara advertencia más para los censores, para que no se sorprendieran demasiado ni juzgaran erróneamente y, por tanto, con severidad, las intenciones del film, que para el espectador, al que todo se le presenta de manera blanca y aparentemente inocua, comienza esta rareza del habitualmente serio y trascendente Mark Robson, una pequeña comedia de 84 minutos que, basada en la forzosa convivencia de tres personajes en una isla desierta, asombra por su abierto y osado tratamiento en pantalla y para todos los públicos de cuestiones como las necesidades sexuales, el adulterio, la infidelidad y, sobre todo, el apetito sexual.

Basada en una obra de André Roussin convertida en guión por Nancy Mitford y F. Hugh Herbert, Mark Robson nos presenta una historia que en sus coordenadas iniciales se inscribe dentro de la comedia británica de situación: un pastor protestante (el gran Finlay Currie) y su esposa (Jean Cadell) llegan de Australia para visitar a su hijo Henry (David Niven), funcionario del Foreing Office (Ministerio de Asuntos Exteriores) británico, en su complicada sede de Londres (tan enorme y llena de pasillos, dependencias, despachos, alas, bloques, anexos, recovecos y sótanos que hasta los conserjes se pierden en él) para descubrir que, en contra de lo que él les había dicho, sigue enamorado de Susan (Ava Gardner), una antigua novia que terminó casándose, seis años atrás, con su mejor amigo, sir Philip Ashlow (Stewart Granger). No sólo lamentan que su hijo siga anclado en el pasado, sino que se escandalizan cuando se dan cuenta de que durante las largas ausencias y desatenciones de Philip por razón de sus múltiples negocios, Henry se convierte en soporte, acompañante, compañero, confidente, casi se diría que también en mascota, que palía la soledad de Susan en la vida social londinense, si bien la cosa nunca va más allá de las infructuosas esperanzas de Henry en revertir el hecho consumado de que está felizmente casada y muy enamorada de su marido. Susan, por una vez, logra que Philip renuncie a un viaje comercial a Brasil para escaparse con ella en un romántico crucero en su yate privado, pero Philip, más proclive al sentido práctico que a las cosas románticas, lo convierte en un viaje en grupo en compañía de algunos buenos amigos, entre ellos, Henry. Cuando, a causa de una tormenta, el yate zozobra, sus pasajeros abandonan el barco, y Philip, Susan y Henry comparten (también con el perro de Philip, un pastor alemán) bote de salvamento hasta una isla desierta en la que, forzosamente, van a tener que convivir. Y ahí empieza la verdadera película.

Porque, huyendo de las connotaciones dramáticas y aventureras de la situación, la película pronto plantea su dilema central. Philip, además de un aristócrata y hombre de negocios, es un fenómeno en la lucha por la supervivencia, y no tarda en organizar un perfecto sistema que les permite vivir con cierta holgura y comodidad, sin siquiera perder la compostura de su clase (hasta para cenar visten la ropa de gala con que les sorprendió la tormenta en el yate), en dos cabañas, una de dos plazas para el matrimonio, una más pequeña para Henry. Philip, además, soluciona la cuestión de la alimentación, ocupándose de la caza, la pesca, y la selección de los vegetales que se pueden comer. Philip, que también se ocupa de la exploración de la isla y diseña una torre de vigilancia desde la que observar la posible aparición de buques en el horizonte, tiene planes y respuestas para todo, a diferencia de Henry, que es un pato mareado que ni siquiera conserva los zapatos (para no herirse los pies tiene que pedirle prestados los suyos a Philip, sin acordarse de devolvérselos demasiado a menudo, estupenda metáfora argumental de la base narrativa del film), hasta el punto de que se hace difícilmente soportable su actitud razonable, práctica, casi se diría que satisfecha con las oportunidades que la solitaria vida en la isla le brinda como estímulo para su ingenio. Esto, hasta que Henry plantea la cuestión crucial: dos hombres y una mujer en una isla, y uno de los dos hombres, que también siente la llamada de la naturaleza, también necesita por eso mismo una mujer para sofocar sus instintos. Solución propuesta: compartir a Susan. Así, tal cual. Continuar leyendo «Hablemos de sexo: La cabaña (The little hut, Mark Robson, 1957)»

Cuando la comedia romántica era comedia y romántica: Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958)

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Aquí tenemos al gran Cary Grant dejándose las articulaciones en plena efervescencia danzarina al estilo escocés en la deliciosa Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958), magnífica comedia romántica, coprotagonizada por la no menos grande Ingrid Bergman, que responde adecuadamente a lo que constituye la esencia del género, esto es, el choque amoroso de dos personalidades antagónicas, a priori con objetivos e intereses contrapuestos, y que se enfrentan, a través de situaciones agridulces que combinan humor y drama, al triunfo de sus mutuos sentimientos. En este caso, todo ocurre bajo la batuta del gran maestro del musical Stanley Donen, y ese amor del director por el musical impregna de algún modo todo el metraje en cuanto a estilo, composición de planos y secuencias, ritmo y, obviamente, el magistral tratamiento de la descacharrante escena en la que Grant se deja llevar, de manera un tanto incoherente respecto a lo que su personaje ha reflejado en los minutos previos, por los alegres acordes de la tradicional música de las Highlands.

Anna Kalman (Bergman) es una célebre actriz ya madura que está viviendo una crisis personal. El desencanto que le produce su soledad le priva del estímulo y de la pasión de la interpretación, por lo que vive sus días entre Mallorca y su casa de Londres. Sus últimos intentos por entablar una relación sentimental han fracasado, y se encuentra ante una desoladora perspectiva de envejecimiento en soledad, sin que la compañía de sus grandes amigos, los Munson, Alfred (gran Cecil Parker) y Margaret (Phyllis Calvert), le sirvan de consuelo. Ellos se empeñan en lograr que haga vida social, que no pierda la esperanza ni la alegría, pero cada vez lo tienen más difícil. Eso, hasta que una noche Alfred acude al piso de Anna junto a Philip Adams (Cary Grant), toda una personalidad de los negocios internacionales que Alfred, empleado del Gobierno británico, quiere reclutar para la OTAN, y al que pretende agasajar durante el breve tiempo que pasa en Londres. Lo cual incluye la impartición de una conferencia y una cena institucional para la que Anna, que en seguida se ha encandilado del buen mozo, resulta la acompañante más adecuada… Desde ese instante, la atracción mutua se convierte en amor, y las barreras entre ambos, sin embargo, no dejan de crecer: Philip vive en París y Anna en Londres; él no tiene ninguna intención de aceptar ese empleo en la OTAN, y ella, que ha vuelto a actuar, debe salir de gira; o, el más importante: él está casado y, aunque está tramitando el divorcio, los trámites en Estados Unidos se están alargando demasiado…

La película de Donen, esquemática en cuanto a planteamiento, como corresponde al género, cuenta como mejor baza con unos intérpretes sublimes: Bergman está espectacular en su madurez, ya a punto de pasar a un segundo plano en cuanto a importancia y relevancia en Hollywood (desde entonces espaciaría mucho más sus apariciones cinematográficas, a veces con directores de poco renombre y en proyectos de escasa trascendencia, hasta volver por la puerta grande gracias al otro Bergman, Ingmar, en la producción alemana Sonata de otoño, de 1978), y Grant explota a fondo la cumbre de su mejor momento profesional (por decir algo, porque ese «mejor momento» llevaba prolongándose veinte años, y todavía duraría un lustro más), justo antes de alzarse definitivamente con la obra maestra Con la muerte en los talones (North by Northwest, Alfred Hitchcock, 1959), en un papel con ciertas similitudes al de Philip Adams de Indiscreta. Ambos despliegan un recital de humor y sensibilidad para componer dos personajes sólidos y creíbles, imperfectos seres humanos que atesoran múltiples defectos y debilidades, pero cuya fortaleza y determinación en momentos puntuales resulta imbatible. Junto a ellos, los Munson, funcionan como espejo y contrapunto: el matrimonio veterano que se las sabe todas, a la vez cómplices y antagonistas, que sobreviven con humor y sarcamos a los pequeños desencuentros diarios. Especialmente, las apostillas irónicas de Alfred a casi todo lo que ocurre resultan especialmente apreciables, muestra perenne del llamado «humor inglés». Continuar leyendo «Cuando la comedia romántica era comedia y romántica: Indiscreta (Indiscreet, Stanley Donen, 1958)»

La Garbo hace mutis con una sonrisa: La mujer de las dos caras (George Cukor, 1941)

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Si Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939 -con guión de Charles Brackett y Billy Wilder, entre otros-) se vendió con el lema publicitario «¡Garbo ríe!», de La mujer de las dos caras (Two-faced woman, George Cukor, 1941) cabría decir que la Garbo se descojona. Aprovechando el tirón mediático de la exitosa pareja en su anterior producción, la Metro Goldwyn Mayer volvió a repetir protagonistas, Greta Garbo y Melvyn Douglas, esta vez dirigidos por un seguro de vida, George Cukor, en una fórmula más o menos similar, otra comedia sofisticada con tintes románticos, esta vez mucho menos redonda, vitriólica y negra, y más lírica, sentimental y «blanca» y, por lo mismo, también más suave y blanda.

Larry Blake (Douglas) es un frívolo millonario y playboy neoyorquino dedicado al mundo editorial que, de paso en una estación de esquí, descubre a una bella monitora, Karin Borg (Garbo). Desde ese mismo momento siente irrefrenables deseos de tomar clases hasta conseguir que Karin le haga una tutoría particular. Su torpeza, no obstante, depara algún que otro desastre, hasta que terminan perdiéndose en la montaña. La desaparición de Larry lleva hasta allí a sus ayudantes más próximos, Miller (Roland Young) y Ruth Ellis (Ruth Gordon, actriz y guionista que formó equipo con su pareja, Garson Kanin), pero sólo para descubrir que esa desaparición no era más que una luna de miel: súbitamente enamorados pese a su antagonismo inicial, Larry y Karin se han casado en una capilla de la montaña. Sin embargo, el idealismo romántico de su encuentro y vertiginoso enamoramiento mutuo empieza bien pronto a resquebrajarse y naufragar, porque de las promesas de Larry -vida tranquila en la montaña, alejado del bullicio y las tentaciones de la ciudad- poco queda ya en la primera noche de vuelta, cuando Larry siente la llamada de los negocios desde Nueva York -donde le espera su anterior pareja más o menos oficial, la dramaturga Griselda Vaughn (Constance Bennett)- y se empeña en volver junto a su nueva esposa, algo a lo que ella se opone. De modo que Larry vuelve igualmente y ella se queda en la montaña a esperarle. Cuando no hace más que recibir telegramas en los que Larry demora cada vez más su regreso, Karin piensa en volar a Nueva York y darle una sorpresa. Pero la asombrada es ella porque nada más llegar descubre a Larry muy acaramelado con Griselda. Descubierta, y temerosa de que se monte un escándalo, decide hacerse pasar por una falsa hermana gemela de comportamiento y actitud radicalmente opuestos a los suyos (se convierte en una mujer frívola, extrovertida, bailonga y lenguaraz), con lo que se gana la admiración de los hombres y la animadversión de sus rivales en los clubes nocturnos, las cenas de etiqueta y los eventos sociales. Por supuesto, la situación genera no pocos equívocos, aunque Larry, que sospecha la verdad, entra en el juego a su manera…

La brevedad de la película -apenas 85 minutos- explica en parte su concentración narrativa en un argumento sin subtramas ni peso de los personajes secundarios más allá de su necesario acompañamiento a las figuras y al tema principal. Douglas y Garbo acaparan, juntos o por separado, como buen fenómeno comercial, prácticamente la totalidad de los planos, más allá de los breves momentos de transición que encadenan secuencias, escenas y situaciones. Algo falta de mordiente en cuanto diálogos, en cantidad y en conjunto menos veloces, agudos y ácidos que en otras producciones del mismo género, el equipo de guionistas -en el que destaca Salka Viertel, la madre del guionista y escritor Peter Viertel, más tarde acusada y perseguida durante la «caza de brujas»-, Continuar leyendo «La Garbo hace mutis con una sonrisa: La mujer de las dos caras (George Cukor, 1941)»

Romance de ultratumba: El fantasma y la señora Muir (1947)

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Volvemos a ocuparnos de uno de los cineastas favoritos de esta escalera, Joseph L. Mankiewicz, una de las cabezas mejor dotadas del cine clásico, todo un hombre del renacimiento (escritor, guionista, productor, director, dramaturgo, escenógrafo, articulista, ensayista…) que, llevado a Hollywood de la mano de su hermano Herman J., guionista de Ciudadano Kane, lo mismo producía Historias de Filadelfia que dirigía una de espías, que adaptaba a Shakespeare, siempre con unas señas de identidad muy concretas en su cine: la espléndida dirección de actores, la excepcional utilización de decorados y ambientaciones, y la riqueza y profusión de unos textos espléndidos en el guión. Otro ejemplo de ello, de engañosa sencillez en este caso, en una película deliberadamente pequeña y delicada como toda joya que se precie, es El fantasma y la señora Muir (The ghost and Mrs. Muir, 1947), una deliciosa comedia dramático-romántico-fantástica con la búsqueda de la felicidad como premisa central.

Como en un guiño a Laura (Otto Preminger, 1944), en la que Dana Andrews se quedaba patidifuso ante el retrato de la «difunta» que daba título al filme, interpretada por Gene Tierney, es ahora la actriz, que da vida a Lucy Muir, una joven viuda inglesa de principios de siglo XX, la que observa el retrato del capitán Gregg (Rex Harrison), el antiguo propietario de La Gaviota, la casa a la orilla del mar que ella acaba de alquilar para huir del triste pasado londinense que encarnan su suegra y su cuñada, junto a las que ha vivido en compañía de su hija pequeña (una jovencísima Natalie Wood) y su criada de confianza, Martha (Edna Best) desde la muerte de su esposo. Nada puede detener sus ansias de autonomía y de libertad, ni siquiera el pequeño detalle que hace que La Gaviota tenga un precio de alquiler tan asequible, y que es el mismo que ha provocado que sus últimos cuatro inquilinos no hayan durado entre sus paredes ni siquiera la primera noche: la presunta presencia de un fantasma, el mismísimo capitán Gregg que, se supone, se suicidó años atrás en el interior de la casa y desde entonces vaga sus penas recorriendo sus dependencias. Eso no frena a la obstinada Lucy Muir, para frustración del fantasma, que ve cómo los trucos que suele emplear para ahuyentar a sus indeseados invitados fallan esta vez. Sin embargo, el fantasma se deja atrapar por el entusiasmo de Lucy y por el amor que muestra por la casa, y por eso, y quizá por algo más, le permite quedarse junto a su familia. Las dificultades financieras harán mella en el ánimo de Lucy, pero será el fantasma de Gregg el que encuentre la solución: Lucy escribirá un libro, al dictado del capitán, en el que narrará sus largas aventuras en el mar, y que servirá para, a través de un contrato de venta editorial, reunir el dinero con el que costear la estancia de Lucy en la casa. Y la razón de todo ello no es otra de que nuestro querido fantasma se ha enamorado de una mortal, y que, para sorpresa de ella, ese amor es correspondido. Como tal amor imposible, alguien tiene que decidir cortarlo, y es Gregg el que empuja a Lucy en brazos de Miles Fairley (George Sanders), un escritor de libros infantiles que le hace la corte y la enamora -o no-, pero que desde el principio muestra una ambigüedad que hace desconfiar al fantasma, un secreto que puede hacer daño a Lucy…

Los 104 minutos de la cinta son un prodigio de delicadeza, de tacto, de sensibilidad, pero también de fino humor y un romanticismo nada empalagoso, que descansa en pequeños detalles, en la simbología de los objetos (el retrato, el catalejo, el reloj, la madera tallada…), en miradas y silencios, incluso en discusiones, más que en el almíbar, en la verborrea azucarada o en el doble sentido sexual (muy sutil en este caso, en el que la complicidad de mujer mortal y ectoplasma inmaterial tiene lugar entre las cuatro paredes del dormitorio, en el que ella, así se deja entender, se desnuda cada día ante él antes de acostarse). La fotografía en blanco y negro de Charles Lang Jr., nominada al Óscar, y la excepcional partitura de Bernard Herrmann, contribuyen a crear una textura lírico-onírica, de luces tenues, filtradas, brumosas, claroscuros y sombras (magistral la imagen en la que Lucy abre una puerta y se topa con el rostro del capitán Gregg, iluminado en una habitación completamente a oscuras, que no corresponde al fantasma, sino al retrato), un territorio de frontera entre ambas dimensiones, la realidad y la ilusión, la construcción de una fantasía a la medida de los propios deseos, o de los sueños inconfesables, en la que la paz que se respira en la casa va acompañada de un clima cálido y plácido en el exterior, mientras que las zozobras del sentimiento pasan por la tempestad, la mar agitada y los golpes de las olas contra las rocas. Continuar leyendo «Romance de ultratumba: El fantasma y la señora Muir (1947)»

La tienda de los horrores – Vicky Cristina Barcelona

Vale. Es perfectamente comprensible que Woody Allen haya restringido al máximo los rodajes en Estados Unidos en general y en Nueva York en particular. Rodar en su país de origen se ha puesto terriblemente caro para películas de presupuestos tradicionalmente modestos como las suyas, lo cual le ha hecho buscar fuera de Norteamérica las vías de financiación que le permitan filmar sus proyectos a su gusto y sin intromisiones de productores, contables y financieros que impongan tal o cual protagonista o este o aquel cambio en el guión a fin de controlar económicamente la solvencia de la producción y de obtener seguridad en cuanto a una rentabilidad taquillera del film que les permita recuperar una inversión muy superior a lo que Allen ha estado acostumbrado a manejar en su carrera. O sea, que el fenómeno se entiende. También se entiende que a Woody Allen le haya resultado más fácil, por razones económicas, culturales, sociales y cinematográficas, parir sus películas no norteamericanas en Reino Unido, las cuales, por nivel de interés y calidad (excepto Conocerás al hombre de tus sueñosYou will meet a tall dark stranger-, bodrio máximo), no han desentonado demasiado del conjunto de la obra woodyalleniana, en especial la excepcional Match point. Cuando se ha salido del entorno anglosajón, la cosa ha caído en picado, y si Midnight in Paris es una obra que ha tenido mucha mejor prensa de lo que, a nuestro juicio, merece, por más que reúna muchos de los temas y personajes propios de Allen y algún que otro gag supremo (ese detective en el tiempo…), Vicky Cristina Barcelona (2008) es un absoluto desastre que puede ser considerado sin duda ni competencia la peor película de toda la filmografía de Woody Allen. Aunque, también puede y debe decirse, al final quien escribe no sabe qué es más abominable, si la película en sí o la macrocampaña publicitaria paleta, cateta, provinciana y bobalicona emprendida por los medios de comunicación españoles, especialmente catalanes, por la presencia de Allen rodando en España, siempre con la cretina canción que aparece en el film dando por saco…

Porque la canción, ya para empezar, es asquerosa. Dicen que Allen la escuchó por casualidad y que buscó al grupo barcelonés que la interpreta para conseguir que figurara en la banda sonora de su film. En fin, a un servidor eso le importa poco, y no se ha tomado la molestia ni de averiguar el nombre del grupo ni nada de quienes la perpetran. La cancioncita apesta, y eso es todo. Y cada vez que suena, siempre la misma entradilla, siempre el mismo fragmento de la letra, siempre la misma vocecita de pitiminí, da asco. Dicho lo cual, solo es el primer aspecto detestable de una película fallida en todas las líneas excepto, quizá, en la interpretativa.

El guión de Allen es de los más flojos que ha dado a luz. Sus ideas están ahí, su querencia por la fragilidad de las relaciones humanas, la inestabilidad en el amor, la inconstancia e inconsistencia de los sentimientos. Pero la ejecución es lamentable. Allen estructura la película con la idea de choque, de contradicción. En primer lugar, las distintas personalidades de Vicky (Rebeca Hall) y Cristina (Scarlett Johansson), dos norteamericanas que viajan a Barcelona por distintos motivos, personales y profesionales: conservadora, algo puritana, racional e inflexible la primera, liberal, espontánea, pasional la segunda. En segundo lugar, el choque cultural, el encuentro que supone el descubrimiento de una ciudad europea, uno de los epicentros culturales del continente, con unas mentalidades norteamericanas vírgenes en muchos aspectos, que han crecido y se han formado con referencias, y que se hallan de golpe introducidas en el mundo que hasta entonces solo conocían por los libros y las fotografías. En tercer lugar, la propia estructura de las relaciones emocionales del film, el papel de vértice que el pintor Juan Antonio (Javier Bardem) supone para las dos jóvenes americanas, que establecen con él una extraña relación a tres bandas, en la que las dos muchachas parecen sumar sus características contrapuestas para aparecer ante Juan Antonio como una única amante con dos cuerpos,  y para María Elena (Penélope Cruz) su ex esposa, una mujer mentalmente desequilibrada, un torbellino de fiereza y temperamento del que Juan Antonio se siente en cierto modo dependiente. Pero ninguna de estas relaciones ni situaciones posee fuerza, entidad, elaboración. Al igual que la estética y el diseño de las secuencias, una postal viajera de vacaciones que Allen se monta como recordatorio de un verano de rodaje, una mera recopilación de estampas que se puede equiparar a las colecciones de recuerdos de una tienda de souvenirs o de tarjetas de un estanco de una  zona turística, los personajes de Allen, sus diálogos, sus comportamientos son superficiales, planos, absurdos, caprichosos, incoherentes, vacuos. La presunta carga emocional o intelectual del filme, la personalidad artística y culta de sus protagonistas y demás personajes queda diluida en los clichés de unas frases altisonantes pero vacías, en un discurso elemental, primitivo, descolorido, banal como nunca antes -ni después- en Allen. Los personajes se mueven por impulsos caprichosos, por teledirección de un guión artificioso y vulgar, sin estilo ni construcción.

En el apartado interpretativo, pocas veces se vendió tan barato un Oscar a la mejor intérprete de reparto (Cruz). Los mejores momentos de la cinta, sin embargo, son aquellos en los que Bardem y Cruz alternan el inglés y el español en cualquiera de sus temperamentales combates físico-dialécticos. Hall y Johansson, y por extensión el resto del reparto anglosajón (incluida la excelente Patricia Clarkson) no hacen sino hablar de banalidades, exponer vaguedades y mantener duelos sentimentales o emocionales postizos, forzados. Todo ello acompañado de una insoportable voz en off que nos va contando toda una serie de tonterías (rutas turísticas, lo que los personajes compran, comen, piensan o sienten) que no aportan nada y que no enriquecen, sino que estropean cualquier intención de ofrecer una historia que pueda llamarse tal. Ni siquiera el morbo erótico, vendido hasta la saciedad en las promociones de la película -el beso lésbico de Penélope Cruz y Scarlett Johansson o la supuesta escena del trío que el montaje definitivo nunca incluyó-, inexistente, logra levantar una cinta gratuita, un exabrupto alleniano impropio de él, el punto más bajo de su carrera.

Acusados: todos

Atenuantes: Barcelona es muy bonita

Agravantes: la puñetera canción, repetida machaconamente hasta que licua el cerebro

Sentencia: culpables

Condena: Woody Allen, absuelto; el resto, rodar Vicky Cristina Papúa Nueva Guinea (último lugar donde se ha constatado la presencia de tribus que practican el canibalismo…)