Más allá de Río Grande

EHRENGARD (Robert Ryan): ¿Y qué hacían unos norteamericanos en una revolución mexicana?

DOLWORTH (Burt Lancaster): Tal vez sólo haya una revolución. Desde siempre. La de los buenos contra los malos. La pregunta es: ¿quiénes son los buenos?

Los profesionales (The Professionals, Richard Brooks, 1966)

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Pocos escenarios resultan tan evocadores en el cine y en la literatura como la frontera, ya la identifiquemos con la artificiosa franja de tierra (o agua) de nadie levantada por los caprichosos azares de la Historia o con cualquiera de sus simbólicos sucedáneos en forma de aeropuerto, estación o puerto fluvial o marítimo. No puede ser de otra manera consistiendo el arte de la narración desde sus remotos inicios en el relato de una transformación, de un viaje exterior como espejo de un cambio interior y por tanto en el sucesivo cruce o salto de fronteras hasta final de trayecto. El cine ha asumido en innumerables ocasiones el papel de la frontera física como fuente de amenaza, esperanza de salvación o metáfora de encrucijada o punto de inflexión ideal para personajes que buscan cambiar su destino. Por volumen de producción es el cine americano el que más historias fronterizas ha parido y, tratándose de su país y existiendo un género cinematográfico tan prolífico y tan americano como el western, obviamente es su frontera con México la que arrastra una mayor carga de significados. Son múltiples los lugares fronterizos que conocemos sólo porque hemos oído hablar de ellos en las películas: Tijuana, Yuma, Nogales, Agua Prieta, El Paso, Eagle Pass, Piedras Negras, Laredo o, más popular en los últimos años por otras desgraciadas razones, Ciudad Juárez. Son otros tantos los topónimos que sin encontrarse realmente en la frontera hacen de su cercanía a ella su medio de vida o son paso obligado camino del otro lado: San Diego, Ensenada, Phoenix, Tucson, Santa Fe, Hermosillo, Chihuahua, Albuquerque, Morelos, San Antonio, Monterrey, Matamoros, Río Bravo… Curiosamente, el cine americano no ha correspondido de la misma forma a su frontera con Canadá, un país a priori más cercano política, económica, social y culturalmente y con el que comparte más kilómetros de línea fronteriza. Canadá suele quedar relegado a quimérica referencia para los esclavos negros evadidos o para los huidos de la justicia que buscan refugiarse en un país sin tratado de extradición, ya sean delincuentes o jóvenes que escapan al alistamiento militar, aunque las más de las veces Canadá suele ser objeto de chistes y bromas despectivas en comedias de mediano pelaje. La causa de esta preferencia del cine estadounidense por la frontera mexicana quizá haya que buscarla en razones de carácter histórico y sociológico que pueden resumirse en el viejo dicho de que “el roce hace el cariño”. También en el cine, aunque, a juzgar por el paternalismo colonialista y folclórico con que las películas estadounidenses se aproximan frecuentemente a su vecino del sur, la visión de lo mexicano suele ir acompañada de una pretendida plasmación de la superioridad espiritual y racial anglosajona: resulta mucho más fácil y tentador caricaturizar o degradar a un pueblo considerado inferior, ya sean mexicanos o indios, que a un país que les venció en una guerra y les supera en calidad de vida o a naciones europeas mucho más antiguas cuya historia, tradición y cultura envidian en parte. En decenas de westerns México y los mexicanos son representados como bufones, bandidos, borrachos, vagos, pusilánimes, maleantes o traidores, o su papel se ha visto restringido a mero ingrediente pintoresco con hincapié en aspectos culturales heredados de su pasado hispánico (corridas de toros, flamenco e incluso jotas aragonesas), vicios retomados hoy por Robert Rodriguez y Quentin Tarantino tras una mala digestión del cine de Sergio Leone.

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Sin embargo, existen excepciones notables a esta regla entre las que destaca El Álamo (The Alamo, John Wayne, 1960), western que en la línea conservadora de su director apuesta por la épica y la grandilocuencia para narrar meticulosamente el episodio histórico del asedio sufrido por los texanos en la misión de San Antonio de Béjar por parte del ejército mexicano del general Santa Anna en 1836. Aunque el retrato heroico de unos centenares de voluntarios sitiados dista mucho de su condición de ocupantes ilegales, de colonos invasores de un territorio ajeno azuzados por Estados Unidos, y se entrega al tributo patriótico más desaforado, lo cierto es que Wayne muestra en la película un tacto y un respeto inusitados al retratar a los mexicanos como enemigos legitimados, valientes, aguerridos, heroicos, caballerosos y corteses, sin dotarlos de ninguna de las negativas connotaciones de perfidia o crueldad con que los norteamericanos suelen caracterizar a enemigos más poderosos que ellos y sin apelaciones al infortunio para justificar la derrota. Sin duda, el hecho de que Wayne conviviera tanto tiempo con John Ford, apasionado de México por más que en sus filmes abusara de estereotipos y tópicos, y su propia querencia por el país y por las mujeres latinas ayudaron a que la película no fuera un panfleto antimexicano. Con todo, El Álamo sirve plenamente a las tesis mesiánicas del llamado “Destino Manifiesto[1]”.

En cualquier caso, buena parte de este cine norteamericano no trata tanto de la realidad de la frontera como de su desaparición. Río Grande ya no es un camino de ida transitado por jóvenes parejas fugadas que cruzan al otro lado para casarse ni la ansiada tierra prometida de delincuentes y forajidos que huyen de la ley; es un difuso camino de dos direcciones, una línea ficticia que no impide el continuo trasiego de personas, negocios e ideas pero que, sobre todo, ya no divide dos mundos diferentes. En ambos hay valentía y orgullo, amor y muerte, pasión y corrupción. México era la última frontera, y ya no existe.

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Risas, lágrimas y buen provecho: Un toque de canela

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Cuando en la categoría Cine en serie abordamos un listado de películas que tenían que ver en buena parte con la manduca, todavía no le habíamos echado el ojo a esta hermosísima cinta dirigida en 2003 por el griego Tassos Boulmetis, una de esas pequeñas joyas que resultan damnificadas de la americanitis de las carteleras y cuyo destino son los pases televisivos a horas intempestivas en los que espectadores desocupados se llevan de repente un verdadero sorpresón al caer por casualidad ante una pequeña maravilla. Con un buen surtido de lo mejor de la escena griega, actores prácticamente desconocidos para nosotros exceptuando al protagonista George Corraface, la película es una apreciable conjunción entre comedia costumbrista, drama sentimental y mosaico histórico y emotivo de las relaciones greco-turcas durante el siglo XX.

La película se abre con una serie de sugerentes, confusas e hipnóticas imágenes (ay, esos efectos digitales metidos con calzador sin que hagan falta para nada y que le dan un horroroso aspecto de videojuego a una película que por su temática es lo más diametralmente opuesto; especialmente las «tomas aéreas» de las ciudades resultan realmente vomitivas) que inmediatamente nos llevan al interior de un observatorio en Grecia, donde Fanis (Corraface), un célebre profesor de astrofísica, está impartiendo una clase. Fanis se halla en un punto de inflexión vital: cuarenta años, una exitosa vida profesional y una embrionaria vida personal. Su mentor en la distancia, su abuelo Vassilis, propietario de una tienda de ultramarinos en el barrio griego de Estambul y un auténtico pensador forjado a sí mismo que utiliza la comida y las especias como verdaderos axiomas, proposiciones y construcciones filosóficas, vive solo en Turquía desde que se opuso a marcharse con el resto de la familia, reacio a abandonar su ciudad a pesar de la sistemática opresión de la que los ciudadanos griegos eran objeto cada día por las continuas tensiones entre los dos países. No se ven desde que Fanis tenía siete años, a pesar de las continuas promesas del anciano durante todo aquel tiempo de viajar a Grecia para reencontrarse. Por eso, la próxima llegada del anciano coincidiendo con su crisis personal, se convierte para Fanis en todo un acontecimiento vital que se ve, como siempre, truncado por una nueva cancelación del viaje, esta vez no por la anticipada nostalgia de Vassilis por la marcha temporal de un hogar al que cree que no volverá si se le ocurre abandonarlo durante unos días, sino por una repentina enfermedad. Sin embargo, Fanis volverá a Estambul después de más de treinta años para ocuparse de su abuelo, lo que le abrirá una puerta a sus recuerdos de familia, a la vida entre griegos en un Estambul cada vez más hostil y a su propio y vacilante interior, todo a través del recuerdo de las ricas salsas y condimentos que empleaba su abuelo y que le llevaron a aficionarse a la cocina desde niño, dejando a todos boquiabiertos con sus dotes culinarias. Continuar leyendo «Risas, lágrimas y buen provecho: Un toque de canela»

Cine en serie – Como agua para chocolate

CINE PARA CHUPARSE LOS DEDOS (VII)

Alfonso Arau, actor mexicano que fue uno de los más habituales rostros del tópico sobre los hispanos en el cine ‘gringo’ (véase, por ejemplo, en Grupo Salvaje de Sam Peckinpah, Los tres amigos, de John Landis, o Tras el corazón verde de Robert Zemeckis) revitalizó en 1992 el cine de aquel país gracias a su versión cinematográfica de la exitosa novela de su esposa por entonces, Laura Esquivel, que se hizo cargo además del guión de esta historia que oscila entre lo cómico, lo dramático y lo surrealista, que combina amor y gastronomía y que fue favorablemente acogida por festivales, crítica y público de todo el mundo.

La trama, centrada en una historia de amor improbable en la zona fronteriza entre México y Estados Unidos en pleno efluvio revolucionario de las primeras décadas de siglo XX, cuenta la historia de Tita (Lumi Cavazos), la joven hija de una viuda terrateniente de la zona, que según tradición familiar, se ve condenada a permanecer soltera para cuidar de su madre cuando ésta no pueda valerse por sí misma. Eso impide el amor de Tita con Pedro (Marco Leonardi, aquel adolescente amante del cine que retrató Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso), el cual, como única solución para estar cerca de su amada, no tiene mejor idea que casarse con su hermana mayor, un matrimonio desgraciado para ambos y que todos reconocen como artificioso.
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