Haciendo patria: Entre dos juramentos (Two Flags West, Robert Wise, 1950)

Por presupuesto y duración (en torno a 90 minutos), este western de la primera etapa de Robert Wise como director es sin duda un producto de serie B de la 20th Century Fox; por la nómina de participantes, sin embargo, además de tener a Wise en la dirección, se eleva muy por encima de su categoría aparente: Joseph Cotten, Linda Darnell, Jeff Chandler y Cornel Wilde como protagonistas; Dale Robertson, Jay C. Flippen, Arthur Hunnicutt o Noah Beery Jr. entre los secundarios; guion de Casey Robinson a partir de una historia de Frank S. Nugent y Curtis Kenyon; música de Hugo Friedhofer. La película, estrenada el mismo año que John Ford cerraba su «trilogía de la caballería», quedando, eso sí, en cuanto a resultado bastante alejado de la calidad última de esta, mantiene no obstante con ella ciertos puntos de conexión, sin duda deliberados, algunos como parte de los clichés propios del género y otros como aproximaciones temáticas y plásticas al universo fordiano, al menos en lo que respecta al tratamiento tanto de los ecos de la Guerra de Secesión como de las Guerras Indias en aquel momento de su carrera. El guion revela una riqueza de temas y perspectivas poco frecuente en cintas de su categoría, lo cual, dentro de la modestia de la producción y de los lugares comunes del western de frontera, permite que la película adquiera un interés superior al mero visionado rutinario.

La premisa inicial es sencilla: en los últimos compases de la Guerra de Secesión, la Unión ofrece a los prisioneros confederados salir de su cautiverio si aceptan servir como soldados en los puestos militares de los fuertes fronterizos bajo amenaza india. El capitán Bradford (Wilde) logra que el coronel Tucker (Cotten), con el grado de teniente, y los hombres bajo su mando en la caballería sudista abandonen su prisión para acudir a Fort Thorn, en Nuevo México, y engrosar su guarnición bajo las órdenes del comandante Kenniston (Chandler), contrario a esa política de reclutamiento dado su cerval odio hacia los rebeldes. La única condición impuesta por los sudistas es no tener que combatir nunca contra su propio bando en la guerra civil. Se establece así un primer esbozo de trama principal, el encuentro entre un oficial de la Unión y una tropa de circunstancias a la que desprecia, y el subsiguiente choque de caracteres (o incluso choque físico) entre partidarios de ambos bandos, las dificultades para la convivencia en el fuerte y la única posibilidad de una armonía bajo la presión de una amenaza común, los apaches, que va mutando conforme avanza el metraje. Primero, por la presencia de Elena Kenniston (Darnell), no esposa ni hermana del comandante, sino cuñada (su esposo murió, precisamente, en combate contra el Sur), que ejerce de elemento hispano en el argumento: su nombre de soltera es una interminable suma de nombres y largos apellidos españoles. Darnell es el eje sobre el que, a partir del distinto grado de intensidad en su interés por ella, pivotan los tres personajes masculinos principales: el comandante, que pretende dificultar por todos los medios a su alcance que ella continúe con su propósito de trasladarse a California, sin duda a causa de que debajo de su apariencia ruda y marcial alberga sentimientos de muy otro tipo; el capitán Bradford, enamorado de ella desde el mismo día en que asistió a su boda; e incluso el ahora teniente Tucker, cuya aproximación a la hermosa viuda queda más soterrada y difusa, más como una carrera de fondo. Segundo, por la reproducción del conflicto civil en las pequeñas dimensiones del fuerte: Kenniston, en su intención de tensar la relación con sus subordinados sudistas, rompe su palabra y hace que su nueva tropa participe en el fusilamiento de dos supuestos traficantes de mercancías destinadas a los indios que en realidad eran dos agentes del Sur. La lealtad bajo palabra de Tucker y sus hombres se ve así directamente comprometida, y nace en ellos la intención de desertar y volver a las filas sudistas en cuanto haya ocasión. Por otro lado, otro agente del Sur comunica a Tucker la existencia de un plan para conectar Texas y California, donde existen muchos partidarios del bando sudista, a través de la toma de los puestos militares de la frontera, y lograr así la ruptura del bloqueo marítimo del Sur y la obtención de más recursos humanos y económicos para sostener la guerra. Por último, aparece el elemento más obvio, los apaches hostiles, que amenazan tanto a las caravanas de colonos, incluida la de quienes pretenden llevar a término los planes estratégicos del Sur, como la propia supervivencia de Fort Thorn, en particular cuando el temperamental Kenniston ordena ejecutar al capturado hijo del jefe indio más significado y violento.

Se concitan, por tanto, tres líneas de suspense: la romántica, con Darnell como epicentro; la india, con el enfrentamiento con los apaches como horizonte más probable e inmediato; y la guerracivilista, la de la tensión entre federales y confederados que puede influir en el desenlace de las otras dos. La confluencia de estas subtramas en un metraje tan reducido priva a la película de mostrar otros aspectos, como son el retrato de la vida cotidiana del fuerte, el peso de la tradición o la importancia de los rituales colectivos en la construcción de una comunidad, ausencia que aleja a la película de la obra de Ford, pero que, por otro lado, también la emparenta con ella en lo que al tema de la reunificación mental, moral, nacional se refiere, a partir de la coincidencia de soldados de distintas tendencias en un mismo bando, combatiendo juntos frente a un poderoso enemigo común, y, finalmente, en cuanto a la asimilación de los derrotados confederados en el nuevo ejército del país reunificado, tema muy presente en los westerns de Ford. La elevación moral que el cuarteto protagonista experimenta a lo largo del metraje hasta su eclosión final (Elena, superando por fin el luto; Tucker, anteponiendo un deber mayor al de cumplir con su propio bando; Kenniston y Bradford aceptando el mayor de los sacrificios por sus convicciones y sentimientos) se extrapola al sentido último de la cinta en conexión con el espíritu de su tiempo, la apertura de la década de los cincuenta. La nación en reconstrucción que nace del final de la guerra civil, y al que alude Elena en la última frase de la película (una referencia al «mañana será otro día» de Escarlata O’Hara), puede entenderse también una apelación directa a la nación que está recuperándose de los daños sufridos durante la Segunda Guerra Mundial (con el conflicto de Corea como prórroga a punto de estallar) o, incluso más propiamente, al necesario reencuentro y reconciliación en medio de las tensiones políticas, ideológicas y morales generadas por «caza de brujas». Un espíritu de regeneración que constituye el mensaje central de la película, en particular en su tramo final.

Técnicamente, la mayor aportación narrativa viene desde el departamento de sonido. La fotografía de Leon Shamroy cumple adecuadamente con su función, en particular en exteriores; la dirección de Wise proporciona instantes muy estimables, en particular la toma de la marcha de la caravana escoltada que los indios observan desde las alturas (un recuerdo, técnicamente menos virtuoso y logrado, a la famosa toma lejanamente familiar de La diligencia de John Ford), pero es el empleo del sonido y de la música la técnica que cuenta con mayor y mejor valor narrativo: los himnos de los respectivos bandos y los momentos y las intenciones con los que son cantados; la importancia de los toques de corneta y, sobre todo, el final de la película, la lucha en el fuerte y su desenlace, con los gritos de los apaches, la apertura de las puertas y el repentino silencio sepulcral roto por un escalofriante grito que alude a algo que acontece más allá del campo de visionado.

Una película construida a base de referencias a otras películas sobre la caballería (de Ford, de Raoul Walsh…) que, sin llegar a su excelencia, al menos logra huir de las estrecheces económicas y argumentales de los westerns de serie B, gracias a un guion con múltiples puntos de interés que evita juzgar a los personajes o tomar posición (incluso los indios se comportan conforme a un cierto código de honor) y a un desenvolvimiento técnico que, sin deslumbrar, sí resulta eficaz y cuenta en ocasiones con destellos que acreditan la gran calidad de Wise tras la cámara.

Vidas de película – Nina Foch

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Nacida en Leiden (Países Bajos, 1924), Nina Consuelo Fock, hija de un neerlandés director de orquesta -Dirk Fock- y de madre estadounidense, saltó al cine como Nina Foch en los años cuarenta con Canción inolvidable (A song to remember, 1944), biopic sobre Chopin con Cornel Wilde, Paul Muni, Merle Oberon y George Macready dirigido por Charles Vidor, y Cerco de odio (The dark past, 1948), cinta negra de serie B del antiguo director de fotografía Rudolph Maté con los prometedores William Holden y Lee J. Cobb.

Contratada primero por la Universal y después en Columbia, su mejor época fueron los años cincuenta, en los que encadenó intervenciones en Un americano en París (An American in Paris, Vincente Minnelli, 1951), Un fresco en apuros (You’re never too young, Norman Taurog, 1955), con el dúo Dean Martin-Jerry Lewis, Los diez mandamientos (The ten commandments, Cecil B. DeMille, 1956), Espartaco (Spartacus, Stanley Kubrick, 1960), y sus dos apariciones más sonadas, como la reina María Antonieta en Scaramouche (George Sidney, 1952), y en su única nominación al Óscar por La torre de los ambiciosos (Executive suite, Robert Wise, 1954).

Casada en tres ocasiones, falleció en 2008.

La tienda de los horrores – El nórdico

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No, este fotograma no es de Obélix contra los indios, película que nos acabamos de inventar, sino de uno de los peores engendros imaginables, un truño de categoría, un zurullo fílmico no potable tan increíblemente nefasto que merece una detenida glosa. ¿Cómo es posible filmar algo tan malo y de manera además tan pretenciosa que no sirve ni siquiera como parodia involuntaria? Viendo la filmografía del director, Charles B. Pierce, especializado en… cagarros, no es de extrañar. Éste pertenece a 1978, y debe su producción al matrimonio compuesto por Farrah Fawcett, uno de la famosa Los Ángeles de Charlie, por entonces en plena cresta de la ola, y Lee Majors, El hombre de los seis millones de dólares, actor justito justito, tan justito, que no sabemos si se le puede llamar actor. Este subproducto, concebido para «mayor gloria» y «lucimiento» de Majors, no se puede creer si no se ve. Lo decimos muy a menudo, pero todas y cada una de las veces es una incuestionable verdad: es de lo peorcito que ha pasado por esta sección. Deja absolutamente perplejo; es capaz tanto de espantar al cinéfilo intrépido como de remover las carcajadas desde el bajo vientre. El catálogo de despropósitos es tal que es preciso resumir mucho para no escribir una serie de posts sobre esto.

Comencemos por el rigor histórico. Un preludio informativo nos advierte de que los vikingos (que nunca llevaron cascos con cuernos a pesar de la imaginería que gasta la película, de plástico por cierto) fueron un poderoso pueblo que conquistó Europa. ¿Mande? Ciertas son sus correrías por las costas y ríos de medio continente, desde el Sena al Volga, desde Escocia a Sicilia, pero llamar a eso conquistar todo el continente es un poco fuerte, ¿no? En fin, el caso es que el heroico Thorvald, un príncipe vikingo, se embarca junto a un grupo de feroces guerreros (que incluye un africano) en busca de su padre, el rey Eurich, en dirección a Norteamérica, ya que se perdió en una expedición anterior. Tras una agitada navegación (hay sardinas que salpican el agua con más salero que los responsables de efectos especiales de esta película) llegan a las costas de lo que hoy es Canadá (aunque en Canadá, especialmente en Terranova y el Labrador, no creemos que abunden las playas de arenas blancas y batidas, los mares coralinos y las palmeras en la orilla…), y se topan con la hostilidad de los nativos, que le cosen el culo a flechas a uno de los vikingos, que la palma de hemorragia trasera. Después de bautizar aquellas tierras como Vinland tras encontrarse unos racimos de uvas, la peña vikinga viaja río arriba en busca de sus predecesores que, habiendo sido capturados años atrás, viven cegados y esclavizados en la dura tarea de moler harina para que los indios hagan tortas… Un oportuno y chapucero flashback nos cuenta cómo el grupo anterior de guerreros nórdicos fue en principio agasajado por los indios, y más tarde traicionado, vencido y sometido. Los guerreros de Thorvald liberan a los esclavos tras unas peleas cutres cutres con armaduras y espadas de plástico, y el héroe se reencuentra con su padre. Pero la cosa no termina ahí, porque los indios, malos malosos excepto una joven virginal que, tras ayudar a liberar a Eurich, escapa con los vikingos hacia su barco, les persiguen hasta la misma orilla con un trote cochinero más propio de hooligans jevitrones greñudos y maquillados que de apolíneos nativos americanos. El combate final sobre las arenas de la playa no tiene desperdicio. Qué horror…

La película es mala, mala. Pero requetemala. No sólo brilla por su ausencia cualquier ejercicio de ambientación mínimamente digno, sino que las localizaciones no pueden ser más inadecuadas. Un Canadá tropical viene complementado por una dirección artística, pésima no, lo siguiente. A las armas de pega, el barquito vikingo de cartón que más parece una carroza para el Orgullo Gay llena de locazas con trenzas y faldita, las barbas y pelucas postizas de algunos guerreros, y los indios uniformados de pieles y mocasines todos iguales, hay que añadir un ritmo penoso, un tratamiento lamentable de las batallas, sin tensión, emoción, pericia técnica, especialmente en los duelos hombre a hombre que, entre las armaduras de corcho y la sobreabundancia de pelo y pieles, más recuerdan a una parodia de hombres prehistóricos sacudiéndose que a otra cosa. Continuar leyendo «La tienda de los horrores – El nórdico»

Maléfica, malévola, mala malosa: Que el cielo la juzgue (1945)

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La aparición súbita de Gene Tierney «volviendo de la tumba» en Laura (Otto Preminger, 1944)  supone, junto a la de Rita Hayworth en Gilda (Charles Vidor, 1946) y la de Ava Gardner en Forajidos (The Killers, Robert Siodmak, 1946), una de las irrupciones más inolvidables de toda la historia del cine. En Que el cielo la juzgue (Leave her to heaven, John M. Stahl, 1945), el sensual cruce de piernas de Tierney mientras lee un libro en el vagón de un tren camino de Nuevo México quizá no sea para tanto, pero marca a la perfección el punto necesario de atracción que permite al público comprender el deseo y la fascinación que de inmediato nacen en el escritor Richard Harland (Cornel Wilde) por la mujer que, despreocupada y con aire casual, lee precisamente su última novela, aunque ella tarde un tiempo en reconocerle. Ese comienzo azaroso pone de manifiesto lo que va a ser la constante nota principal de la historia: el poder manipulador, consciente o inconsciente, de una bella y carismática mujer sobre todos los que la rodean. O mejor habría que decir que ésta es una de las notas principales, porque la otra es tanto o más importante en el devenir de los acontecimientos: el patológico poder perturbador de unos celos obsesivos de tal magnitud que no sólo logran trastocar la percepción de la realidad y su interpretación, sino que consiguen mutar una personalidad hasta convertirla en un ser vil, mezquino, brutal, criminal.

Estas son las líneas maestras de este melodrama de intriga filmado a todo color (nominación al Oscar incluida) por John M. Stahl en 1945, un director hoy prácticamente olvidado cuyas mayores aportaciones al arte cinematográfico vienen, además de por la presente película, de Las llaves del reino (1944), relato de pobreza y miseria en China de la mano de un sacerdote católico interpretado por Gregory Peck, el drama sobre infidelidades titulado La usurpadora (1932), con Irene Dunne y John Bowles, y dos películas que alcanzarían la fama como remakes rodados por Douglas Sirk, Imitación a la vida (1934) y Sublime obsesión (1935), sin olvidar que Stahl llegó a codirigir con el gran Ernst Lubitsch El príncipe estudiante en 1927. Que el cielo la juzgue es seguramente su cinta más conocida, y ello es mérito de su personaje central, Ellen, compuesto extraordinariamente por Gene Tierney, que ha pasado a la posteridad como uno de los máximos ejemplos que el cine ha ofrecido de la perturbación mental como fuente de desgracias y fatalidades.

El encuentro casual de Richard y Ellen cuando ambos van, en compañía de la madre y una prima de ella, a pasar unos días en el rancho de un amigo común, Glen Robie (Ray Collins), es el detonante de una pasión mutua que lleva a la joven a romper repentinamente su compromiso matrimonial con Russell Quinton (Vincent Price), un incipiente abogado que trabaja como fiscal, y casarse apresuradamente con Richard, junto al cual la vida parece feliz hasta el punto de que Ellen parece haber olvidado la traumática muerte de su padre, que la había sumido en una profunda tristeza. Sin embargo, Ellen vive su amor de manera tan posesiva, la fuerza de sus celos es tan irrefrenable, su obcecación obsesiva por Richard es tan cruel y brutal, que no repara en medios para tenerlo siempre a su lado, incluso si es preciso maniobrando en la sombra para conseguir sus fines, que no son otros que apartar de su lado a todo aquel que puede competir con ella en sus afectos, su tiempo o sus atenciones, no en el primer lugar, sino en la totalidad, los cuales ella exige, desea y anhela para ella sola. Por eso Ellen no vacilará en expulsar del lado de Richard, de una manera u otra, sin detenerse siquiera a considerar el respeto a la vida humana, presente o futura, a toda aquella persona por la que Richard sienta la más mínima inclinación, desde su hermano pequeño, un enfermo crónico que apenas puede mover las piernas, hasta a su propia prima, Ruth (Jeanne Crain), fuente principal de sus celos al pensar que entre ella y Richard existe una naciente atracción que amenaza con crecer. La deriva psicológica de Ellen, su obsesión cada vez mayor, la lleva a cometer verdaderas atrocidades y a confeccionar tupidas telarañas de intrigas, falsedades, verdades a medias y manipulaciones que conseguirán tejer una red de discusiones, enfrentamientos, odios, huidas y desencuentros de la que ella misma deberá erigirse en víctima necesaria para mantener los efectos de la maquinaria de insidias que ha construido durante años. Continuar leyendo «Maléfica, malévola, mala malosa: Que el cielo la juzgue (1945)»