José Luis Borau

A pocos profesionales, de entre los muchos y excelentes que han dejado huella en la historia del cine en España, les corresponde tan acertadamente el calificativo de “cineasta” como al director aragonés José Luis Borau Moradell. A diferencia de otros nombres del cine español más presentes en los medios y cuyos nuevos trabajos siempre son recibidos con grandes alharacas y enorme derroche comercial y publicitario, Borau, persona apasionada, vehemente, tímida y osada al mismo tiempo, impregnada por el carácter tópico de la nobleza y la terquedad aragonesas (él mismo ha declarado que: “basta que me digan que una película no se puede hacer para que a mí me interese e intente hacerla”), siempre ha destacado como ejemplo de profesional discreto, eficiente y de calidad innegable. Tras largos años dedicado a la profesión en múltiples de sus variantes, ha logrado desarrollar una trayectoria cinematográfica muy personal, alternando géneros y temáticas, con intereses a veces coincidentes con el gusto del público y a veces diametralmente opuestos, pero casi siempre con gran aceptación de la crítica especializada. Una trayectoria, eso sí, a menudo alejada de las apetencias de los circuitos comerciales, lo que quizá ha menoscabado algo el grado de su reconocimiento por el gran público. Pero el valor primero, la razón primordial por la que es merecedor del título de “cineasta”, muchas veces demasiado aplicado a la ligera, es porque Borau, una de las cuatro bes de nuestro cine (junto a Buñuel, Berlanga y Bardem), reúne en una sola carrera, además de una obra amplia y diversa como director, los oficios de crítico, investigador, editor, profesor, promotor y actor ocasional, llegando incluso a presidir durante cuatro años la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España, órgano en el que se agrupan los profesionales españoles del medio. Resulta complicado encontrar en el panorama nacional otra figura de la misma categoría que, gracias a su profundo y experimentado conocimiento de todas y cada una de las facetas que rodean la creación cinematográfica, pueda formular análisis y establecer diagnósticos tan precisos y exhaustivos acerca de los crónicos problemas que vive el cine español, al mismo tiempo que su testimonio constituye una fuente única e imprescindible para la conservación de la memoria histórica de lo que ha sido el desarrollo de la cinematografía española durante los últimos cuarenta años. La gran virtud de Borau reside en haber sabido compaginar su extensa actividad dentro de la industria como un importante baluarte de la misma con una cierta actitud de rebeldía, un ansia de ir por libre, de no ceñirse únicamente a los criterios del público o a las modas entre los productores, de outsider, como califican en Hollywood a quienes intentan salirse de los habituales mecanismos de la producción y la creación cinematográficas.

Para el gran público, la imagen reciente más difundida de José Luis Borau probablemente sea su aparición en una gala de entrega de premios de la Academia, vestido de etiqueta, con rostro decidido e indignado, casi rojo de ira apenas contenida, mostrando a los asistentes y a las cámaras fotográficas y de televisión concentradas en el lugar sus manos teñidas de blanco, eco del clamor y la rabia de una sociedad que vivía en los noventa un recrudecimiento del terrorismo, un símbolo de la protesta de los artistas en general, y del estamento cinematográfico en particular, tantas veces injustamente acusado entonces como ahora de cierta tibieza frente a la tragedia terrorista por quienes buscaban intencionadamente su ceguera ante sus despropósitos políticos. Las blancas palmas de sus manos fueron durante bastantes segundos el único objetivo de las cámaras y los flashes de la prensa gráfica, y es una de las imágenes más repetidas en televisión cuando de compromiso intelectual con los problemas sociales se habla. Porque Borau, además de buen cineasta, es un profesional comprometido con la realidad como pocos, y así cabe deducirlo de toda su filmografía.

Pero si esta es la imagen más reciente de Borau que ha alcanzado cierta difusión, para acercarnos a la primera, anónima y casi perdida en el pasado, hemos de buscarla en una casa cercana al Canal Imperial de Aragón, en el zaragozano barrio de Torrero, un caluroso ocho de agosto de 1929. Aragón en general y Zaragoza en particular es una tierra profundamente ligada al cine, no sólo por haber servido de enorme plató en múltiples ocasiones a producciones tanto nacionales como extranjeras de todos los calibres y presupuestos, sino también por ser prolífica en el surgimiento de profesionales del cine, uno de cuyos mayores puntales vino al mundo en la turbulenta Zaragoza de finales de los años veinte, década marcada por las luchas sociales, las manifestaciones, las huelgas, los asesinatos políticos y las bandas de pistoleros anarquistas que hacían de la ciudad una réplica a pequeña escala de la violenta Chicago de los años dorados. España vive entonces inmersa en un lento giro hacia la caída de la dictadura de Miguel Primo de Rivera y de un Alfonso XIII demasiado complaciente con las funestas políticas del general, y la primera infancia de Borau coincide con la llegada de una República que concitaba grandes esperanzas. La familia de Borau pertenece a una clase acomodada: su padre, Félix, de pensamiento republicano aunque sin militancia política formal conocida, trabaja en el Banco Hispanoamericano, y su abuelo paterno, que vive con la familia hasta su fallecimiento pocos meses después del nacimiento de José Luis, y que es el encargado general, dispone incluso de chófer. Durante los primeros años de vida de Borau la familia se muda varias veces de casa, estableciéndose finalmente en un edificio de cinco plantas de la calle Albareda de Zaragoza.

Los primeros recuerdos de infancia de Borau evocan sus tardes de juegos solitarios en habitaciones en penumbra de aquel piso, y también los grandes desfiles que acudía a ver de la mano de sus padres, en especial los actos del día de la República, cuando su padre lo llevaba sobre los hombros mientras la comitiva oficial discurría desde la Plaza de España hacia la Gran Vía y el Campo de la Victoria, e incluso se refieren al convulso y violento ambiente de la Zaragoza de los pistoleros (los pacos), que perturbaban con disparos y disturbios los paseos del pequeño José Luis con su madre, Antonia Moradell, por el Paseo Marina Moreno (ahora, de la Constitución). El hecho de que José Luis sea hijo único hace que se aglutinen en torno a él todos los mimos, cuidados y preocupaciones de toda la familia, incluida la tía Mercedes, persona que siembra en el joven el gusto por el dibujo, el cual le hará pensar en un primer momento en seguir cuando sea más mayor los estudios de arquitectura. El dibujo será una temprana afición que tendrá que competir, sin embargo, con la atracción que el niño José Luis empieza a sentir por la literatura y el cine, del que Zaragoza es ya en aquella época uno de los lugares de España donde tiene mayor aceptación, con múltiples salas y cinematógrafos a los que acude en masa el público como habitual forma de diversión. La llegada de la guerra civil, que el pequeño José Luis recibe con la alegría inocente del niño que festeja el cierre de los colegios, le ofrece el espectáculo de una ciudad caótica y ajetreada, un conglomerado urbano situado en la retaguardia franquista en la que a cada momento se producen traslados de tropas, se establecen campamentos de soldados en marcha hacia los frentes, trasiegos constantes de trenes llenos de hombres y mercancías, llegadas continuas de heridos a los hospitales, colectas constantes de víveres, ropa de abrigo, medicamentos o donativos para destinar al esfuerzo guerrero, y por encima de todo, una ciudad en la que los cines eran refugio, no ya para mitigar los problemas cotidianos de penurias y escasez con unas horas de asueto, sino en sentido estrictamente literal, invadidos prontamente por la multitud en cuanto se escuchan las sirenas de alarma de bombardeo, un lugar oscuro en el que los haces de luz de las linternas y los sacos terreros son el único paisaje, y en el que hasta hacía pocos instantes la gente miraba absorta en la pantalla las tribulaciones de personajes ficticios de celuloide, la irrupción de la triste realidad en esa hermosa mentira que es el cine. Continuar leyendo «José Luis Borau»

Cine en fotos – José Luis Borau

Porque, desde hace más de medio siglo, el Cine ya no es una poética sucesión de imágenes silenciosas, sin compromiso nacional. Aquellas películas no tenían Patria. Incluso las de corte más realista parecían referirse a un país común, entrañable para todos (de ahí la eficacia de los films revolucionarios rusos, nunca superada después). No, ahora el cine habla, en todos los sentidos del verbo, y sus connotaciones geográficas, políticas, literarias -nacionales en suma- no pueden ignorarse, saltan al primer fotograma, lo definen. En nuestros días, las películas no tienen Patria sino Pasaporte también. Y los espectadores lo exigen al sentarse en la butaca -o lo que es peor, antes de entrar en la sala-, como en cualquier aduana seria, donde siempre hay países favoritos, a cuyos viajeros se recibe con sonrisa de halago, y países molestos, sospechosos, a cuyos oriundos se fumiga con detergente sin contemplación. Si, encima, uno de estos últimos extranjeros pretende hablarles de sus cosas y en su idioma, los espectadores -o quienes se han erigido en representantes directos suyos, los distribuidores y críticos-, además de los papeles pedirán al recién llegado que abra las maletas para registrarle y concluir con aire despectivo: «No, nada de todo eso sirve aquí, usted no ha comprendido la idiosincrasia de nuestro pueblo (en realidad quieren decir «público»). Nosotros somos muy especiales (en realidad quieren decir «superiores»). ¿Por qué no van a su tierra a para criticar? Allí tienen bastante donde escarbar».

Por si lo anterior fuera poco, el mundo se ha vuelto incrédulo, esquivo, y no se deja conquistar así como así. «Ya nadie se escandaliza de nada», reconoce Bretón al mismo Buñuel con amargura. El arrojo, el descaro, y más aún, el inconformismo, pasan inadvertidos en una sociedad irrespetuosa por definición, cuya regla general es precisamente provocar a quien se deje. Los afanes de vanguardia y experimento han quedado relegados al Departamento de Efectos Especiales, donde funcionarios de los grandes estudios tratan de enmascarar viejas historias con sustos y asombros nuevos. Justo lo contrario de lo que gentes como Man Ray o Picabia pretendían en sus años mozos. ¿Cómo imponer en tal situación un criterio personal, cómo dejarse escuchar, al menos, en medio de tal guirigay?

Sin cañones. José Luis Borau, en Quaterly Review of Film Studies, University of Southern California, Vol. 8, Nº 2, primavera de 1983: «New Spanish Cinema», Ed. de Katherine Kovacs. Extraído de A cucharadas, de José Luis Borau, editado por el Gobierno de Aragón y el Centro del Libro de Aragón, 2010.

Con motivo de la entrega, el pasado 16 de abril, del Premio de las Letras Aragonesas 2009 a José Luis Borau, un servidor tuvo la oportunidad de intercambiar unas breves palabras con el director, uno de los más importantes miembros de la larga estirpe de cineastas aragoneses y universales que han enriquecido la Historia del Cine, conversación que giró en torno a la feliz, para el director, elección del nombre de este blog, y acerca de los paralelismos entre Borau y quien escribe: ambos Licenciados en Derecho, ambos modestos pero exitosos opositores, ambos con un periodo de sus vidas dedicado a escribir sobre cine… Y ahí, para desgracia de este comentarista, terminan los paralelismos entre quien escribe estas líneas y un genio del celuloide creador de películas como Furtivos, Hay que matar a B., Crimen de doble filo o Leo.

A su bonita dedicatoria en el volumen de A cucharadas que se obsequió a la concurrencia (Para Alfredo con los mejores deseos para su carrera: José Luis Borau), desde aquí, el mayor y más sentido de los agradecimientos por su obra y por su aportación al arte del Cine, y por ser portador de tantas y tan importantes cosas que aprender.