Pudiste leerlo aquí.
Ahora puedes escucharlo. No sé qué es peor…
Valga en todo caso como homenaje a la emisora TEA FM, ubicada en Zaragoza pero con vocación universal, Premio Ondas 2012 a la innovación radiofónica (en mi caso, radioafónica…).
Reflexiones desde un rollo de celuloide
Pudiste leerlo aquí.
Ahora puedes escucharlo. No sé qué es peor…
Valga en todo caso como homenaje a la emisora TEA FM, ubicada en Zaragoza pero con vocación universal, Premio Ondas 2012 a la innovación radiofónica (en mi caso, radioafónica…).
En la escena del crimen el detective prende un cigarrillo. El humo de tabaco es una cortina de plata a la luz de los flashes y del tenue resplandor del proyector. El pesado cuerpo yace sentado, agarrotado en la butaca, la mirada naufragada en la pantalla, la boca abierta y extrañamente sonriente que deja escapar un fino hilo de sangre negruzca. Diez centímetros de acero sobresalen de su abdomen y refulgen como un faro en la niebla de sombras recortadas que lo rodean. Unas filas atrás, un hombre de mediana edad mira perplejo sus manos ensangrentadas, perdido en inmediatos recuerdos. Enfrente, Gilda sigue contoneándose y cantando a su amado. El fantasma de Sam Spade no tarda en aparecer entre la multitud que se agolpa tras el cordón policial.
– El acomodador dice que discutían sobre Ella… – le dice el detective sin pronunciar una palabra, señalando a su espalda con el pulgar-. ¿Crees que Rita es el móvil?
Spade da una larga calada a su pitillo, mira a Rita, pasa un dedo sobre su labio roto, y con voz nasal que nadie más oye, habla lacónico:
– Rita es del material del que se forjan los sueños… Échale la culpa al mambo.
Los días vieneses son un parque temático para enamorados con banda sonora de la familia Strauss, un cuento de príncipes y princesas que celebran su amor danzando felices la mañana de Año Nuevo por las salas desiertas del Palacio de Schonbrunn o paseando cogidos de la mano por un Prater sembrado de coloridos globos aerostáticos dispuestos a elevarse. Nada tan fácil en Viena como descubrir el amor, nada más sencillo que una muchacha, todavía una niña con trenzas y en uniforme escolar, se enamore perdidamente de un apuesto pianista con el simple hecho de abrirle una puerta a su paso y dejar que sus miradas se crucen por un instante. Que suspire por él días enteros, que viva y sueñe para él. Que muera cada amanecer que lo ve salir de casa del brazo de una mujer, siempre una cara distinta, de la que se despide en la calle con un gesto amable y tierno y a la que jamás volverá a ver. Que ansíe crecer rápidamente, no para convertirse en mujer, en cualquier mujer, sino en esa mujer, en la amante fugaz del hombre al que amaba aun antes de materializarse aquella mañana en el portal de su casa. Nada más mágico que una joven francesa y un estudiante norteamericano, completos desconocidos hasta entonces, traben conversación en el tren de Budapest y se concedan veinticuatro horas para desvelar lo que creen sentir a primera vista el uno por el otro mientras recorren la ciudad en la que los sentimientos andan desbocados. Los días vieneses son ideales para soñar despiertos a la luz del sol de primavera, para dibujar deseos en las servilletas de los cafés o en las empañadas lunas de los tranvías, lavar manchas de un pasado desgraciado en una sobremesa de confesiones o trazar en las nubes ambiciosos planes de reencuentro, proyectos de fusión de dos vidas disparatadamente opuestas, remotas como galaxias separadas por millones de años-luz que han derivado juntas por un capricho astronómico que no volverá a darse en siglos.
Así como los días de Viena son valses salpicados de la risa cantarina y juguetona de las melodías de Mozart o de la sinuosa trompeta del célebre concierto de Haydn, los amaneceres y los atardeceres vienen teñidos de los efluvios pastorales y las melancólicas sonatas de Beethoven, mientras que su Quinta sinfonía o su Obertura Egmont desatan pasiones inmortales que evocan la fuerza de una tormentosa noche de recia lluvia y relámpagos fantasmales. La caída de la tarde es una invitación a recuperar un tiempo olvidado; las parejas llenan los jardines del Prater a los pies de la gran noria o llenan de vida los puentes a lo largo del curso del Danubio y Viena se deja invadir como a ninguna otra hora de los ecos de un imperio desvanecido, de su condición de frontera secular; se impregna de los antiguos aires eslavos y otomanos que un día acamparon a sus puertas, respira aromas bohemios, se enturbia de sabores balcánicos y es campo abonado para las zíngaras que acechan a los turistas incautos que se dejan sorprender por la llegada de la oscuridad para leer en la palma de sus manos las advertencias de un futuro que Viena no supo predecir para sí misma.
Las dulces promesas del día se disfrazan de inquietantes presagios cuando las luces se apagan y Viena se convierte en un escenario gótico donde reinan los espectros del amor y de la muerte Continuar leyendo «CineCuentos – Viena»
Se marcha. Se va. No volveré a verla más. O, mejor dicho, sólo volveré a verla si el destino quiere. Mi experiencia dice que no querrá. No se puede confiar en él. Es un tramposo. Un cabrón. Apenas ha querido que la viera en estos meses. Su barco zarpa a las cinco. No queda tiempo. Qué hacer. Qué decir. Qué pensar. Qué soñar. Qué se puede hacer en la media hora previa a la pérdida para siempre de la persona que amas. Un último instante especial. Algo que no pueda olvidar jamás. Que haga que nunca pueda apartarme de ella del todo. Convertirme en recuerdo recurrente. En flash que de vez en cuando le provoque una sonrisa de nostalgia. Uno no muere hasta que muere la última persona que le recuerda. Budd Boetticher. Chaplin. El payaso. Calvero. Cómo lloró de emoción. Y de risa. Con Keaton. Calvero es la clave. Chaplin la solución. Su risa. Bellísima vitamina. Nunca ha sido tan hermosa como cuando se la regalaba a Charlot.
Unas horas solamente. La pierdo. Ropa vieja. Unos pantalones anchos y un viejo chaqué. Carcomido. Descolorido. Como yo. La cara blanca. Los ojos pintados. No puedo decirle otra vez que la quiero. Ya lo hice. No serviría de nada. No sirvió de nada. Unos zapatones. Un bombín. Un bastón de caña. Unas flores de plástico. O mejor, robadas del jardincito de atrás. Y correr. Correr a toda velocidad. Al galope. Correr Ramblas abajo camino del puerto. Ponerme de rodillas ante ella justo cuando vaya a poner el pie en la pasarela y pedirle que no me olvide. Hacerla reír una última vez. Arrancarle una última sonrisa que recordar siempre. Sus ojos quizá llorosos.
Pero no. No hay sol. Las Ramblas están llenas de gente. Me cuesta horrores seguir la línea recta. La aguja del reloj del puesto de flores se acerca a las cinco. No llego. No puedo ir más rápido. No podré decirle adiós. No podré hacerla reír una última vez. Moriré. Si antes no se me escapa el corazón por la boca. ¿Qué hará ella si llego a tiempo? ¿Qué pensará? Ni pensar en coger un taxi. Día de fiesta. Ni siquiera imagina lo que estoy haciendo. Que corro sin aliento a buscarla. A verla una vez más. La última. No sé cómo Chaplin podía correr con estos zapatos. Maldita sea. Voy a morir. Va a darme un infarto. Qué facha cuando llegue a la sala de urgencias del hospital. El personal sanitario se descojonará de mí. Haré reír a quien me importa un bledo que ría. Me faltará ella. Sin remisión. Moriré dos veces. Una en realidad.
Demonios. Qué sudores. Qué pintas. Cómo se vuelve todo el mundo a mirarme. El payaso supersónico. La velocidad de la luz. Una mano en el sombrero. Para que no vuele. Otra sujetando un ramo de flores descompuesto. Feo. Sí. Es lo que hay. La delincuencia floral tiene sus límites. El jardín de atrás no da para más. Fin de las Ramblas. Sigue la carrera hacia el puerto. Veo el barco de lejos. Un grupo de gente delante. Un reloj digital callejero indica las cinco menos dos minutos. Llego. Qué emoción. Qué haré. Qué hará. ¿Un beso de película? Ni de coña. Probablemente alguien me partirá la cara. Allí están. La veo a lo lejos. El sudor me está echando a perder el maquillaje blanco. Lo noto caer por mi cara y manchar el cuello de la camisa. Ni para payaso valgo. Pero llego. Allí está. Todavía lleva el vestido de novia y aún tiene el ramo de flores en la mano. Las chicas esperan a que lo lance, pero no lo hace. ¿Por qué? ¿A qué espera? Ojalá me esperara a mí.
Llego. Las sirenas del barco protestan su adiós. Ya llego. Estoy agotado. Pero el infarto no ha llegado. Yo sí. Ahí está. Preciosa. Sonriente. Ilusionada. Una nueva vida. Un nuevo país. Otro futuro. Sin mí. Su sonrisa franca se vuelve ahora cauta. Me ve. Me acerco. No me reconoce. O sí. Todos se ríen. Todos me miran. Descompuesto. Sudoroso. Agotado. Casi no puedo caminar sin riesgo de caerme. No he recuperado el resuello. Me inclino hacia delante para apoyar las manos en las rodillas. El bombín cae. Todos ríen. Recobro la respiración. Esperan. Ella espera. Expectante. No sabe quién soy. O sí. Me acerco lentamente a la pasarela. Ella está allí. Ante mí. Ha dado unos pasos hacia tierra firme al verme llegar. Él está detrás. Con su traje caro y su flor en la solapa. Corte de pelo militar. Sonrisa de afortunado. De incrédulo. Todavía no entiende cómo ha podido hacerse con una mujer así. Cómo ella ha podido acabar con alguien así. Un modelo de portada. Un cerebro de mudanza. Pero ella me mira. Por un segundo es toda para mí. Yo. Gesto triste. Lloro. Finjo que lloro. O lloro. Rodilla en tierra. Zapatones. Más risas. Tiendo las flores. Su sonrisa se desvanece. Sus dientes se esconden. Temo hacerle daño. Equivocarme. Hacerla sufrir. Que el musculitos de gimnasio con el que se va a América me dé una paliza. Dicen que es buen tipo. No lo sé. Para mí no puede serlo desde que ella se fijó en él. Ella sigue seria. ¿Qué hace? Saca una mano del ramo de flores y en ella sostiene un revólver. Pobre payaso loco. Sigo de rodillas. Su gesto adopta la seriedad de la muerte. Su mirada se vuelve fúnebre. Apunta a mi cabeza. Mueve el dedo en el gatillo. Dispara.
Las sirenas del barco camuflan con su adiós el mecanismo del arma. Nadie escucha la detonación. Yo tampoco. Por el cañón asoma un cilindro de plástico. De él cuelga un cartelito. Amarillo. Con letras rojas como un centelleo. ¡BANG! Ella vuelve a sonreír. Se ríe con todo el cuerpo. Es adorable verla reír. Vuelve a haber sol. Todos ríen. Ella me esperaba. Sabía que iría. Que me acordaría de Chaplin. Que robaría unas flores en el jardín de atrás. Que correría Ramblas abajo entre turistas y puestos callejeros. Que me arrodillaría ante ella. Ella esperaba para un último guiño cómplice. No olvidó nuestro juego. Pero soy un payaso profesional. Debo morir. Caigo en redondo con un ademán teatral. Dejo una pierna tiesa. Estiro la pata. Más risas. Por el rabillo del ojo, ella ríe más que nadie. Guarda la mano del revólver a su espalda. Se da la vuelta y lanza el ramo hacia atrás. Tortas entre las chicas para hacerse con él. Eso sí que tiene gracia. Pero soy un cadáver. No puedo reírme.
Ella toma las flores de mi mano muerta. Sube a cubierta abrazada a su machorro. Los operarios retiran la pasarela. Las sirenas vuelven a vomitar su despedida. Ya nadie ríe. Buenos deseos. Adioses. Lágrimas. Esperanzas. Recuerdos. Un payaso en el suelo. Muerto. Con media cara blanca. Un te quiero atragantado. Sonrisa torcida en la boca. Como de primavera rota.
ESCENA 39. Interior de un restaurante italiano de Manhattan. Noche.
Larry, columnista de una revista local de no demasiada difusión, se ha citado para cenar con su amigo Walter, un pintor de cierto renombre en la ciudad. Larry ha llegado un poco antes de la cita y se entretiene pellizcando el pan, comiendo aceitunas y dando sorbos a un insípido lambrusco que le han servido mientras espera. Se queda paralizado cuando, a través del ventanal que da a la calle, ve a Walter acercarse al restaurante acompañado de una rubia alta y muy sensual a la que no ha visto jamás. La mira de arriba abajo y se atraganta con el hueso de una aceituna. Bebe sorbitos de lambrusco y come miga de pan visiblemente nervioso hasta que Walter y la mujer llegan junto a él.
LARRY [notablemente azorado]: Oh, qué sorpresa, vienes acompañado…
WALTER: Larry, te presento a Ingrid. Ingrid; mi amigo Larry. No es gran cosa, pero es lo que hay…
INGRID: Encantada, Larry.
LARRY: Y yo más, Ingrid. Gracias Walter, eres muy amable. Recuérdame que te contrate como asesor de imagen cuando me presente a la presidencia. Ingrid, no te creas que soy así; es más bien una obra benéfica: me empeño en tener este aspecto para que este cretino siga creyéndose que es guapo.
Tras saludarse, Ingrid se disculpa y se encamina hacia el excusado. Walter se deja caer en la silla, devora las últimas aceitunas del platito de Larry y apura la botella de lambrusco en su copa. Larry se sienta frente a él, todavía más agitado.
LARRY: ¿Qué es esto, Walter? ¿Quién es ésa? ¿De qué mercadillo de esculturales esclavas sexuales la has sacado?
WALTER: Es la bomba: finlandesa, campeona de natación, y no veas cómo se le da la sauna…
LARRY: Sí, ya me imagino dónde cuelgas la toalla. ¿Quieres explicarme qué demonios hace aquí? ¿No habíamos quedado a cenar tú y yo? Tenemos muchas cosas de que hablar. ¿Qué pinta ella aquí? ¿Y Jackie?
WALTER: Tranquilízate. Ha ido al Metropolitan con Susan. Estrenan un nuevo montaje de Shakespeare, una comedia, Mucho ruido y pocas nueces, creo. El protagonista es Leo Fuller y nunca se lo pierde.
LARRY: ¿Al Metropolitan? ¿A dos manzanas de aquí? ¿Y te presentas tan campante agarrado a la cintura de Miss Laponia con tu mujer a quinientos metros escasos? De Mucho ruido y pocas nueces esto puede acabar en La tempestad.
WALTER: Larry, relájate, todo va bien. Ha empezado a las nueve. Podemos cenar tranquilamente y antes de que Pedro de Aragón se dé cuenta de que su hermano le mueve la silla ya nos habremos ido de aquí, tú a tu casa a ver Cantando bajo la lluvia y yo al hotelito de la esquina.
LARRY: Ya, con Lady Godiva a horcajadas sobre ti. Pero, dime una cosa, ¿qué pasa con Jackie? Es estupenda, inteligente, discreta, sensata y sigue siendo muy atractiva. ¿Para qué tienes que liarte con esas mujeres físicamente perfectas?
WALTER: Tú no lo entiendes, Larry. Hace años que la relación más íntima que tienes con una mujer es con la camarera que te sirve el café a la hora del almuerzo. Me inspiran, ¿lo entiendes? Miro sus cuerpos y siento fluir las ideas camino del lienzo.
LARRY: Sí, no hace falta que me digas qué aspecto tienen esas ideas. Pero escucha: si Jackie llegara a sospechar alguna vez algo así la matarías del disgusto. Ella te quiere; si no fuera así no creo que hubiera aguantado contigo más de veinte minutos en esta vida.
WALTER: Larry, no hables como mi abuela. Lo necesito, ¿entiendes? Estoy experimentando, enriqueciendo mi bagaje. Amo a Jackie, la adoro, tú lo sabes, pero a ellas las deseo y, créeme, antes de llegar a ponerlo todo sobre una balanza, contigo pan y cebolla y todo eso, ya estoy con los pantalones abajo. Demonios, ¿has visto lo bien que habla inglés?
LARRY: Walter, en Finlandia todo el mundo sabe inglés. Pero apuesto a que sabe un buen puñado de idiomas más.
WALTER: Bueno, ¿te gusta o no? Si te gusta, tiene una amiga que se le parece mucho.
LARRY: Estupendo, lo que me faltaba, una devoradora de fluidos corporales. Ya sabes que para mí sólo cuenta Laurie. Continuar leyendo «CineCuentos – Delitos y faldas»
– Cincuenta mil. La mitad ahora y el resto cuando esté hecho el trabajo. Ya sabes, como en las películas. Tómate tu tiempo pero no quiero vivo a ese cretino dentro de un año por estas fechas, ¿me oyes? Me da igual lo que hagas con él, pero que sufra. Nada de dos tiros de cualquier manera, un navajazo, un atropello o un empujón por las escaleras. Si le pegas dos tiros o le das una puñalada, que sea en el bajo vientre, que la agonía es más larga y duele más, ¿entendido? No te será difícil con la barriga que tiene ese mamón: cuando se presentó a un casting para hacer de doble le dijeron que mejor fuera para hacer de triple… Y si le atropellas, más te vale echar luego marcha atrás y darle otro repaso. Lo ideal sería que antes lo torturaras un poco, que le cortaras algo de aquí y de allá, que lo sangraras como a un gorrino, y que después me trajeras su cabeza en una cesta, como el tipo aquel de México por cuya cabeza el padre de la chica que dejó preñada ofreció un millón de pavos. Quizá no tengamos ni tanto tiempo ni tanta suerte, pero que sufra, ¿estamos?
El por qué no es asunto tuyo; limítate a hacerlo y a sacarle una foto después para que por lo menos pueda echarme unas buenas risas a su costa. Y sin remordimientos, no te dé ninguna pena. Créeme, en el fondo le hacemos un favor, a él y al mundo. No necesitamos a otro vulgar juntaletras que nos diga lo que tenemos que hacer o que pensar, ya nos basta con la tele. Tampoco va a perderse gran cosa con la porquería de vida que lleva. Fíjate, mira qué careto. Joder, seguro que le dieron la primera comunión con una pértiga… Una mezcla de Tony Soprano y Boris Karloff, sólo le faltan los tornillos a los lados del cuello, porque está claro que en la cabeza no tiene ninguno. Hasta el personal de quirófano se asustó cuando lo vieron nada más nacer y lo dejaron caer al suelo. No es de extrañar que las mujeres pasen de él. Desde luego, si tiene éxito con alguna mujer será por efecto del coma etílico… Y además, seguro que la tiene pequeña.
Para colmo ahora hace ya algún tiempo que encima se las da de escritor y de crítico de cine. ¡Pero si en su vida ha cogido una cámara ni ha pisado nunca un rodaje! ¡Si dice que lleva un montón de tiempo escribiendo no sé qué guión o qué pestiño de novela y nadie jamás ha visto nada suyo que no sean unos cuentos de mierda de tres o cuatro párrafos como mucho! Pero no, el señorito se cree con derecho a decirme a mí que no sé dirigir, que mis películas son una birria, que mis actores no saben actuar, que mis guiones son delirantes. ¡A mí! ¡Con la pasta que me gasto en efectos especiales para que no se note que tiene razón! Vale que Chuck Norris no es precisamente un gran actor, que es idiota, que Sandra Bullock es tonta del culo y que Renée Egelzegger, Zegelwelter, Welgezeguer o como coño se llame no sabe decir dos palabras seguidas que tengan sentido, pero de algún sitio tendré que ahorrar, digo yo. ¿Qué más quieren? ¿Que me rebaje el sueldo? ¿Que piense en hacer cine en vez de en cómo hacer dinero? ¿Acaso yo me meto en su trabajo? Me tiene harto, he aguantado mucho más de lo que puedo soportar, así que quiero que te lo cargues cuanto antes de la forma más dolorosa de la que seas capaz. Ya sabes, otro tanto cuando me traigas su fotografía… o su cabeza en una cesta.
Antes de que transcurriera el año, ella estaba de nuevo ante el escritorio de nogal del despacho de grandes ventanales con vistas a Burbank y los estudios. En silencio, ante la expectación de su interlocutor, abrió lentamente la caja que tenía sobre las rodillas, extrajo un paquete envuelto en un papel grueso, blanco, teñido de sangre, y lo dejó sobre la mesa por el lado manchado. Él sonrió con suficiencia: días atrás, nada más escuchar su voz al otro lado del teléfono, había adivinado al instante que su encargo había sido cumplido y había pasado toda la semana recreándose en el momento en que pudiera tener la prueba ante sus ojos, regodeándose, paladeándolo por anticipado. Con gran excitación, tomó el paquete entre sus temblorosas manos sin importarle que sus dedos y hasta los puños de la camisa fueran impregnándose del espeso líquido rojo. Casi emocionado, destapó el envoltorio y puso el corazón todavía sangrante sobre la mesa.
– Buen trabajo, sí señora -dijo entre dientes, con una sonrisa de crueldad, casi de psicópata de sus películas de serie B, que le cruzaba de oreja a oreja-. ¿Cómo fue? ¿Cómo se lo arrancaste? ¿Con una cuchara, un serrucho, una taladradora, una perforadora, un martillo pilón? Cuéntamelo todo. Con detalles. No te ahorres ni omitas nada, sobre todo si es escabroso.
Ella se mantuvo seria, ensimismada, con la mirada perdida, al parecer poco satisfecha con el papel que le había tocado desempeñar en aquella historia. Incómoda, pero conservando el pleno dominio de sí misma, respondió.
– Supongo que he cumplido sus órdenes al pie de la letra, aunque no me gustó hacerlo. Tiene que estar contento porque fui mucho más cruel y despiadada que todo eso.
Ante el visible nerviosismo que consumía el ansioso rostro de su interlocutor, los ojos desencajados de azufre y casi al borde de las lágrimas, la nariz hiperventilando, las mejillas sonrosadas y el perfil cubierto de sudor, sacó del bolso el sobre con el fajo de dólares adelantado tiempo atrás, lo arrojó con desdén sobre la sangre que se extendía lenta pero incesantemente por la mesa y, antes de girarse hacia la puerta de salida, se limitó a añadir, glacial:
– Hice que se enamorara de mí.
– ¿Sí? -preguntó embobado, perplejo, venciendo por vez primera la rabia que le impedía reparar en la hipnotizante hermosura de la mujer que se hallaba ante él.
– Claro que no. Le obligué a ver todas tus películas una tras otra…
Y dando la vuelta, ocultando un principio de sonrisa y reprimiendo una lágrima que amenazaba con desbordarse, se marchó dejándolo con las manos manchadas de sangre.
Sentada en su mecedora junto a la ventana, la madre observa la violencia de la lluvia que golpea contra el tejado del bungalow y encharca la tierra demasiado reseca. Son las luces del porche en forma de ele las que iluminan la cortina de agua; más allá, a lo lejos, sólo oscuridad, el rumor de un mar embravecido que se vierte sobre el desierto, la única fuente que nutre la laguna cenagosa que tantos secretos esconde tras la casa. Son tan pocas las ocasiones en que el cielo se muestra clemente en aquellas áridas latitudes que a la madre no le cuesta ningún esfuerzo rememorar otra noche de lluvias torrenciales muchos años atrás, en los últimos días de su lucha por conservar la última juventud. Una nube ensombrece su corazón al recordar la mirada de su hijo, todavía un niño, allí de pie, en la entrada de ese mismo dormitorio, clavada en James, fría, inexpresiva, tras la que cree adivinar ahora, quizá por un imaginado casi imperceptible tic sobre la refleja inclinación de su ceja izquierda, una ira desbocada a duras penas contenida. Vuelve a escuchar su propia voz chillándole airada, ordenándole que se vaya, que los deje solos, que se encierre en su habitación y que no vuelva a salir hasta que ella vaya a buscarlo a la mañana siguiente. Y de nuevo ve al niño allí, inmóvil, desviando su atención hacia ella, la mandíbula en tensión y los puños apretados, luchando con todas sus fuerzas por no dejar entrever su odio. Escucha la voz de James rogándole que no le grite así al niño, mientras se incorpora en la cama para dedicarle una sonrisa y un ademán conciliatorio ante los que su única reacción es dar media vuelta y caminar por el pasillo hacia su habitación, resignado, como repentinamente ausente.
Cree revivir la embriaguez del amor, los besos de sal de James, el sueño reparador y el despertar envuelto en un esbozo de algo que reconoce como parecido a la felicidad que nunca había tenido ni ha vuelto a tener jamás. Y tras el desayuno de café y tostadas, y los últimos besos y caricias, se desata el horror: el ahogo, la fiebre, las convulsiones; ve desplomarse a James sobre la cama revuelta, el nudo de la corbata a medio hacer, sus ojos desencajados, su cara hinchada, su sudor empapando la ropa y confiriéndole a su rostro un brillo de muerte. Y de repente, mientras ella empieza a sentir el frío ascendiendo desde las profundidades de su alma y lo nota escapar como una erupción de calor a través de su piel, ve a su hijo entrar plácidamente por la puerta del dormitorio con una sonrisa cruel en los labios. Ella no se sostiene en pie, cae de rodillas y tose compulsivamente. Su vista empieza a nublarse, se arrastra como puede hasta la cama y se acurruca junto al desplomado James. Lo último que recuerda de aquella mañana es la tierna y dulce sonrisa de satisfacción de su hijo y la mano firme que sostiene el frasquito en cuyo letrero se lee una única palabra: arsénico.
Los tambores de la tormenta acompañan las ensoñaciones de la madre sentada en su mecedora junto a la ventana. Súbitamente, más allá de las luces del porche, unos focos potentes irrumpen desde la oscuridad para detenerse junto al bungalow. Una mujer se apea del vehículo y mira hacia el interior a través de los cristales. La madre la observa girarse hacia la casa y se da cuenta de que la ha descubierto al trasluz de la ventana. Se aparta de ella y va a parar ante el espejo del armario: al principio no se reconoce, ve los juveniles y delicados rasgos de su hijo bajo su pelo recogido al estilo decimonónico. Un instante después se queda atónita al ver cómo su cara va cambiando frente a ella, como si la imagen hubiera empezado a envejecer vertiginosamente, surgen arrugas, vello facial, un gesto adusto y malhumorado, la piel cada vez más repleta de grietas y pliegues, hasta, de manera aterradora, romperse, cuartearse, para revelar los músculos y nervios que la pueblan, y, finalmente, la desnuda calavera que hay bajo ella…
El claxon de un coche la libra de su alucinación. Vuelve a verse en el espejo como es, joven y bella, y eso la tranquiliza. Escucha descender por la vieja escalera de madera los pasos de su amado hijo, siempre tan atento y servicial, y cuando se acerca a la ventana lo ve salir de casa bajo un destartalado paraguas y bajar los escalones de cemento que llevan hasta el motel para atender a la recién llegada. De lejos la ve juvenil y atractiva; seguro que es una de esas mujeres fáciles y vividoras que van camino de California para ganarse la vida en trabajos indecentes, actriz, bailarina o quién sabe si algo peor. No los ve bien, pero le da la impresión de que ambos charlan animadamente y se sonríen. Pobre muchacho, tan ingenuo, tan fácil de impresionar. Esa chica no es para ti, hijo mío, no has aprendido nada de lo que te he enseñado. No es una mujer respetable y decente como tu madre.
Antes de apartarse de la ventana ve iluminarse el viejo letrero de neón, el mismo que su hijo olvida encender tan a menudo porque por la carretera vieja hace tiempo que no pasa casi nadie, sólo algún vecino de Fairvale camino de Phoenix o alguna buscona en ruta hacia Hollywood. Mientras se acomoda de nuevo en su mecedora, piensa que va a tener que hablar con su hijo Norman muy seriamente. Al fin y al cabo, la mejor amiga de un muchacho es su madre…
Deseo es la fortaleza inexpugnable, el ejército invencible, la más formidable e incontenible fuerza de la naturaleza, más poderoso que una inundación, más devastador que una erupción volcánica. Cuando sus huestes atacan, no hay defensa posible, no existen muros lo suficientemente gruesos para resistir su acometida, tropas que no den cobardemente la espalda a fuerza tan avasalladora para huir atropelladamente sin rumbo, sin capacidad ni intención alguna de reagruparse y contraatacar. Todos, de cualquier origen o condición, somos víctimas culpables de una guerra de la que siempre sale victorioso, en la que somos meros títeres de un destino marcado a fuego en una lengua que no es la nuestra, que no podemos comprender. Así, sucumbimos perdidos, desorientados, tan ansiosos de entregarnos a ese vértigo irracional que nos consume como temerosos de caer por el abismo que vemos abrirse bajo nuestros pies, por más que sepamos que nuestra precipitación es tan segura como inútil. Intentar resistirse, reprimirse, es absurdo. ¿Acaso pueden detenerse la salida del sol o de la luna, las mareas o los terremotos? Racionalizarlo, asimilarlo, incorporarlo a nuestro intelecto en una categoría, en un rincón descifrable, convertirlo en una estimación o en un sentimiento reconocible que etiquetar y guardar en un arcón o presentar en sociedad a nuestra voluntad, es tarea vana. ¿Puede quizá aprisionarse el viento, inducirlo o deducirlo? No queda otra solución que entregarse al ojo de su huracán, y como el viejo precepto dice, unirse a un adversario al que no se puede derrotar, aceptar sus reglas, someterse y resignarse al destino que nos quiera deparar esperando en última instancia la impredecible clemencia del azar.
Así lo entendieron, de buena gana o por la fuerza, mis antecesores en el cargo de Pontífice Mayor del Deseo. El impulsivo Uther no vaciló en perder su reino e incluso la vida a cambio de satisfacer su Deseo de yacer con la esposa de un rey aliado. No dudó tampoco en entregar al heredero fruto del forzoso adulterio como tributo exigido por Merlín por sus mágicos servicios, el encantamiento que permitió a Uther cabalgar sobre las aguas brumosas para burlar las defensas del castillo de su amigo y asaltar así la alcoba del objeto de su Deseo, a la que amó violentamente sin siquiera llegar a despojarse de la armadura. Artús. Arturo. Simple moneda de cambio de un efímero amor carnal. Uther satisfizo su Deseo a costa de sacrificar, sin duda con gusto, su país y su vida. Deseo no consiente otra cosa.
Si el dios Deseo perdió a Uther, al rey Claudio le valió, aunque también de forma pasajera, Elsinor. Su pasión por Gertrud le llevó a asesinar a su propio hermano, ocupar su puesto en su lecho y en su trono, conspirar en contra de su sobrino y arruinar su estirpe para siempre. Fue el mayor triunfo de Deseo: acabó con todos tan solo insuflando un breve soplo de sí mismo en el corazón del ambicioso y traidor Claudio. Cuentan que el eco de las demoníacas carcajadas de Deseo todavía puede sentirse en los acantilados de Dinamarca en los días de tormenta como en la noche sevillana cada víspera de difuntos evocando el triste final de Don Juan.
Ingenuamente, uno llega a creer que un día llega a triunfar sobre el Deseo, que éste le abandona vencido tras una intensa vida de combates, que huye de sí cuando el cuerpo se vuelve decrépito, cuando pierde la lozanía y la presteza, cuando no encuentra un lugar apto para aposentarse y transmitirnos sus obligados preceptos. Incluso puede asemejarse engañosamente a un estado de libertad o de alivio pensar que nos hemos librado para siempre de sus caprichosos dictados, de sus irrefrenables impulsos. Jamás sucede tal cosa. A día de hoy, anciano, encorvado, casi ciego, abandonado a solas con mis pensamientos y los recuerdos de aventuras pasadas en este castillo de Dux, ejerciendo un triste empleo de bibliotecario que me deja demasiadas horas libres para caer en ensoñaciones de una vida que me parece vivida por otro, abandonado como una ballena varada en la plaza de San Marcos de Venecia, incapaz de moverme por mí mismo, de cabalgar con urgencia por un prado, de asaltar un balcón o escalar un muro para conquistar o para huir como tantas veces hiciera antaño, no anhelo otra cosa que ser mordido por ese perro rabioso que es Deseo y someterme a su destino a costa de la propia vida, de mi integridad, de mi frágil moral o de cualquier idea de felicidad propia o ajena. Una vez más eres el vencido; igual que lo fuiste cuando Deseo te poseyó, lo eres ahora cuando tanto lo echas de menos dentro de ti, cuando firmarías con el Diablo el pacto por el que acortarías radicalmente tu vida, por el que entregarías sin pensarlo tu alma, con tal de saborear una última vez antes de morir lo que es la cruel y placentera punzada de Deseo en el vientre, la mordedura de esa fiera dentada de ojos desencajados.
De vez en cuando, en la duermevela de los fríos amaneceres de invierno aquí en Bohemia, sueño con Deseo. Le veo cruzar el puente levadizo de su castillo de La Coste, su paraíso en la Tierra, en la piel del Divino Marqués, precediendo una caravana de fieles, todos desnudos y dispuestos a satisfacer los placeres de la carne en las más inverosímiles formas, casi tan parecido a Jesucristo que bien podría confundirse uno con otro. Deseo-Jesucristo me mira y me tiende las manos y yo, Giacomo Casanova, con una sonrisa torcida en esta desdentada boca de anciano y la emoción convertida en lágrimas, me dejo llevar una vez más a su prisión, pero ya sin miedo, empeñado en sentirme vivo por última vez.
Un planeta girará con mayor velocidad cuanto más cerca se encuentre del Sol.
Johannes Kepler (1571-1628).
El expreso de Chungking me trajo a tu universo una mañana de abril; es él el culpable y no yo, si es que en los amores orbitales hay culpables. Yo sólo me apeé a deshora, no sé cuántas paradas antes de abandonar la galaxia a la que perteneces, sin saber siquiera dónde me encontraba o la dirección que tomar, cansado, derrotado, agonizante, resistiéndome a entregarme al destierro que me había impuesto, rebelándome frente a mí mismo como un suicida que en el último instante desvía el cañón de su pistola o vomita convulso en la bañera de su habitación de hotel las pastillas que acaba de ingerir entre lágrimas. En el tren de los condenados los pasajeros dormitan encogidos en sus asientos o amontonados en sus compartimentos amarillos, la orquesta de espiraciones pone la melodía al ritmo frenético de los vagones cargados de almas perdidas que transitan desbocados por sus raíles de sueños rotos, y la espectral luz roja de cuarto oscuro de los pasillos se rompe continuamente por el intermitente resplandor de los neones y las luces de los rascacielos a través de las ventanas como vertiginosos fuegos de artificio con que las superpobladas ciudades celebraran la huida de los ángeles caídos que le sobran. Y de repente, por vez primera en tres largos años de viaje por la oscuridad de mi agujero negro, el Sol apenas vislumbrado por un resquicio en la esquina del opaco telón con que el encargado cubre metódicamente todas las ventanillas cada amanecer para que ningún viajero conciba esperanzas, para que no caigan en la tentación de sentirse vivos. Así, en un descuido, sin que nadie reparara en mí, por una estación sin nombre de una ciudad anclada en una nebulosa de deseos olvidados, penetré en tu universo, un hermoso mundo de agua, de la que rebosa en tus ojos cuando sientes el cruel aguijón del dolor, los mismos ojos que son un océano de tierra, paraíso por descubrir, un mundo de piel blanca que invita a ser explorada, que se eriza cada vez que el corazón se deja poseer por el recuerdo de una traición, de sonrisas que valen una vida, que, aunque tú no lo sepas, no lo creas, iluminan hasta el último confín desconocido, de voz y palabras que son promesas, de un cuerpo que guarda los ancestrales secretos del qué, cómo, cuándo, dónde y por qué, de un alma sin trampas que encierra todas las respuestas, que es una carta blanca a una esperanza medida en años-luz, el centro de este universo de vida que se me escapa.
Planeta minúsculo de una lejana órbita exterior, me muevo cómodo y desenvuelto en la lejanía, y temeroso y vacilante cuando, tras luchar para abrirme paso entre los otros 2046 asteroides que te acechan, que seguro te codician, que te arrastran lejos de mí en unas rutas ya trazadas a las que intento acoplarme como un advenedizo, sin permiso, sin haber sido invitado, me aproximo por un instante a ti, al calor de tus rayos, al kilómetro cero del sistema, al Sol que lo hace girar todo, que le da sentido a mi ingrávido caos, coreografía de dos cuerpos que constantemente se alejan antes de acercarse, la danza concéntrica de dos trompos a los que de un tirón se ha liberado de su respectivo zumbel, que siguen una ruta propia sin llegar a mezclarse, a chocar, mecidos ambos por una cálida melodía de violines que evoca derrotas pasadas e ilusiones del porvenir, un enloquecido vals de trenes que se cruzan en la noche sin que mi mirada se encuentre contigo a través de las ventanillas, desviada en el último momento hacia un horizonte de estrellas apagadas en el que se pierdan los pensamientos y los deseos. Es el juego de la vida en el que tú te haces trampas para no ganar porque lo hiciste una vez y te costó caro, tú, que eres el centro de una galaxia sin que te des cuenta, rodeada de cuerpos celestes que aguardan los dictados de tu boca y de tu corazón, ansiosos por ser los elegidos. Sólo tú podrías decidir cómo, cuándo y a quién rendir, a qué planeta, cometa, meteorito o agujero negro engullir, acomodar dentro de ti, incorporar a tu ser, pero, aunque tu sistema estuviera inhabitado de otro astro que no fuera el mío, sé que jamás lo escogerías: es poco premio para ti, lo sé, tengo espejos en casa, para ti no valgo el esfuerzo, no disfruto de una orografía que despierte tus ansias de exploración y conquista, vivo en un límite exterior de la galaxia y no he inventado el telescopio capaz de agrandar a tus ojos este remoto y diminuto planeta que soy. Yo, en cambio, aunque lo apostaría todo en esta partida, no juego para no perder, para no verme obligado a volver a aquella estación, otra vez arruinado y solo, y subir de nuevo a un tren oscuro y sonámbulo que me conduzca fuera de tu mundo, de este universo al que ya no podría regresar.
Contigo me dejaría llevar a otra estación, subiría a un tren muy distinto, Continuar leyendo «CineCuentos – Sinfonía Kepler»
Segundo capítulo de una inconfesa e inconclusa trilogía neoyorquina. Puedes leer el primero, si tienes arrestos, aquí.
Me has salvado la vida y ni siquiera lo sabes. Sí, hablo de ti, has sido tú, Nueva York.
Es tu forma de sonreírme cuando nos cruzamos por la escalera o estamos a punto de colisionar en el portal al llegar yo de algún aburrido compromiso de trabajo y marchar tú camino de cualquiera de tus muchas citas, o al salir yo para uno de mis interminables y solitarios paseos y regresar tú de tus largas horas en la biblioteca pública (el señor Yunioshi no es precisamente discreto en cuanto a los pequeños secretos cotidianos de sus vecinos; ¿qué te habrá contado de mí?). O cuando coincidimos en la acera para parar un taxi y te lo cedo al intuir que te agobia la prisa – quiero pensar que no corres a ningún encuentro de amor a pesar de la inquieta punzada de celos preventivos que me despierta tu aroma perfumado, ese vestido tan bonito y ese rostro ligeramente maquillado que conserva y realza tu natural y bellísima asimetría de rasgos – aunque yo llegue tarde o me consuma la ansiedad por abandonar pronto un apartamento, una calle, un barrio, una ciudad, un continente, un planeta, que se derrumba sobre mi cabeza. Simplemente, me satisface poder hacer algo por ti, aunque apenas te conozca y se trate de un detalle tan casual y nimio como un taxi que yo en el fondo no necesito, que no me sirve para huir de mí. De reojo me detengo a observar la curvatura de la pantorrilla, el volumen de tu muslo, la inclinación de tu espalda y el ondear de tu pelo cuando maniobras para introducirte en el asiento trasero, todavía con tu última sonrisa, ésa cuyo esbozo aún se dibuja en tus labios al abrir la portezuela amarilla, hollando mi retina. Siempre he sentido debilidad por las mujeres que sonríen con toda la cara y se carcajean con todo el cuerpo. Un día sin reír es un día perdido, decía el maestro Buñuel. Quizá por eso sólo me han interesado las mujeres con risa fácil y rápida, abundante e inteligente. Al hombre se lo conquista por el estómago, decía el tópico; tonterías: la sonrisa es la mejor puerta. Dime de qué y cómo te ríes y te diré quién eres. Y sobre todo, quién no eres. Qué no eres.
Nueva York eres tú ahora como antes fue otras. Como fue Annie, el gimnasio – café y zumos a la llegada y copas a la salida, hasta que sólo quedaron las copas previas a las madrugadas en su casa -, las tardes de paseo por Central Park huyendo del horror de los mimos, la cola de los cines a los que siempre llegábamos tarde – sesiones empezadas de reposiciones de Bergman, Fellini o Antonioni que yo ya me negaba a ver fragmentadas, amputadas, incompletas – en las que teníamos que soportar a cualquier pedante vomitando indiscriminadamente sus opiniones sobre la vida y el cosmos, locales nocturnos para cantantes amateurs de fracaso instantáneo, clubes de jazz y niebla de tabaco… Como fue Mary, una ciudad de largas charlas sobre filosofía y literatura paseando por la Quinta Avenida, tertulias en restaurantes y cafés desde la sobremesa del almuerzo a la madrugada pretendiendo, pobres de nosotros, reconstruir y dignificar un mundo devaluado por la mediocridad, melodías de Gershwin retorciéndose enredadas entre los neones de Broadway, superpobladas arterias de asfalto y humo por las que cruzar sin mirar camino de la cita más ansiada, cielos en blanco y negro contemplados cogidos de la mano desde el puente de Brooklyn… Como fue Lee, la excitación de lo prohibido, el amor clandestino, vivido a escondidas en reuniones familiares, entre los repletos anaqueles de las bohemias librerías del Soho o varado en oscuras habitaciones de olvidados y deprimentes hoteles de Queens… Como fue Holly.
Fue Yunioshi quien me contó la historia de Holly Golightly (aunque resultó no ser su verdadero nombre). Vivía en tu apartamento hasta hace apenas un año, se marchó unos días antes de mi llegada. De hecho el tuyo fue el primer apartamento que me ofrecieron, pero no me encajó, no sé por qué. Bueno, ahora sí lo sé: un día habías de venir tú y era el único apartamento del edificio que hubieras podido alquilar, el único que tenía algo tuyo incluso antes de que lo ocuparas. Pero entonces no lo sabía, o quizá sí lo sabía pero no sabía que lo sabía y seguí el extraño impulso que me obligó a quedarme con el apartamento de Paul aunque me gustara menos o, mejor dicho, no me gustara en absoluto. Yunioshi también me habló de Paul Varjak, pero no pudo decirme mucho porque apenas se trataron durante los pocos meses que vivió aquí. Sencillamente, como yo, era un escritor que no escribía, a pesar de lo cual pagaba puntualmente la renta el primero de cada mes (quién sabe de dónde sacaría el dinero, apuntaba Yunioshi, siempre dispuesto a pensar mal y equivocarse, aunque al parecer en eso no se equivocaba esta vez). No sé pues cómo era su ciudad. Pero la de Holly era tres ciudades en una sola. Una era continuo carnaval, mascarada perpetua, alegría de cartón, felicidad burbujeante de champaña, cenas de lujo, fiestas en áticos de Manhattan, veladas a solas con cualquiera que tuviera un smoking, un chófer y cincuenta dólares para gastar, repostería francesa consumida a pellizcos ante el escaparate de Tiffany’s una vez que un nuevo amanecer ha cerrado el expediente de la noche anterior. Otra era oscura, tenebrosa, brutal, fruto de un pasado terrible, grabado a fuego como una pesadilla recurrente, una garra al final de un largo brazo que pugna por retener una presa, una ciudad de descampados, de escombreras, de cubos de basura ardiendo, de pandilleros abriéndose la carne a navajazos, de indiferencia, de silencios, de soledad. La tercera era la única de verdad: sencilla, tranquila, de domingo soleado, de desayuno caliente, de gatos arriba y abajo por la escalera de incendios, de melodías de Henry Mancini murmuradas con la guitarra desde el alféizar de la ventana, de tardes con Paul en la biblioteca pública (tuviste que verlos en algún momento aunque seguramente no repararas en ellos), de besos bajo la lluvia a la entrada de callejones que en verdad son billetes para un tren que para pocas veces en nuestra estación.
Paul encontró a Holly o Holly encontró a Paul de la misma manera que yo te he encontrado a ti (porque tú no aún no me has encontrado a mí, y quizá no lo hagas nunca), sin querer, por casualidad, aunque ambos estuvimos siempre ahí. ¿Cuál será tu Nueva York? ¿Será como la de Annie, Mary o Lee? ¿Será como alguna de las de Holly, mero decorado, cuento de hadas siniestro, pura felicidad en bruto sólo a la espera de alguien que te la ofrezca? Nueva York eres tú pero, ¿qué Nueva York? ¿El mismo que el mío u otro completamente diferente, soñado o imaginado? ¿Un taxi parado en la puerta? ¿Un “buenos días” y una sonrisa al cruzarnos por la escalera? Quisiera que Tiffany’s no existiera, que fuera borrada del mapa, volada por los aires, pagaría con agrado un responso en la catedral de San Patricio, sufragaría con gusto la partitura de una misa de réquiem por su desaparición con tal de no correr jamás el riesgo de verte frente a su escaparate un amanecer cualquiera, letalmente hermosa, de festivo luto riguroso, torturando un croissant y suspirando por la vida que no tienes, no pensando en tu vecino de arriba. Alguien que vino a Nueva York, al cementerio de elefantes, a enterrarse cuando fue herido de muerte y al que tú, sin querer, sin siquiera sospecharlo ni pretenderlo, has hecho volver a la vida. Aunque tú no lo sepas. Aunque no vayas a saberlo nunca.