39escalones Desde Soria, toma 1: Marca Siodmak

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Hollywood, la llamada fábrica de sueños, fue en su etapa dorada eso mismo, una fábrica. Los cinco grandes estudios (Metro Goldwyn Mayer, 20th Century Fox, Warner Brothers, Paramount y RKO) y sus tres hermanos pequeños (United Artists, Columbia y Universal) funcionaban como enormes factorías de producción que supervisaban el proceso de manufactura en serie de centenares de películas cada año, ocupándose de todos los tramos del engranaje, desde la adquisición de los derechos cinematográficos de novelas, relatos, obras de teatro o crónicas y reportajes y la elaboración de argumentos y guiones a partir de ellos, hasta el diseño de decorados y la elección de localizaciones, así como la asignación de productor, director e intérpretes principales y secundarios y la configuración del equipo técnico para cada título aprobado por sus respectivos consejos de administración. Es verdad que ningún sistema carece de defectos (por ejemplo, en el de estudios, los draconianos contratos a los que estaban sometidas las estrellas cinematográficas, no tanto en cuanto a condicionales salariales sino más bien en relación a su extensión temporal, a los límites de su libertad a la hora de escoger proyectos o a la posibilidad de ser cedidos como mercancía a otros estudios para determinadas películas), pero no es menos cierto que fue durante aquellos años de esplendor cuando vieron la luz la mayor cantidad de obras maestras y de genios, en cualquiera de sus disciplinas, del arte cinematográfico. Paradójicamente, y a pesar de la inclusión de buena parte de las películas producidas dentro de los seguros límites del cine de género, el resultado en general, al menos en el cine de clase A, no solía circunscribirse a las fórmulas prefabricadas tan comunes a las actuales carteleras cinematográficas. No se trataba de productos fríos e impersonales, sino de obras que respondían a criterios técnicos y artísticos muy definidos, a menudo propios de productores pero, en especial, de directores, que fueron a los que se agarró la crítica francesa de los cincuenta para elaborar a partir de ellos su famosa teoría sobre la autoría cinematográfica, según la cual el director es el indiscutible autor de un filme. Esto, en su inexactitud, incluso en el caso de aquellos cineastas que hoy son devaluados bajo la convencional etiqueta del eficiente artesano cinematográfico, el director a sueldo de un estudio que se limitaba a rodar aquellos proyectos que sus superiores jerárquicos, los ejecutivos de los estudios, le señalaban. El alemán Robert Siodmak fue uno de ellos, tal vez de los más competentes y eficaces, un director que atesora una nómina de títulos que envidiarían para sí muchos de sus colegas hoy reconocidos como autores con firma.

La relación de Siodmak con los Estados Unidos es de una constante ida y vuelta. Nacido en Dresde, en el seno de una familia enriquecida gracias a sus negocios con Norteamérica, la Primera Guerra Mundial, la derrota alemana y la subsiguiente crisis económica causaron la ruina familiar y obligaron a Robert a ponerse a trabajar. Tras el fracaso de sus intentos por convertirse en actor, se dedicó a la contabilidad y logró un puesto respetable como director de una sucursal bancaria que le permitió recuperar parte de la fortuna familiar perdida, aunque volvió a arruinarse tras el crack de 1929 y las nefastas consecuencias que tuvo para la economía alemana. Trasladado a Berlín junto a su hermano Curt, en lo que sería el inicio de una fructífera sociedad, desempeñó varios empleos como vendedor y periodista al mismo tiempo que Curt y él empezaban a escribir guiones para la UFA, la compañía alemana que por entonces rivalizaba con Hollywood en la vanguardia de la producción cinematográfica mundial. Tras realizar en 1930 su primera película, en cuyo guión participó Emeric Pressburger, más adelante estrecho colaborador del prestigioso director británico Michael Powell, dirigió junto a su hermano Curt y al también futuro director de Hollywood, el checo Edgar G. Ulmer, Los hombres del domingo (Menschen am Sonntag, 1930), en la que también figuran otros dos cineastas en formación, nada menos que Fred Zinnemann como operador de cámara y Billy Wilder como coguionista. En Alemania filmó cuatro películas más antes de trasladarse a Francia debido a la prohibición por la nueva administración nazi de una de ellas, Secreto que quema (Brennendes Geheimnis, 1933). Los años treinta, en los que Siodmak se encargó de dirigir siete películas, son en Francia los años del realismo poético, movimiento encabezado por directores como Julien Duvivier o Jean Renoir, una forma de traslación al audiovisual de la narrativa naturalista de Emile Zola. Así, Siodmak, heredero del expresionismo alemán y conocedor del realismo poético francés, será uno de los directores que contribuirá decisivamente a consolidar en Estados Unidos un nuevo género que aúna estas influencias europeas con dos fenómenos puramente americanos, el cine de gángsters y los cambios sociales y económicos derivados de la Segunda Guerra Mundial, y que será conocido como cine negro. [continuar leyendo]

 

El terror como producto sociológico: Universal horror (Kevin Brownlow, 1998)

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El cine de terror ha gozado de sus mejores momentos siempre como reflejo de un estado sociológico determinado. Al igual que el cine negro clásico no habría podido concebirse en la forma en que hoy lo conocemos sin el efecto que los horrores conocidos durante la Segunda Guerra Mundial tuvieron en los norteamericanos y extranjeros asimilados a Hollywood que la vivieron de cerca ni sin los traumas ligados a las dificultades de readaptación de los ex combatientes a la vida civil, el cine terror en sus diversas formas, el de zombis, por ejemplo, ha disfrutado de sus más prestigiosas y mejores épocas como resultado de conmociones colectivas previas o contemporáneas, como al principio de los años treinta, efecto colateral de los desastres provocados por el crack del veintinueve (con títulos que van desde La legión de los hombres sin almaWhite zombie-, Victor Halperin, 1932, a Yo anduve con un zombiI walked with a zombie-, Jacques Tourneur, 1943), o como plasmación de la ebullición ideológica y social de los años sesenta en Estados Unidos (La noche de los muertos vivientesNight of the living dead-, George A. Romero, estrenada nada menos que en pleno y convulso 68). Los estudios Universal fueron los que con más talento y originalidad capitalizaron este renacido interés por el mundo del terror, legando a la posteridad una imprescindible colección de títulos que no sólo suponen las más altas cimas del género a lo largo de la historia del cine, sino que se han convertido en iconos universales (nunca mejor dicho) que han llegado a menudo a condicionar, como poco estéticamente, pero incluso mucho más allá, los recuerdos y evocaciones que el público ha hecho de aquellos personajes e historias basados en originales literarios que, después de pasar por el filtro del cine, ya no han vuelto a ser lo que fueron, que siempre serán como el cine los dibujó.

El espléndido documental de Kevin Brownlow, Universal horror producción británica de 1998, recorre todo este magnífico periodo de terror cinematográfico desde principios de los años treinta a mediados o finales de los cuarenta, deteniéndose en los antecedentes literarios (Bram Stoker, Mary Shelley, Lord Byron, Edgar Allan Poe, Gaston Leroux, H.G. Wells, etc., etc.), cinematográficos (Rupert Julian y Lon Chaney, Robert Wiene, F. W. Murnau, Fritz Lang, etc., etc.) y sociológicos (el impacto que supusieron los desastres de la Primera Guerra Mundial y el descubrimiento de la muerte violenta de militares e inocentes a gran escala, o incluso los avances médicos que posibilitaron la supervivencia de heridos que en cualquier otro momento histórico previo habrían muerto y que ahora mostraban abiertamente malformaciones, mutilaciones, taras, etc., ante el indisimulado morbo de cierto público) que desembocaron en un interés y una aceptación sin precedentes por las películas de horror, por lo gótico, lo grotesco, lo extraño y extravagante. Igualmente, el documental aborda las figuras de Carl Laemmle, Carl Laemmle Jr. e Irving Thalberg, los valedores industriales de esta nueva corriente, así como por los productos más conocidos y trascendentales del momento, los personajes más importantes (el Golem, Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo, el Hombre Invisible, el Doctor Jeckyll, Mr. Hyde, King Kong, entre muchos otros), los actores que los interpretaron (Lon Chaney, Bela Lugosi, Boris Karloff, Claude Rains, Fredric March, Elsa Lanchester, etc. etc.) y los directores que los hicieron inmortales (Tod Browning, James Whale, Robert y Curt Siodmak, Rouben Mamoulian…), a menudo con testimonios de «primera mano» de hijos, nietos y demás amigos y parientes de los implicados en el cine de aquellos tiempos, o de veteranos actores y escritores (como el caso de Ray Bradbury) fallecido hace unos 2 años, que relatan sus experiencias vitales como espectadores impresionados por aquel cine.

Con un buen ritmo narrativo que logra mantener el interés durante la hora y media de metraje, y con abundancia de imágenes ilustrativas de los argumentos expositivos, tanto de secuencias clave de los propios clásicos cinematográficos que recupera como de material fotográfico de archivo, que recogen la vida en los estudios, los rodajes, la labor de maquillaje, los trabajos de ambientación y puesta en escena, la creación de efectos especiales, o incluso de simpáticas apariciones de actores caracterizados como monstruos en interacción con el personal técnico o los compañeros de reparto (especialmente algunas cómicas apariciones de Karloff, con su maquillaje verde, intentado estrangular a alguien o, sencillamente, tomándose un café), el documental se detiene especialmente en señalar los orígenes literarios de muchas de estas creaciones (incluso a través de secuencias de películas de tema literario referidas a esos momentos, como el film mudo que representa la noche en Villa Diodati en la que Byron y Shelley dieron a luz El vampiro y Frankenstein), Continuar leyendo «El terror como producto sociológico: Universal horror (Kevin Brownlow, 1998)»

La magia del terror: La mujer pantera (Cat people, 1942)

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Es extraño, los gatos siempre se dan cuenta si hay algo que no está bien en una persona (la dueña de la tienda de animales de Cat people, 1942).

El cuarteto formado por el productor de origen ucraniano Val Lewton (de verdadero nombre Vladimir Leventon, sobrino de la gran actriz del cine mudo Alla Nazimova), el director Jacques Tourneur, y los montadores y futuros directores Robert Wise y Mark Robson (a veces con la colaboración del guionista Curt Siodmak, el hermano del director, Robert), creó para la productora RKO toda una serie de obras maestras del cine de terror caracterizadas por unos argumentos siempre ligados a una intriga sobrenatural de aires góticos, horror sobrecogedor y romance truncado. La mujer pantera, junto con Yo anduve con un zombi (I walked with a zombie, 1943) y El hombre leopardo (The leopard man, 1943), es la mejor y, por encima de ellas, la más popular, ejemplo a su vez de las notas características de las películas de miedo de este periodo: atmósferas misteriosas captadas con sutil elegancia y turbios juegos de luces y sombras, mágica capacidad para sugerir inquietud y romanticismo, y un clima intranquilo que bajo su equívoca placidez apenas esconde el torbellino de confusión psicológica e incertidumbre vital de unos personajes abocados a luchar por su vida frente a  unos fenómenos que escapan a su comprensión, a la ley natural y a la de los hombres.

La fuerza de la película radica en la ambigüedad de su protagonista, Irena Dubrovna (magnífica Simone Simon, inolvidable en su personaje, traslación al plano femenino de la simpática monstruosidad que, en lo masculino, fue capaz de despertar Boris Karloff como el monstruo de Frankenstein para James Whale), una joven dulce y atractiva de origen serbio en la que se fija Ollie Reed (Kent Smith), mientras ella está dibujando una pantera negra en el zoológico. El súbito idilio desemboca en matrimonio, pero Ollie no tarda en captar que algo no va bien: ella se muestra fría, distante, como abstraída, y su obsesión por los grandes felinos parece aumentar en la misma medida que el desinterés por su nuevo esposo. Ni siquiera el gatito que él lleva a casa sirve para contentar o contener esa fijación obsesiva ni para despertar unos instintos más tiernos que la lleven a ser más cariñosa con su marido, hasta que la verdad estalla en toda su crudeza y Ollie asiste al imposible espectáculo de una leyenda tenebrosa que cobra vida.

La película se maneja de forma excepcional sobre la duplicidad de personajes y situaciones. Asentada sobre un triángulo romántico formado por Irena, Ollie y Alice (Jane Randolph), la compañera de trabajo de él que le ama secretamente (o no tanto), es la doble caracterización de cada personaje lo que amplía y enriquece la polivalencia del drama. ¿Es Irena una mujer reprimida sexualmente cuyos miedos le impiden consumar su matrimonio, como defiende su psiquiatra (Tom Comway)? ¿O es que quizá tiene demasiada fe en el cuento de viejas de su aldea natal que habla de que la lujuria, la ira, los celos o cualquier otra pasión exacerbada puede despertar el espíritu maligno que la habita y que cobra la forma de una pantera asesina? Continuar leyendo «La magia del terror: La mujer pantera (Cat people, 1942)»

Terror de bajo presupuesto: La bestia con cinco dedos

En la filmografía de Robert Florey, discreto director de la primera mitad del siglo XX (en su filmografía destaca asimismo haber llevado a la pantalla a los hermanos Marx en Los cuatro cocos, así como sus adaptaciones de relatos de terror de Poe y otros con Bela Lugosi y Peter Lorre, o incluso alguna de las secuelas de Tarzán), llama la atención una película considerada hoy de culto: La bestia con cinco dedos (1946), escrita por Curt Siodmak, hermano del célebre director de origen alemán. No es de extrañar, porque a pesar de sus evidentes carencias financieras, la película, brevísima (no llega a alcanzar la hora y media), ofrece, a través de un estupendo ejercicio de síntesis, una historia típica de terror con gran acierto en la recreación de atmósferas, estupendos momentos de clímax terroríficos y una galería de personajes bien descritos y desarrollados, un potaje del horror en el que además no escasean los guiños humorísticos, abiertamente paródicos o sutilmente sugeridos. En esta ocasión, el espacio geográfico en el que transcurre la trama es tan poco frecuente como, quizá, improbable, Italia, a priori un lugar no demasiado indicado para situar tenebrosas mansiones repletas de misterios. Sin embargo, ello da pie a unas cuantas notas de folclorismo local que, por otro lado, facilitan a la historia la posibilidad de introducir el elemento supersticioso popular como ingrediente con que acompañar el misterio central del filme.

Misterio que no es otro que la muerte de un famoso pianista Francis Ingram (Victor Francen) poco tiempo después de modificar su testamento en favor de Julie, la enfermera que lleva cuidándolo varios años (Andrea King). Tras una acelerada pero precisa presentación de los personajes centrales, la película nos introduce de lleno tanto en el escenario principal, una mansión gótica propia de este tipo de películas, con sus salones espaciosos y decadentes con enormes chimeneas, majestuosas lámparas y panorámicos espejos, con sus amplios corredores repletos de ruidos durante la noche, y con sus escaleras llenas de sombras, como en el nudo de la trama, cuando, tras la sospechosa muerte del músico, se presentan sus únicos parientes vivos (Charles Dingle y John Alvin) con la intención de hacerse con la herencia y liquidar todo el patrimonio del finado para llenarse los bolsillos. La lectura del testamento, en la mejor tradición de esta clase de escenas al modo clásico, y su sorprendente resultado, dan pie a su impugnación legal, pero el trámite no llega muy lejos: esa misma noche, el abogado Duprex, venido expresamente de París, aparece en un rincón de la casa asesinado cruelmente con unas huellas terribles en el cuello. Eso no impide que los que se creen legítimos herederos porfíen en sus intenciones en contra de Julie, que sólo cuenta con la ayuda de un joven músico que lleva años varado en la mansión (Robert Alda, padre del actor Alan Alda), antiguo asistente de Ingram que poco a poco se ha visto ocioso, apartado, residual, y que malvive vendiendo falsas antigüedades a los turistas. Todo ello bajo la atenta y siniestra mirada de Cummins (Peter Lorre), un estudioso de temas relacionados con el oscurantismo, la nigromancia y la predicción del futuro, que utiliza la vasta biblioteca de Ingram para sus investigaciones.

La muerte de Duprex hace entrar en escena a Ovidio Castanio (J. Carrol Naish), un pintoresco comisario de policía tan aparentemente frívolo y despreocupado como en realidad agudo sabueso. El caso se complica cuando, después de la muerte de Ingram y su abogado, extraños fenómenos empiezan a ocurrir en la casa: de noche, con el salón cerrado a cal y canto, las antiguas melodías favoritas de Ingram suenan en el piano interpretadas con su particular estilo, mientras que la cripta donde reposan sus restos se ilumina misteriosamente. Aunque nada tan extraño e inquietante como el hecho de que, envalentonados los habitantes de la casa y decididos a averiguar la verdad, descubren, tras abrir el cofre mortuorio de Ingram, que al cadáver le falta una mano… Continuar leyendo «Terror de bajo presupuesto: La bestia con cinco dedos»